Ese domingo, al mediodía, se acababa de oficiar la misa en la iglesia de San Moreno, ubicada en Villa Montaraz. Los feligreses se levantaban de las banquetas de madera lustrada y se dirigían a la salida conversando entre si. No así una joven con edad de 18 años, aspecto delicado y tímido, de piel blanca, largo cabello negro y ojos de color azul oscuro, que vestía un traje acampanado y grisáceo que acentuaba aún más su puritanismo. Esta chica, en vez de ir hacia la salida, se acercó al púlpito. Allí el sacerdote había terminado de recoger unos papeles y los había metido entre las páginas de la biblia; daba media vuelta cuando, a su espalda, escuchó la voz de la joven.
-Padre Yojan.
-Hija mía -dijo el cura, volviéndose.
-Es que quería hablar con usted.
-¿Sí?
-Bajo confesión…
-Bueno, déjame guardar unas cosas y ya estoy contigo. Espérame en el confesionario.
Sacerdote: Alabado sea Jesucristo.
Feligresa: Sea por siempre alabado.
S: ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
F: Hace como dos semanas.
S: Y ¿qué pecados has cometido?
F: Verá, Padre. Lo que pasa es que en estos días he experimentado ciertos cambios… en mí.
S: ¿Qué tipo de cambios?
F: Me da un poco de vergüenza.
S: No tengas pena, hija. Dime lo que quieras decirme sin ningún temor. Soy tu sacerdote. Ya sabes que en mí puedes confiar plenamente.
F: Padre, hace poco tuve un sangrado por ahí abajo. Tengo miedo.
S: ¿Por dónde?
F: Pues… por ahí abajo.
S: ¿Es decir, por tus partes?
F: Sí.
S: ¿Nunca te había pasado antes?
F: No.
S. ¿Qué edad tienes?
F. Dieciocho años, Padre.
S. ¿Cómo? Debe de haber algún problema. Te has desarrollado tarde. Pero bueno eso no es más que la menstruación. Te ha venido la regla. Todos los meses, de ahora en adelante, te va a bajar sangre por ahí. Es natural. A tu edad, ya es para que hubieses tenido esos cambios. Los cambios propios de la adolescencia. Las caderas se te ensanchan, los senos te aumentan de tamaño, te sale vello ahí abajo, la cara se te brota de acné. En fin, cambios miles. ¿No has hablado con tu madre?
F: Me da vergüenza, Padre.
S: ¿Y con tus amigas?
F: No.
S: ¿No tienes amigas?
F: Sí, pero no he hablado con ellas de esto.
S: Bueno, a fin de cuentas tampoco ellas sabrán mucho acerca del tema.
F: Padre, no sé qué hacer. Estoy muy confundida. Sobre todo porque también he sentido…, no sé cómo decirle.
S: ¿Deseos?
F: Eso, creo. Es algo muy fuerte. A veces los senos se me endurecen en las puntas y siento un calor por todo el cuerpo. Una mañana, Padre, me desperté en mi cama, y al tentarme ahí abajo, vi que tenía la pantaleta empapada de una sustancia babosa.
S: ¿La oliste?
F: No. Me dio asco.
Silencio.
F: ¿Padre?
S: Aquí estoy, hijita.
F: No sé qué será eso. Me siento confundida.
S: ¿Has tenido sueños eróticos?
F: ¿Sueños eróticos?
S: Sí, sueños en los que tú y alguien más juegan desnudos.
F: No, Padre; la verdad es que no recuerdo.
S: ¿Te has masturbado?
F: ¿Cómo?
S: Que si te has frotado la vulva con los dedos.
F: Bueno, sí. ¿Es malo hacerlo?
S: ¡Por Cristo! Es pecado mortal. Hija, me parece que el maligno te ha poseído.
F: ¿El maligno, Padre?
S: Sí. Es La Ninfa, un demonio que hace que te de fiebre.
F: ¡No me diga eso, Padre! ¿Qué es lo que me sucede? ¿Es peligroso?
S: Si no te exorcizo pronto, sería muy pero que muy peligroso. Yo puedo curarte.
F: Dígame qué tengo que hacer, ¡por favor!
S: Calma, calma. Escúchame con atención. Más luego, como a las cinco, vas a venir a la iglesia y vas a entrar por la parte de atrás, ¿entendido?
F: Sí.
S: La puerta estará sin seguro. Así que entras y la cierras. Yo voy a estar adentro en la sacristía, esperándote. ¿Vas a venir?
F: Sí.
S: Nos vemos entonces. Ve con Dios.
En la tarde. La joven llevaba ahora un vestido camisero sin mangas de color amarillo. Cuando estuvo ante la puerta trasera de la iglesia, vio que ésta estaba un poco entreabierta, empujó con la mano y entró. En seguida cerró la puerta, pasando el cerrojo.
En la iglesia no había nadie salvo el cura. Estaba arriba sentado ante un escritorio, y contabilizaba las ofrendas recibidas de la semana. Cuando sintió, afuera, que cerraban el cerrojo, se levantó y se acercó a la ventana. Abajo, por el camino del patio, avanzaba la joven adolescente, hermosa y virginal, con su vestido amarillo y su cabello largo y negro agarrado de una moña por detrás. El cura se apresuró a desocupar el escritorio, luego fue y abrió la puerta, salió al pasillo y bajó por las escaleras hasta el patio para recibirla. Luego, los dos subieron al segundo piso y se metieron en la sacristía. El cura cerró la puerta tras de sí.
-Bueno, aquí estamos -dijo.
-Padre Yojan, dígame cómo hago para curarme de eso que usted mencionó al mediodía.
-¿La fiebre de la Ninfa?
-Eso mismo.
-No te preocupes. Lo primero que tienes que hacer, es relajarte.
El sacerdote se acercó a la joven y le dijo que cerrara los ojos, y ella, obedientemente, los cerró. Luego la llevó hasta el escritorio y la sentó en él.
-Acuéstate -le dijo.
Ella se acostó. Entones, él le agarró el borde del vestido, las manos de ella lo atajaron.
-¿Qué está haciendo, Padre Yojan?
-No te muevas -dijo él.
Ella, confusa, insegura, sin entender nada, quitó las manos y él procedió a subir de nuevo el vestido. Tenía las piernas blancas, sonrosadas, los muslos lisos, firmes, la carne tierna. El sacerdote se excitó. A medida que le subía el vestido a la joven, él se iba poniendo más y más caliente. Fue subiendo el vestido hasta dejar al descubierto la tela color beige de la pantaleta. Vio un bulto gordo, con finos vellos negros saliéndose por los costados, sobre la piel blanca.
-Ahora, voy a quitarte esto -dijo el Padre mientras le agarraba el borde superior de las bragas. Se las quitó alzándole las piernas.
-Déjalas así -le dijo.
Había un montoncito de vello encima del clítoris sobresalido. El cura posó su mano en el vello. La joven trató de inquirir algo, pero él levantó la cabeza para decirle que no se moviera, que no abriera los ojos sino hasta después de avisarle. Y volvió a lo suyo. Con los dedos índice y pulgar le abrió los labios de la vulva. Por dentro era rosada. En el fondo contempló una capita de piel que parecía elástica. El cura le tracuteó las paredes vaginales. Luego, inclinando la mitad del cuerpo hacia delante, metió la cabeza entre sus piernas y comenzó a lamerle el sexo. Le pasó la lengua de abajo hacia arriba, primero suave, después rápido, otra vez suave, y la metía y la sacaba como un animal de sangre fría. Dibujaba círculos alrededor del clítoris. De pronto sintió en su boca una sustancia viscosa que no era saliva; eran los efluvios naturales de aquel sexo. Sintió el sabor en la lengua. Era un sabor insípido y nada especial, pero a él le sabía a gloria. Era un tanto salobre, pero a él le parecía dulce. En eso ella le había cogido la cabeza con las manos y, soltando tenues gemidos, le acariciaba los cabellos como si estuviera haciendo un masaje.
Ya está lista, pensó el cura.
Se enderezó. Cogió las piernas de la joven y las inclinó hacia su débil cuerpecillo. La joven estaba en popa, con los talones arriba. El Padre Yojan, entonces, se llevó las manos al cinturón y se lo desabrochó, desabotonó el pantalón y se lo bajo con el pantaloncillo. Ahora tenía su pene erecto, erguido frente a la vulva de la muchacha. Pero ella no podía ver lo que tenía enfrente porque sus ojos estaban cerrados. Era un pene grueso, moreno, ligeramente curvado hacia la izquierda, que medía como una cuarta. El Padre se lo agarró y lo acercó a los labios vaginales. Lo deslizó de arriba a abajo, de abajo a arriba, y humectó el glande con la lubricación de ella. El cura recordó unos versos:
¡Cuánto mejores que el vino tus
amores,
Y el olor de tus ungüentos que todas
las especias aromáticas!
Intentó meter el pene. Sólo cabía la cabeza y un poquito más. Luego lo fue empujando lentamente a través del vello húmedo y sedoso de los labios mayores y lo introdujo hasta la mitad. Escuchó un quejido. Miró el rostro de la joven; vio que tenía la boca abierta y el ceño fruncido en una mueca de dolor y placer mezclados. Suavecito comenzó a meter y a sacar el pene mientras le masajeaba el clítoris con el pulgar. Le pasaba la otra mano por el abdomen. La joven lubricaba más y más cada vez que el cura hacía una presión. Entonces embistió con un golpe rápido, sacó y metió la verga hasta el pegue. Algo tronó. La sangre se esparció por el escritorio. No mucha. La joven aumentó los quejidos y el cura le tapó la boca sin dejar de penetrarla… Hasta que se vino, dentro de ella. Luego sacó el pene, se lo limpió con cualquier cosa, y se alzó el pantalón. A ella le puso la pantaleta.
-Ya puedes abrir los ojos -le dijo.
La joven los abrió. Estaba un poco mareada. El Padre la ayudó a incorporarse, la ayudó a que se bajara del escritorio. Al hacerlo, no percibió que el vestido amarillo, impoluto hasta hace unos momentos, estaba ahora ligeramente manchado de sangre.
La joven se llevó una mano a la frente.
-¿Se te quitó la Fiebre? -le preguntó el cura.
-No sé, creo que no.