A los negocios… ¿Entregada?
—Me has contado que pensaste en mí, que me tuviste presente, aunque comprenderás que lo ponga en duda, pero igualmente quiero saber… ¿Qué carajos se te pasaba por la mente en esos momentos? ¡¿Fue en verdad tan fácil para ti traicionarme?! ¿No te sentiste mal contigo misma por haberlo besado? —Le pregunto al tiempo que separo su cuerpo unos centímetros del mío, alejándola un poco más al estirar mis brazos.
Sin esperar por su respuesta, –que se demora en exceso– la esquivo por un lado y avanzo hasta la banca de madera para servirme un nuevo trago y encender otro de mis rubios cigarros, limpiándome el llanto de mis mejillas con las mangas arremangadas de la tela rosa que cubre mis antebrazos, y me viene a la cabeza una cita de Francisco de Goya que leí años atrás: «Nunca se escapa lo que se quiere dejar coger».
Mariana, igualmente con sus ojos anegados por las lágrimas, se me acerca y de su bolso extrae los pañuelos faciales. Las absorbe con leves toques y con el uso de un solo pañito de papel bien doblado, que luego bastante húmedo, lo arruga. Termina por sentarse en el mismo lugar de antes, –observándome con pena– y yo con mi tormento a cuestas, le sirvo también otro poco de ron, sin mirarla directamente a los ojos.
Ella me lo agradece sin palabras, pero sí esbozando a medias, una sonrisa. Y así tan muda, también toma su cajetilla blanca y con un hábil movimiento de su muñeca, hace saltar los cigarrillos, quedando tres o cuatro al alcance de sus dedos, pero con la boca abierta, aprisiona con sus dientes por el filtro, al más externo de ellos.
Le da fuego con su propio encendedor y aspira, dos veces. La primera muy corta, sin fumar casi nada, más con la segunda se excede al hacerlo con mayor intensidad. De pronto, apurada por otorgarme una respuesta o debatir con su acostumbrada inteligencia mis reclamos, tose y expulsa todo el humo gris, y al girar su cabeza hacia la izquierda, crea una nube espesa primero, y después una estela leve que se difumina, persistiendo segundos después en seguir el brusco movimiento semi circular.
Con su mirada dirigida hacia los adoquines o a la sandalia, que baila sin música pero al ritmo de su nerviosismo, –sostenida internamente por los dedos de su pie derecho– entreabre su boca y con la lengua humedece los labios, acercando nuevamente el cigarrillo sostenido con elegancia dentro de la horqueta que forman sus dedos índice y corazón, para fumar perturbada otra vez.
—Pues no sé cómo será para los demás, –le respondo intentando recuperar la calma– pero para mí con ese beso concedido o entregado, según como lo quieras ver, fue dejarle entrar con su lengua a la intimidad de mi vida, traicionando mis principios y claudicando un poco a nuestra común animadversión hacia él.
—Ya que lo preguntas, ser infiel no fue fácil, me tomó bastante tiempo asimilarlo. Horas de recriminaciones frente a la imagen de la mujer desleal que me devolvían los espejos de los baños en el club, pues sin tenerlo claro, fue el sitio más cercano para evadirme y pensar a solas en lo que había hecho, dirigiéndome hacia allí. O en la privacidad de mi automóvil, mirándome llorosa y extraña en el retrovisor, mientras esperaba a que el temblor en mis piernas se aplacara para descender del Audi e ingresar al lobby, como la mujer fiel de siempre o como leí en los labios de uno de los empleados del club al referirse a mí: «Ahí viene la buenona. ¡La señora del arquitecto García!».
—Largos minutos de llantos enclaustrados y solitarios, –aunque los hubiera acompañado por la lluvia tibia de la regadera– sentada dentro de la ducha del baño en el gimnasio, pegando mi espalda a las baldosas y las rodillas a mis pechos. No, no fue fácil asumir que con esos besos de su boca en mis labios, los de arriba y los de abajo, ya había transmutado a tu adorada y fiel Mariana, en una Melissa mentirosa y traidora.
— ¿De qué manera al verlo más tarde, enfrentaría al rostro amoroso e inocente de mi marido? Nerviosa lo pensé durante bastante tiempo, sentada luego en la cafetería del club, acompañada por una taza de capuchino. La tercera en verdad. La parte cuerda de mi razón, conectada por completo con el palpitar de mi corazón, estuvieron de acuerdo. Por eso me sentía tan infeliz al traicionarte. ¡Terriblemente mal!
—El otro lado de mi cerebro, –sin ningún obstáculo sentimental de por medio– me hizo sentir por su lado un estúpido orgullo. ¡Había volteado la torta de sus burlas y era yo quien había tomado el control de nuestra nueva relación! No era yo, tu Mariana quien se hablaba así misma mientras terminaba mi bebida, casi fría. Era su Meli parcial, o la Melissa completa de todos los que en la oficina y para los clientes me llamaban así, la que ahora vencía las ínfulas de poder del domador. Me sentí muy bien por eso y sin embargo… ¡Para nada pensaba en ti!
—Y estando sumida en mis pensamientos, no escuché los pasos a mis espaldas, pero si sentí que unos delgados y suaves dedos cubrían mis ojos por detrás. ¿Adivinas quién, coincidencialmente se encontraba allí?
—Fadia tiene siempre por costumbre concurrir los viernes al club para recibir sus clases de tenis, aunque jugara a dobles tan mal. ¿Era ella? —Intento acertar con la respuesta.
—Si era ella, pero no cielo, Fadia asiste los jueves, por eso encontrármela allí se me hizo extraño. Igual, nos saludamos como siempre y ella se sentó para contarme que por la noche tendría una cena con Eduardo para celebrar y por eso tenía una cita con la masajista para que la dejara relajada y más tarde en la peluquería, con algunos retoques dispuesta a disfrutar de esa noche.
— ¿Festejar qué con exactitud? —Le pregunto con desgano a Mariana, bebiendo mis últimas gotas de ron.
—Un negocio que estaba a punto de concretarse. Que solo faltaba darle el último complemento con la estocada final. Entonces recordé los documentos que le había llevado a José Ignacio y su comentario acerca de la amistad que Fadia mantenía con el familiar de su novia.
—Ajá, ya veo. Y a ella no le causó curiosidad saber, ¿Qué carajos estabas haciendo tu allí, a esas horas y en un día laboral?
—Por supuesto. Y también le mentí. Recuerdo haberle dicho que iba a visitar a una pareja interesada en adquirir una de las casas, pero que finalmente me habían cancelado la cita y sin nada más por hacer el resto de la mañana, estando tan cerca, para alejar el stress por las nulas ventas y la reunión incumplida, había decidido pasar por el club para olvidarme un poco de los inconvenientes, tomándome un café o algo.
—No sabía que se te daba bien hacer eso. —Le hago el comentario y me siento a su lado pero no tan cerca.
— ¿A qué te refieres? —Le pregunto sorprendida por su observación.
—A mentir, por supuesto. —Le respondo, y Mariana se lleva la palma de su mano a la frente, dejando de mirarme.
—Yo tampoco. El caso es que mientras hablaba con Fadia, –ella indagando por cómo iban las cosas en la constructora y yo respondiendo con cara de preocupación– la ponía al tanto de mi falta de negocios, aunque probablemente ella ya estaba enterada por boca de su marido, y la pantalla del móvil empresarial se iluminó. Yo no me interesé en él, pero Fadia sí.
—Ella lo tomó y como no tenía registrado ningún patrón de bloqueo, sonriendo lo revisó y luego me lo enseñó, mostrándome que se trataba de una nueva solicitud que llegaba al falso perfil que entre las dos creamos para Instagram. Con mayor curiosidad que interés, me fije que era José Ignacio quien me la enviaba.
—Y en un segundo, lo retiró de mi campo de visión pero pude darme cuenta de que su dedo pulgar maniobraba sobre todas las demás solicitudes. Clientes hace meses o días atrás atendidos por mí, tanto en la sala de ventas al sur de la ciudad, como en las casas de la agrupación campestre en Peñalisa, me pedían que los agregara. Hombres la mayoría, muy pocas mujeres. Por supuesto tenía una de Diana y de Elizabeth, otra de Carlos y la última enviada por él, y a todas las aprobó, sin mi consentimiento.
—Fadia al ver mi rostro sorprendido me dio una larga explicación del buen uso que yo podría hacer de las redes sociales, y de lo importante que hoy en día eran, no solo para mostrarles a los demás como pasaba los días de mi vida, –en fotografías anticuadas en muy pocas al lado de un marido falso, y otras más junto a nuestro pequeño Mateo en mis brazos y siempre de espaldas– sino que podría enseñar a qué me dedicaba comercialmente y sacarle así provecho a ello.
— ¡Pero tenemos que actualizar todas estas fotos viejas! Ven. Anda y mueve ese trasero que ya no debes tener ni la raya de estar ahí sentada. —Me dijo levantándose presurosa de la mesa y la seguí, dirigiéndonos a la piscina olímpica.
—Voy a realizar contigo una sesión fotográfica para que destaques más, y hagamos tu perfil mucho más sensual e interesante. ¡Mujer, debes usar esa belleza espectacular con la que la naturaleza te premió y así llamarás la atención!
—Ya te dije antes que no me interesa mostrarme como lo hacen todas esas divas de la farándula. No soy así. Además no tengo traje de baño aquí. —Le respondí tratando de disimular mi renuencia a su loca idea.
—Querida, eso no es problema. Vamos a la tienda y nos hacemos con uno o dos bikinis. Luego me lo agradecerás, jajaja. Vas a ver cómo te cae el maná del cielo cuando se den cuenta de la belleza de asesora comercial que los atiende, y ahí es cuando tendrás que aprovechar y abrir bien ese par de… De ojos bonitos que tienes. ¡Desplegando todas las armas que tienes en este cuerpecito, para cerrar esos negocios!
—Pero Fadia, –le respondí preocupada– no lo he consultado con Camilo. Qué tal que no le parezca que yo me esté enseñando por ahí en las redes sociales, tan… Tan ligera de ropas. No le va a agradar, dalo por hecho.
—Bahh, por eso no te preocupes. Es cuestión de darle manejo al asunto y hacerle ver las inmensas posibilidades de éxito al usar estos medios electrónicos. Entre Eduardo y yo lo podremos convencer de que no está tan mal, dejar que su bella esposa se luzca un poco y así obtenga mayor éxito. O si lo prefieres, no le decimos nada y alejas de su alcance y de sus ojos, este dichoso aparato. Querida, tienes que enseñar un poco más. Recuerda Meli que… ¡Lo que no se exhibe no se vende y de lo que no se habla, no existe! —Y haciéndome dar una media vuelta, palmoteándome una nalga, me lo recalcó.
— ¡Contactos querida! Todo en esta vida se hace a base de relaciones públicas. Si uno de tus seguidores no tiene el dinero ni los modos para comprar algo de lo que anuncias, es probable que dentro de su grupo familiar o entre las amistades, otras personas si cuenten con la suficiente capacidad económica para hacerlo. Vas a ver mi preciosa Meli, que con unas pocas fotos sugestivas, este aparatito no dejará de repicar. —Ella me tomó por el brazo, y yo con la urgente necesidad de desconectarme de mis intranquilidades, agradecida la acompañé caminando ambas, luciendo nuestras compinches y bonitas sonrisas.
—Finalmente me decidí por un bikini negro, normalito, de anudar a las caderas y por detrás del cuello, no tan sugestivo. Y un «outfit» deportivo para usar en el Gym, adquiriendo un ajustado top gris, también una camiseta estampada y sin mangas para usar por encima, junto a unos leggins de color azul con diseño floral. Zapatillas suaves y flexibles de color blanco complementaron mi atuendo.
Agoto mi cigarrillo tras darle una última calada, –no tan placentera, la verdad– y lanzo con molestia, la colilla hacia la calle. Sirvo ron en mi pequeña copa y de un solo trago la termino, sin detenerme a ofrecerle a Mariana.
—Al comienzo me sentí algo insegura al posar, pero luego con el tiempo me tomé confianza y lo hice como toda una profesional. Mirando despreocupada a la distancia o inclinando la cabeza un poco, como si en el suelo se me hubiera perdido algo, abriendo un poco el compás de mis piernas para hacerlas ver un poco más largas. En otras dejaba un espacio entre mis brazos y el torso, luego de forma coqueta apretaba con los brazos mis puchecas para cambiarles la forma e incrementar su volumen. Fadia estaba feliz en su rol de fotógrafa y me alentaba a girarme más de una vez, diciéndome: « ¡Muévete… eso, eso, contonea tus caderas!» o « ¡Estírate y alarga esos brazos!».
—Pero las que más me gustaron fueron unas tomas que me hizo de abajo para arriba, –al lado de la piscina y con el verde de los arbustos por escenario– con mi pose de tres cuartos, donde podía verse bien la redondez y firmeza de mis glúteos, la sinuosa silueta estrecha de mi cintura, y algo de la curva de mis senos. ¡Sonriéndole siempre a la cámara!
Pero Mariana ahora no sonríe, y uniendo las palmas de sus manos frente a su boca, nerviosa se golpea repetitivamente los labios mientras recuerda lo sucedido.
—En el gimnasio, junto a las máquinas para el entrenamiento funcional por escenario, y el reflejo de mi cuerpo por detrás en el espejo de pared a pared, con Fadia hicimos otra sesión de fotos pero mucho más rápida, debido a que se le estaba haciendo tarde para recibir sus masajes.
—Nunca me dijiste nada y mucho menos me las mostraste. No sé porque tenías esa impresión de mí, y pensaste que me iba a enojar, si siempre fui yo quien te instaba a lucir con tranquilidad tu cuerpo en la playa, o en las piscinas de los lugares adonde íbamos. ¡Ese fue otro más de tus estúpidos secretos!
—Lo sé, cielo, pero entiéndeme. –Le respondo agitando mis manos abiertas de manera compulsiva, exagerada. – Esas fotos eran para usarlas en el perfil falso, mostrándome así, tan desinhibida y libre, ante un poco de gente extraña y yo, inconscientemente lo relacioné con José Ignacio y supuse que no sería tan agradable para ti, saber que él me podría ver así. Contigo acompañada era una cosa, sola en ese quimérico perfil, era otra.
—Pero ese malparido «siete mujeres» ya había visto más de la cuenta, y muy de cerca. ¿¡Cuál era la puta diferencia!? —Le pregunto enojado.
— ¡La diferencia es que tu no lo sabias! –Le contesto gritándoselo a la cara. – Yo… yo debía guardar contigo las apariencias. Seguía sintiéndome culpable y por eso omití mostrártelas. ¿Me brindas otro traguito, por favor? —Se lo solicito aminorando el volumen de mi voz.
Y en una rara pero armoniosa composición, mezcla de recuerdos o de palabras en un cruel mensaje, relatándome su inolvidable trasegar, las imágenes en mi mente van tomando forma y color, detallando como un viejo álbum de fotografías, su desleal pasado. Reboso su plástica copa y estiro mi brazo para que ella la reciba y beba, procurando no rozarle las puntas de sus dedos. Lo recibe y despacio bebe, saboreando el dulce caramelo y la vainilla de su ron.
—Antes de salir del club te llamé para avisarte que iba para la casa. Te extrañó y te preocupaste pensando que algo me sucedía, no emocionalmente hablando, si no preguntándome por mi parte física, que curiosamente era lo único que estaba bien.
— ¡No estoy enferma, cielo! Sólo algo triste y preocupada por los negocios que no se me quieren dar. ¡Amor, no demores mucho esta noche por favor, que tengo antojos de que me mimes y me hagas el amor! —Te respondí para tranquilizarte y esa fue mi petición final antes de culminar esa llamada.
—Por supuesto que lo recuerdo, y más al llegar a casa afanado, pues me quedé pensando en ti el resto de la tarde, al escucharte hablar con la voz apagada, como cuando te inquieta algo. Iba con la intención de tomarte entre mis brazos, acariciarte el cabello por detrás del cuello y bordear los pliegues de tus orejas con las yemas de mis dedos pues sé que te fascina. Sin embargo al entrar a casa, me sorprendí al no hallarte a ti recibiéndome y por el contrario fue el… ¡Hola Cami! ¿Cómo estás?, de Natasha que jugaba en la sala con Mateo armando el rompecabezas de los «Transformers».
—Mi loquito saltó a mis brazos como siempre, y lo elevé por los aires dando junto a él unas tres vueltas. Luego pregunté por ti y al unísono me respondieron que estabas arriba en el estudio, atendiendo unas visitas. Subí de inmediato y allí me encontré con la sorpresa de ver a nuestros supuestos amigos, Fadia y Eduardo, compartiendo contigo una copa de vino tinto ustedes dos, y ese hijo de puta, bebiéndose un vaso de mi «Old Parr 12 años», sin hielo por supuesto.
—Si es verdad. Yo tampoco los esperaba. Cayeron de sorpresa, sin darme tiempo para avisarte. —Le manifiesto a Camilo y bebo otro poco, terminando con una última aspirada, mi cigarrillo.
—Nos saludamos y te dejé con ellos mientras iba a nuestra alcoba para darme una ducha y ponerme algo más cómodo. Estaba cansado y no me apetecía salir esa noche. Pero al irme desvistiendo, vi sobre nuestra cama, tirados en desorden tus ropas. No era usual en ti hacerlo, pero supuse que por el cansancio, atendiendo a Mateo y a Natasha, y luego a nuestros nocturnos visitantes, no te había dado tiempo para ponerlo todo en orden.
—Levanté tus zapatos negros, –sucios los tacones y embarrados de tierra en las puntas– dejándolos en el zapatero de tu armario. Tomé tus veladas medias grises con una mano y con la otra tu falda, que me olió raro, como a perro mojado. De hecho pude observar algunos cortos pelos blancos. No le di mayor importancia, pero al recoger tu abrigo negro, el que te había obsequiado en marzo, me di cuenta de que a los costados y en la parte baja por detrás cerca de la abertura, había muchos más. Y desacostumbrado mi olfato a ese olor diferente, me hizo adivinar que habías estado acariciando a un perro lanudo.
—No lo colgué junto a los otros, pues debíamos enviarlo a lavar para sacarle todo el olor y ese pelambre blanco. Te lo iba a decir más tarde, cuando por fin pudiéramos estar solos, pero por estar luego hablando con Eduardo, muy interesado en los planos y la construcción del hotel eco-sustentable que yo mantenía sobre la mesa de dibujo, –con los pequeños containers a escala–diseñando patrones de construcción con ellos sobre un terreno únicamente existente en mi mente, se me pasó por alto hacerte el comentario.
— ¿Entonces te diste cuenta? A veces creo que en vez de arquitecto, no te hubiera ido mal trabajando como detective. Eres muy observador. —Le comento algo apenada y sin sonreír.
—Menos mal que no se demoraron, aunque al ir contigo, –tomados de la mano para despedirlos en la puerta– Eduardo se acercó a tu oído y te susurro algo. No me dijiste nada después. Yo tampoco pregunté. Me acerqué a la sala para acompañar a Natasha y a Mateo, esperando con prudencia a que colocaran las últimas piezas del rompecabezas, esperanzado también en que ella se marchara rápido para su casa y nos dejara a ti y a mí, disfrutar por fin de nuestra intimidad. Estaba deseoso de irme contigo a la cama. —Termino por decirle y espero a que me responda sobre ese momento en específico.
—Me dijo que no me preocupara, que él se encargaría desde ese momento en adelante para acompañarme a visitar los clientes, apoyándome con los cierres, y que así entre los dos lograríamos salir adelante de la sequía de negocios. ¿Sabes? Me alegré. Pero no se me pasó por la cabeza en ese instante, cuáles serían sus pautas ni las tácticas empresariales que obligada, debería emprender junto a él.
—Y mientras que Naty y tú se dedicaban a organizar el desorden de fichas dentro de su caja, a regañadientes llevé a nuestro pequeño a su alcoba para obligarlo a dormir. No fue una labor titánica pues Mateo estaba cansadito y se durmió pronto. Aproveché esos minutos para darle una repasada rápida al Instagram en el móvil empresarial. Fue más por vanidad que lo hice, y comprobé que Fadia había acertado al subir esas fotografías. Muchos corazones y bastantes comentarios aduladores. De mis clientes, de mis compañeros de oficina. Especialmente de él, por supuesto. Sentí una opresión desacostumbrada en mi pecho; satisfacción por una parte, y la infaltable sensación de culpabilidad por el otro. Lo apagué como todas las noches lo hacía, después de bloquearlo con un patrón desconocido por ti.
— ¿Obligada? ¿A qué te refieres? —Le pregunto interesado, pues es lo más destacable para mí dentro de todo lo que me acaba de contar. El resto, su femenina curiosidad por los comentarios sobre esas imágenes posteadas y el que hubiera bloqueado ese teléfono con una clave desconocida, en verdad ahora me importan muy poco. ¡Nunca le revisé nada pues mi confianza en ella era total!
—Efectivamente para comienzos de agosto, Eduardo después de reunirnos a todos en su oficina, nos solicitó escoger con detenimiento a los tres clientes que cada uno veíamos como más viables para cerrar los negocios, y que en un informe le expusiéramos los inconvenientes con los que nos habíamos encontrado para concretar dichas ventas, ya fuera de los apartamentos de interés social al sur de la ciudad, o de las casas en Peñalisa. Y se ofreció para planear contactos telefónicos primero, y luego citas puntuales para asistirnos personalmente y finiquitar las ventas.
—Y así ocurrió, en mi caso con dos de los interesados en los apartamentos, solucionando «milagrosamente» el problema de la financiación de los mismos con la ayuda de la gerente del banco. Pero en cuanto al cliente de la casa tipo “D” la más pequeña de la agrupación campestre, fue mucho más complicado.
—Se trataba de un profesor que dictaba cátedra de economía y finanzas en una universidad de Ibagué. Tenía el perfil crediticio limpio, podría adquirirla si quisiera pero estaba indeciso pues no contaba con el efectivo para ofrecer al banco como cuota inicial. A la esposa le había fascinado todo el complejo cuando lo visitó a mitad de Julio, comentándome que soñaba con ver a sus dos pequeños crecer disfrutando de todos los beneficios que ofrecía el lugar. Ni que decir que la casa le encantó, pero toda la parte económica la manejaba el profesor, y ella sumisa, acataba siempre lo que su esposo decidiera.
—Averigüé que la señora tenía unos ahorros más que suficientes para cancelar la cuota inicial, pero el marido los mantenía invertidos año tras año en un certificado de depósito a término en el banco y que estaba ya por vencer. Era un caso perdido pero aun así se lo comenté a Eduardo, y él después de dos o tres llamadas, consiguió asombrosamente una nueva cita con el profesor, pero esta vez en un hotel en Bogotá con todos los gastos pagados, para el último fin de semana del mes.
—El mismo lo recibió en el aeropuerto y lo trasladó hasta el hotel. Desde allí me escribió unos mensajes al WhatsApp del móvil de la empresa, indicando que necesitábamos hablar los dos antes de la reunión programada para la hora del almuerzo y que el lugar más conveniente era en el apartamento de soltero, donde se suponía que yo vivía.
En el rostro de Camilo los músculos se le tensan y arquea las cejas.
—Sí, lo sé, A mi también se me hizo extraño pero entusiasmada por estar a punto de cerrar esa venta, la más importante del mes, me dirigí hasta allí. Tú esa mañana estabas sosteniendo una reunión con la junta directiva de la constructora, por lo tanto tan solo te dejé una nota de voz desde mi teléfono personal, avisándote que saldría a cumplir la cita que te había mencionado, pero que me iría antes para arreglarme un poco el cabello, visitando la peluquería.
— ¡Sorpréndete! Al llegar al apartamento y abrir la puerta, Fadia ya se encontraba allí sentada, leyendo una revista de farándula en la sala de estar.
— ¿Y tú que haces acá? —Le pregunté y ella simplemente sonrió, respondiéndome luego que estaba allí para ayudarme con la elección de la ropa con la que debería asistir a esa cita.
— ¿Ropa? ¿Cuál ropa? —Le pregunté extrañada.
—Querida, –me respondió colocándose en pie– sé que tienes buen gusto y te encanta estar a la moda, pero por temor a lo que piense tu marido, no tienes en tu ropero ningún vestido con el cual capturar el interés de los hombres, y esta cita es crucial, ya lo sabes. Así que te he traído dos vestidos para que elijas con cual vas a asistir y embobar a ese profesor.
—Ambos sabemos que Eduardo la mantenía informada de todo, por lo tanto no sospeché nada y me alegré por su desinteresada colaboración. Fuimos a la alcoba principal donde sobre la cama, extendidos estaban dos vestidos. Uno era un enterizo liso color rojo escarlata satinado. Magnas largas y acentuado escote en V y con abertura al lado izquierdo a pesar de que al ponérmelo me podría quedar bastante más arriba de las rodillas. Era hermoso pero bastante revelador.
—El otro era un blazer gris a cuadros, más discreto es verdad, con las mangas largas tipo farol y de corte cruzado para abotonar por el interior con un solo botón y externamente por el costado a dos botones forrados en terciopelo negro, ubicados desde la parte baja del pecho hasta la cintura. Con un delgado ribete negro y solapas también de mismo color y material de los botones.
— ¡Fadia estás loca si crees que iré vestida con alguno de estos! —Le respondí un tanto incomoda.
—Vas a ir preciosa, por supuesto que irás. ¡Créeme! —Me respondió con una seguridad tal, que un escalofrío recorrió mi espalda hasta hacerme erizar los vellitos de mi nuca y los antebrazos.
—Es importante para ti cerrar ese negocio. Y para Eduardo es imprescindible que lo hagas para qué a fin de mes, él quedé bien ante las directivas, mejorando los resultados del mes pasado. Lo están presionando demasiado y mi esposo está para cargos más altos en esa constructora. Míralo de esta manera, Meli. ¡Un favor se paga con otro favor!
—Segundos después escuché como se abría la puerta del apartamento y a Eduardo ingresando presuroso a la habitación, saludándome de beso en la mejilla y con un fuerte abrazo, sonriente. También besó levemente a Fadia en los labios, sin reflejarse la emoción en ninguno de los dos.
—Y bien Meli, ¿por cuál te decidiste? El rojo está espectacular. ¿No lo crees? —Me preguntó, mientras acariciaba una zona de la tela.
—Les expliqué a los dos, de varias maneras, que no veía necesario asistir a la cita con alguno de esos vestidos tan cortos y provocativos, pues al cliente le iba a dar con seguridad una imagen contradictoria y podría pensar que mi intención era seducirlo para que firmara el contrato de compra-venta.
—Esa es precisamente la idea, querida. —Intervino Fadia colocando su mano suavemente sobre mi hombro, como si quisiera evitar mi sobresalto y de paso acallar mi justificado reclamo.
— ¡Malparidos hijos de puta! —Se le escapa con potencia y furia a Camilo su sorpresa, envuelta en ese par de groseras palabras, apretándose con fuerza y a dos manos, los parietales de su cabeza.
—Eduardo ha conseguido que viniera a Bogotá, –prosiguió Fadia explicándome la situación– y hemos invertido dinero y tiempo para que puedas conseguir que firme el contrato. Estaba algo indeciso pero… Como a todo cliente que ha puesto inconvenientes, le hemos ofrecido un bono excepcional, sin descuentos en el precio claro está, pero con un valor adicional infinitamente superior que solamente él podrá disfrutar y no querrá despreciar, al conseguirle pasar un rato íntimo y agradable con su hermosa asesora, si realiza la compra hoy mismo.
— ¿Qué? Estas diciéndome que tengo que acostarme con ese profesor. Están los dos completamente chiflados. Se acabó, en serio no más. ¡Me voy, lo dejo todo! —Les dije y alcancé a llegar a la sala para recoger mi abrigo y el bolso, pero Eduardo detrás de mí, tomándome con fuerza por el brazo, me detuvo en seco y me dijo sin sobresaltarse…
—… Lo vas a hacer sin rechistar, porque de lo contrario me veré forzado esta noche, –mientras cuidas con tanto esmero al precioso Mateo en tu casa– a invitar a mi amigo Camilo al bar para tomarnos unos traguitos, aprovechando que está feliz por el éxito que ha obtenido con ese proyecto que ha tenido en mente durante tantos meses, ehhh… El del estúpido hotel ese, construido con contenedores usados, y haber obtenido el respaldo total dentro de la junta directiva para desarrollarlo, gracias obviamente a mis buenas intenciones.
Mi esposo se pone en pie, me mira igual de sorprendido que yo en aquellos momentos, y me dice…
— ¿O sea que fue él? No me dijeron quien, ni como se habían enterado del proyecto en el que venía trabajando. Me pidieron que se los explicara y les gustó. Don Octavio tenia disponible un amplio terreno en el Chocó, exactamente en Nuquí, sin tener muy claro el uso que podría darle y me hizo el ofrecimiento de viajar hasta allí, para sobre el terreno explicarles con más detalle cómo podríamos construir el proyecto, vendiéndoles a ellos mis ideas o finalmente si lo deseaba, asociándonos de ser necesario.
—Pues cielo, ya sabes quién fue el que te hizo el favor. —Le respondo y continuo relatándole esos angustiantes momentos.
—Y entre chiste y chanza comentarle lo preocupado que me encuentro por la relación tan «especial», que su leal esposa mantiene con uno de los compañeros de trabajo. Y conozco de antemano que a Camilo no le va a gustar para nada saber de quién se trata, y muchísimo menos que si no llega a creer en mis palabras, desafortunadamente tenga que observar en un corto video que alguien desinteresadamente me hizo llegar, a su esposa con ese otro compañero, certificando el grado de intimidad al que ha llegado su mujercita con ese personaje, cuando se encuentra lejos de casa. Que pesar Meli preciosa, que por no poner un poco más de tu parte en los negocios, mi amigo Camilo deba solicitarte con justa causa el divorcio. ¡Y con lo bien que se les veía juntos, a los tres!
—Me eche a llorar de inmediato y me arrodillé. ¡Lo juro ante Dios que le solicité que no me obligara a traicionarte! Sobornándome para alquilar mi cuerpo unas horas por una maldita comisión, y finalmente, beneficiándolo a él ante los ojos de los socios de la constructora. ¿Por qué no lo hice y lo hablaba contigo asumiendo las consecuencias? Por físico miedo a perderte. ¡Por eso!
—No llores muñeca, ni te amargues por esa bobadita. Eso al principio le da a una de todo, y luego al final no se le hace asco a nada. —Me dijo Fadia con una tranquilidad que me dejó estupefacta.
—Desolada ante las evidencias y presionada por la culpa, me regresé en medio de mi llanto hacia la alcoba y me encerré allí, sola. ¡Otro ron, por favor!
Camilo me lo sirve sin prisa, pero tembloroso, riega un poco en el suelo, muy cerca de sus pies. Me lo alcanza y él va sirviendo el suyo con mayor cuidado, después de chuparse los dedos.
—No te demores mucho que tenemos que salir en media hora para llegar puntuales al hotel. —Le escuché decir a Eduardo tras la puerta.
—Me decidí por el vestido gris con el que me exhibía menos. Pero debajo de él, había un conjunto de ropa interior negra, con delicados encajes y sumamente erótica. El sujetador era de una sola pieza con copas que realzaban mis pechos, texturizado en brillante y elástica cuerina. Con un cordón negro por el frente, cruzando en «X» los broches metálicos delanteros de forma sexy. Y por bragas una tanga de hilo diminuto y compañera, igualmente negra, pero con una visible abertura en el medio, dejándome en claro a lo que iría. Medias de malla para sujetar en los muslos con el liguero y unas botas de falsa piel brillante, las puntas cromadas al igual que el angosto tacón de diez centímetros, que me llegaban por encima de las rodillas. Fadia había pensado en todo.
—Me miré en el espejo del tocador y el reflejo me hizo ver exactamente como lo que parecía. ¡Una mujerzuela dispuesta a entregarse por dinero a un hombre que no quería gastárselo! ¿O quizás ya lo era? Tal vez sí, al haberte mentido sobre lo acontecido con José Ignacio, manteniéndolo a tus espaldas.
—Al salir a la sala, Fadia me ayudó a peinarme y retocar mi maquillaje, con sombras de tonos grises color humo y delineador negro, con líneas exageradamente gruesas, –destacando el azul de mis ojos– otorgándome a la vez, un aspecto bastante gótico. Al verme en la pantalla de mi móvil, tras hacerme ella unas cuantas fotografías, levanté mis hombros y salí resignada. ¡Igual, iba para mi entierro!
—Al llegar al hotel lo saludé nerviosa, ofreciéndole con delicadeza mi mano. Me la apretó con la fuerza de un peón. Pude entrever que al igual que yo, no se sentía cómodo con la nueva situación. Su voz algo ronca al principio, nos invitó a acompañarlo al comedor, alejado de mí, muy cercano a Eduardo. La suavizó después, al retirar por el espaldar el asiento, invitándome caballerosamente a sentarme a la mesa.
—Durante el almuerzo habló con Eduardo de otros temas relacionados con la intención del gobierno de gravar con más aranceles, algunos productos de la canasta familiar. Mentalmente me escabullí de aquel lugar, pensando en ti, en nuestro matrimonio y en nuestro hijo. Sopesé en una balanza imaginaria, lo que podría perder si me rehusaba, y lo que podrías llegar a ganar tú en la constructora, si accedía y callaba, de nuevo.
Ambos bebemos, mirándonos sin decirnos nada más. Mariana con el azul de sus ojos completamente aguados, y en los míos toda la lluvia de mis desgracias, anegándolos. Sincronizados buscamos aliento y soporte en un nuevo cigarrillo. Ella con sus blancos y yo con mis rubios. Después de encenderlos, cada quien con su encendedor, mi esposa aun afligida continua con su historia… ¿De cobardía o de valor?
—Y aquí estamos, ya sabes que decidí hacer, por necedad o por amor, según como lo quieras ver. Pero no fue fácil para mí, te lo juro.
—Luego del almuerzo nos sentamos en el bar del hotel, El profesor con un Manhattan, Eduardo con su acostumbrado Jack Daniel’s y yo, con un Bloody Mary servido, me alejo de ellos buscando el tocador. No me demoro pues no hice nada en el baño, solo buscaba un espacio libre, para escribirte un mensaje que me diera valor. ¡Recuerda que te amo! Y regresé junto a ellos.
—Acercándome, me detengo unos metros antes para observarlos. Hablan de la compra de la casa. Eduardo le expone los beneficios, el profesor los inconvenientes económicos. No son insalvables si utiliza los ahorros que le lleva administrando por años a su mujer, le debe de estar diciendo Eduardo. Duda y se toma a dos manos la cabeza sin decidirse a firmar el contrato expuesto antes sus ojos sobre la mesa.
—Falta un pequeño empujón, un incentivo que haga añicos su resistencia. Eduardo se le acerca un poco y le habla algo al oído, pero mirándome. Escuchándolo con atención, el profesor igualmente me observa con detenimiento. Está nervioso y preocupado. Algo están murmurando o negociando, y entonces Eduardo con el movimiento de su dedo índice reclama mi presencia. Me siento, desplazando antes mi silla al costado del profesor, y tomo mi coctel inclinándome un poco hacía él, dejándole observar por instantes lo que se podrá encontrar debajo de la tela del vestido, con la amplía abertura que se forma indisciplinadamente en mi escote.
—Meli, aquí el profesor está un poco indeciso en cerrar el trato. Le he comentado que estas dispuesta a lo que sea con tal de hacernos felices a todos. —Comenta con un tono de fingida preocupación, Eduardo.
—No me sorprendo ante ese ¡Lo que sea! Pues advertida ya estaba. Asentí con el leve movimiento de mi cabeza y le dije al profesor muy cerca de su oreja, algo así…
—Estoy segura de que a su esposa le va a agradar vivir allí, y sus hijos quedaran encantados. No va a sacrificar mucho si ella lo desea tanto. Obviamente para mí y la constructora, será un placer atender sus requerimientos si decide firmar este contrato. —Sí, cielo. También delante de Eduardo, como obligada se lo prometí, le hablé al profesor no solo de aquella venta de la casa, sino del alquiler de mi cuerpo.
—Y… En últimas para darle mayor seguridad y confianza, yo… Yo le tomé su mano izquierda y… Melosa le dije…
—Ven, vamos a subir a tu habitación y allí podrás tomar la decisión con mayor tranquilidad.
Sin ron para beber, paso saliva y le doy otra calada a mi cigarrillo. Camilo callado se pone en pie. Mantiene presionado entre sus labios el rubio aspirándolo con lentitud, pues sus manos las mantiene incrustadas entre los bolsillos traseros de su corto pantalón.
—Sentados al borde de la cama, –mi esposo se rehúsa a mirarme, agachando su cabeza– ambos nerviosos pero quizá el pobre hombre más asustado que yo, temblaba y no se atrevía a nada. Pensando en que aquella entrega forzada debería hacerla durar lo menos posible, tomé su mano, la que tenía más cerca, y la deje caer un poco por encima de la rodilla de mi pierna izquierda. Indeciso me miró a los ojos y luego dirigió los suyos hacia su mano, con los dedos que permanecían rígidos sobre la piel de mi pierna. No quería seguir allí, me sentía aparte de asqueada, sofocada, por lo tanto puse mi mano sobre la suya y con mis dedos metidos en el espacio intermedio que dejaban su pulgar y el índice, de los otros tres, y sin dejar de observar su reacción y el sudor en su frente, yo misma corrí con la mía, esa mano inerte y se la desplacé algunos centímetros hacia el cálido interior de mis muslos, bajo la tela gris a cuadros de mi vestido, dándole libertad para que avanzara más hacia mí… Mí apática vulva, instándole a que continuara él solito con la exploración.
—No lo hizo de inmediato, esperaba algo más de mí o necesitaba reunir mayor valor. Y abrí lo que más pude los muslos, en clara señal de que ya me podía tocar. Y finalmente se decidió.
—Se me revuelca el estómago y me entran ganas de vomitar al recordarlo. —Le explico a Camilo antes de continuar y le consulto…
— ¿Te lo imaginas? O prefieres que no te cuente más que…
—Quiero saber… Prometí escucharte a pesar de lo incomodo que pueda resultar para ti y especialmente para mí. Dentro de mí existe ahora miedo, dolor y angustia, es verdad. Pero necesito conocerlo todo y enfrentarnos los dos a la verdad, y no mantenernos por siempre comiéndonos la cabeza, dudando por siempre. Yo de ti y tú de mi reacción. ¡Cuéntamelo todo, tal como sucedió! —Me interrumpe con algo de indecisión en su tono de voz, pero con mucha sabiduría y templanza.
—Está bien, cielo. Hagamos como tú dices. —Le respondo y prosigo relatándole sin alejarse de mi interior, la vergüenza y el sufrimiento debido al tono que le imprime a sus palabras, haciéndome sentir como una vulgar prostituta. Esa no era yo, su Mariana, y Camilo lo sabe.
—Al notar la abertura en la tanga, sin nada de tela que le opusiera resistencia a sus gruesos dedos, se le iluminó el semblante y se transformó, de tímido profesor a una fiera con hambre voraz y ganas de besarme en la boca, mientras escarbaba entre mis labios vaginales sin tacto ni dedicación. Aparté mi rostro pues tenía mal aliento y se lo dije sin reparos y en frente de Eduardo.
— ¿Eduardo estaba ahí? ¿Con ustedes viendo todo? —Asombrado le pregunto a Mariana.
—Sí señor. Tu querido amigo convino con el profesor, en estar presente todo el tiempo que durara… Esa reunión. Yo también le insinué que nos dejara a solas, pero él con su sonrisa maliciosa, la expresión macabra y asquerosa en su rostro, me dijo que era por el bienestar de los tres. Por mi seguridad, primero que todo y por el trato ya pactado con el profesor. Y por el disfrute suyo, al contemplar sin molestarnos, como cerrábamos el negocio, abriéndome de piernas para un desconocido.
—Se sentó en un cómodo sillón, en la esquina opuesta a la cama de aquella habitación y desde allí nos observó. El profesor sacó entonces de su bolsillo una cajita de chicles y me ofreció uno que no acepté. Lo vi retirarse hacia el baño, mascando la goma de manera grotesca, como rumian las vacas una porción de césped o de paja. ¡Horrible! Y mientras tanto, me liberé la tela del vestido un poco, desabotonándolo yo misma, mientras regresaba el cliente. No era por ganas de sexo, sino con la intención de que aquel trato se finiquitara lo antes posible. Por lo tanto a su regreso los dejé allí solos y me levanté en búsqueda del baño. Me sentí terrible al pensar que por obligación me convertiría en una esposa infiel, pero me retiré el vestido, dejándome puesta la sugestiva lencería.
—Me acerqué a donde estaba Eduardo y de sus manos tomé los folios del contrato. Y luego caminé hacia la cama, en dirección a esos ojos de color café que deseaban desnudarme por completo. Estiré mi mano entregándole los papeles y le dije…
—Este es el momento para que decida si firma porque le gusta lo que ve, o los rompa para poderme vestir e irme a mi casa. Tomó su estilógrafo dorado y firmó después de repasar mi figura, de abajo para arriba. —Y cierro mis ojos, ya no puedo sostener la mirada triste y vacía de mi esposo.
—Vine hasta aquí por usted, mamasota. Y espero que lo que suceda aquí, le guste y lo podamos repetir más adelante.
—Jajaja, por supuesto. ¡Cuando me compre una casa más grande, pues este cuerpecito cuesta bastante! –Le respondí entre juguetona y altiva.
—Y con seriedad ante mi respuesta, lanzó los documentos sobre el pequeño escritorio a mi derecha, para luego con sus anchas manos, apoderarse de mi cintura acercándome a él para besarme. Podía notar su desesperación por poner sus manos sobre mí cuerpo y no era para nada fascinante. Era temor lo que sentía. Sin embargo no le prohibí hacerlo, no le puse un alto a esas grandes y velludas manos. Él ya había firmado y por lo tanto a mí no me quedaba de otra que cumplir el trato.
—Entonces… ¿Lo besaste? Acaso no que aquellas que se acuestan por dinero… ¿No se dejan besar en la boca? —Le digo a Mariana, logrando que abra los ojos y me responda avergonzada.
—Lo hice, en principio sin despegar mis labios, mientras sus dedos estiraban con desespero el cordón negro que no le permitía adivinar las reales formas de mis puchecas. Rudamente intentó sacarme para fuera la derecha, logrando besármela a medias. Me incomodé y miré a Eduardo, buscando conmoverlo con mi mirada suplicante. No hizo nada más que bajarse la cremallera de su pantalón con una mano y con la otra del bolsillo de su chaqueta, sacó algo que no vi bien.
—Su pe… La erección era más que evidente bajo el pantalón y en su cara, –totalmente sonrojada, sudorosa la frente– yo percibía su respiración bastante agitada, mezcla de vergüenza por estar ya así, con tan solo la visión semi desnuda de su asesora comercial. Y yo… Qué te puedo decir. Recuerdo como latía rápidamente mi corazón, tan expuesta ante esos dos hombres, sintiéndome humillada por ponerme como cebo para atraparlo y asqueada al recibir sus primeras caricias sobre mis senos y algunos cuantos besos en la parte alta de mi cuello.
—En mi mente tu imagen inocente, –sorprendido e infeliz– no se apartaba cada vez que los cerraba, y por eso tuve que mantenerlos bien abiertos, –necesitaba apartarte y que imaginariamente no me vieras en esas– para concentrarme en recibir de su boca un escueto beso algo tímido con su boca entreabierta.
Mariana nerviosa, se pone de pie y da algunos pasos, cruzada de brazos. No se aleja mucho de mí, al menos su cuerpo, pues lo que es su mirada y obviamente esos recuerdos, están lejos de aquí, muy atrás en el tiempo.
—Supuse que así como me sucedía, no debía ser tan fácil para él, aceptar tener sexo delante de otro tipo que se pajeaba en un rincón, a pesar de sus desmedidas ganas. Pero era el convenio, lo estipulado por Eduardo para finiquitar esa compra-venta. El profesor ya jadeaba lamiendo mi pezón, estrujando entre las falanges de sus dedos, el otro. Cansado o apurado, me tiró a la cama y entre mis piernas terminó aterrizando su cabeza y por entre la abertura de la tanga, hundió su boca y la lengua. Pensé en ti y una gotita cristalina comenzó a surgir del lagrimal. No quería sentir nada y de hecho por lo asustada, reseca continuaba la entrada de mi vagina. Se levantó de rodillas sobre la alfombra y su camisa amarilla, con tres botones liberados, la sacó por encima de su cabeza.
—No estaba gordo, pero si lucía una panza típica de aquéllos que beben demasiada cerveza. Exageradamente velludo el pecho, los antebrazos y la espalda. Y se tiró sobre mí. ¡Es muy pesado! Fue lo primero que pensé al sentir su cuerpo sobre el mío, mientras su lengua me empapaba de saliva el cuello. Solo pedía a Dios que fuera rápido, que acabara lo antes posible y que aquel sexo obligado, solo tuviera una duración de pocos minutos.
—Y colaboré con mi alquilada entrega, liberando del ojal, la aguja del cinturón y estiré lo que más pude su pantalón. Poco a poco bajó sus pantalones dejándolos a un lado, se levantó de nuevo y nervioso todavía al mirar a Eduardo, se terminó por desnudar, quedándose únicamente con las medias azules puestas y volvió a la carga, recostándose sobre mí, recorriendo con sus manos la parte interna de mis muslos, acariciándomelos.
—Levantó una de ellas para poder besarla y morderme con delicadeza la pantorrilla y el talón, –aparentemente eran su foco de atracción– los gemidos que solté le excitaron, más eran completamente falsos. Apenas bajé sus calzoncillos, su verga cayó en picada sobre mi mano y… Lo rodeé con mis dedos apretándole el tronco, retrocediendo hasta la base, avanzando hasta la punta y él movía su cadera con lentitud, disfrutando con los ojos cerrados de aquella satisfactoria fricción.
—Esperaba a que me tomara de inmediato por la excitación que demostraba la fuerte erección de su morena verga, mucho más pequeña y delgada que la tuya. Me equivoqué, pues halando con ansia las tiras del tanga, –rompiéndolas de paso– se dedicó a chuparme con desesperación mi vulva. Bruscamente me perforó la entrada reseca, con uno o dos dedos, me dolió y emití un quejido que él estúpidamente confundió con un gemido de placer. De pronto dejó de adorármela con su lengua y se puso en pie para dirigirse desnudo y empalmado como estaba, hacia el sillón del fondo de la suite, donde permanecía sentado Eduardo, bien acomodado bebiendo su whiskey y chupando con espaciado fervor su Bon Bon Bum de fresa. Ya sabes, esa colombina que tanto le gusta.
— ¡Es que la tienes saladita y seca, entonces vamos a ponerle dulcecito a este bizcochito! —Me dijo cuando regresó a la cama y comenzó a restregarla desde mi clítoris hasta la cavidad de mi entrada, disfrutando él al hacerlo girar cuando me penetró en repetidas ocasiones con esa colombina, para después volver a chupármela con vigor. También hizo el intento de introducírmela por el ano, pero desplacé mis caderas hacia atrás y con seriedad le dije que para hacerlo por ahí, le faltaba adquirir más de una casa. Se sonrió y dejó en el suelo la chupeta y se dispuso a abrirme con fuerza las piernas, acomodando luego con la mano su pene, a la entrada de mi cuevita.
— ¡Ah, ah! No señor. Sin condón ni pío, como dijo el pollito. ¡Póngase un preservativo! —Fui tajante al decírselo.
—Disgustado rebuscó entre su pantalón y de la billetera extrajo un empaque negro, donde venían tres. Yo misma se lo coloqué. Con decisión y algo de esfuerzo le giré el cuerpo dejándolo boca arriba y lo monté, introduciéndome su falo despacio, pero no por disfrutarlo, sino para que él se desesperara, acrecentándole sus ganas y con suerte, termináramos rápido con el asunto. Fingí placer, con jadeos y exhalaciones fuertes, y mi táctica funcionó.
— ¡Ufff!, pero que ricura de cuquita. Si sigues moviendo ese culote como si bailáramos champeta, me vas a hacer correr muy pronto. Para, por Dios… ¡Ohhh!… ¡Mmmm!… ¡Para por favor! —Me decía. No duró mucho, no soportó el movimiento en círculos de mis caderas y se corrió, alargando sus gemidos, resecándosele la boca.
—Lo dejé tendido allí, recuperando su aliento y me fijé en Eduardo que también estaba colorado y sosteniéndose con el pulgar y los dedos índice y corazón, una blancuzca y ridícula pichita, babeante, del tamaño del dedo más largo mío.
—Está hecho, me voy a vestir y nos vamos. ¡Tengo una familia por atender!
Abro nuevamente mis párpados y observo a mi esposo arrodillado, a medio metro frente a mí. Una mano, la derecha, soportando su peso sobre los adoquines terracota, y con el antebrazo izquierdo, cruzando su rostro para ocultar de mi visión su adolorido llanto. Ya no lloró, por fuera. Mí llanto ahora va por dentro, empapando de amargura mi corazón al ver a mi amor desencantado.
—Después de eso me prometí llegar a casa, –recién limpia de aquella asquerosa saliva y con la misma ropa de por la mañana– para buscarte necesitada de tus abrazos y sentirme en ellos rodeada del confort que me hacía tanta falta. Sólo tuya, pero usada. Sana y salva, recién culeada. Y deseé que me amaras y con tu ternura acostumbrada, me desnudaras lentamente, disfrutando de mi piel y yo de tu cuerpo, sin las prisas y el poco tacto que tuvo el afortunado comprador.
—Necesitaba que me hicieras el amor y yo, hacértelo con más ganas que nunca, después de aquel martirio. ¡Sí!, requería con urgencia que tus manos, esas que tan bien me conocían, me recorrieran la piel por completo y borraran con su tibieza, las huellas de las carrasposas caricias que rasparon la epidermis y rasgaron sin piedad mi alma. ¡Y que me besaras con tus labios que si me sabían a gloria y no a la hiel de la boca de aquel profesor!
—En la noche tras dejar a nuestro hijo bien dormidito, fui a nuestra alcoba, te busqué y te hallé. Decidida a olvidar todo bajo las sábanas, el calor de tu piel me llenó de paz y mis labios sobre los tuyos, de muchas ganas de estar contigo, tener una tórrida sesión de sexo que contribuyera a ocultar esas imágenes y aplacar los nervios por la culpa que sentía. Reaccionaste a mis caricias como siempre y mi cuerpo igualmente a las tuyas, pues al instante la granítica dureza de tu pene la sentí, –presionando sobre mi vientre– y le abrí el paso con deseo colocándolo con una mano a la entrada lubricada de mi vagina, cuando deseándonos empezamos a hacernos el amor, pausado y con esmerado deleite, sin afanes contemplándonos, siempre enamorados.
—Mientras que sentía como ibas avanzando en mi interior, en una disfrutada y lenta intromisión, sentí tus dedos atrapar los míos en cada bifurcación, y giré mi rostro dirigiendo la mirada hacia tu mano y la mía, extendidos los dedos hasta cuando te sentí completamente dentro, y las cerramos con fuerza en ese instante, yo al tiempo cerré mis ojos y sonreí de dentro para afuera. Tú amándome tan inocente, yo sintiéndome menos culpable.
—Y nos pertenecimos nuevamente, tú como mi único hombre y yo, siendo de nuevo solo tu mujer. El que me hicieras llegar al primer orgasmo tan rápido, disfrutar de los dos últimos mucho más prolongados, y poder permanecer recostada sobre tu pecho recuperando los dos el aliento, es el placer más grande que podía sentir, renaciendo calmada, en paz y satisfecha de tenerte a ti en mi vida. Ese gozo que sentía contigo, mi cielo, nunca jamás los encontré en otro lecho. Mi placer es ser tuya, entregarme solamente a ti, y esa sensación es de otro nivel, más allá del sexual. ¿Me comprendes?
Encorvo mi espalda, doblo ambas piernas y mis manos logran alcanzar sus cabellos, las deslizo hacia sus mejillas y le obligo a levantar su rostro, abrir el café caramelo de sus ojitos llorosos y con suavidad y toda mi honestidad le digo finalmente…
—Cómo has podido escuchar en mi confesión, empecé a serte infiel completamente, con un hombre distinto al que tus sospechas te indicaban, y creías que me había conquistado con su imagen y su parla.
— ¿Por eso lo defiendes tanto? Porque aun siendo el primero, –después de mi boca– que llegó a saborear tu intimidad, ¿no fue el hombre con el que deseabas dar ese paso adicional? ¿No fue él estúpido siete mujeres ese, con el que querías llegar hasta lo más profundo de ti? ¡Jajaja! Y yo creyendo estúpidamente que toda tú, eras exclusivamente mía. —Carcajeándome infelizmente, le respondo a Mariana, ya resignado ante la mala suerte que me tocó en este juego de roles.
—No es que lo defienda, Camilo. Solo te pongo en antecedentes. Pero esa es otra historia que empezó a fraguarse poco antes de comenzar septiembre, cuando Chacho regresó a trabajar después de tomarse sus vacaciones.
— ¿Chacho?