Me llamo David y tengo 40 años. Trabajo en un almacén de materiales de construcción. Estoy casado. Llevo con mi mujer, María, casi 15 años, 13 de matrimonio. Ella tiene 42 años.
Vivimos en un pequeño pueblo, donde reside toda la familia de mi mujer.
No fui muy mujeriego, antes de Natalia. Tuve tres exnovias, sin mucha fortuna.
Cuando la conocí, me parecía encantadora, aunque físicamente no era mi ideal de mujer. A mí me gustan las mujeres con carne. Mi esposa es muy delgada, sin apenas pechos, muy poco culo. Es morena y muy blanca de piel. En cuanto a su rostro, es normal. Ni un bellezón, ni tampoco fea.
Al poco de empezar a convivir, su carácter fue cambiando. Llegaba de trabajar de la aseguradora donde trabajaba y todo era discutir. Nunca está conforme con nada. Después de nacer nuestro hijo, Manuel, aún peor. Ella consiente mucho al niño y la vuelve loca. Ahora el niño tiene 9 años y es aún peor. Al final, siempre pago yo el estrés.
El sexo, inexistente desde hace años. Una vez al mes y sin mucha excitación. Y por supuesto, nada de sexo oral o cualquier cosa atrevida. Además, se queja de que le hago daño. A ver, mi miembro es grande, 18 centímetros; tampoco es enorme. Y aunque muy grueso –como del diámetro de una botellita de agua–, tiene una forma en punta. Ninguna de mis ex, se quejó jamás.
Creo que a mi mujer, lo que no le gusta es el sexo.
Mi vida sexual, se limita a hacerme pajas, pensando en amigas, conocidas y compañeras de trabajo, cuando tengo algún rato de soledad.
Últimamente hay una mujer que ocupa la mayor parte de mis fantasías: mi suegra, Teresa.
Ella tiene 76 años, es viuda desde hace 14 años. Su difunto marido, Antonio, murió de cáncer de hígado. Era 10 años mayor que ella.
Ella vive con su hermano, Juan, de 78 años, jubilado; y mi cuñado, Ángel, que trabaja en un taller y tiene 43 años.
Vive a 300 metros de mi casa.
Nunca me había atraído. Me llevo muy bien con ella. Su difunto marido, era un poco bala y la traía frita. Su hermano, igual, y su hijo pasa de ayudarla en casa. Con mi mujer, están todo el día discutiendo, por el fuerte carácter de su hija.
Sin embargo, conmigo siempre ha habido mucha armonía. Siempre que puedo, la ayudo con lo que sea. Como yo tengo a toda mi familia viviendo lejos, hablo con mi suegra Teresa, de todo lo que me pasa. Incluidos los problemas con su hija. Ella, siempre me dice, que tenga paciencia con María.
Es bajita, en torno al 1,55 de estatura. Pelo rubio, corto y ya un poco escaso de volumen. Tiene un rostro afable. Arrugas y algo de papada, labios finos, siempre pintados de rojo –el único maquillaje diario, que se pone–. Lleva gafas de montura metálica, muy finita, que le achican los ojos.
No está gorda. Tiene las piernas delgadas. La cintura se le marca ligeramente y se le abulta una tripilla.
Siempre lleva faldas negras, hasta por debajo de la rodilla, muy holgadas. También blusas muy sueltas y jerseys holgados en invierno. Siempre intuí que era un poco pechugona, pero con esa ropa, no llegaba a concretar.
Hace un año y medio, ocurrió algo que me hizo centrar mi atención en mi suegra.
Un sábado que no tenía que trabajar, mi mujer se había ido con el niño al centro comercial, que hay a 10 kilómetros del pueblo, a comprar ropa.
Decidí acercarme a casa de mi suegra, a echar un vistazo a un grifo del baño, que le perdía un poco de agua. Mi cuñado, había salido con los amigos y tampoco le daba la gana, de reparar el grifo que llevaba goteando dos meses. El hermano de mi suegra, estaba de bares, como siempre.
Llegué a la casa. Una casa vieja de dos pisos, y como siempre, la puerta estaba abierta, cuando hay alguien. Entré y llamé a mi suegra.
– ¡Teresita! soy David, buenos días – dije.
Se ve que no me escuchó y no respondió.
Crucé el salón y el pequeño pasillo central de la casa. No había nadie, en el piso de abajo.
Subí arriba y no escuchaba nada. Al llegar a la habitación de mi suegra, justo antes de asomarme por la puerta abierta, pude ver en el reflejo del espejo del armario, que había dentro, a mi suegra.
Llevaba su típica falda negra, pero estaba desnuda de cintura para arriba. Pude ver su piel blanquecina; su cuerpo ligeramente encorvado; sus brazos delgados y flácidos; su barriguilla, blanda y con el ombligo arrugado. Y lo que despertó mi interés y sorpresa, fueron sus enormes pechos. Unas tetas algo caídas, pero grandes y macizas. Blancas, con venitas azuladas y unos carnosos pezones rosados, con unas areolas grandes y bien marcadas. Se bamboleaban como péndulos.
Me quedé inmóvil. No me atrevía ni a respirar y desde mi posición, estaba hipnotizado con aquel par de melones de mi suegra. La vi ponerse un sujetador beige, de esos cruzados, de abuela. Ver cómo se metía las tetazas en las copas, me provocó una calentura terrible y mi polla, se endureció rapidísimamente.
Cuando mi suegra terminó de vestirse, decidí bajar sin hacer ruido e irme a casa. Estaba tan excitado, que nada más llegar, me masturbé con el recuerdo de mi suegra, desnuda.
Desde ese día, siempre que estaba con ella, no paraba de mirar esos cántaros lecheros que ahora sí, notaba ligeramente bajo su holgada ropa.
Mis pajas desde ese día, en su mayoría, se las dediqué a ella. Fantaseaba con sentir en mis manos, el volumen de sus tetazas bamboleantes. En chupar esos pezones carnosos. En disfrutar de esos melones, que hacía mucho que ningún hombre disfrutaba.
También fantaseaba con que me la chupara. Mi suegra utiliza dentadura postiza y me imaginaba la sensación de una mamada suya, sin dientes. Además, seguro que nunca habría hecho una, ni siquiera a mi suegro.
A veces, cuando estábamos en su casa, miraba sus pechos y se me ponía dura como una piedra, hasta el punto de tener miedo de que alguien notase mi erección.
Deseaba tocar a mi suegra. A veces, cuando estaba ayudándola a recoger y limpiar los platos, tras una comida familiar, me acercaba a ella y le ponía la mano en la cintura, para después, bajar despacio hasta su trasero. Aunque su culo no es abultado, tener mi mano inmóvil en una de sus nalgas, era muy excitante para mí. La mujer, además, parecía no molestarse, aun así, tenía miedo de que algún día se cabrease. Actuaba con cautela, por miedo a perder el buen rollo con mi suegra, más que por perder mi matrimonio.
Fue un día, estando de vacaciones y sabiendo que mi suegra Teresita, estaba sola en casa, y aprovechando que mi mujer trabajaba y nuestro hijo estaba en el colegio; que decidí acompañar a mi suegra a una casita que tenía en un campo de naranjos, a las afueras del pueblo, porque quería limpiar un poco.
Fuimos con mi coche. Mi suegra, llevaba su falda negra y una blusa azul marino, con pequeños lunares blancos. Yo miraba sus tetazas de reojo, mientras conducía y hablábamos de su nieto.
Mi miembro, estaba medio erecto.
Nada más llegar, nos pusimos a tirar botes, cajas y demás basura, en bolsas de plástico.
Yo, miraba los bamboleantes pechos de la anciana y mi mente se encendía.
– ¿Qué tal con mi hija, David?
– Pues, Teresita, no muy bien… Es lo que le puedo decir – respondí.
– Ella es como su padre, tiene un carácter difícil. Hay que tener paciencia – dijo, con cara de disgusto.
– Ya, pero… Me estoy cansando, Tere. Quizás no debería de decírselo, pero aparte de discusiones, tenemos sexo una vez cada mil años. Y yo, no aguanto más. Soy joven y tengo la sensación de perder mi tiempo – le dije.
Ella, se ruborizó al escuchar lo de la falta de sexo.
– Yo tuve mucha paciencia, con mi Antonio. Entiendo que cuesta, pero el matrimonio es así… – dijo resignada.
– Caray, suegra; ojalá tuviera yo una mujer como usted. Qué gozada seria… – dije sonriendo, mientras guiñaba un ojo a mi suegra.
Noté que un calor llenaba mi cuerpo. Una sensación de ahora o nunca. No había duda, ese sería el día que tenía que intentar algo.
– ¡Ay, hijo! Yo soy muy vieja. ¿Para qué quieres tú, una mujer como yo? – respondió mi suegra, riendo y sonrojada.
– Pues porque es usted muy buena, cariñosa y comprensiva, Tere. Además… hay cosas que me gustan de usted, ¿sabe? – respondí, mirándola con picardía.
– ¡Ay, hijo! ¿Qué tengo yo que te pueda gustar? ¿Arrugas? – dijo, riendo y ruborizada.
Me temblaba todo el cuerpo. El corazón a mil por hora. Estaba sudando. Me acerqué a mi suegra, para responderle.
– Pues… pues sus pechos, Teresita. Estas tetas me vuelven loco, suegra – le dije, mientras ponía mis manos sobre sus melones y podía sentir su peso y volumen en ellas.
Aquel tacto caliente y rebosante, me la puso dura al segundo. Mi suegra se sobresaltó. Mientras, mis manos apretaban suavemente sus enormes pechos.
– ¡David, hijo, por favor! Soy tu suegra – respondió, quitando mis manos de sus tetas.
– Lo sé, Teresita. Pero… llevo mucho sin estar con su hija y… bueno, me vuelven loco sus pechos. No paro de pensar en usted. Me masturbo pensando en usted, Tere. Se que está mal, pero no puedo evitarlo. La quiero a usted, como a una madre, pero cuando la miro, deseo tocarla… – le dije excitado.
– David, yo también te quiero, hijo. Eres muy buen yerno, muy buen padre para mi nieto. Sé que mi hija no lo hace bien contigo, pero yo soy una señora mayor, viuda y además soy la madre de tu mujer. Entiendo que los hombres… pues… tenéis necesidades y yo, yo, hijo… no te puedo ayudar en eso… – dijo la mujer nerviosa, mientras me miraba.
– Tere, por favor; déjame solamente tocar tus pechos. Esa delantera me vuelve loco. Sólo acariciarte las tetas. Prometo que esto no saldrá de aquí. Te doy mi palabra. María, no lo sabrá. Además, tampoco será una infidelidad. Todo quedará en familia – le expliqué.
Mi suegra me miró y frunció el ceño, mientras se sentaba en un viejo sofá, de la casita.
– David, yo… Mi hija es tu mujer. No está bien – respondió.
– Por favor, sólo tocarlas… – repliqué.
La anciana dudo. Me miró y tras una mueca de disgusto, respondió.
– Sólo tocar. Y esto, jamás debes contárselo a nadie – dijo ella.
Tras prometérselo, me senté a su lado. Acaricié sus tetonas, sobre la fina tela de la blusa. Se notaba el encaje del sujetador. Noté los pezones de mi suegra, duros como mi propia erección, que ya presionaba en mi entrepierna.
Recorrí aquellos cántaros lecheros, aquel magnífico par de biberones. Mi suegra, estaba sonrojada y tenía los ojos cerrados. Su gesto, no mostraba agrado, ni desagrado, era como si estuviera ausente.
Desabroché los botones de su blusa, uno a uno. Abrí esta. Sus enormes pechos, estaban enfundados en un sujetador beige, cruzado. Sus grandes areolas y los pezones, se transparentaban a través del encaje de las copas.
Mis manos amasaron aquel par de tetas de mi suegra, cuyo tacto parecía el de dos grandes globos, llenos de agua tibia. Mi polla iba a estallar. Tenía inmensas ganas de masturbarme.
Metí mi mano en una de las copas y tras un ligero forcejeo, saqué una teta y luego hice lo mismo con la otra. Eran enormes. Algo caídas, pero gordas, llenas, con un volumen que parecían dos gotas de agua grandes.
Agaché mi cabeza y cogiendo una teta con cada mano, lamí los pezones. Estaban duros. Los chupé y chupé. Mi suegra, se sobresaltó, pero no dijo nada. Sólo me sujetó los hombros, con sus manos.
Amasé sus tetas como si no hubiera un mañana y no podía parar de besarlas y chuparlas. Entonces, me recosté sobre el sofá y me bajé los pantalones y los calzoncillos. Saqué mi miembro y comencé a masturbarme.
Mi suegra me miró y luego cerró los ojos. Mi polla estaba dura, lubricada y descapullada. Mientras con una mano me pajeaba, con la otra, tocaba los enormes pechos de mi suegra.
Volví a amasarlos y chuparlos, otra vez.
– ¡Buff, Teresita, que tetona es, suegra! Qué domingas… ¡Oh, que ubres! ¡Dios, suegra, me pone usted tan caliente! – le dije.
Entonces, me puse de pie, frente a ella, la acaricié los hombros y luego, estando ella sentada y quedando mi miembro a la altura de su rostro, rocé con la punta de mi polla, sus labios pintados de rojo.
Ella, abrió los ojos, me miró y luego los volvió a cerrar.
– Vamos, Teresita… chúpela… Sólo un poco, por Dios. Por favor, chúpela… – le dije, mientras rozaba sus labios con ella.
Abrió la boca y metí mi polla dentro. Sujeté suavemente la cabeza de mi suegra y le marqué el ritmo de la mamada.
Notaba su boca húmeda, el rocé de sus dientes y la presión de sus labios.
Movía mis caderas y mi polla entraba y salía de su boca. Ella, seguía con los ojos cerrados, con ese gento de ausencia.
– ¡Oooh, Teresita, cómo deseaba esto! ¡Dios, cómo me gusta que me la chupe usted! Quítese la dentadura, vamos… – le ordené.
La mujer, sin siquiera abrir los ojos, se sacó los dientes de arriba y de abajo. Con rostro ruborizado, los dejó sobre el sofá. Sujetando su cabeza, volví a meter mi polla en su boca y comencé a follarme esta.
Mis caderas se movían y podía notar la humedad, de la boca de la anciana. Sin dientes, era una gozada tener mi miembro en su boca.
La mujer, chupaba y chupaba, haciendo un ruido ensalivado, que me excitaba mucho.
– Así, Teresita, así… Qué bien, qué gusto, qué ganas de hacer esto, que tenía – dije.
Saqué mi miembro de su boca y levantando ambas tetonas, puse este entre ellas.
– Teresita, quiero frotarme entre tus domingas. ¡Oh, Dios mío, qué ubres, qué ubres! – dije excitado.
La hice sujetar sus tetonas con las manos y mi polla quedó enterrada entre ellas.
Ver a mi suegra sentada en el sofá, sujetando sus tetorras, con mi polla aprisionada entre ellas, dejándose hacer, con sus ojos cerrados y su gesto de desdén, me puso a cien.
Mis caderas se movían adelante y atrás, haciendo que mi miembro, se deslizase arriba y abajo, entre los melones de la anciana, provocándome un enorme placer.
– Así… así quiero follarte los pechos, suegra. Estos pechos, estos pechos… ¡Bufff! estas tetas enormes, son mi locura, Teresita – dije, casi sin aliento.
Mis muslos chocaban contra las tetas de mi suegra, haciendo un ruido como ¡flop, flop, flop! que resonaba por toda la casita. Me frotaba con frenesí entre sus perolas. La sensación de ganas de correrme, no tardó en aparecer.
– Teresita… Teresita, quiero follarla. No puedo más, necesito metérsela, suegra – dije, entre jadeos.
Tumbé a mi suegra en el sofá, quien si quiera abrió los ojos y mantuvo su gesto de como si estuviese en otro mundo.
Me quite los pantalones y calzoncillos, quedando desnudo, de cintura para abajo.
Levanté las faldas de mi suegra y le quité las bragas, abriendo sus piernas, flacas y blanquecinas.
Allí estaba ella, tumbada, con la blusa abierta, sus tetazas fuera del sostén, grandes, gordas y desparramadas a los lados. Podía ver su coño, peludito. El vello, le cubría el pubis y las ingles. Sus labios vaginales, sobresalían y brillaban.
Lubriqué mi polla, con saliva y me coloqué entre sus muslos, sobre ella. La penetré hasta el fondo, notando el calor de su coño.
Comencé a meter y sacar mi polla, moviendo mis caderas con vigor. El sofá crujía con cada embestida y las enormes tetas de Teresita, se balanceaban arriba y abajo, incitándome a chuparlas con fuerza.
– ¡Oh, Teresita, oh, adoro su coño, suegra! ¡Bufff, qué gusto! Me encanta ver sus tetonas moviéndose ante mí, Teresita… – le susurraba a mi suegra, mientras la penetraba de una manera vigorosa y agresiva.
Aun así, la anciana, parecía no reaccionar. Era como si se dejase hacer, pero negándose a sentir. Aquello, era extraño, pero me excitaba aún más, pues era una sumisión que nunca ninguna mujer, me había mostrado.
Le bombeaba el coño con mi miembro, duro como una piedra, a mi suegra. No podía más, iba a correrme. Notaba esa sensación de eyaculación inminente. Aceleré el mete y saca, mete y saca, mete y saca, hasta enloquecer. El viejo sofá, parecía que iba a quebrarse y el coño de mi suegra, sonaba con un chapoteo, que aumentaba más mis ansias de penetrarla.
– ¡Teresita, me corro, me corro! – grité con todas mis fuerzas.
Saqué mi polla de su coño y me incorporé rápidamente, dirigiendo mi miembro a su rostro. Quería hacerlo, tenía que hacerlo, no podía desaprovechar la oportunidad de ello. Quería correrme sobre su rostro.
Sentí un violento espasmo y un chorro espeso de semen, golpeó el rostro de mi suegra. Pude escuchar el semen, chocar contra su cara. La mujer, frunció el ceño y se sobresaltó. Otro chorro, cubrió los cristales de sus gafas. Otro más, cayó sobre sus labios y se escurrió por su mejilla. Otro espasmo me sacudió y solté dos chorros más, algo menos espesos, menos blancos, más transparentes, que cubrieron la cara de Teresita.
El olor a semen, inundó la estancia.
– ¡Dios, Dios, Teresita, Teresita, oh, suegra! ¡Oh, suegra, oh, suegra! – dije entre resoplidos, mientras mi corazón estaba a punto de explotar.
Puse la punta de mi polla, en los labios cubiertos de semen, de mi suegra. Hice fuerza y se la metí en la boca, follándome esta, lentamente.
Me senté en el sofá. Estaba exhausto. Mi suegra, se levantó, con su rostro bañado en mi semen. Caminó hasta un pequeño fregadero, con sus ubres bamboleándose. Luego, se quitó las gafas, limpiándolas bajo el grifo. Acto seguido, escupió y se lavó la cara. Se secó con una toalla, la cara y los pechos. Metió sus tetas en las copas del sujetador y se abrochó la blusa. Torpemente, se puso las bragas y se acomodó la falda. Miró su pequeño reloj dorado, en su muñeca.
– David, es tarde y hay que ir a buscar a Luis, al colegio – dijo con total seriedad.
Me sorprendió. Era como si para la anciana, no hubiera pasado nada.
Durante el trayecto en coche, hasta el colegio de mi hijo, no hablamos ni una palabra.
Al llegar, antes de bajarnos del coche, mi suegra me miró fríamente y me dijo, que nunca debíamos decir nada de lo que había pasado.
Se bajó y fue a buscar a mi hijo.
No he vuelto a tener sexo con mi suegra. Han pasado tres meses de aquello. Mi relación con ella, sigue siendo igual que antes. Es sorprendente, cómo actúa, como si no hubiera pasado nada.
A veces, cuando estoy en su casa y la ayudo en la cocina, mientras todos están en el salón, me acerco a tocar sus tetas. Ella me deja, pero al cabo de unos segundos, me quita las manos y me dice que no está bien, que ya pasó lo que pasó y que así, estuvo bien.
Deseo follarme a mi suegra Teresita, otra vez. Deseo que me la chupe, chupar sus tetazas, penetrarla. Sólo espero volver a conseguirlo, antes de que sea tarde.