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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (39)
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Tiempo de lectura: 26 minutos

Itinerarios, flashes a su oscuridad.

No podía seguir permitiendo que Mariana continuara utilizando la negación de su atracción hacia ese tipo, ocultándome entre sus revelaciones, lo que para mí mente repiqueteaba como alerta a física desinformación. Mi corazón luchaba por no hacerle hueco a las dudas, pero mi memoria hacia inventario en fracciones de segundo, sobre los cambios que mis sentidos percibieron, no tanto en su trato intimo dentro de nuestro hogar, sino en sus cambios de actitud, cuando se hallaba fuera de casa.

¿Debía seguir fingiendo mi ignorancia, como me instruyó Rodrigo? ¿Era todavía necesario, para evaluar su honestidad según sus reacciones? ¿Debería quitarme ya la máscara de mi estupidez, para juzgarla de una vez?

Creo que es mejor seguir escuchando su narración, lo que, según el informe, realizó después con ese playboy de vereda y por supuesto con esa otra mujer. Y en sus gestos visualizar que tanto se arrepiente.

¿Qué sucedió para que se activaran en ella, esas ganas de llevar una vida al estilo «quaintrelle»? ¿Porque ese repentino afán en cambiar su manera de vestir, holgado y pudoroso, por ropa cada vez más estrecha, vistosa, seductora y siempre de marca con diseños exclusivos de diseñador francés? ¿Fue por darle gusto a ese tipo? ¿Por ello cambió su fisonomía, el color y su corte de cabello? Y, sobre todo. ¿Esa actitud provocadora y dócil, masoquista y depravada en nuestra intimidad?

—Comenzaste por ignorar mis mensajes, incluso algunas veces omitiste responder a mis llamadas o contestar con evasivas mis preguntas; e incluso haciendo que me sintiera mal al victimizarte, cambiando tu aspecto gentil y tu actitud amorosa en cuestión segundos para convertirte una persona belicosa.

Y con ello, en lugar de como dices, haberme protegido de sus ataques y las burlas, marginándome físicamente cuando te encamabas con él, –mas no sensorialmente pues me tenías muy presente con tus comparaciones– me hiciste sentir inseguro y conseguiste exactamente lo contrario. Hacerme dudar de mí mismo, de mi trato hacia ti, y por supuesto en mis capacidades en la cama.

—Pero es que yo muchas veces estaba ocupada, en serio. No podía estar ya como antes cuando no hacia prácticamente nada en la casa, responderte de inmediato. Tenías como tú, cosas por hacer. —Me responde, mientras acomoda sus posaderas al borde de la silla.

Ligeramente encorvada, mantiene enfocada su mirada, más allá del rompeolas. Entre su índice y el dedo medio extendidos de su mano diestra, la colilla del cigarrillo a un tercio de acabarse. Y el pulgar, –presionado por el dedo anular– es mordisqueado levemente por sus incisivos, mientras analiza tal vez, su justificación.

—¡Claro que sí! Por supuesto. Muy ocupada como aquel fin de semana largo.

—Fue cierto lo que te conté. Afortunadamente tuvimos muchos visitantes, la mayoría bastante interesados. Yo pensaba llamarte bien entrada la tarde, como de costumbre para ponernos al día con nuestras vidas privadas, pero entonces llegó este señor y le dio un estricto vuelco a nuestra rutina.

—Como te contaba, José Ignacio estuvo serio y diría que irritable con la visita que hizo el dueño y su familia. Ya de salida, cuando nos despedíamos de algunos trabajadores para dirigirnos como siempre al hotel en la minivan, se apareció don Gonzalo. Su llegada nos sorprendió a todos y aún más a él, que ya me había guiñado un ojo, dándome a entender que su humor había cambiado.

—El gerente se sentó con nosotros, y a modo de junta extraordinaria, nos informó que don Octavio, no estuvo muy contento al darse cuenta que todos estábamos bajo la dirección de José Ignacio, y tampoco fue informado de la licencia para viajar, –dejándonos solos– que se había tomado Eduardo. La autorización fue de don Gonzalo, así que, a él, se le encargó la labor de supervisarnos. Por eso su llegada intempestiva y el mal humor regreso al rostro de José Ignacio. Nos pidió los informes de ese sábado. Personas atendidas, cierres de ventas realizados, prospectos en ciernes, y así nos dieron más de las ocho en la recepción de la agrupación.

—Al llegar a nuestro hotel, después de ducharnos, nos reunimos en el comedor y ante la presencia del gerente, esa vez no hubo exceso de alcohol. Apenas dos cervezas para sosegar la sed, no tanto por el calor, sino por la impresión de tenerlo a él por allí. Y precisamente fue este señor, quien cordialmente, pero con autoridad, nos conminó para dirigirnos a nuestras habitaciones y descansar para el siguiente día.

—Para mí fue ideal, pues en verdad no tenía muchas ganas de inventarme excusas para evitar vernos a solas por ahí. Él tenía ganas de repetir conmigo, obviamente, pero la verdad, cielo, es que yo… Continuaba arrepentida de haberte faltado y de igual manera, digamos que ya había satisfecho mi curiosidad. K-Mena fue el siguiente escollo para mi completo descanso. Tendría que compartir con ella la habitación y estando a solas ella en privado me pidió que… Me dijo que la tenía abandonada y sus intenciones eran que hiciéramos algo juntas esa noche. ¡Fue entonces cuando… Puff! Perdón, mi vida. —Le miro, y en las facciones de su rostro, saltan las alarmas.

—Al hablar contigo y con nuestro hijo, pero no por falta de interés mío en conocer como estabas y que había hecho, –le aclaro– sino porque alargué la conversación lo más que pude, dándote detalles irrelevantes de mi día con los clientes, utilizándote para aburrirla y que el cansancio la venciera, hasta que se quedó dormida sobre mi pecho, desnuda como estaba, mientras yo chismoseaba también con Iryna y Naty, como la estaban pasando en la fiesta de cumpleaños. José Ignacio me escribió algunos mensajes, y me chateé con él un rato más, intrigados ambos por la llegada del gerente y la visita inesperada de don Octavio.

—De hecho, intenté que me explicara, el porqué de su mal humor esa mañana, y si tenía algo que ver con la visita del dueño de la constructora y su familia. Evadió mi pregunta, indagando si había pensado en él, o en lo que habíamos hecho, y si tenía ganas de repetir, tanto como lo deseaba él.

—¡No estuvo mal, pero esperaba algo mejor! —Le respondí, y enseguida me despedí con dos emoticones seguidos. Y no, Cielo, no fueron corazones ni labios rojos, como los que entre tú y yo nos enviamos, no. Caritas de sueño, nada más. Lo juro.

—Ok, está bien. Te creo. ¿Y entonces qué? —Le contesto, y la animo a continuar.

—Al otro día fue más de lo mismo, pero bajo la estricta vigilancia de don Gonzalo, lo cual generó una incomodidad inusual en José Ignacio, y bastante nerviosismo en Carlos. Me fue bien, al concretar tres separaciones adicionales a las dos del día anterior, y a la hora del almuerzo, fue que pude responder tu llamada a media mañana, un poco tarde lo sé, pero te lo expliqué, comentando los motivos para no responderte. Y es verdad que hablé más de mí y mis logros comerciales, estaba eufórica, más de lo usual, pero es que yo… Yo estaba nerviosa, y no hallé en mi interior otra manera de calmar mi curiosidad, imaginando que entre Naty y tú, ya hubiese ocurrido ese… ¡Algo!

—Por la noche fue un poco diferente, ya que don Gonzalo, satisfecho por los resultados, nos invitó a todos cuatro, al centro comercial en Girardot, y allí pudimos distraernos, hablar de otros asuntos, comer pizza y beberme una cerveza bien fría. Y nos regresamos temprano al hotel, pero estando allí, Carlos y José Ignacio, nos invitaron a la última en el bar del hotel, don Gonzalo no se opuso, pero nos acompañó bebiendo un cóctel sin alcohol. K-Mena se antojó de uno también, colocando en su carita angelical, el puchero rosa en sus labios. Ganó con su bonito soborno, y le pidió al bartender, un refrescante «Mint Tonic». Yo, al igual que Nacho y Carlos, me bebí despacio, una Club Colombia dorada, bien helada. Tu preferida.

—Ya en nuestra habitación, ilusionada, K-Mena quiso tener la otra clase que no tuvimos la noche anterior, pero aduje dolor de cabeza y por supuesto de los pies. Lo de mis pies no fue mentira, estaba muerta de caminar tanto, haciendo las demostraciones de las casas a mis clientes. Solícita se empeñó en darme un masaje en ellos, pero me embolató con sus caricias y terminé desnuda, recibiendo de sus manos, uno bien completo y relajante.

—Y pues… K-Mena de forma disimulada, pero muy cariñosa, me solicitó que nos bañáramos juntas antes de acostarnos, para… Pues para no hacer mucho ruido. –Camilo ya no abre los ojos como antes, pues ya se lo imagina. – Fueron caricias tiernas y rápidas, besos profundos y toqueteos específicos de parte y parte, conocedoras ya de nuestros puntos sensibles, y por ello, su orgasmo como el mío, nos alcanzó muy pronto, sumiéndonos en un reparador estado de relajación.

—Obvio. Sor Mariana al resc…

—Me sentí obligada a hacerlo, Camilo. ¡Por Dios! –Interrumpo con decisión su burla. – Era verdad que después de nuestra primera clase de… aquella inducción al sexo, no había vuelto mis ojos y ni volcado mi atención hacia ella. Mi inocente amiga y a quien yo protegía de las garras amenazantes de un lobo feroz, que ya parecía no serlo tanto y a quien aparentemente, ya tenía adiestrado.

—Ya el lunes, por la mañana me cruce con él en varias ocasiones. En tres de las casas coincidimos con nuestros respectivos clientes. En otra, fue en visitando con los míos, el campo de golf. Parecía estar siguiéndome, y de hecho lo pensé así pues a cada momento, mi móvil empresarial no paraba de sonar y vibrar con mensajes suyos, alabando el bronceado de mi piel, lo bonito que lucían mis cabellos negros con la trenza de espiga, que esa mañana muy temprano me había realizado K-Mena.

—Todo iba muy normal, pero me llevé un susto cuando me encontré de frente en el gimnasio a la señora margarita y a su esposo, don Fernando. Me abochorné al verlos, pero ellos me saludaron con cordialidad y, de hecho, me invitaron a su casa para almorzar. Obviamente rechacé la invitación, aduciendo mucho trabajo. Al finalizar el día, nos reunimos de nuevo antes de salir, para entregarle el informe a don Gonzalo. Hummm, al parecer estaba preocupado por el rendimiento de José Ignacio y se lo llevó para otro lado, alejándolo de nosotros tres, pero por el rostro un tanto amohinado de él, confirmé que se había ganado un buen regaño.

—Finalizamos el día presentándole a don Gonzalo nuestros informes, antes de su partida. José Ignacio estaba desesperado por quedarse a solas conmigo, pero curiosamente Carlos no se separaba de nosotros, y coincidencialmente, en K-Mena surgió la necesidad de que la acompañara a realizar unas compras, de índole estrictamente femeninas, así que las ganas que me tenía él, se las tuvo que aplacar a su manera y lejos de mí.

—Ya libre de su acoso, en la habitación del hotel, te llamé para saber cómo estaban ustedes, y tras darme el parte feliz de tu regreso a Bogotá, me comunicaste con Mateo y prácticamente me absorbió contándome al detalle, con su dulce voz, todas sus aventuras. Fue un viaje muy feliz para él, y supuse desacertada, que igual para ti.

—Cómo has escuchado, cielo, no pasé las noches de esos días encamada con mi «amante», tal cual lo llegaste a imaginar. Ambos estuvimos equivocados. No lo deseé, pues no estuvo metido en mi cabeza todo el tiempo.

—Pero algo sucedió para que siguieras acostándote con ese tumbalocas de mierda. ¿Si no hubo amor de tu parte, como me dices, ni ese tipo lo sabía hacer bien, como cuentas, entonces?…

—… ¡Nahh! No fueron tantas las veces que yo, –lo interrumpo, abatiendo mi mano en frente de él. – tuve sexo con él. No fue por falta de atención tuya.

—¿Que fue entonces? –Me adelanto a la respuesta que está pensando. – Tuviste que sentir algo por ese tipo, porque el virgo de tu amiguita, según entiendo, se lo mantuviste a salvo hasta diciembre cuando finalmente se casó.

—¿Sentir? Hummm… Inicialmente quise tan solo mantenerlo bajo mi yugo, e idiotizarlo con mi vanidosa displicencia, –negándome a un nuevo encuentro– hacer que me deseara, para descartarlo después de un tiempo, y darle a beber de su propia medicina. De hecho, me negué en varias ocasiones, para escaparme de la oficina con él por las tardes, e irme por ahí como quería, para… Para acostarme con él, y… Tal vez si me encariñé un poco. ¡Puff!, porque conocí algo de su vida, de su historia pasada y me… Me conmoví.

—Fue… Sucedió la segunda vez que estuve con él, cuando cansada de sus reclamos le di el sí, y separados, distanciados unos diez minutos en el tiempo, nos encontramos media hora más tarde en su casa. Te llamé, estando tú en la oficina, para… Mentirte una vez más. Recuerdo haberte mencionado, que a la hora del almuerzo no podríamos vernos en el comedor del décimo piso, pues debería cumplir con una cita de negocios. Acostumbrado ya, a mis ires y venires, cumpliendo a raja tabla con mi agenda comercial, me deseaste lo mejor y no se te hizo extraño.

—Así que obtuve con mi engaño, la tranquilidad de saber que, –por unas horas– podría olvidarme de ti. Las lluvias matutinas a mediados de noviembre, fueron las acompañantes que provocaron con su clima helado y gris que, en su casa, la chimenea de la sala estuviese ya ardiente, cuando me invitó a tomarme un vino con él. Le faltaban muchas cosas para ser el hombre que pudiera reemplazarte. Bastantes para que me llegara a importar más él, que tú.

—Entonces Mariana, fue recién que te operaste… Te aumentaste el busto por darle ese gusto a él. ¿No es cierto?

—¡No! No señor. Estas equivocado en eso Camilo. Aumenté el tamaño de mis senos porque yo no estaba conforme con ellas, desde antes de conocerte y después de amamantar a Mateo, me visualicé con una o dos tallas más. No fue por él, ni por ti, ni por nadie más. Fue por mí, para elevar mi autoestima y… Y si con ello recibía más miradas y piropos de las personas, pues con ello no tuve problemas, pues me hacían sentir mejor. ¡Pura vanidad y nada más!

—Sentados frente al fuego, sobre la alfombra me abrazó, y antes de hablar, colocó música en el tocadiscos. Su gusto musical para una cita romántica, era un desastre. A su falta de interés para agradar a las mujeres en la cama, le sumaba su desconocimiento en temas musicales para romantizar la escena y sus espacios. Como te conté, su sentido de decoración era demasiado minimalista. Pocos cuadros colgados en la sala y en su… en su habitación tan solo la guitarra y unos afiches demasiado infantiles para su edad. Mucho blanco en las paredes, demasiado gris en los tapetes y en la colcha de la cama.

—Es verdad que, siendo un hombre soltero, su dedicación para vestirse elegante y moderno, más la obsesión por restaurar su motocicleta o darle más potencia al motor de su Honda, para vencer en los piques callejeros, eran lo primordial en su vida, pero ciertamente su casa y sobre todo aquel cuarto, carecían de importancia para decorarla, y todo de lo que no existía colgado en sus paredes, me hacía reclamarle por mejorarla, ya que parecía la cueva de un cavernícola. Salvo por la pecera y los estantes con los… Con sus carritos de juguete.

—¡Así está bien, bizcocho! —Me respondió, mientras apartaba las cobijas de la cama hacia un lado.

—No tengo nada que colgar, ni de quien presumir. —Y se fue descalzando sin prestarme atención.

—¡Pero hombre!, Al menos un cuadro junto a tu familia. O unos dos donde estés con tus amigos. Al menos uno, donde abraces a tu Grace. ¿No te parece? —Pero no me respondió.

—Lo cierto es que… Lo que más recuerdo fue cierto desprecio en su mirada, y una sonrisa burlona en sus labios, negando con su cabeza, sin responderme ni media palabra. Me abrazó por la cintura y me tiró con fuerza sobre la cama. Nacho actuaba como siempre, intentando frente a mí, ser el mismo macho seductor y dominante que conocía.

—Me dio mal genio que continuara siendo tan brusco y poco caballeroso, así que le grité, mientras lo apartaba y me sentaba contra el cabecero de la cama…

—¡Deja de tratarme así! ¿Sabes qué? ¡Creo que es mejor irme! —Y se le borró la risita de la cara, pero halándome por los tobillos, se me acaballó para inmovilizarme con su peso, y sus manos apretaron mis muñecas.

—¡Vete a la mierda! —Le grité. pero no se inmutó, y su cara se transformó.

Y en sus ojos añiles, puedo observar que todo lo que me está diciendo es verdad, pues conozco bien ese brillo intenso, y en su rostro de ángel, se le forma un rictus de disgusto al recordarlo.

—¡Jajaja, bizcocho! Conozco bien ese mundo pues me tocó vivirlo desde muy pequeño cuando fui abandonado por mi madre a las puertas de un convento. –Me empezó a relatar. – Y me pasé la niñez, de orfanato en orfanato, soportando toda clase de ultrajes, golpes y soledades. No tuve la fortuna de nacer siendo deseado, ni por un papá o una mamá como los tuyos. Fui rechazado sin tener la culpa, y sentí mucho miedo. Mi infancia la viví en aislamiento, y me convertí en un niño retraído, inseguro y con muchos problemas para hacer amistades. —Y mientras intentaba liberarme, él con una sola mano me aprisionaba las mías, y con la otra, hacia destrozos en mi blusa de seda.

— ¿Pero sabes algo? —Retomó José Ignacio su alterado discurso, apartando hacia los costados, la tela blanca, para luego deshacerse de mi delgado cinturón de cuero y bajarme con fortaleza la cremallera de mi pantalón.

—Quizás vivir dentro de toda esa mierda me hizo bien. Sí. Esos golpes en mi cara y en mi cuerpo, por parte de los niños más grandes, me forjaron el carácter que tengo ahora. —Me los bajó hasta las rodillas, al igual que mis bragas y se abalanzó contra mi cuello, para besarme y morderme, lamerme la oreja y continuar hablándome muy fuerte, cerca de mi oído.

—Me hice fuerte, y soy como soy, gracias a todos los abusos, a los que me sometieron los más grandes. ¡En todo acto de maldad encuentras algo de grandeza, y yo lo descubrí! —Pataleaba e intentaba moverme hacia los lados. Forcejeé y logré liberarme por unos instantes. Me tomó en ese momento con fuerza por el brazo y luego con decisión y una sola mano, se desapuntó el pantalón y se lo bajó hasta medio muslo.

—¿Vas a violarme? —Le grité, y él cómo qué reaccionó, más siguió sobre mí, introduciendo dos dedos por mi raja, sin estar dispuesta, causándome escozor.

—No será necesario, Meli. Tu sólita has venido con la intención de abrirte de patas para mí. Porque te gusto demasiado.

—Estás loco si crees que me vas a coger así. ¡Cálmate ya! Me estas asustando. —Volví a decirle, pero el continuó meneándose la verga para endurecérsela.

—Además, soy un hombre bien plantado. –Me decía mientras con los dientes intentaba rasgar el empaque de un preservativo que había tomado del nochero. – Afortunadamente los genes del hijo de puta de mi padre, o los de la cobarde de mi madre, me favorecieron sin ellos quererlo.

—Difícilmente alguna mujer se resiste a pecar conmigo por mis encantos, y tú eres la prueba. ¡Otra más de esas! Deja de moverte así y mejor ayúdame, porque la vamos a pasar muy bien esta vez. —Y asustada por su actitud, yo le colaboré, cambiando mi temor por un humor repentino, no para disfrutarlo, sino para apaciguarlo.

—Yo misma, Camilo, con algo de dificultad, me desapunté el sujetador, y lo retiré despacio, dejándole a la vista la redondez de mis bubis, y él terminó por retirarse el pantalón, dejándose las medias y de inmediato, jalo el mío, con todo lo demás. La tanga y las medias pantalón… ¡Todo lo enrolló hasta mis pies!

—Supongo que verificaste, antes de colocártelo, la fecha de vencimiento. No querrás entonces, picharme y dejarme embarazada por descuidado, repitiendo lo que sucedió entre tus padres. —Calló, meditó, y luego él, se carcajeó.

—Logré hacerlo reír momentáneamente, pues aún con esa mirada de mucha tristeza y algo de desprecio, continuó haciéndose un hueco entre mis piernas, y me lo ensartó despacio, pero forzadamente debido a mi resequedad.

—¡Me dueleee, Nacho! No estoy lista. ¡Sácalo por favor! —Se lo miró y escupió sobre su miembro y mi huequito. Continuó penetrándome con fortaleza y sí, con furia, desquitándose conmigo por lo que su madre le había hecho vivir.

—¡No te quejes tanto! No tengo la culpa de que seas una estúpida «casquisuelta», que se cree la vaca que más rumia y la que mejor leche da. Por eso piensas que me tienes a tus pies, para después abandonarme como lo hizo ella, como acostumbran a hacerlo todas las madres cobardes. —Me respondió, acelerando sus embestidas y yo, acomodé mi pelvis de manera que no me escociera tanto.

—Ustedes las mujeres son crueles con nosotros, cuando se les da la gana, y más cuando lo ven a uno enamorado. Pero conmigo no va ese cuentico, porque no voy a dejarme embaucar de ninguna. Mucho menos de ti, que después de todo lo que hicimos, has dejado de voltearme a mirar, para hacerte la santa con tu marido y seguir culiando aburrida con él, fingiendo sentir algo que no es verdad, gimiendo falsamente a su lado, por estar pensando en mí. —Terminó por decirme, introduciéndome la lengua en la boca, hasta bien adentro, como si con ello buscara que yo no le argumentara su vanidad, y con ese beso, me demostrara algo que no comprendí, pues de apasionado no tuvo nada y, por el contrario, lo sentí violento y asqueroso.

—Sí, Meli, me convertí en un hijueputa cínico, pervirtiendo a quien se hallaba a mi alrededor para conseguir mis objetivos, y no me arrepiento de ello, aunque a muchos hombres les pudiese hacer el mal, cogiéndome mejor que ellos a sus mujeres. Pero al final, esas putas me lo han agradecido y sus cornudos maridos sin saberlo, un poco más de lo mismo. —Y su respiración acelerada fue mermando, como la oscilación de sus caderas, pues menguó y suavizó sus penetraciones.

—La infidelidad conmigo es buena, porque les doy un gustico a todas y no me amaño con ninguna. Sé que te gusto, que te excito y deseas por las noches, que yo sea quien se encame contigo. ¡Pecar, culiando con este «pechito», no será un ultraje a tu puto matrimonio, sino tu válvula de escape! —Y aunque el tono de su voz no bajó demasiado, la intensidad del sonido, sorpresivamente cerrando fuertemente sus ojos, se silenció y comenzó a sollozar sobre mi hombro. Lágrimas gruesas comenzaron a escapársele por las esquinas internas, al lado de la nariz, y dejó definitivamente de moverse.

—Me conmoví, y al sentir que su pene dentro de mí se detenía, mis dedos se enredaron entre sus cabellos, revolcando como… ¡Como lo solía hacer con tu melena! Se fue relajando mientras continuaba llorando sobre mi hombro izquierdo, a pesar de que intentaba contenerse como el macho indomable que aparentaba ser. Al salírsele, se recostó a mi lado, recogiendo sus piernas y yo… Lo abracé y nos abrigamos bajo las mantas de lana gruesa, para ahuyentar al frío y al sonido de la lluvia persistente, que, con sus gotas constantes, tamborileaban sobre el vidrio de la ventana, hasta que su respiración se calmó, y al poco tiempo se durmió.

—Por supuesto que yo también me dormí. Unas leves cosquillas en mi costado me despertaron. Al abrir mis ojos, me lo encontré con un semblante distinto, sosegado y sonriendo suavemente para sí mismo, mientras su pulgar y el dedo índice, sujetaban por los costados, un pequeño auto rojo de su colección, conduciéndolo desde la redondez elevada de mi cadera, trazando un camino imaginario por el barranco de mi cintura, hasta hacerlo ascender de nuevo por el redondel de mi seno izquierdo, hasta hacerlo chocar de frente, contra el rosa erguido de mi pezón.

—¡Jajaja! ¿Pero qué estás haciendo, Nacho? —Le pregunté sonriéndome ante su infantil juego, y vi como el color de sus mejillas, pálido como velón de iglesia en cuaresma, se le colorearon al verse sorprendido.

—Ehhh, solo recorro este caminito. Quiero memorizar la textura de tu piel, con todos sus poros y estas marcas de frenada, casi indetectables, que tienes en la cadera y al costado de tus tetas. ¡Upaleee, Mamasotaaa! ¡Tú con esas tetotas y yo, con ganas de atragantarme con un buen pedazo de carne! —Había vuelto a ser el de antes, cayendo en cuenta.

—¡Se miran, pero no se tocan! Ya te lo había dicho. Estoy recién operada. —Y me fui levantando, desnuda como estaba para buscar en mi bolso los cigarrillos. Me coloqué la blusa porque tenía frío, y él pensó entonces que ya me iba a vestir para marcharme, así que se me acercó y muy solemne me dijo mientras me abrazaba…

—¡Mamasota rica y apretadita! Quiero chuparte toda, mordiendo y halando con mis dientes esos ricos pezones y luego darte duro por delante y por detrás. Escucharte gemir como la loba que eres y no la santurrona que aparentas ser, y después correrme sobre tu vientre, llenándote con mi semen el pozo de tu ombligo y restregarte mi verga sobre esas tetotas hasta que se me ponga flácida.

—Tan bobito. Pareces un niño chiquito. ¿No te da pena? ¡Tan grande y jugando con carritos! Era lo qué me faltaba. De ahora en adelante dejaré de decirte Nacho, y en cambio por malcriado, te diré Nachito, ya que todavía eres un muchachito. Dejaras de ser el macho machote, y tan solo serás el Chacho de tu Melissa. Yo lidiaré con tus pesadillas, como si fueras un bebé. No te preocupes más por el cariño que no tuviste de niño y mejor concentra tus esfuerzos por cambiar tu manera de ser con los demás. Cree más en las personas que te quieren y te rodean, valorando por supuesto, más a las mujeres. Deja de mirarnos como si entre las piernas tan solo tuviéramos la ranura de una alcancía. No todo es sexo, ni todas somos unas arpías, a pesar de que ahora pienses que lo soy para mi marido.

—Bueno, mamita. Como tú digas. —Me respondió con burla.

—Es en serio Chacho. Además, quiero que sepas una cosa, y qué te quede bien claro. Tengo un esposo que no solo me ama, sino que me idolatra, y yo también a él. Vivimos en un mundo muy feliz y aparte del tuyo. Vivo conforme con él, y para serte más sincera, Chacho, entre tú y yo no va a existir jamás esa conexión que deseas. Busca concretar eso con tu novia, pero si no cambias, te mantendrás libertino para siempre, solitario y enfadado con tu vida, y yo mientras tanto, disfrutaré de la compañía y el amor de mi hijo, así como de la libertad y confianza, que me otorga mi esposo. —Enmudeció y me soltó, empecé a desenrollar mi tanga, las medias y el pantalón del sastre, para voltearlo a ver luego y decirle…

—Y vuelvo a preguntarte. ¿Qué pasa con tu Grace? ¿Por qué tampoco tienes algún retrato de ella colgado en la pared, ni siquiera una «pinche» foto de ustedes dos, sobre la mesa de noche?

—Estamos compitiendo, bizcocho. Ella por dedicarme más de su tiempo, escapándosele a su mundo, y yo, por introducirme en su universo. Pronto llegaré a tener un mejor cargo en la constructora, para poder ofrecerle algo más acorde con su estilo de vida. Mientras tanto, continuaremos luchando… ¡Por separado!

He abierto mis ojos, después de rememorar todo esto, y Camilo no se encuentra dónde estaba, aquí fuera en el balcón. Asustada me levantó y allí entre la penumbra, extendido sobre la cama, boca abajo y atravesado a lo ancho, lo veo con la cabeza y los brazos, descolgados de ese lado, y sus pies bordeando el abismo de este costado. Respira de manera pausada, y lo escucho… Está maldiciendo, maldiciendo varias veces, y con insultos desacostumbrados para mis oídos, dirigidos hacia el piso, pero con José Ignacio como destinatario, y una que otra grosería, para mí.

—¡Jajaja! —Me asusta. Se carcajea intempestivamente y sobre todo, lo hace de manera sardónica.

—Vea pues, el siete mujeres te hizo caso al final.

—¿Qué? No te entiendo, cielo. ¿Qué quieres decir? —Interesada en que me lo aclaré, tomo posesión de la esquina de la cama, la que está cercana a sus pies. Camilo al sentirme a su lado, gira su cuerpo, quedando boca arriba, y se ubica medio metro a su derecha, alejándose de los diez centímetros que nos acercaban. Mira al techo de esta habitación y empieza a hablar.

—Lo vigilé durante más de media hora. Detenía su automóvil y luego de unos minutos volvía a arrancar para dar la vuelta y devolverse por la misma vía, lento. Muy despacio. Yo, sin perder de vista a nuestro hijo, miraba de reojo hacia la entrada, esperando el momento en el que aparecieras por la puerta de cristal, superándola para reunirte con él.

—¿Como? ¿Y cuándo fue eso, Camilo?

—En esos momentos de desconfianza, tuve que contener mi cólera, tras imaginar, sin un cálculo puntual, las probables veces que lo hubieses metido en nuestra casa, aprovechando mi ausencia.

—¡No lo hice! Nunca… ¡Nuncaaaa, Camilo! —Le grito.

—No sabes la rabia que sentí, al revolcar mi mente intentando recordar detalles, buscando evidencias de su presencia en mi ca… En nuestro hogar. ¡Podría haber sido en la sala, o quizás lo hubieran hecho en la cocina! –Le digo y me rasco la frente, recordando aquella sensación de impotencia.

—En la alcoba de invitados también pudieron haberse revolcado, e inclusive en nuestra propia cama teniendo relaciones… Manchando nuestras sabanas, entregándote a él. Tantas imágenes, Mariana, y tantos probables detalles que, por confiado, yo hubiese pasado por alto.

—Te lo juro por la memoria de mi papá, que yo nunca lo llevé a nuestra casa. Ni siquiera José Ignacio sabía dónde vivía exactamente. Me… Me fijé bien que no me siguiera. ¡Me aseguré siempre que no lo supiera!

—Esperé hasta que lo vi marcharse definitivamente. No entendí los motivos por los cuales, no se hubiera producido ese encuentro. Supuse que debido a la situación por la que en esos días estábamos atravesando, –sin hablarnos prácticamente– evitando encontrarnos para no mirarnos a los ojos, recluyéndome la mayor parte del día en el estudio, y tú, ignorándome al pasar las tardes en el salón comedor con las rutinarias visitas de Natasha y su madre, o de una que otra de tus amigas de la universidad o las del club, ustedes dos hubieran pactado otro sitio para encontrarse y…

—Se bien que no me creerás, pero yo nunca me esforcé por memorizar su número telefónico. Nunca le di el personal mío, por más que insistió, y jamás le pedí el suyo particular. Desde que nos echaron de la constructora, no volví a cruzar ni media palabra con él. Si me buscaba fue… ¡Solo fue por que quiso hacerlo! Yo no tuve nada que ver.

—Por las noches después de cenar, tras actuar aquella hipócrita pantomima de despedirnos con cortesía en frente de Mateo, –deseándonos las buenas noches– yo esperaba en la cocina fregando los trastos, a que tu terminaras con él, durmiendo en su habitación, mientras yo hacía uso del cuarto de invitados. Te seguí varias veces los últimos días, después de que esa tarde no saliste a la calle para… ¡Para verlo! Quería memorizar tus horarios y conocer tus rutinas, pues mi intención era pillarlos en el acto y… ¡En fin! Resultó que no hacías nada diferente a visitar a tu madre o a tus hermanos en las oficinas de la exportadora. Incluso te esperé en la calle por más de tres horas, cuando te encontraste con la odiosa de tu tía en la peluquería.

—La desconfianza no me permitía vivir en paz ni dormir a pierna suelta como anteriormente me sucedía. El penúltimo día, después de acompañar a la nana junto con Mateo a la parada del autobús escolar, al regresar me llevé la sorpresa de que ya no estabas. Y mis dudas enojadas se apoderaron celosamente de mi inseguridad. Encolerizado, mi mente dio inicio a una serie de inventadas imágenes, en la que tú y él, se besaban con pasión, dispuestos a «culiar», siempre a mis espaldas.

—Inicié a toda prisa, la persecución de tu automóvil por la avenida, sin conseguir ubicarlo entre todo aquel tráfico matutino. Lugares sospechosamente necesarios para su encuentro, varios. Pero desafortunadamente todos desconocidos para mí, salvo uno. ¡Su casa!

—¡Pero Camilo, por Dios! ¿Cómo pudiste llegar a pensar eso?

—Pasé por el frente de aquella vivienda que me traía pésimos recuerdos, dos o tres veces dando vueltas a la manzana, lentamente como lo había hecho él, días antes por nuestro conjunto residencial. Me fijé bien y no vi tu auto por ahí detenido, ni a salvo de los ladrones resguardado en su garaje.

—Eso podría ser una señal de que yo estaba equivocado, y solo imaginaba cosas, sediento de venganza, pero vagando por el desierto de la desconfianza, y viéndote en los brazos de ese tipo, como si fuese un maldito espejismo, aunque las situaciones vistas en mi mente, no lo fueran. O, por el contrario, podría ser que tu arpía sagacidad, te hubiera indicado que lo mejor era dejarlo guardado, escondido en algún lugar cercano para evitar, –como lo hacía yo en ese momento– miradas indiscretas.

—No lo sé, no me lo pensé demasiado, di la vuelta y me detuve a dos calles de distancia de su casa, y aparqué la camioneta al costado diestro, enfrentada a la acera con numeración par, frente a la cafetería que ya había conocido a las malas, disfrazado de un estúpido dibujo animado, por si salías de allí con él en su auto, o el conduciendo el tuyo y pudieras identificarme. Caminé por la acera de enfrente y examiné a la distancia, la escena donde podría estar fraguándose de nuevo el atentado a mi honra.

—No te veía por allí, no se veía a nadie más por la calle. Podría ser que lo hubieses recogido ya, al llegar yo de nuevo, demasiado tarde. Mis ganas de enfrentarlos no disminuían. Por el contrario, se acrecentaban cada que recordaba haberlo visto merodear en su automóvil, casi frente a la entrada principal de nuestro conjunto residencial, mientras Mateo jugaba con sus amiguitos en el arenero.

—A mitad de la cuadra me di cuenta que tu amante salía de la casa por la puerta principal, desarreglado, en pantaloneta y chanclas, tirando de una correa al perro que no quería por lo visto, subirse a un pequeño camión de una guardería canina, para ser transportado. En la batalla desigual entre el can y dos humanos, uno de ellos el conductor y el otro su amo, lograron meterlo en un guacal, y al despedirlo como yo despedía a Mateo cuando se marchaba a su colegio, ese estúpido se dio la vuelta y me descubrió.

—¡Arquitecto! ¿Qué hace usted por acá? —Me preguntó asombrado.

—No me paralicé, Mariana. Por el contrario, fingí muy bien y le dije que precisamente iba buscando su ayuda.

—¡Hola José Ignacio! Qué bueno que lo he podido encontrar. Tuve un percance con la 4×4. Con tantos huecos en estas calles, y por la lluvia de anoche, me metí en uno de esos charcos y al no poder verlo, se me ponchó una llanta. El problema es que le pedí el favor a mi mujer hace unos días, de llevarla a lavar, y ahora no encuentro la cruceta para aflojar los pernos. Y estando por acá, me acordé de que usted vivía muy cerca, y quizás me pudiera hacer el favor de facilitarme la de su auto. Creo que esa me puede servir.

—Por supuesto Arquitecto, ni más faltaba. Déjeme voy por ella y le hecho una mano, para sacarlo del apuro. —Se ofreció cortésmente, tu egocéntrico siete mujeres.

—Gracias, pero no se preocupe. –Le respondí. – Yo lo puedo hacer solo. No quiero que deje de hacer sus cosas. Ehhh, lo que sea que esté haciendo por colaborarme. —Entró directamente al garaje y un minuto después regresó con la herramienta en la mano.

—Me devolví solo hasta la camioneta, y me senté a esperar allí, un tiempo prudencial. Luego me bajé y abrí el cofre, para untarme las manos con el aceite de la varilla medidora del motor. Me las embadurné bien con polvo y barro, arrumados a la orilla del andén. Me devolví a su casa, cruceta en mano y las mangas de mi camisa arremangadas.

—No se demoró en abrir la puerta y tan pronto le entregué su herramienta, agradeciéndole por el favor, el mismo, al verme sucio me dio vía libre para que siguiera al interior, y me limpiara las manos. Pero no en el baño auxiliar del primer nivel, pues según me dijo estaba atascado. Me indicó que lo hiciera en el suyo, ubicado en su habitación en la segunda planta.

—Suba las escaleras, arquitecto, y a la izquierda encontrará mi habitación. Es la única que tiene la puerta abierta. Las de las otras habitaciones están cerradas porque mis compañeros ya salieron a trabajar. Hágale pues, mientras yo termino de prepararme el desayuno. Siga, siga. ¡Con confianza que está en su casa! —Esgrimió una sonrisa tras su invitación.

—Esa actitud alivió mi angustia y calmó un poco mi zozobra, pues comprendí que no te encontrabas allí. Sin embargo, al llegar a la segunda planta, con cautela me fijé en las otras dos habitaciones que efectivamente, tenían sus puertas cerradas, más no así el baño que las separaba, esa puerta estaba a medio cerrar, y no escuché ningún ruido en su interior. Lo único que podía oír era al Playboy de playa, trasteando platos y sartenes, abajo en la cocina.

—Me introduje con cautela a su habitación y mi alegría por no encontrarte con él, de un golpe de realidad al hígado, me dobló. ¡Te encontré!

Mariana abre sus ojos azules desmesuradamente, extrañada por mis palabras y me dice…

—Como así, Camilo. ¡Yo no estuve ahí! Yo jamás volví a ver…

—Colgadas en el muro contiguo al baño, en ocho retablos flotantes, que formaban un gran rectángulo, estabas tú. –No la dejo explicarse y continúo narrándole. – En los tres superiores, tu, él y tus compañeros de oficina. Sonrientes obviamente, vestidos con sus uniformes de trabajo, frente a la recepción, al pie de la piscina olímpica y la otra dentro del gimnasio de la agrupación en Peñalisa.

—En la tres de abajo, tú y el, abrazados, junto a tu amiga y su novio, por lo visto cantando karaoke y bailando en el bar de costumbre. Y en las dos del medio, a cada extremo de la central, Eduardo, él y tú, en varias poses, nada sugerentes ni comprometedoras es verdad. Tan solo me impactó el escenario que habían utilizado como fondo de las mismas. ¿Lo recuerdas? Las fortificadas paredes del Castillo de San Felipe en Cartagena de Indias. Por cierto, Mariana. ¿Quién era el fotógrafo? ¿Un turista tal vez?

Lágrimas y más lágrimas, humedecen su par de cielos. En los míos naturalmente, permanecen visuales, los rastros de una humedad que se desborda por los lados.

—En la del centro, un retablo más grande y cuadrado, estabas tú con él. Era de noche. Tú con el bikini de rojo, gemelo del negro, aquel que más te gustaba por el color, pues según recuerdo, te encantaba más ese, porque te hacia lucir más llamativa. Y tu playboy de vereda, con un bóxer breve de tela negra, medio paso por detrás de ti. ¿Tampoco lo recuerdas? ¡Yo sí!

—Él cruzaba su brazo sobre tus pechos, y el tuyo hacia atrás se elevaba, conduciendo tu mano hasta su nuca, atrayendo su rostro y recibiendo de él un beso; los dos posando para el fotógrafo, en una toma elevada desde una terraza cercada por un cerramiento bajo, de vidrio templado, y con la lejana, pero romántica panorámica de la ciudad amurallada, con las luces titilantes de sus calles más abajo, y los vecinos edificios alejados, bastante desenfocados.

—Se estaban besando, Mariana. Besándose con los ojos cerrados. ¿Eso era una muestra de cariño? ¿O de compasión como me has contado, y yo estoy equivocado?

—Uhumm. ¿Ya lo imaginas? ¿Alcanzas a sentir el vacío en el estómago y la desilusión en el corazón? Mariana asiente. Muda, con ambas manos cubriendo su rostro, me otorga la repuesta sin una sola palabra.

—Pues eso mismo fue lo que sentí. El caso Mariana, es que ese tipo subió en silencio y no lo escuché hasta que se posicionó tras de mí.

—¿Un tintico, para el frío? —Me dijo y volteé a verlo.

—¡Gracias! —Le respondí, pero no se lo recibí. Aún tenía suciedad en las manos y en mi cabeza, dudas por esclarecer.

—¿Recuerdos bonitos? –Y sin dejarle responder, le puse la cascarita para hacerlo caer. – Es una lástima que no nos avisaron que renunciaban, para hacerles una despedida. —Me di cuenta de cómo torcía la boca en señal de cierta contrariedad.

—Fue raro no volver a verlos en la constructora, y mucho menos en el bar. Siendo los mejores vendedores, supongo que esta mujer, –y te señalé en la fotografía central– Eduardo y usted, renunciaron para irse a trabajar, Ehhh, con la competencia por un mejor salario.

—Ehhh, pues es que… ¡Nahhh! Cada quien tenía otras ofertas. Eduardo tiene en mente emprender un proyecto inmobiliario de forma independiente y yo, pues… Estaba aburrido en esa compañía. Es una empresa casi familiar, como usted sabrá, así que era complicado escalar hasta la posición que yo me merecía. —Me contó.

—Sí, sí. Claro que lo entiendo. Es complicado cuando das todo por algo o por alguien, y te das cuenta con el tiempo, que no te corresponden ni valoran tus esfuerzos. —Mariana, apocada me observa con desconsuelo, escuchando con interés mi encuentro con su Don Juan de vereda.

—Exacto arquitecto. ¿Sabe? Ese es el punto. –Mientras me habla, camina taza en manos hasta la ventana, pensativo. – Me esforcé por ellos, sacrifiqué demasiado de mi tiempo, entregué todo para conseguir venderles sus putas cuatro paredes, y al final, el reconocimiento se lo llevaron otros.

—Ajá, es una verdadera lástima que tuvieran que marcharse. Pero venga hombre, ¿y de ella qué se sabe? Según entiendo era la mejor en ventas los últimos meses, con usted por supuesto. ¿Dónde está? ¿La ha vuelto a ver?

—Jajaja, Ummm, veo que esa vieja también le gustaba a usted. ¿No es verdad?

—Pues obvio, José Ignacio. Es una mujer, además de bella, muy inteligente. Es cierto que hablé muy poco con ella, pero me dio la impresión de ser sagaz para los negocios y… ¡Bastante persistente en todo lo que se proponía! —Le respondí.

—Jajaja, sí, sí, sí. Muy astuta y muy puta, la perra esa. Me extraña que no quisiera tener nada con usted, con lo interesada que era en la oficina, para intentar escalar y obtener privilegios a como diera lugar, pasando por encima de todos los demás. —Con honestidad, Mariana, me asombré por su respuesta, yo esperaba de tu amante otro tipo de pensamiento sobre ti, y él de inmediato lo notó.

—¿Y sabes cómo se expresó de ti? —Mariana manifiesta su desazón moviendo la cabeza, sin hablar, ni siquiera su boca deja escapar un leve murmullo.

—No se extrañe tanto arquitecto, esa hembra se la hacía parar a más de uno y se aprovechaba de su belleza para obtener favores. Y no solo en las oficinas, sino también a varios de los clientes con los que hizo negocios.

—Me está queriendo decir que ella, no solo negociaba con el sudor de su frente sino con… —Y me quedé callado, enarcando las cejas, fingiendo asombro, esperando a que ese baboso, completara la frase.

—Jajaja, pero por supuesto, arquitecto. Se me hace raro que no se diera por enterado. ¿Acaso el viejo Eduard, siendo tan amigo suyo, no le contaba nada de sus fechorías?

—Al escuchar cómo se expresaba de ti, más ganas tenia de estamparlo contra el suelo y luego levantarlo a pata. Pero aguanté, debía hacerlo. Necesitaba saber más de su relación. Así que continué con mi actuación.

—No, hombre, no. ¡Ni idea! –Me mostré sorprendido, negando con la cabeza. – Conmigo, él es muy reservado. Venga, no me querrá decir que ella… Con él… Ella también…

—¡Jajaja! Eso sí que no. ¡Imposible! Eduardo en lugar de verga tiene apenas un suspirito, y con esa pichita no logra embocarla en ningún hueco. Por eso es que su mujer lo maneja como un títere. Mantiene a Eduardo a su lado porque le conviene seguir manejando su estatus social. ¿No se le hace raro que ellos no tengan descendencia?

—Pues pensé que tuvieran otro tipo de problemas para procrear.

—Jajaja, arquitecto, usted sí que es muy inocente o demasiado bobito, perdone que se lo diga. –Mariana se lleva amabas manos a la frente y hacia atrás, ara con los dedos entre sus cabellos. – ¡No hombre, ese no es el asunto! Por eso, le cuento aquí entre nosotros, a sus espaldas nos reíamos de ellos y les decíamos «la pareja dispareja». Fadia, la mujer de Eduardo hay donde la ve, tiene la rosca, al contrario. Es una marimacha, y se lo está montando con una prima suya. ¿No la conoció? Una muchacha que consiguió sacarla a escondidas de un país del oriente medio. ¿Jordania?… Siria, creo. Se la arrebató de las garras al esposo, según ella porque ese tipo la maltrataba. Se la trajo para acá sin documentos. Fadia es una vieja muy jodida. Tenga cuidado con ella, arquitecto. —Y dejó finalmente la taza de café negro, sobre una de las mesas de noche.

—Vaya, que bonita familia. Pero volviendo con Mar… ¿Cómo es que se llama esta mujer? —Y volví a señalarte en la foto.

—Melissa, arquitecto. ¡Melissa!

—Eso, pues si no estoy mal, ella… ¿Acaso no es casada? Y, sin embargo, por esto, –y le señalé la fotografía central, donde estaban ustedes dos besándose. – me parece que con usted si tuvo su cuento.

—Ya sabe arquitecto. ¡El que es lindo, es lindo! Modestia aparte, ninguna hembra se me resiste. Ella al comienzo se hizo la difícil, como todas, pero luego terminó clavándose sólita.

—Qué tipo tan suertudo es usted. Esa mujer es muy bella. Posee una carita angelical, y… ¡Tiene un culazo espectacular!

—¡Riquísimo! ¡Jajaja! Me tocó hacerle el favor al marido, de descorcharle ese taponcito. Ojalá ahora si lo esté disfrutando, el huevón ese.

—Pobre marido. —Le respondí serenándome lo más que podía.

—Y qué me dice de esa carita de mosquita muerta. No parece, pero esa hembra es candela en la cama, arquitecto. Y como yo le ayudaba a cerrar algunas ventas que se le complicaban, pues terminaba pagándome el favor con una rica culiada.

—Es una pena que a uno lo engañe la esposa. Si fuera la mía no la dejaría trabajar para evitarle tentaciones… A los demás hombres. ¿O usted qué opina?

—Pues fíjese arquitecto, que ese pobre cachón, o es muy pendejo y se la deja montar de esa vieja, o tiene otra hembra por ahí guardada, y por estar ocupado con la otra, a esta no la cela. Uno no sabe, arquitecto. ¡Jajaja! Puede que de pronto sean una de esas parejas abiertas de hoy en día, y cada cual, se coma otro postrecito por los laditos, sin hacerse el feo.

—¿Y todavía seguirán viéndose, supongo?

—Pues la verdad no la he vuelto a ver estos días. De hecho, iba a salir a buscarla. Estoy a pan y agua, porque mi noviecita anda de viaje. Así que pienso encontrármela y pegarle su buena culiada, aprovechando que en el día el huevón del esposo la deja sola, y de que a estas horas el culicagadito que tiene con el tipo, ya debe estar en el jardín escolar.

—Ahhh, claro, claro. ¿Y tiene un hijo entonces? Ya se lo presentaría, supongo.

—Sí, un peladito. Pero no lo he visto en persona. Tiene una foto del mocoso como fondo de pantalla en el celular, y una tarde aquí mientras pichábamos, se la alcancé a ver cuándo respondió una llamada de una amiga de ella. —Y al dar un cuarto de vuelta, enojado por la manera de referirse a Mateo, sobre una repisa de madera, bajo una guitarra de seis cuerdas que mantenía colgada en la pared que colinda con la ventana, lo vi.

—Veo que le fascina coleccionar carros a escala. –Y tomé con cuidado el modelo rojo y negro que llamó mi atención. – ¿Sabe? A mi hijo también le gustan, y los dos, a veces jugamos juntos, apostando carreras por los pasillos de mi casa. —El llanto de Mariana se hace más intenso y sus jadeos más audibles.

—Sí, sí. Hace años que los compro. Menos ese que tiene en la mano. –Le di la vuelta con el temor de descubrir que era verdadera mi intuición. – Observé las iniciales de tu nombre escritas por mí, cuando te lo obsequié.

—La perra de Melissa me lo dio de regalo hace un tiempo, dizque por portarme bien. Jajaja. No quería que me le comiera a la mujer de un amigo.

—¿Y lo hizo? —Le pregunté, mientras me acercaba a él.

— Tanto que llevó el cántaro al agua, hasta que lo rompió. Pero le juro que ella se lo buscó. Todas son así, putas y vagabundas. ¿Está seguro que su mujer no le ha puesto los cachos, arquitecto?

—Y usted… ¿No se arrepiente de todo lo que hace? ¿No piensa en el dolor que causa metiéndose donde no lo llaman? —Y comenzó a sonreírse con sorna por mis preguntas.

—¿No siente remordimiento al saber que provoca tanto daño en las vidas de otras personas? ¿No se ha puesto en el lugar de todos esos esposos destrozados al descubrir las infidelidades de sus mujeres? ¿Sabe que puede destruir vidas y terminar los sueños de muchas familias? —Me acerqué tanto a él que pude oler su aliento fétido, mezcla de ajo, cebolla y a perro mojado.

—Pero por supuesto… Que no. ¡Jajaja! Aparte de mis carros, me encanta coleccionar mujeres y para no apegarme con ninguna, por eso mismo me las busco mejor casadas. Y allá ellas. No me pongo a pensar en cómo resolverán después sus problemas.

—Por personas como usted, es que este mundo no evoluciona, ni encuentra paz. –Y le puse mi mano derecha sobre la franja de tela de su franela blanca y desgastada. – Por tipos como usted, continué diciéndole con un tono de furia en mi voz, es que tantas mujeres son asesinadas por sus parejas, enceguecidos por los celos, dejando desamparados y huérfanos a sus hijos. Atarvanes y machitos petulantes como usted, no merecen reproducirse.

—Mi rodilla hizo contacto con sus pelotas, y mi frente chocó con la suya. Tal vez, debido a la adrenalina tenia dentro mío en ese instante, no sentí dolor. Pero él sí. Gritó espantado por el sufrimiento, y como lo tenía agarrado del pecho por la camiseta, no lo dejé que se cayera.

—Tipos «caribonitos» como usted, se aprovechan de las mujeres inseguras o inconformes, y entre los dos, les causan daño a los hombres que seguramente las aman más que a sus propias vidas. —Y le estampé mi puño en su rostro. Ese golpe si me dolió. Escuché como crujieron mis falanges y obviamente el tabique de su nariz. Y ahí sí, lo solté. Cayó al suelo, doblado y sin poder reaccionar.

—Destruyó mi mundo, malparido playboy de playa, pero no me voy a ir de aquí hasta que le quede claro que el pendejo y bobito marido de su Melissa, no es tan estúpido ni tan huevón como usted creía. —Y volví a patearle por el costado que tenía descubierto.

—Mi mujer podrá ser una puta traicionera y la más perra, pero es mía. ¿Me entiende bien? ¡Solo mía, malparido! Y ya veré como me las arreglo con ella. —Y revolcándose ya en su propia sangre, en sus lágrimas, y hasta en sus orines, me agaché para cogerlo del pescuezo y con otro golpe, asestado en su pómulo, le terminé por aclarar…

—¡Su Melissa, es mi Mariana, la mujer de mi vida! La que usted se encargó de pervertir, y no quiero volver a verlo merodear por nuestra casa. Sí llego a verlo por las cámaras de seguridad, o sí me lo encuentro por ahí… Sí me doy cuenta de qué la busca o le envía mensajes, e insiste en llamarla, yo mismo lo voy a tajar en cuadritos, y me voy a encargar de desaparecerlo de la faz de la tierra, para que no siga causando daño en otras parejas. ¿Le quedó suficientemente claro? ¿¡Pedazo de hijueputa!? —Y tras levantarme, tomé el Audi a escala, le asesté una última patada en las pelotas y salí de aquella casa, dejando la puerta abierta, sobándome la mano derecha, pero con mi ego de hombre más valorado.

Mariana, sin palabras, se escurre de medio lado sobre mis piernas, y siento de inmediato como los riachuelos salados que emanan de su par de cielos, empapan el empeine de mi pie derecho.

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