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La sombra de lo desconocido (1)
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Mientras subía las escaleras que daban acceso a la planta alta de La Luna, el culo de Ana lucía en todo su esplendor bajo la fina tela de lino blanco, que no impedía adivinar el tanga negro que acaparaba todas las miradas del resto de los clientes, que, borrachos o no, abarrotaban el local.

Ana era consciente de cuáles eran sus armas, y había aprendido a utilizarlas a modo de AK47, de manera fulminante, con la destreza y seguridad de quien se sabe una experta, y con el orgullo de quien es consciente de que no siempre fue así, de quien valora el trabajo y el esfuerzo, incluso el sacrificio, para llegar al aprendizaje, la experiencia como camino al saber.

Y precisamente eso es lo que había hecho ella en los últimos tiempos: experimentar. Llegar a enfrentarse con todos sus miedos, sus dudas, sus inseguridades, hasta derrotarlos de una manera despiadada, sin ningún tipo de compasión… o eso creía ella.

Yo tropezaba a cada escalón, más producto del alcohol que de la escasa luz que iluminaba el bar, pero aun así me resistía a apartar los ojos de ese culo incomparable que tantas veces había probado, y que ahora aparecía y desaparecía de mi vista. Di gracias a Dios por poder seguir disfrutando de él y a Amancio Ortega por fabricar una talla 25 del modelo Cargo Bolsillos que realzaba el culo de Ana hasta convertirlo en una pieza de museo digna de ser exhibida junto a la Venus de Milo o la Victoria de Samotracia. Si a momentos quedaba oculto a mi vista era porque el cuerpo de Diego, flamante jefe de Cirugía del Hospital San Pedro, se interponía entre nosotros. Yo cerraba el grupo, y delante de nosotros, Laura y Javier encabezaban la comitiva, que se abría paso en busca de un espacio que escaseaba a esas horas y que había que pelearse centímetro a centímetro.

Apenas alcanzado el ecuador de la docena de escaleras que daban acceso a la planta de arriba, ocurrió algo que hizo que la nube de alcohol que se había instalado en mi cabeza se desvaneciera en un instante y que mis sentidos, aunque de manera vaga y vacilante, volvieran a mi ser; la mano de Diego se plantaba con total desfachatez y ningún disimulo en el culo de Ana. No era una leve caricia o un roce sutil, era un sobeteo inequívoco y descarado que comenzaba en la parte baja de su nalga derecha y abarcaba todo el espacio posible hasta adentrarse en su raja y convertirse en una prolongación exterior de su tanga. Ana se giró y por toda respuesta le dedicó una amplia sonrisa, mostrándole unos dientes blanquísimos y perfectamente alineados. Subió otro escalón, pero un ZAS audible desde donde me encontraba hizo que se girase de nuevo. El azote que le había propinado Diego a modo de desafío hizo que por un momento temiera que aquella escena fuera a terminar con otro ZAS aún más sonoro en forma de bofetón. Si había algo que Ana siempre había odiado era que le azotaran el culo. Decía que resultaba humillante y que si quería una mujer sumisa era mejor que fuera buscando una geisha. Si alguna vez lo hacía sin poder contenerme ante ese culo que parecía dispuesto a acoger con agrado, en contra de su dueña, no uno, sino cientos de azotes sin protesta alguna, acto seguido me disculpaba.

– Se me ha escapado

Según el humor del que estuviera ella ese día, a mi comentario le seguía una sonrisa o una mirada de reprobación.

Volvió a girarse, quedando ahora frente a Diego y dos escalones por encima de mí, con lo que sólo alcanzaba a verla de cintura hacia arriba. El top rojo burdeos con amplio escote en forma de V me pareció un botón más abierto de lo habitual en ella, y se advertían claramente las tiras del sujetador negro de encaje que apenas sostenía sus deliciosas tetas. Si su culo era un arma de destrucción masiva, amplio, suave, torneado, sus tetas eran la bomba H de la Tercera Guerra Mundial, la acumulación de todas las reservas mundiales de uranio enriquecido puestas al servicio del erotismo, capaces de matar a distancia, al menos al metro de distancia que yo me encontraba de ellas, y sin más protección que la que me ofrecía la interposición del cuerpo de Diego.

En ese momento los dos teníamos la mirada fija a modo de escáner de rayos X en el mismo punto. Él imaginaba y yo recordaba la forma y tamaño de sus tetas, una ligera pendiente que descendía suavemente hasta que de manera abrupta iniciaba un ascenso contrario a la ley de la gravedad, que coronaba en unas areolas claras de tamaño más que considerable de cuyo epicentro surgían dos pezones imponentes, grandes, gruesos, marrones, duros, que en momentos de excitación o sensibilidad extrema sobresalían tanto de las tetas que parecían no formar parte de ellas, como reclamando su parte de atención y reconocimiento correspondiente.

Una talla 90 es lo que en el ámbito tabernario masculino conocemos como unas buenas tetas, sin más, pero una talla 90 enmarcada en el cuerpo frágil y menudo de Ana le conferían la categoría de “unas tetas de la hostia”, “unas señoras tetazas” o “unas peras de campeonato”, según el punto de la geografía nacional en el que nos halláramos.

Aun así, no fueron sus tetas sublimes ni la visión morbosa de su sujetador lo que me dejó impactado. Sólo una veintena de centímetro más arriba su cara lucía una sonrisa aún más amplia que antes, y sus ojos desprendían chispas al mirar a Diego, como una bengala colocada en una tarta de cumpleaños. Luego su mirada descendió hasta encontrarse con la mía, y su sonrisa se tornó más franca, menos afectada pero a la vez más traviesa, en un gesto que yo sólo acerté a interpretar como un…

– Esto es lo que querías, ¿no?

Acto seguido dio media vuelta y emprendió veloz el ascenso de los últimos escalones, no tanto para evitar otro posible azote de Diego como para mostrarnos el movimiento pendular, oscilante, hipnótico de su culo al acelerar el paso, dejándonos en una especie de trance del que sólo salí al escuchar, o eso me pareció a mí, el murmullo entre dientes de Diego.

– ¡Qué cabrona! Ya verá cuando la pille

Ebrio, mareado, privado del sentido de la vista debido a la tenue luz que mal iluminaba la planta de arriba, y del sentido del oído por la profusión de decibelios que atronaban el local a través de los altavoces, sólo pude tantear el vacío en busca de un sofá en el que había reparado en otras ocasiones, frente a la puerta de los baños. Me dejé caer pesadamente en él y recosté mi cabeza contra la pared.

¿Cuándo había comenzado todo esto? Sí, eso es, hacía justo dos años… ¡solamente dos años!… ¡dos años ya!

“I don’t care if Monday’s blue

Tuesday’s grey and Wednesday too

Thursday I don’t care about you

It’s Friday, I’m in love”

En este punto en el que la voz grave de Robert Smith anestesiaba la poca lucidez que aún me acompañaba y los párpados se negaban a permanecer abiertos por más tiempo, aún tuve tiempo de vislumbrar decenas de figuras borrosas entre las que distinguí en un rincón las de Diego y Ana, con su inconfundible trasero, sosteniendo un vaso y hablando entre ellos tan pegados que ni con el juego de galgas más pequeño se habría podido medir la holgura entre sus cuerpos.

Protegidos por la penumbra que reinaba en el local y con la excusa del volumen atronador de The Cure retumbando los altavoces, la atmósfera se hizo sofocante, opresiva… ¿Era necesario para poder hablar que Diego estuviera rozando la oreja izquierda de Ana con sus labios mientras le apartaba la melena dejando al descubierto su cuello? ¿Y que ella apoyase sus manos en el pecho de él? Puede ser, pero lo que yo no veía cómo podía contribuir en modo alguno a una mejor comunicación entre ellos es que Diego bajara su mano desde el pelo de Ana, recorriendo su espalda y fuera a colocarla al comienzo de su culo. La mano sobre su culo es lo último que acerté a ver antes de que mis ojos se cerraran por completo y un cabezazo en el vacío me sumiera en un profundo sueño.

– ¡Despierta Dani!

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