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La sombra de lo desconocido (5): La mudanza
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Tiempo de lectura: 17 minutos

Al tedio estival se le unía un aumento de la temperatura, y por una vez, no se debía al calentamiento global. Corea del Norte probaba un nuevo misil balístico intercontinental; las calles de Caracas ardían; a nivel doméstico, había un runrún sobre la cuestión catalana que no presagiaba nada bueno, y lo que era del todo inasumible, el Madrid fichaba a Theo Hernández y a Ceballos y del Barça se iba Neymar y llegaban Coutinho y Dembelé.

Julio se pasaba con la planificación de los preparativos para nuestra nueva vida, y, ya fuera condicionado por todas mis cesiones a ese respecto, o por el perturbador encuentro con María, nuestra vida sexual había alcanzado una intensidad de magnitud 10 en la escala sismológica de Richter. Ana estaba siempre de buen humor y predispuesta. Había cogido vacaciones a la espera de incorporarse en su nuevo puesto, y yo terminaba de cerrar varios asuntos laborales antes de irnos. Decidimos que Lucas y Sofía pasaran nuestra última semana en Madrid en un campamento de inglés en la sierra, más por disponer de tiempo para organizar los últimos detalles de la mudanza que por mejorar su destreza con la lengua de Shakespeare.

Me despertó el agua de la ducha corriendo. Me giré y comprobé que la parte derecha de la cama donde dormía Ana aún conservaba el calor de su cuerpo y un delicioso olor, mezcla de perfume afrutado y su aroma fresco y natural. Sin perder un instante, me incorporé y me dirigí al baño. El sonido era cada vez más audible, pero no era sólo el chapoteo del agua salpicando la ducha. Me quedé observando tras la puerta entreabierta. ¡Dios! La visión era espectacular. Aprovechando la intimidad que el baño de nuestra habitación le proporcionaba y que la hora era aún temprana para que los niños se despertaran, Ana se masturbaba frenéticamente. Su silueta era visible tras la mampara, su pelo suelto empapado, una mano enjabonaba sus tetas y la otra se perdía en la profundidad de su coño, inclinando levemente su cuerpo y abriendo las piernas, en una pose tan forzada como sensual. Sus gemidos anunciaban un final próximo y yo no quise perderme la fiesta. Me desnudé y entré en la ducha acariciando su espalda desde atrás, pero ella no pareció sorprendida ni se detuvo. Más bien al contrario, aceleró los movimientos de sus dedos sobre su clítoris y sus gemidos desvergonzados se volvieron tan sonoros que temí que pudieran descubrirnos, así que le tapé la boca y mis manos tomaron el relevo de la suya amasando sus tetas y liberándola para que inmediatamente la echara hacia atrás buscando mi polla, que ya entonces alcanzaba una erección considerable. Recogí su pelo y di un tirón hacia atrás, hasta susurrarle al oído.

– Eres una guarrilla, ¿eh?

Sonrío un instante por respuesta, pero inmediatamente su gesto cambió, su cara dibujó una mueca, su cuerpo comenzó a contraerse y sus ojos se cerraron mientras se corría sin dejar de agarrar mi polla con firmeza. Se giró, y una sonrisa relajada pero traviesa iluminaba su cara.

– Pues ahora te toca a ti.

Sonó más a amenaza que a ofrecimiento, pero en mi estado de excitación no dudé ni un segundo en dejarle seguir con su juego. Su vista siguió un camino descendente hasta llegar a su mano, y lo que ésta acogía. Me miró a los ojos, me dio un pico, y comenzó un descenso hasta quedarse en cuclillas, su espectacular culo visible desde mi posición, sus tetas rozando mis muslos y con la boca a la altura de mi polla. Me lanzó una última mirada desde abajo, y con una delicadeza angelical se la metió en la boca. Cerré los ojos pensando que no tardaría ni un minuto en correrme, pero los volví a abrir al notar sus manos en mi culo. La imagen de Ana haciéndome una mamada sin usar las manos, el movimiento firme y decido de su cabeza y el calor de su lengua al contacto con mi polla era lo más aproximado al paraíso que cualquier apóstol haya detallado en los evangelios. Sujeté su cabeza con fuerza porque notaba que no aguantaba más, y comencé a convulsionar sin reparar en que aún estaba dentro de su boca. Ana abrió los ojos como platos y se separó escupiendo semen en una estampa tan delirante como morbosa.

– Dani, joder, que ya sabes que no me gusta.

– ¡Ufff! Perdona, se me ha ido. Es que no me he dado ni cuenta.

Al ver que sonreía mientras se limpiaba un hilo de semen que colgaba de su barbilla, respiré aliviado, y traté de justificarme.

– La culpa es tuya por chuparla como una profesional.

Rio la ocurrencia, y contraatacó apretándome los huevos.

– ¿Y cómo sabes tú cómo la chupa una profesional? Jajaja. Por listo, te toca ir a despertar a los niños y a preparar los desayunos.

Veinte minutos más tarde entró en la cocina y fue directa a besar a Sofía y a Lucas, que desayunaban adormilados, aún en pijama. Yo hacía malabares intentando preparar cuatro zumos de naranja, un café solo, un cola-cao, un bol de leche con cereales y cuatro tostadas, en plan primer día de Tom Cruise como barman en Cocktail. Ana pareció apiadarse.

– ¿Te ayudo?

– No, no. No hace falta. Lo tengo todo controlado. ¿Te pongo un café con leche?

A Ana se le escapó una sonrisa maliciosa.

– Solo. Leche ya he tenido bastante por hoy.

Las cápsulas de Nespresso rodaron por el suelo y le lancé una mirada de alarma, dirigiendo la vista hacia los niños, que seguían a lo suyo sin hacer caso a nuestra conversación.

Después de una eternidad para hacer el equipaje de Lucas y Sofía como si se fueran a enrolar en La Trinidad de Fernando de Magallanes, Ana se los llevó al punto donde habían quedado con los del centro de actividades del campamento de verano de inglés, avisándome de que a la vuelta había quedado con María para ir al gimnasio, y como yo estaría en casa trabajando, no llegaría hasta la hora de comer. Sólo imaginármela con la princesa de hielo, desnudas las dos en la ducha, hizo que se me pusiera dura al instante, pero traté de desviar aquella fantasía que sabía sólo podría acarrearme problemas, y dirigir mi atención hacia el trabajo.

Por entonces no estaban tan de moda las reuniones por Zoom, Meet, Teams o Skype, pero mis jefes, conocedores de mi situación y yo creo que hasta compadeciéndose de mí por la decisión tomada, me permitieron teletrabajar hasta que comenzara en mi nuevo destino, siempre que mi presencia no fuera necesaria en la empresa. Así que, tan pronto hube recogido el desaguisado preparado en el desayuno, me dispuse a encender el portátil y resolver temas pendientes. El sonido inesperado del timbre me interrumpió, y aunque no esperaba a nadie, agradecí poder demorar unos instantes las monótonas tareas laborales.

Abrí la puerta y me topé con dos hombres de apariencia estrambótica. El de la izquierda era un personaje cómico, obeso, de aspecto estrafalario: no sé por qué le adjudiqué en mi imaginación un pasado circense. El de la derecha era justo lo contrario; un tipo enjuto, enclenque, desgalichado, con un contagioso tic nervioso facial que atribuí de inmediato a una antigua mala experiencia carcelaria. La primera impresión que tuve fue la de hallarme frente a dos testigos de Jehová, y me vino a la mente el cuadro Saturno devorando a su hijo, pues no descartaba que el gordo pudiera haberse zampado al mismísimo Jehová, y los nervios de su compañero se debieran a saberse el postre de un menú degustación. No sé cuánto tiempo debí pasar absorto en mis cavilaciones, cuando el corpulento operario, que parecía llevar la voz cantante, me devolvió a la realidad con un carraspeo.

– Ejem, ejem… somos los de la mudanza… su mujer nos dijo que podíamos empezar a esta hora.

¡Los de la mudanza! Mis ojos se abrieron como platos. Disimulando, eché un vistazo por la ventana, tratando de divisar algún vehículo rotulado con Mudanzas y Transporte Laurel y Hardy o algo parecido, pero todo lo que encontré fue una camioneta blanca identificada con el nombre Telefurgo en los costados. Por toda respuesta, me encogí de hombros y me hice a un lado, agachando la cabeza, avergonzado por temor a que hubiera podido estar expresando mis pensamientos en voz alta, y murmurando a modo de disculpa

– Sí, sí… claro, claro… pasar. Podéis empezar por donde queráis… intentaré molestar lo menos posible.

Me encerré en la cocina y me puse a trabajar en el ordenador, mientras un sinfín de golpes, pasos, ruidos de muebles siendo embalados y acarreados de un lado a otro hacía que me resultara imposible concentrarme. Debían de haber pasado unas tres horas y estaba a punto de desistir y tomarme un descanso, cuando Ana abrió la puerta de la cocina. Sonrisa de oreja a oreja, radiante, ilusionada como una niña.

– ¿Qué tal van los de la mudanza?

Volví a encogerme de hombros

– Todo controlado. ¿No te has duchado en el gym? Qué raro.

Estaba espectacular, con el pelo mojado y el sudor todavía resbalándole por el cuello, el top blanco por encima del ombligo, empapado y marcando los pezones. Y, sobre todo, unas mallas Adidas de color gris claro definiendo la silueta de su culo y mostrando de forma contundente la protuberancia de su monte de Venus e insinuando una deliciosa raja entre sus piernas. Sonreí al recordar el día que se las compró y me preguntó en el probador

– ¿Se me marcan mucho?

– Lo normal, son mallas, son ajustadas, tienen que marcarse.

Esa idea la debían compartir también Pepe Gotera y Otilio, que justo en ese momento asomaban por la puerta y se quedaban petrificados ante la imagen abrumadora de Ana, con los ojos a punto de salírseles de las órbitas y babeando como dos perros en celo. Ana, al percatarse de su presencia, se fue decidida hacia el gordo, y le plantó dos sonoros besos en sus mejillas, bañando de sudor su cara.

– ¡Hola Jose! ¿Qué tal está yendo todo?

– Bien, bien. Ya hemos terminado lo más gordo,

Ahí tuve que tragar saliva para ahogar una risita maliciosa, pero Ana se dio cuenta y me fulminó con la mirada.

– … y sólo nos queda meter en las cajas los objetos más pequeños, precintarlas y cargarlas en la furgoneta, pero de eso ya me ocupo yo sólo. Mi compañero ya ha terminado su jornada. Por cierto, éste es Rafael. Rafa, ésta es Ana, nuestra jefa buenorra de la que te he hablado.

Y los tres estallaron en una sonora carcajada celebrando la ocurrencia del tal Jose. Yo observaba la surrealista escena ojiplático, más aún cuando su diminuto compañero le plantó a Ana otro par de besos en las mejillas, demasiado cerca de la comisura de sus labios, y con una sorprendente familiaridad, al apoyar su mano izquierda en la cadera de mi mujer, que no parecía demasiado sorprendida y menos aún molesta por unas muestras de afecto a mi modo de ver completamente fuera de lugar.

El tal Rafa se despidió con una sonrisa triunfante, cerrando la puerta con el pie y llevándose consigo una caja que triplicaba el volumen de su cuerpo. Jose volvió a perderse en el dormitorio de los niños y yo me quedé a solas con Ana en la cocina. Me volví a encoger de hombros pidiendo explicaciones.

– ¿Y estos dos? ¿De dónde has sacado a Manolo y Benito?

Ella soltó una risotada y se aclaró la voz para comenzar a justificar la extravagante contratación.

– A ver, al pequeño no lo conocía, pero Jose es un tío majísimo y de confianza. Es una especie de artista polifacético, pero como ahora está sin trabajo, pues está a lo que le sale, chapuzas, mudanzas… Eso cuando no está actuando. Es un músico callejero y tiene muchísimo éxito en el barrio… ¡Si hasta canta ópera!

– ¡Hostias! ¡Pavarotti!

No pude evitar que mi pensamiento se hiciera mínimamente audible rememorando la reciente experiencia del barítono estrafalario y Sofía.

– ¿Qué?

– Nada, nada… es que como os tratabais con tanta confianza…

Ana se acercó a mí sonriendo, me cogió las manos y las llevó a sus tetas, hasta sentir sus pezones grandes y duros, pezones con los que hasta hacía un minuto escaso se habían deleitado la extraña pareja, y poniendo su mano en mi entrepierna, me susurró al oído con voz melosa.

– Vaya, vaya. Así que mi maridito está celoso. ¿He sido demasiado cariñosa con ellos?

Remató la última pregunta con un tono sensual y una posterior carcajada que hicieron que mi incipiente erección se desmoronara por completo. Le di un sonoro azote en el culo a modo de reproche.

– Vete a la ducha o te vas a quedar fría, y con los pezones así de duros, tu amigo Jose se va a poner cachondo.

– Ja, ja. ¿Yo me voy a quedar fría o tú te vas a poner caliente?

Y salió corriendo hacia el baño, aceptando un segundo azote que hizo que su culo vibrara mínimamente, y dejándome con una sonrisa retadora y una pregunta sin terminar de salir de mis labios.

– Con que esas tenemos, ¿eh? ¿Así que quieres jugar?

Y de repente un pensamiento me heló la sangre. Tragué saliva. Hay veces en las que algo dentro del cerebro hace click, un desequilibrio en los neurotransmisores, una reducción en la actividad del GABA… decenas de posibilidades que convierten la idea más absurda, más disparatada, y más peligrosa en un desafío tan real y sugerente que decides jugártelo todo al 23 rojo, impar y pasa. Y cuando el croupier grita “No va más”, luchas por no perder el control y abalanzarte sobre la mesa para retirar todas tus fichas, presintiendo que en esta partida vas a perder algo mucho más importante que cualquier posesión material. Pero una vez traspasado el punto de no retorno, te dejas llevar por la excitación del momento, por el morbo de un plan diseñado en apenas diez segundos, un reto con un resultado incierto.

Visualicé la casa en 3D, vista aérea, modo autocad, y salí apresuradamente hacia el baño de nuestra habitación, donde Ana se disponía a desnudarse para dedicar su habitual media hora larga al aseo y cuidado corporal. Si alguna vez le había afeado su falta de conciencia medioambiental, ella siempre se justificaba contraatacando.

– Tú lo de la huella hídrica debes creer que es una serie de Netflix, ¿no? Si te ve Greta Thunberg le da un ictus.

– Ya, pero luego bien que me dices lo suave que tengo la piel y que te encanta el olor de mi cuerpo.

– Touché

Llegué justo a tiempo para impedir que Ana comenzara su habitual liturgia de aseo.

– Espera. No te duches aquí. El de la mudanza me ha dicho que iba a empezar a recoger lo más menudo por nuestra habitación para meterlo ya en las cajas y cargarlo, y que tenía para largo, así que mejor que vayas al otro baño y andas más tranquila.

Mi discurso atropellado debió resultar convincente, porque por toda respuesta Ana se encogió de hombros, recogió sus deportivas, y se encaminó sudorosa hacia el otro baño. Una vez hubo entrecerrado la puerta, supe que era momento de actuar con celeridad, de ejecutar el absurdo plan trazado con tanta premura como inconsciencia. Sabía que lo primero que haría ella sería lavarse los dientes, antes de desnudarse y entrar en la ducha. Eso me daba unos minutos para preparar la escena.

Sin llegar al nivel de Carlos Boyero, mi gran afición al séptimo arte me servía para mucho más que estar familiarizado con los términos plano-secuencia, travelling, raccord o rush, así que, sólo con echar un vistazo al vestíbulo, supe cómo debía ser la ubicación de cada elemento para que la toma fuera buena. Moví el espejo de pie, regalo de mi suegra, desplazándolo hasta comprobar que reflejaría todo lo que ocurriera dentro del baño. Me pareció irónico que un elemento decorativo por el que siempre había sentido repulsión, por fin fuera a resultarme práctico, y sonreí al pensar que no era probable que la madre de Ana hubiera pensado en esta utilidad en particular al comprarlo. Coloqué el móvil sobre el pequeño mueble posa llaves del recibidor, semi oculto por una vela aromática que ocupaba la mayor superficie del mismo, comprobé que el encuadre, la luz y la posición fueran los correctos, y me dispuse a interpretar mi papel. No había margen para la improvisación y el lucimiento artístico, así que me ceñí a un guion con muchos agujeros y que visto desde fuera provocaría más hilaridad que morbo y excitación, pero si hasta el mismísimo Woody Allen había sido capaz de rodar sin sonrojo Vicky, Cristina Barcelona, ¿quién era yo para renegar de mi ópera prima?

Volví al baño. Ana terminaba de cepillarse los dientes y había abierto el grifo de la ducha a la espera de que el agua llegara caliente. Lo latidos de mi corazón ahogaban el sonido de mis palabras.

– Nada, que el de la mudanza ya está en nuestra habitación. Yo me vuelvo a la cocina que tengo que mandar unos mails. Te dejo la puerta entreabierta que si no se empaña todo, que tú pones el agua a temperatura de Geiser del Timanfaya.

Respondió a mi sonrisa con una mueca burlona y prosiguió su enjuague bucal sin prestarme más atención. Volví al vestíbulo, respiré hondo y pulsé REC. Luego fui en la dirección del sonido proveniente de auriculares del tal Jose. Entrando en la habitación de Lucas, lo encontré cerrando y etiquetando cajas, y me detuve al escucharle tararear una canción de Maná, como un mal augurio que me provocó un sudor frío.

Hay mentiras en los labios

Hay mentiras en la piel, qué dolor

Hay mentiras, hay amantes

Que por instantes de placer

Ponen su vida a temblar

Hay mentiras compasivas

Hay mentiras por piedad

Que no quieren lastimar

Hay mentiras que nos hieren de verdad

Ay, ay, ay

Tragué saliva y me aclaré la voz, antes de tocar su hombro. Se giró y me miró con una cara que recordé haber visto en un documental sobre el pez globo del National Geographic.

– Jose, ¿puedes venir un momento?

Le hice señas de que me siguiera y temí quedarme en blanco al llegar al recibidor.

– Nada… que… es que Ana se va a duchar y yo tengo que salir al súper. Tú sigue tranquilo con lo tuyo. Yo volveré en media hora o así.

Al pronunciar la última frase me sentí tan ridículo que noté la sangre sonrojando mi cara. ¿Qué coño le importaría a ese hombre cuánto tardaba yo en volver del súper? Me faltó enseñarle la lista de la compra para corroborar mi patética excusa. Había bajado la cabeza avergonzado por mi actuación de premio Razzies a peor actor, pero al alzar la vista y encontrarme con sus ojos, supe que el peor plan de la historia estaba resultando de la mejor manera posible. Los ojos se le salían de las órbitas. Su boca permanecía abierta y una gota de sudor le resbalaba por la frente. Entonces miré al frente, más allá de su oronda figura, y vi claramente lo que él estaba viendo en el espejo tras de mí, y que le había causado tal impacto que su voz se quebró en un sonoro gallo.

– Sí… sí, sí… yo… yo sigo… con lo mío.

Pero no se movía ni un sólo centímetro de su posición ni abandonaba su privilegiada vista. Ajena a todo, Ana se desnudaba, con las rodillas flexionadas, deslizando las ajustadas mallas por sus muslos y arrastrando con ellas un tanga negro que dejaba visible su impresionante culo. Yo sentía mi boca pastosa, pero luchaba por sonar natural, sabiendo que si el impactado operario notaba algo extraño, mi plan fracasaría al momento.

– Vale, pues voy a decírselo a Ana y ahora vuelvo.

Lo dejé sin que pudiera reaccionar y fui directo al baño, abriendo aún más la puerta en el momento en el que Ana se giraba. Se acababa de sacar el top y se desabrochaba el sujetador, liberando sus imponentes tetas y sus no menos impactantes pezones, que lucían oscuros, grandes y duros, y regalando una imagen espectacular de desnudez completa al que sólo unos minutos antes la había catalogado como “buenorra”.

– Joder, cómo tienes esto de vaho. – mentí – Dejo un poco abierto y te llevo esta ropa a la lavadora, ¿no?

– Vale, pero no la pongas todavía, que tengo que meter mi blusa blanca.

Salí calculando cuál sería la apertura adecuada de la puerta, suficiente para permitir una visión completa y nítida de lo que sucedía en el baño, y a la vez lo bastante discreta para no levantar sospechas. Llegué de nuevo hasta Jose, que permanecía inmóvil, imitando una suerte de versión masculina de Edith, convertida en estatua de sal, y con un volumen de voz lo bastante bajo para no ser audible desde el baño, fingí gritar sabiendo que el sonido del agua de la ducha amortiguaría mi voz.

– Ana, te dejo aquí tu ropa sucia. Luego la metes en la lavadora. Me voy.

Sucia sonaba demasiado obvio, debería haber dicho usada, pero quise cebar el anzuelo para que el pez globo picara sin remisión, por muy evidentes que fueran mis tretas.

– Bueno Jose. Me voy, en media hora estoy de vuelta. Luego nos vemos.

El pobre hombre no acertó siquiera a articular una despedida. Cerré la puerta tras de mí y suspiré aliviado. Alea iacta est.

Salí al sofoco del bochorno estival y paseé nervioso hasta doblar el edificio y sentarme en un banco a la sombra. Mi mente imaginaba las escenas más surrealistas y pornográficas entre mi mujer y el operario de la mudanza, y aun sabiendo que eran delirios producidos por la incertidumbre de no saber lo que estaba sucediendo arriba, un profundo desasosiego se apoderó de mí. Sudaba angustiado, miraba constantemente a un reloj cuyas agujas parecían haberse detenido, me levantaba y me volvía a sentar, maldecía mi estupidez por haberme dejado llevar por un impulso absurdo e irracional. No habrían pasado más de diez o quince minutos cuando la ansiedad se hizo insoportable y emulando al maestro Fernán Gómez, pronuncié un casi inaudible “¡A la mierda!” y me apresuré de vuelta a casa a paso ligero, cual cabra de la Legión el 12 de octubre. Subí los escalones de tres en tres evitando el ascensor para que no delatara mi llegada al detenerse en el rellano. No sabía qué me encontraría al abrir la puerta. Respiré hondo, conté hasta tres y giré la llave en la cerradura.

La escena que tuvo lugar a continuación fue la retransmisión de un encierro de Sanfermines, cuando abren la puerta del corral y los morlacos salen en estampida enfilando la cuesta de Santo Domingo antes de girar hacia Mercaderes. En mi caso, fui arrollado por un cabestro de más de cien kilos, que, si bien no me produjo herida alguna por asta de toro ni contusiones de consideración, sí hizo que me tambaleara y estuviera a punto de caer. No había visto a alguien de su peso moverse tan rápido desde que Ronaldo Nazario colgara las botas. El hombre tartamudeaba una explicación mientras aporreaba con insistencia el botón de llamada del ascensor.

– Te-te-tengo que irme ya. Ma-ma-mañana termina Rafa. Adiós.

Intenté recuperar el aliento y la compostura. Cerré le puerta y el silencio me permitió escuchar con nitidez el sonido de un secador de pelo, con lo que deduje que efectivamente, mi ausencia había sido más breve de lo esperado, pero eso a su vez favorecía que pudiera revisar lo que mi móvil había grabado en aquella especie de laberinto de espejos del Parque de Atracciones. En ese momento el espejo del vestíbulo reflejaba la imagen del interior del baño, pero no aparecía Ana, que debía haber cambiado de ubicación para enchufar el secador. Mi posición resultaba inmejorable para visionar la grabación y detenerla si el zumbido del secador se detenía.

Stop. Quince minutos y trece segundos de grabación. Play. Hitchcock, Bergman, Fellini, Kurosawa, Kubrick, y ahora Daniel Torres compartiendo el Olimpo de los dioses de los directores de cine. La secuencia se iniciaba con la surrealista escena en la que Obélix y yo departíamos a cada cual más nervioso, yo de espaldas, él de frente y al fondo la hipnotizante figura de Ana. No pude evita sonreír ante la representación de esa farsa tan burda, pero sabía que no tenía mucho tiempo antes de que Ana terminara de secarse el pelo, y avancé la grabación hasta que yo cerraba la puerta y tan sólo aparecían en plano ellos dos.

Lo primero que el operario hizo al saberse a solas con mi mujer, fue cerciorarse de que la puerta estaba bien cerrada y comprobar a través de la mirilla que yo ya había abandonado el descansillo. Miró al reloj, calculando de cuánto tiempo dispondría para llevar a cabo sus, para mí, aún oscuras intenciones. De repente desapareció de plano, y temí que hubiera vuelto al trabajo y que todo mi plan hubiera quedado en una ridícula fantasía, pero al cabo de unos segundos que se me hicieron eternos volvió a aparecer, pero esta vez situado frente al lateral espejo, evaluando cuál sería la mejor ubicación para observar lo que ocurría en el baño sin ser descubierto. ¡Premio! Miró a un lado y a otro, fijó la mirada en la visión de Ana que le ofrecía el reflejo del espejo, y llevó sus manos temblorosas a los botones de sus sucios y raídos pantalones, desabrochándolos y mostrando a cámara cómo se sacaba una polla de unas dimensiones tan escasas que me produjeron hilaridad y compasión a partes iguales… hasta que empezó a hacerse una paja con una mano, mientras con la otra sacaba algo de su bolsillo y se lo llevaba a la cara. ¡Era el tanga de Ana! El muy cabrón lo había recogido del suelo y ahora aspiraba el aroma del coño de mi mujer, mientras la veía desnuda y se masturbaba apresuradamente, sabedor de que el tiempo corría en su contra.

Ana, mientras tanto, aparecía nítidamente al fondo, desnuda recibiendo el agua de la ducha como un bautismo de morbo, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, en gesto relajado, tan natural y a la vez tan sensual. Di por bien empleada la fortuna que habíamos pagado por el plato de ducha extra largo que hacía de plató improvisado, y por la mampara transparente hasta mitad de plato y altura completa, a medida, con tratamiento anti-agua y anti-cal, como bien se había encargado de recalcar la comercial de Roca cuando notó que mis ojos se salían de sus órbitas al presentarnos el presupuesto.

Su imagen era tan clara que parecía que no había mampara, ni siquiera espejo, y que estaba posando desnuda solamente para la cámara de mi móvil y para el pervertido operario. Pulsó el dosificador de gel sobre un guante de crin y comenzó a enjabonarse las tetas con fuerza, que al instante comenzaron a marcarse y a cada pasada del guante, subían y bajaban pesadamente, mostrando unos pezones cada vez más duros y aumentando la erección del voyeur ocasional. Con parsimonia, gustándose y disfrutando su imaginaria soledad, volvió a echar más gel sobre el guante y en esta ocasión su mano fue directa a su delicioso coño. Flexionó las piernas y con la mano desnuda se separó los labios para alcanzar a enjabonar lo más profundo de su sexo, frotándolo con vigor, mientras la espuma y el agua resbalan por sus muslos hasta caer con estrépito formando una catarata de morbo. Repitió los mismos pasos, pero ahora llevó la mano a los hombros, bajó hasta mitad de la espalda, y se agachó ligeramente, girando el brazo y cambiando la mano de posición hasta llegar a su culo, separando uno de los cachetes y adentrando el guante a lo largo de la raja de su trasero hasta la entrada de su estrecho agujero.

El tal Jose, mientras tanto, contemplaba el show impactado, respirando agitadamente, restregándose el tanga de Ana por la cara, y, liberando su polla por completo, desabrochó el botón de los pantalones que le resbalaron hasta los tobillos y se bajó unos calzoncillos rojos con conejitos blancos que conferían a la escena un aspecto ridículo y grotesco. Se subió un poco la camiseta, dejando que su imponente barriga mostrara apenas una pequeña pero erecta polla semioculta por un poblado vello púbico. Al fondo del plano Ana se sacaba el guante de crin y procedía a aclararse el cuerpo con sus manos desnudas. Ver pasar sus pequeñas manos por sus tetas, y sobre todo llevarlas de nuevo a su sexo abriéndoselo por completo con una mano, mientras con la otra dirigía un chorro de agua directamente al interior de su coño, fue más de lo que el operario de la mudanza pudo soportar. Se detuvo de repente, abrió los ojos como si estuviera viendo una alucinación, se llevó apresuradamente el tanga de Ana a su polla, se la envolvió con él, y comenzó a convulsionar. Si no le acabara de ver salir corriendo por la puerta, hubiera pensado que estaba sufriendo un ataque epiléptico, pero al cabo de un minuto se detuvo en seco, miró a los lados, jadeante, resoplando, se subió los calzoncillos y los pantalones, y desapareció hacia la habitación de Lucas.

Ahogué mis carcajadas como pude por lo que consideraba había sido una pequeña travesura por mi parte. Pulsé el pause, recogí la ropa de mi mujer que había dejado amontonada en el suelo como señuelo, y la metí en la lavadora. Pero al hacerlo, un nubarrón negro de tormenta cruzó mi mente. De todo lo que acababa de ver, había algo que se me escapaba. ¿Y el tanga de Ana? Lo había visto en la polla del voyeur XXL, pero no lo llevaba en su huida. ¿Qué coño había hecho con él? ¿Se lo habría llevado como recuerdo inspirador? Infartado por un terrible presentimiento, corrí de nuevo hasta el recibidor y encontré la respuesta de inmediato. Allí, tirada en el suelo, yacía maltrecha la prenda íntima de mi mujer, y con bastante aprensión y repugnancia me di prisa en recogerla para depositarla junto al resto de la ropa sucia.

– ¡Hostia puta! ¿Pero qué coño…?

La sostuve con dos dedos, y con todo el asco del mundo, constaté atónito que el tanga estaba cubierto de semen en una cantidad impensable, increíble, inhumana. Aquel tío había lefado la prenda de tal modo que al sostenerla en alto, veía como colgaban de ella gruesos hilos blancuzcos hasta desprenderse y caer pesadamente al suelo. Tan confundido me encontraba, que no me di cuenta de que el sonido del secador de pelo había cesado y que en ese momento Ana aparecía en el recibidor, limpia, inmaculada, casi virginal, en contraste con el nauseabundo tanga que ahora apretaba en mi mano derecha, ocultándola de su vista tras mi espalda.

– ¿Se ha ido ya Jose?

– ¿Quién?… ¡Ah! Sí, sí… ya hace rato. Que terminan mañana.

– ¿Tú has podido trabajar algo?

– Ehhh… sí…. bueno… yo… con mis cosas… sí… algo

Mi mujer no era Miss Marple, pero lo inconexo de mi discurso y una actitud excéntrica me condenaban sin necesidad de pruebas. Ana frunció el ceño y arqueó una ceja, como hacía con los niños cuando les descubría mintiendo.

-¿Qué tienes en la mano?

Tragué saliva mostrando mi mano izquierda.

– Nada.

– Dani… la otra

Desistí de demorar lo inevitable y me centré en inventar una excusa convincente que justificara lo injustificable. Alargué el brazo y le mostré su tanga hecho un guiñapo, arrugado, manchado y lleno de un líquido blanco pastoso que había brotado al apretarlo en mi mano.

Sus ojos se abrieron como platos. Lo cogió en sus manos y su cara de asombro cambió al estallar en una sonora carcajada, mientras yo me debatía entre el alivio y la tensión.

– Cari, últimamente te gustan mucho estas guarradas, ¿eh?

El karma me había dado una oportunidad. Ana pensaba que era yo quien me había pajeado con su tanga, llenándolo de semen. Tenía que pensar rápido para salir de aquella, una disculpa, un eximente, un atenuante que redujera mi condena.

– Ana… yo… es que cuando se ha ido el de la mudanza… me he puesto a ver porno… y salía una que era igual que tú, te lo juro, podríais haber sido hermanas gemelas… y, bueno… estaba el tanga tirado en el suelo… y… pues eso… el resto ya te lo imaginas.

Sus ojos brillaban divertidos y una sonrisa llenaba su cara.

– Hablando de restos. ¿Qué quieres que haga con esto, amore?

Sus dedos jugueteaban con las partes de semen más visible extendido en su tanga e hizo amago de acercárselo a la cara.

– ¡No Ana!

– ¿Qué pasa? – se detuvo extrañada

– Joder, es que sé que no te gusta, tú misma me lo has dicho antes, y además, te acabas de duchar y no te vas a andar manchando con esto.

Hice un intento por recuperar el tanga, pero ella lo retiró de mi alcance, sosteniéndolo en alto. Con la mirada encendida, se acercó a mí, y como si temiera que nos pudiera escuchar alguien, me susurró al oído.

– Te he dicho que no me gusta que te corras en mi boca cuando te la estoy chupando, no que no me guste cómo sabe. Además, es que has echado como nunca. Te has debido poner a tope con lo que estuvieras viendo ¿eh?

Se apartó, sonrió traviesa y se llevó a los labios la zona de su tanga con manchas de semen más visibles. Al retirar el tanga de su boca y comprobar que permanecían adheridos a su barbilla restos blanquecinos de lefa de su amigo Jose, me quedé inmóvil, petrificado, incapaz de hacer nada ni pronunciar ni una sola palabra. Fue ella la que actuó, llevando su mano a mi paquete y acariciando mi polla por encima de mi pantalón. Abrió los ojos entre sorprendida y admirada y exclamó casi gritando.

– ¡Dani! ¿Has tomado viagra? ¡Te acabas de correr y ya la tienes dura otra vez!

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