Lo miré a los ojos con la intensidad con la que se mira aquello que más se anhela, mientras una de mis manos le acariciaba el rostro y la otra bajaba lentamente hacia su pija. Su sorpresa era tan grande como mis deseos de fundirme de una vez por todas en un solo ser. Seria hipócrita de mi parte no admitir que fueron incontables las noches en las que soñé con que mi hermano me hacía suya. Porque sí, entiendo que ese concepto de “hacerla mía”, como suelen decir los hombres, es algo bastante anticuado. Pero yo de verdad quería ser de él, completamente, en cuerpo y en alma. Y esa noche estaba dispuesta a todo, por eso mi mano no se detuvo hasta sentir la dureza de esa pija con la que tantas noches había fantaseado. Él quiso decir algo. Algo que, intuyo, no me hubiese gustado. Por eso preferí no arriesgarme y asesiné a sus palabras uniendo mis labios con los suyos. En el preciso instante en el que nos besamos, ya no hubo vuelta atrás.
Manuel y yo somos gemelos. Desde el minuto cero se me hizo complicado el paso por este mundo, y lo demostré negándome rotundamente a habitarlo. Pero bueno, después, algunas cosas mejoraron. Y estoy convencida de que fue gracias a él. Siempre fui su protegida, una pequeña y graciosa extensión de su cuerpo que se desvivía por complacerlo y hacerlo sentir bien. Él me devolvía esa actitud con cariño, con protección, con anteponerme y defenderme siempre. Siempre. Esa fue la palabra que desencadenó lo que te cuento hoy. No sé si llegué a pensarlo, pero creo que siempre di por aludido el hecho de que siempre estaríamos juntos, de que nada ni nadie se interpondría en nuestra relación. Y con “relación”, no me refiero más que al vínculo de gemelos. Pero una tarde demasiado igual a las demás, algo cambió totalmente, poniendo sobre la mesa la posibilidad de que ese “siempre” tuviese un final.
Manuel acabó con el beso de manera abrupta, casi violenta, poniendo una mano sobre mi pecho y alejándome de él. Fue la primera vez en dieciocho años que sentí su rechazo. Fue como si su mano fuese un puñal incrustándose lenta y desgarradoramente en mi corazón. Mi primera reacción fue devolverle el empujón y decirle:
─ ¿Qué te pasa?”.
Él me miró con una mueca extraña, que rozaba el espanto. Más que enojado, parecía sorprendido.
─ ¿En serio me preguntas qué me pasa?
Ante mi silencio, continuó:
─ ¿Te parece normal lo que acabas de hacer?
─Me parece anormal que hayamos esperado tanto para hacerlo ─respondí con naturalidad y total franqueza─ Yo te amo.
─Yo también te amo, Martina. Pero no así. No para hacer estas cosas. Esto no está bien.
Estaba nervioso. No podía mantener sus ojos en los míos. Me acerqué y lo tomé de las manos. Temblaba tanto como yo, lo que no supe si interpretar como algo bueno o malo.
─Mírame, soy yo. ¿Acaso necesitas algo más para ser feliz?
El movimiento de su rostro me demostró que comprendió perfectamente lo que le estaba diciendo.
La posibilidad de que ese “para siempre” tuviese final comenzó el día en el que me confesó que estaba enamorado de Jazmín, una pelotuda que iba al colegio con nosotros desde el jardín de infantes. Nunca me había caído del todo bien, debido, precisamente, a la cercanía que tenía con mi hermano. Quizás fue mi instinto de gemela, pero ella fue la única persona por la que sentí alguna especie de amenaza. Porque sí, perderlo o, al menos, compartirlo, era suficiente para iniciar una guerra. Y luego de pensarlo y repensarlo durante varias noches, decidí que la única arma con la que contaba, era con mi amor. Un amor que va mucho más allá que el de hermanos, que el de gemelos, que el de dos partes de una misma cosa. Además, siempre fui consiente de la forma en la que él me miraba.
Temí por su respuesta ante mi pregunta de que si necesitaba algo más para ser feliz, por lo que volví a besarlo, esta vez con violencia, aferrando mis brazos a su espalda como si de eso dependiera mi vida. Puse toda la fuerza que tenía, y aún más, en no permitir que vuelva a separarnos, que tropezó y cayó de espaldas en la cama. Despegué mis labios de los suyos por un instante, y en sus ojos vi terror. Pero, al sentir la terrible erección entre sus piernas, entendí que sentía muchas más cosas.
─Mira como estás ─dije, agarrándole la pija con fuerza─. ¿Qué es esto? ¿Cómo lo explicas? ¿Seguís pensando en que soy tu hermana cuando se te va toda la sangre a la pija?
Inconscientemente, esperaba un nuevo rechazo, pero me sorprendí gratamente cuando su boca volvió a pegarse a la mía, mientras sus manos me apretaban el culo con fuerza. Fue un beso potente, con mucha lengua y mordidas. Había sangre, pero me fue imposible saber si era de su boca o de la mía. Me separé de él, saboreando el gusto metálico de la sangre. Me senté sobre sus piernas, me quité la remera y el corpiño, y llevé mis tetas a su cara. Me las chupó, incluso, con más violencia que el beso. En su agitación se dejaban vislumbrar años de deseo reprimido. Yo me sentía en el cielo, eso que recién empezábamos.
─ ¿Te gustan mis tetas? ¿Sí? Dale manu, cómemelas todas. Sacate todas las ganas, hermanito.
Ante mis palabras, su hambre parecía acrecentar. La dureza de su pija apoyada en mi concha me llamaba a los gritos, por lo que de un salto me zafé de sus garras y bajé. Le quité el pantalón y el bóxer al mismo tiempo, viendo como su hermosa pija se elevaba ante mí rostro como un imponente mástil sin bandera. Nada quedaba mejor en ese mástil que mi lengua, como blasón del infierno dispuesta a arrasar con todo lo que se cruzara en su camino. Era tanta la intensidad que me embriagaba, qué, sin ninguna clase de sutileza, me comí su pija de un solo bocado. Tan solo con la primera embestida ya comencé a sentir arcadas, pero no existía la posibilidad de detenerme. Le chupé la pija como si ese hubiese sido el motivo de mi existencia. Sus jadeos de excitación eran la más dulce melodía del universo, y me incentivaban a seguir, a descargar tantos años de hambre sobre la deliciosa pija de mi hermanito.
Ese día lo perseguí por toda la casa pidiéndole explicaciones como una novia celosa. No me cabía en la cabeza la idea de que sintiera lo que decía sentir por la boluda de Jazmín. Por hechos del azar o del destino, terminamos en la cama de nuestros padres. En ese lugar que siempre fue una especie de templo sagrado, en esa cama en la que habíamos sido concebidos muchos años atrás, fue en donde los dos perdimos la virginidad.
Estaba disfrutando tanto de la pija de Manu, que creo haber perdido la noción del tiempo. Volví un poco a la realidad cuando, tomándome del pelo, me alejó de su pija. Se puso de pie, lo imité. Se quitó la remera y el pantalón, que lo tenía por los tobillos. Se agachó ante mí, me hizo girar y me bajó el pantalón y la tanga, para proceder a chuparme el culo con ímpetu. Me encantaba como lo hacía, por lo que apoyé una de mis piernas en la cama, para que él, de rodillas, tenga mejor ángulo de visión y, sobre todo, de succión. Luego de un rato, me hizo recostar en el centro de la gran cama de nuestros padres y, arrodillándose entre mis piernas, se dispuso a chuparme la concha. Él, obviamente, estaba al tanto de que aún conservaba mi virginidad, por lo que me la chupó con delicadeza, sin que nada ingresara en ella por el momento. Los dos, aunque de manera inconsciente, desde siempre supimos que lo primero que ingresaría a mi concha iba a ser su pija.
Y eso fue lo que sucedió minutos después. Como en una extraña escena surrealista, asomó su cabeza desde abajo y preguntó en tono solemne, muy fuera de timing:
─ ¿Estás lista?
Entre suspiros, gemidos y leves convulsiones, respondí, sin notar lo turbio que pudo haber sonado:
─Estoy lista para esto desde antes de nacer.
Lo dije sin mirarlo, así que no sé si reaccionó de alguna manera. Lo siguiente que sentí fueron sus labios, apurados y calientes, sobre los míos, mientras una de sus manos me friccionaba la concha de manera frenética. Busqué su pija, dura y caliente, y con una mano la dirigí hacia mi concha. La sentía viva, latiendo, incluso, de forma más acelerada que nuestros corazones. La apoyé en la entrada de mi concha y una especie de descarga eléctrica hizo nos sacudir al instante. Por primera vez, desde que todo empezó, nos miramos a los ojos y sonreímos. En su cara, me vi a mí misma. Y sé que en mi rostro él se vio también. La sensación de paz que invadía el ambiente era totalmente embriagadora. Empezó a presionar su pija en mi concha con delicadeza, disfrutando de cada segundo. Clic. No sonó, pero sentí eso que se rompía como una melodía celestial. Su pija se deslizaba lentamente hacia el interior de mi concha como si ese hubiese sido su trayecto natural, su principal función en el mundo.
Sentirlo adentro mío fue la sensación más placentera de mi vida. Dolía, quemaba, pero el placer era infinito. Deteniéndose por un instante y sin quitar sus ojos de los míos, preguntó:
─¿Estás bien?
A lo que respondí:
─Metela toda, por favor.
Y así lo hizo, con suavidad, sin volverse loco. Un líquido caliente me invadió desde adentro, mientras su pija hacía tope en el fondo de mi concha.
─Movete ─le supliqué en un susurro.
Y empezó a moverse con suavidad. Su pija iba y venía dentro de mi concha, llenando cada espacio posible. Volvió a besarme, y el beso mientras me cogía fue millones de veces mejor que cualquier otra cosa. Tomándolo por la cadera, yo iba marcándole el ritmo, el cual era cada vez más intenso. En cierto momento, tuve que dejar de hacerlo, ya que la forma en la que me cogía era perfecta.
─Sí mi amor, así, así, no pares por favor, cógeme más rápido.
Mis palabras causaban efecto inmediato en su ser, por lo que cada vez lo sentía más adentro. A medida que aumentaba el placer, su pija parecía seguir creciendo adentro mío. Dolía, cuánto dolía, pero era hermoso.
─Marti, voy a acabar ─ dijo entre jadeos.
Volví a tomarlo por la cintura para obligarlo a acelerar el ritmo. Las embestidas eran cortas, ya que no le permitía alejarse tanto de la zona de placer. Pero a la vez eran cada vez más potentes, como martillazos en una pared. Todo a nuestro alrededor desapareció, el total de la existencia se concentró entre mis piernas, con mi concha totalmente empapada y su pija taladrándome con violencia. No daba más, la excitación estaba haciéndome sentir en el aire, flotando sobre una nube mojada, eléctrica y caliente. El placer fue abrumador cuando sentí la avasallante descarga de leche en mi interior, mientras mi concha le hacía frente con una avalancha de jugos rojizos.
Manu cayó rendido sobre mí, acariciándome la cara con su caliente respiración. A mi alrededor solo veía lucecitas de colores que titilaban sin cesar, mientras mis oídos eran invadidos por su aturdidora respiración. Lo tomé del pelo, lo atraje hacia mí y busqué su boca. Un sabor agridulce me invadió el paladar haciéndome salir del estupor. Luego del beso, nos miramos sonrientes. Quien no sonreía, era Maite, nuestra hermana mayor. Vaya a saber desde hacía cuanto que nos observaba desde debajo del marco de la puerta, cruzada de brazos y muy seria. El hermoso encuentro de amor que acabábamos de vivir, se convertía en algo totalmente incierto, que seguramente determinaría el curso de nuestras vidas para siempre.