Los que me conocen dicen que tengo carácter fuerte, pero él me domina. Y no, no estoy hablando de correas de cuero, esposas ni órdenes sadomasoquistas. Él me domina porque es un hombre maduro que me lleva 20 años y sabe darme placer como ninguno.
Ayer quedamos y me llevó de la mano por las escaleras hasta el local comercial que, a esa hora, estaba vacío. Sin embargo, aun así podría entrar alguien a limpiar o a recoger papeles para el día siguiente; así que, para mayor seguridad, me metió enseguida al pequeño baño. Apenas cerrar la puerta, me empezó a besar la boca metiéndome la lengua como si quisiera sorberme el alma. De solo escucharme los primeros jadeos, sabía que estaba lista, así que no pasó mucho tiempo hasta que se sentó sobre el inodoro y me atrajo hacia sí para quitarme las bragas. Sus caricias en mi vulva con dos dedos hicieron que empezara a gemir. Vio mi mirada anhelante y se desabrochó los pantalones con un movimiento rápido; me subió apenas la falda y justo a punto de embestirme (yo rogaba que lo hiciera), se detuvo cuando la punta de su pene tocó la entrada de mi vagina.
Un "¡ah!" y un escalofrío de placer me recorrió la espalda; tenía los ojos muy abiertos y respiraba agitada, pero él estaba decidido a doblegarme a fuerza de darme ansias. Entonces, me tomó fuertemente de la cintura y empezó a penetrarme muy, muy despacio; entró hasta el fondo y dejó asomar su pene hasta casi sacarlo, y luego otra vez, y otra, solo porque disfrutaba mirando cómo mis labios vaginales le acariciaban el tallo bien lubricado despacio, y mi vagina latía al comerse ese pedazo de carne. Él miraba alternativamente la escena porno que estábamos protagonizando y me miraba a mí, que gemía enloquecida de placer y quería más.
-¿Querés que te dé un orgasmo? -me preguntó.
-Sí -alcancé apenas a susurrar.
Entonces, aprovechando que yo estaba totalmente subyugada y le había cedido el control, me alzó con firmeza e hizo que apoyara mis pies en sus cuádriceps.
-¡Me voy a caer! -le espeté tratando de apoyar las manos torpemente en su cabeza.
-Agarrate de la flor de la ducha -me ordenó rápidamente.
Y ahí me di cuenta de lo que quería hacerme: el cunnilingus de mi vida. Mi vagina le había quedado cómodamente a la altura de su boca y yo, sin posibilidad de defenderme ni ordenarle ningún movimiento. Lo único que podía hacer, era tratar de sostenerme de la flor de la ducha con las dos manos levantadas, concentrándome en no perder el equilibrio mientras él me lamía la concha despacio y me apretaba las nalgas con ambas manos, disfrutando de tenerme toda para él, indefensa y entregada a su dominio.
Entonces, cuando ya más que gemir gritaba de las oleadas de placer que iban y venían, supo que estaba por tener un orgasmo prolongado y quiso asegurarse de que así fuera, metiéndome un dedo en el culo. Lamió más rápido, concentrándose en el clítoris, hasta que me vine durante casi 30 segundos, clavándole las uñas de las plantas de los pies en sus muslos porque no podía bajar, ni caerme, ni hacer ningún movimiento más que apenas retorcerme de placer.
Una vez que acabé, lo miré desde arriba con los ojos brillantes y, con el pene inmenso de lo erecto, se dispuso a terminar la tarea. Me tomó otra vez de la cintura y me ayudó a bajar con dos movimientos rápidos, girándome para sentarme de espaldas a él. Y así, montadita al revés, me penetró ahora hasta el fondo mientras me mordía y me hacía chupones en el cuello, y a la vez me sobaba las tetas apretándolas con ambas manos. No tardó mucho tiempo en acabar dentro de mí y, para colmo, se dio el gusto de masturbarme en esa posición acariciándome el clítoris y la vulva con tres dedos, sobándome ahí mismo con el semen que me iba saliendo tibio de la concha.
En menos de dos minutos volví a acabar y solo ahí, satisfecho por haberme hecho su esclava y, al mismo tiempo, haberme tratado como una diosa, me dio un dulce beso en la boca y me ordenó que me fuera a vestir.