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Sin mirar (relato de mi primera experiencia lésbica)
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Hace algunos años tuve una vecina que era prostituta. Y además era ciega. Sí, una combinación rara. Pero, curiosamente, para ella y para sus clientes la combinación funcionaba muy bien.

Nos hicimos amigas y ella me contó todo sobre su vida y sobre su trabajo. Y me contó por qué el hecho de no poder ver le resultaba favorable para ser una mejor prostituta.

Me explicó que cuando una persona no tiene alguno de sus sentidos, los demás se intensifican. Al ser ciega, Antonella tiene más sensibilidad en el tacto, el gusto, el olfato y el oído. Y aprovecha muy bien ese exceso de sensibilidad para darles un mejor servicio a sus clientes.

Una tarde estaba de visita en el departamento de Anto. Hacía poquito que nos conocíamos. Como yo tenía mucha curiosidad sobre lo que hacía y sobre su ceguera, la estaba matando a preguntas. Pero por suerte a ella no le importaba. Supongo que no tenía muchas oportunidades de contarle sobre su vida a una amiga.

El departamento de Anto estaba enfrentado al mío, los dos con balcones que daban al pulmón de manzana. Prácticamente podíamos charlar de balcón a balcón.

El mismo día que me mudé empecé a escuchar sus gritos y gemidos exagerados cuando estaba con sus clientes. No me aguanté la curiosidad y empecé a espiarla. Muy mal lo mío…

Pero así descubrí sobre su profesión y su discapacidad (mejor dicho, sus capacidades diferentes). Y, como tengo una curiosidad enfermiza, quise experimentar. Y empecé a vendarme los ojos cada vez que me masturbaba o hacía el amor. No sé si habrá sido sugestión, pero me pareció que por lo menos el tacto se me había sensibilizado bastante.

Esa tarde que estaba en lo de Anto se me dio por contarle sobre mis experimentos de vendarme los ojos durante el sexo. Le conté que realmente notaba que, cuando me tapaba los ojos, mis otros sentidos se hacían más sensibles. Entonces a ella le picó la curiosidad, y me dijo que me podía dar un entrenamiento rápido para intensificar mi sensibilidad todavía más. Obviamente no tuvo que insistir.

Me prestó una pañoleta y me vendé los ojos. En la primera parte de ese entrenamiento me dijo que me iba a enseñar a ver con el tacto y con el oído.

La primera consigna fue tocarle la cara para ver si era capaz de detectar si estaba alegre o triste, palpando su boca y sus mejillas. Después me hizo acercar mi oído a su cara para ver si podía darme cuenta si estaba respirando por la boca o por la nariz.

Esas fueron las pruebas fáciles. Después vinieron las difíciles. Yo tenía que dejar mi mano floja y Anto me iba a hacer tocar distintas cosas. Y yo tenía que adivinar qué era lo que tocaba, pero tenía que descubrirlo al primer contacto. No valía manosear.

Así me hizo tocar su pelo, su oreja, su lengua, su ombligo. Venía adivinando todo bien, hasta que me hizo tocar algo blando y un poco rugoso que no supe qué era. Después me dijo “ahora vas a volver a tocar lo mismo, pero lo vas a notar un poco cambiado. A ver si te das cuenta de qué es”. Cuando lo volví a tocar, ya no estaba blando, y estaba bien claro qué era.

“¿Te toqué un pezón?”, le pregunté, sorprendida.

“¡Exacto!”, me dijo toda contenta.

Empecé a sentirme un poco confundida. No sabía si había hecho eso nomás de jodona, si para ella era algo re normal tocarle una teta a otra mujer, o si tenía alguna otra intención. Me puse un poco en alerta, pero no quise demostrárselo. La verdad era que la estaba pasando bien, me gustaba esa amistad íntima con Anto, y la curiosidad por saber qué venía después era mucha como para interrumpir ese momento.

Sin destaparme los ojos le pregunté si se había sacado la ropa, y me dijo que iba a tener que averiguarlo. Sí, me estaba invitando a tocarla. La sensación de curiosidad se había transformado en una excitación muy rara y muy nueva.

Extendí mis brazos para tocarla pero ella se apartó. “Con las manos no. Quiero que aprendas a descubrirme como yo descubro a mis clientes”.

“Bueno, no sé, ¿qué hago?”, le pregunté.

“Vas a verme usando tu cara. Tu boca, tu lengua, tus mejillas, tu nariz, tus orejas”.

Iniciamos un juego en el que ella acercaba a mi cara distintas partes de su cuerpo, y yo debía detectar qué era cada una, usando todos mis sentidos menos la vista. Me explicó que ella aprendía a conocer a sus clientes a través de las sensaciones que le transmitían. Aromas, sabores, texturas, sonidos, todo eso se combinaba en su mente para formar una imagen que era mucho más completa que la que hubiera podido percibir con los ojos.

El juego terminó cuando lo que acercó a mi cara fue su boca, y se encontró con la mía. El hecho de no poder verla me ayudó a no pensar que estaba besando a una mujer. Simplemente me dediqué a sentir ese beso, a percibir las muchas diferencias con todos los besos que había dado hasta ese momento.

Me aparté y la desafié a que ella me descubriera. Me quité la venda de los ojos, me desnudé y empecé a ponerla a prueba, como ella lo había hecho conmigo.

Descubrí cómo su ceguera intensificaba sus otros sentidos en el momento en que con su lengua estimuló mis labios vaginales con una delicadeza y una precisión que hasta ese momento no creí que fueran posibles. Me había quitado la venda para ver cómo su boca se impregnaba con la humedad de mi entrepierna. La estaba tomando de la cabeza para que su lengua se metiera más adentro de mí, cuando ella se detuvo, se echó hacia atrás y me dijo “vamos a la cama”.

Así lo hicimos. Nos acostamos y nos abrazamos. Sus manos recorrían mi cuerpo como si me mirara con los dedos. Nunca había sentido caricias como esas. Probablemente ninguna persona que no sea ciega pueda acariciar así.

Entre gemidos y susurros le dije que lamentaba no haber llevado mi consolador. Entonces ella sonrió y me dijo que buscara en una caja que tenía debajo de la cama. Revisé la caja, que era como un sex-shop en miniatura. Había consoladores de todos los tamaños y formas. Saqué uno que me impresionó por su curvatura. Anto lo llamaba “el deforme”.

“Acostate y relajate”, me dijo.

Me agarró de un muslo para que abriera mis piernas, cosa que hice dócilmente. Tanteó hasta encontrar mi entrepierna y fue deslizando el consolador con suavidad entre mis labios. Dejé escapar un gemido ahogado.

La forma inusual de ese consolador fue tocando lugares de mi interior a los que un pene normal no podría llegar. Antonella lo movía en círculos mientras me besaba la boca y acariciaba mis pechos. La abracé con todas mis fuerzas y empecé a estremecerme, a la vez que movía mi pelvis para acompañar al movimiento del juguete. Mis gemidos se fueron transformando en gritos.

De pronto ella se quedó quieta. Mantuvo el consolador apretado en mi interior, pero sin moverlo. Sabía que yo estaba al borde del clímax, y quería que fuera mi cuerpo el que fabricara el orgasmo, que lo hiciera sin ayuda, para que fuera más lento y duradero. Me gustó la idea, así que yo también me quedé quieta, con los ojos cerrados, sin mover un músculo, pero respirando por la boca agitadamente, con mis manos aferradas a sus hombros y mi atención puesta en los rincones de mi vagina que estaban siendo estimulados por el juguete. Desde allí se empezó a gestar un temblor que rápidamente se esparció por todo mi cuerpo, llegando a cada rincón, a cada órgano, a cada célula de mi piel.

Me sentí presa de un clímax que pareció quedarse suspendido en el aire durante un instante eterno. Mi boca empezó a abrirse y en ella se fue formando un gemido que arrancó como un susurro ronco, y de a poco fue cobrando volumen hasta culminar como un alarido. Abrí los ojos y noté la cara de excitación de Antonella, con su oído atento a mis reacciones.

Hubiese querido relajarme para saborear la satisfacción de ese orgasmo, pero me incorporé para devolverle el favor a Antonella mientras estaba excitada.

Le dije que era su turno de acostarse y relajarse. Entonces ella tanteó la caja de consoladores hasta encontrar su preferido, el más grande de todos.

Antes de introducírselo, quise volverme ciega otra vez, así que busqué la pañoleta y me vendé los ojos. Al tanteo, busqué su entrepierna y fui calzando ese enorme consolador entre sus labios, con la mayor suavidad. Siguiendo sus enseñanzas, puse toda mi atención en sus suspiros y gemidos.

Moví el consolador con muchísima lentitud. Los ruidos que hacía Antonella me estaban excitando otra vez. Casi sin proponérmelo, con la mano libre comencé a acariciar mis pechos, sin dejar de mover el juguete en el interior de mi amiga.

Sus gemidos eran como los que hacía cuando estaba con sus clientes preferidos. Significaba que realmente lo estaba disfrutando. Y eso me excitó más todavía.

Estuve tentada de quitarme la venda de los ojos y mirarla, pero me aguanté. Me acosté sobre ella, sin dejar de empujar el consolador en su interior, hasta que soltó un grito de goce intenso. La besé con la boca abierta, y el grito resonó en mi interior. Nuestras lenguas lucharon enloquecidas.

Su cuerpo inició un movimiento ondulante y sus gritos se intensificaron. La recorrí íntegramente con mis labios y mi lengua. Abrí sus piernas para poder colocar mi cabeza entre ellas y así lamer la cara interior de sus muslos, a la vez que empujaba el consolador hasta el fondo.

Las dos gemimos, gritamos, nos tocamos desaforadamente. De pronto sentí que ella cambiaba de posición. Sentí que se colocaba debajo de mí, que agarraba mis piernas y las ubicaba a ambos lados de su cabeza. Quedamos en un 69 perfecto. Empezó a lamerme y a meterme su lengua, haciendo pausas para gritar y gemir. Yo hice lo mismo, mientras intensificábamos nuestros movimientos y gritos, hasta que acabamos las dos al mismo tiempo.

Me desplomé sobre ella, con mi cabeza apoyada en su pubis, y el mío apoyado en su cara. Me quedé un rato largo jadeando y recuperando la respiración. Tener dos orgasmos seguidos y tan intensos, era algo que no me pasaba todos los días.

Cuando logré reunir las fuerzas para incorporarme, me senté en la cama y me quité la venda de los ojos. Anto se sentó a mi lado. Sentí ganas de llorar, aunque no sabía por qué. Anto se dio cuenta, me abrazó y me besó en el hombro.

“Vení, ayudame a preparar el mate”, me dijo para relajar la situación.

Nos vestimos y nos pusimos a tomar mate y charlar hasta que oscureció. Me hubiese gustado quedarme con ella hasta el día siguiente, pero necesitaba estar sola para pensar.

Me despedí acariciándole la mejilla y besándola dulcemente en los labios.

El sexo con Anto no me convirtió en lesbiana, pero sí me hizo más exigente y dejó la vara muy alta para todas las relaciones sexuales que tuve después. Pocas veces volví a sentir sensaciones como las de ese día. Pero esas sensaciones me quedaron grabadas a fuego en el alma, y me basta con recordarlas para encender mis deseos cada vez que busco excitarme.

Esa noche volví a mi casa sin saber quién era yo realmente. Estuve horas mirándome en el espejo, preguntándome si habría más cosas de mí misma que todavía no había descubierto.

Quizás se pregunten si soy lesbiana, si soy bisexual, no binaria, o qué. Yo también me lo pregunté a partir de ese día. Y la mejor respuesta que me di fue decidir no ponerme etiquetas. Ni para definir mi sexualidad ni para definir ningún otro aspecto de mí.

Porque ponerse etiquetas es limitarse. Podría decir “soy escritora”, “soy fotógrafa” o “soy madre”, pero estaría limitándome a ser esa única cosa.

¿Si me gustan las mujeres? No, en general no. Sentí atracción por una única mujer. Antonella. A ella le ponen siempre dos etiquetas bien grandes: ciega y puta. Pero no conocí a nadie que pudiera ver la realidad con tanta claridad como ella la ve. Y que pudiera amar con tanta calidez, a pesar de que, por su profesión, necesita que su corazón se mantenga frío e insensible.

Si querer a una mujer me convierte en lesbiana, en bisexual, en no binaria o en alguna otra cosa, realmente me da lo mismo. Pónganme la etiqueta que quieran.

Pero yo prefiero que, si me van a poner una etiqueta, que sea una que diga simplemente “Fátima”.

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