Cada fin de semana mi esposa va a hacerse la manicura a una boutique de uñas que está a unas calles de nuestra casa. Ella vuelve siempre tan contenta con sus uñas decoradas, o con extensiones acrílicas, de esas puntiagudas. A mí me gusta cómo se le ven, el problema es cuando me pide que la acompañe y estamos ahí un buen rato. Una de tantas veces entramos a la boutique y, para nuestra sorpresa, la muchacha que le decoraba las uñas a mi esposa regularmente se había enfermado, una chica regordeta y demasiado pálida que se llamaba Mandy o Mindy.
—Regresa hasta la próxima semana —había dicho la dueña de la boutique, que atendía a una señora en ese momento. — pero hoy está la chica nueva, Selene. —añadió la estilista como si con eso alentara mis ganas de quedarme dos horas a esperar mientras la nueva chica hacía su trabajo.
Pero pensé demasiado rápido, pues del cuarto del fondo apareció una joven preciosa, como si hubiera salido de un harem, y se dirigió a nosotros con paso delicado y un discreto contoneo de caderas. Mientras se acercaba la observé a detalle. Alta, delgada, pero con muy buenas curvas, todo en ella parecía estar en su lugar. Su cabello amarrado en una coleta larguísima que descansaba en su hombro izquierdo. Su tez clara. Sus labios finos, su nariz larga y respingada, sus ojos cafés claro eran lujuria, sensualidad.
—Hola, ¿Puedo hacer algo por ti? —dijo dirigiéndose a mí e ignorando por completo a mi mujer.
Tanto fue mi nerviosismo que no supe cómo reaccionar ante esa belleza de mujer. Sin embargo, me quedé callado solo unos segundos.
—De hecho, mi… —¿de pronto me daba pena admitir que era un hombre casado? —mi esposa quiere una manicura.
—Hola —interfirió ella con cara de pocos amigos — No, muchas gracias. Estaba buscando a Missy. Pero ya nos dijeron que está enferma. —Luego me tomó de la mano — Gracias, señora Denise, otro día vengo.
Salimos, prácticamente yo iba arrastrado por mi esposa.
—¿Qué pasa, gordita? — a ella le gustaba que la llamara “gordita”, pero en este momento pareció no gustarle.
—¿Gordita? — dijo echa una furia — Gorditas las del mercado. ¿Crees que no me di cuenta cómo te miró esa?
—¿Qué dices? — disimulé, pero era obvio que a mi esposa no podía engañarla, menos en esos momentos. Ella estaba completamente muerta de celos.
—No te hagas, Héctor. También vi cómo la miraste.
—Gordi… mi amor… no te pongas así, es solo una joven que quiso ser amable.
—Sí, la vi. La vi queriendo ser amable contigo. Es más, ¿por qué no vas y te la traes con nosotros?
La verdad es que ganas no me faltaban.
—Karen… Escucha, mi amor, vamos a El Sueño a tomarnos un café. Olvidemos esto. ¿Sí?
A mi esposa le gustaban tanto los snacks y el café que preparaban ahí que su semblante cambió enseguida.
—Anda. — insistí mirándola tiernamente mientras la tomaba suavemente de las manos —. No le dirás que no a un mocca y a unos ricos brownies.
Ella me miró de un modo diferente, estaba por caer en la tentación. Y después de meditarlo unos momentos, me dijo:
—Está bien, mi amor. Vamos. Perdóname por esta escenita.
Esa noche la pasamos increíble, tanto que hicimos el amor como hacía semanas que no lo hacíamos. Sin embargo, esa noche (omitiendo los fuertes ronquidos de mi esposa) había algo que no me dejaba dormir: No podía dejar de pensar en la chica nueva de la boutique.
Tres días después, regresando del trabajo, pasé por la calle Madero, donde estaba el local de la boutique que rezaba en letras rosadas: “Denise Design”. En ese momento salió de ahí la joven de la vez pasada. Selene. No podía olvidar ese nombre que de por sí sonaba sensual.
Caminó frente a mí; y yo, hipnotizado por esas hermosas caderas, la seguí, ignorando que debí dar vuelta una cuadra atrás. ¡Dios mío, qué mujer! Su larga coleta ondeaba de derecha a izquierda a cada paso, como el péndulo de un viejo reloj. Selene llevaba una blusa café oscuro y un pantalón beige muy ajustado. La punta de la coleta terminaba justo donde empezaban sus nalgas.
“¡Qué buenas nalgas!” pensé y agregué para mi deleite: “En verdad, tus dos colas me gustan.”
Entonces ella se volvió.
—Disculpa, ¿me estás siguiendo?
—¿Qué?… No, perdone, señorita.
—Perdóname tú a mí, creí que me estabas siguiendo.
—Eh… no, no, perdona.
Y volví en mis pasos. Me sentí tan idiota hasta que llegué a mi casa. Y durante toda la noche, mientras Karen roncaba sonoramente, no dejé de pensar en la chica nueva de la boutique.
Llegó el siguiente fin de semana. Mi esposa no me pidió acompañarla esta vez, así que actué con astucia. Le escondí las llaves de la casa antes de que saliera y luego la alcancé en la boutique. Cuando entré la estaba atendiendo su estilista de siempre, Lindsay.
—Oye, mi amor. Se te han olvidado las llaves. — anuncié y me senté en uno de los sofás.
Ella me miró un poco sorprendida. Luego comenzó a reír.
—Héctor, ¿no te diste cuenta que eso no importa? Tú pudiste abrirme la puerta cuando yo regresara.
“¡Qué estúpido!” “Parece que la verga no es lo único que se te sobre calienta, grandísimo idiota”.
—Eh… sí, bueno, pero… es que yo iba a salir… — salvé la situación — a comprarte unos brownies, gordita.
Karen se ruborizó al escucharme llamarla así. “Qué pena enfrente de ellas” debió haber pensado. Karen no estaba gordita, solo un poco llenita, pero es verdad que últimamente no hacía mucho ejercicio.
—¿Quieres esperarme, amor? Y vamos juntos al café — me sugirió.
—Sí, gordita.
“Por cierto, ¿dónde está la chica nueva, señora Denise? Ajá, la buenota”.
—Señora Denise, ¿me permite pasar a su baño? — pregunté sólo por decir algo.
A ella no le gustaba que le dijeran señora, ella era Miss Denise, porque se sentía la más joven y guapa de la ciudad. Pero a mí me importaba poco. Me señaló el cuarto del fondo y me levanté.
—De hecho, está ocupado. — me advirtió Lindsay —. Está la chica nueva.
En ese momento salió ella. La mujer que me privaba de mis sueños e invadía mis pensamientos. Selene. ¡Dios! ¡Qué mujer tan perfecta Selene!
Llevaba una blusa negra ligeramente escotada, una mini falda azul bastante entallada y zapatos de tacón con correa. Me miró y me dijo:
—Hola. Tú eres el que me seguía el otro día, ¿no?
Fue mi turno de ruborizarme. Las miradas de las mujeres presentes cayeron sobre mí con un peso que casi pude sentir físicamente.
—¡¿QUÉ?! — Karen estaba furiosa.
Obviamente esa noche no cenamos brownies ni hubo sesión de amor. Nada.
A la medianoche yo, solo, en el sofá, sin poder dormir pensé en Selene. Pensé en su trasero, pensé en su coleta, pensé en su hermoso rostro, tan joven. Debía tener unos 25 años quizá. No más. Entonces poco a poco fui quedándome dormido.
Un ruido seco me despertó y di un sobresalto. A los pocos segundos el sonido se repitió. Alguien llamaba a la puerta. Yo me acerqué y pregunté quién era.
—Soy yo. Selene. Perdona la hora, Héctor, pero tu esposa olvidó sus llaves en la boutique.
“¡Dios! Era ella… ¿En serio era ella?”
—¿Me dejas pasar?
No lo pensé más, abrí la puerta y la dejé entrar.
—Hola, Selene. Mi esposa está durmiendo y yo…
—No vengo a ver a tu esposa, sino a ti, Héctor.
Selene me miró con picardía. Luego me tumbó en el sofá y se me montó. Nos besamos con deseo, mucho deseo. Ella apenas podía resistirse.
—Sé que piensas en mí todas las noches desde que me conoces, Héctor. Y he venido para que me hagas tuya.
De repente se había desabotonado su blusa. Debajo no traía brasier. Entonces le besé los senos, pequeños pero firmes. Luego la ayudé a quitarse la mini falda, ella hizo lo propio con mis pantalones de pijama. Con dos dedos le hice a un lado sus bragas y comencé a penetrarla una y otra vez. Mientras ella gemía cada vez más fuerte. Después de un rato la volteé acomodándola de perrito y me la cogí duro, con mi mano izquierda sostenía su larga coleta, con mi mano derecha le daba unas sonoras nalgadas.
—¡Más, Héctor! ¡Dame más! ¡Ah!
—Selene, estás bien buena, mi amor. Dejaría a mi esposa para quedarme contigo sin pensarlo.
—¡Déjala y tómame a mí! ¡Así me gusta, así!
—¿Te gusta, preciosa? ¿Quieres más?
—Sí… ¡Dame más! ¡Ah! ¡Dame duro! ¡Así! ¡AAAY!
En ese momento mi esposa encendió la luz de la sala y yo, asustado, me salí de Selene justo en el momento en que eyaculé, manchándole la espalda y el cabello.
Y desperté…
¡Dios! ¿Había sido un sueño? Me incorporé y me miré, tenía los pantalones un poco húmedos y una erección que me hizo sentir tan viril, tan joven. No estoy viejo, pero siento que últimamente el ritmo de mi vida se vuelve aburrido. Tengo 40 años y mi esposa me lleva tres años. Quizá Selene… “No”, me dije en medio de la oscuridad. “Esto no puede seguir así”.
A la mañana siguiente Karen se veía con ánimos, pero seguía un poco enojada conmigo, a pesar de que intenté explicarle que lo que había sucedido era un malentendido. Yo no había seguido a esa chica. Bueno, eso fue lo que le dije a mi esposa. Luego pasaron dos visitas más a la boutique y yo veía a Selene de reojo cada que podía, mientras ella trabajaba a un lado de Nancy o como quiera que se llamara la gorda pálida que prefería mi mujer.
Hasta que una noche salí yo solo a comprar pan, porque mi esposa estaba enferma de gripe y hacía bastante frío. Estábamos a mediados de noviembre y esta vez salí en el auto, pues, aunque parezca gracioso, nos quedaba más lejos la panadería que la boutique.
Justo cuando regresaba a mi casa me detuve en un alto. Y frente a mi auto, iluminada por los faros, cruzó la mujer más perfecta que conozco: Selene. Se me paró el corazón y se me paró la verga. No exactamente en ese orden. Selene llevaba puestos unos jeans blancos ajustados y un suéter azul marino o gris que parecía no cubrirla del frío totalmente. Le eché las altas más por instinto que por otra cosa y volteó a verme. Se las volví a echar y se detuvo.
Bajé la ventanilla y le dije:
—Hola. ¿Te acuerdas de mí?
Ella, desconfiada, se acercó un poco a mi auto.
—Hola. Eres Selene ¿no? Mi esposa y yo vamos a la boutique donde trabajas.
—Ah, eres tú. —Por alguna razón que aún desconozco ella me sonrió. Luego se acercó y añadió ya más en confianza: —Eres el hombre que va con esa mujer de las blusas de abuelita.
“¿Karen usaba blusas de abuela? No me había dado cuenta”.
—Eh… sí, soy yo. — ¿Qué más da? Le seguí a corriente. — Está haciendo mucho frío. ¿Quieres que te lleve?
—Amm…
“Dios, que acepte por favor. No te pido otra cosa en la vida. Por favor, castígame después, pero que diga que sí”.
—Bueno. —¡Aceptó! — Está bien.
Y mientras ella se acercó a la puerta del copiloto yo le agradecí a Dios. Aunque mi lujuria era provocada por Satán.
Se sentó a mi lado. Estaba temblando un poco, así que tomé mi chamarra del asiento trasero y se la di.
—Gracias. Creo que iba a congelarme allá afuera. Iba a caminar al menos unas siete cuadras, me salvaste…
—Héctor. Me llamo Héctor.
—Yo soy Selene.
—Sí, lo sé. — le dije un poco nervioso y ella me sonrió.
Nos estrechamos las manos. Ese fue mi primer contacto físico con ella.
Platicamos un poco, le conté de mi trabajo como profesor. Ella me contó que antes quiso ser maestra de preescolar, le gustaban los niños, cosa que a mi esposa no. Luego el viaje terminó, llegamos a su casa.
—Oye, de verdad gracias por traerme, Héctor.
“Dios, una cosa más. Por favor que me invite a pasar a su casa”.
—Oye… ¿Por qué me da la impresión de que tu esposa siempre está molesta conmigo?
—¿Qué? No está… —pero sí que lo estaba, más bien estaba celosa. — ¿Por qué dices eso?
—Porque siempre me mira feo.
—Pues ella…
—¿Es porque te gusto?
—¿Perdón?
—Es eso, ¿verdad? — ella rio coqueta —He visto cómo me miras.
—Bueno, yo…
—Sé que te gusto, Héctor. No lo niegues. Tú me gustas también.
—¡Eso es estupendo!… Pero yo… soy…
—¿Casado? Ah, sí. Lo olvidé. Estás casado con la vieja gorda que se viste como abuela.
—Ella no está gorda… ¿O sí?
—Deja de perder el tiempo con ella, Héctor. — Luego me miró la entrepierna.
—¡Convénceme! — le dije entre furioso y excitado.
—Así me gustas más, Héctor. — y se inclinó sobre mi erección. Me tocó. Me sobó un poco, su delgada mano de dedos largos se movió lentamente dentro de mis calzones, masajeando mi pene. Yo le retiré la mano y me desnudé de la cintura hacia abajo. Ella miró mi pene, coqueteándome, lo sostuvo, me miró a los ojos y me dijo:
—Apuesto a que quieres que te la mame.
La tomé del cabello y con ambas manos le bajé la cabeza.
—¡Hazlo, por favor!
Me hizo la mejor mamada del mundo. Yo solo veía su larga coleta subiendo y bajando, me puso bien duro, incluso dos o tres veces sostuve su cabeza abajo, provocando que se atragantara con mi verga.
Cuando terminó estaba muy excitada, la besé, compartimos nuestras lenguas, nuestro aliento, nuestra saliva y algunos gemidos también. Luego encendí la luz del auto para verla mejor, pues la luz de la calle no nos alumbraba mucho. Los vidrios ya estaban bastante empañados debido al frío del exterior y el repentino calor dentro del auto. Nuestro momento era privado. Tomé a Selene por la cintura, la desvestí y por primera vez vi su cuerpo desnudo, perfectamente trabajado. Se notaba que iba al gimnasio.
—¡Estás buenísima! — le dije y ella me sonrió.
—¿Traes condones? — fue su respuesta.
“¡No puede ser! No cargo condones en la cartera desde hace años. Así no va a querer coger conmigo”. ¿Por qué a veces soy tan idiota?
Esto último lo dije en voz alta. A lo que ella sonrió nuevamente, y, mientras me miraba a los ojos se montó encima de mí. Me desnudó completamente.
—No te preocupes, si me embarazas tendrás una excusa para dejar a tu esposa.
Entonces entré en Selene, entré en ella una y otra y otra vez. Hasta que ella comenzó a gemir cada vez más fuerte.
—Espera — le dije y ella se detuvo.
Acomodé el asiento hasta que estuvimos casi acostados, ella encima de mí. Ignoramos si alguien afuera nos veía o no. A pesar de los vidrios empañados. Sólo queríamos disfrutar del momento.
—Ese día estabas siguiéndome ¿verdad?
—Por supuesto que sí. — la besé fuertemente.
—¿Me deseas, Héctor?
—¡Sí, nena!
—¿Me deseas? ¡Ah! — Continuó meneándose una y otra vez.
—Sí… Cada noche pienso en ti, Selene.
—¡Ah! ¿En serio?
—Cada puta noche. No puedo dejar de pensar en ti, Selene.
—¡Ah! Héctor. Hazme tuya.
—Eres mía, nena… ¡Eres mía!
—¡Sí, Héctor! ¡Hazme tuya! ¡Hazme tuya! ¡AH!
Cuando eyaculé dentro de ella fue como estar en el paraíso del placer. En mi harem sólo la quería a ella, y a ninguna otra.
Selene me rodeó con sus brazos y me besó.
—Quédate a dormir — me dijo.
Nos vestimos a medias y bajamos del auto. Mi celular sonó en ese momento, era mi esposa. Selene me miró, me quitó suavemente el celular y contestó.
—Él está conmigo. Soy la chica nueva de la boutique y tu esposo es un amante increíble.
Luego me di cuenta que no había contestado la llamada, sólo había apagado mi celular.
—Ven, te necesito en mi cama. — me tomó de la mano y entramos a su casa.
Nos desnudamos nuevamente en su habitación. De pronto me puse a pensar si había habido algún otro hombre en esa cama con ella. Pero no me importó. La deseaba tanto.
Nos besamos y la acosté. Luego me coloqué encima. Selene me recibió una y otra vez. Entre gemidos de placer. Sus largas piernas me tenían preso.
—¡Ah! ¡Héctor! ¡Sí!
Mecimos la cama cada vez más fuerte.
—¡Ah!
Selene me abrazaba y me enterraba sus decoradas uñas en la espalda.
—¡Ah!
Yo la miraba a los ojos mientras la penetraba.
—¡Ah! ¡Así, guapo! ¡Asíii!
Luego de un rato la giré, quise dominarla completamente haciendo mi sueño realidad. Así que la puse de perrito y la embestí duro.
—¡Duro, papi! ¡Ah! ¡Más duro!
Y le di más duro. Ayudándome con mis manos en sus nalgas. A punto estuve de venirme, así que salí un momento de su vagina. Tomé su coleta bañada en sudor con mi mano izquierda. Luego tuve una idea.
A mi esposa jamás le había hecho un anal, pero a Selene no se lo perdoné.
—¡AAY! Por ahí no, Héctor.
—Tranquila… Te va a gustar.
—¡Ah! — eso le gustó. —¡Ah! — Eso también le gustó. — ¡Ay, mi amooor! —Eso le encantó.
Y le di duro y más duro. Sus nalgas hacían un hermoso sonido al rebotar en mi bajo abdomen. Cuando ella comenzó a gritar mi mano derecha exploró su vagina, masajeándola cada vez con mayor ritmo.
—¡Ah! ¡Sigue así! ¡Asíiii!
Su voz se hizo aguda, como el chillido de un ratón. Luego tuvo uno, dos, tres espasmos. Fuertes, incontrolables. Hubo orgasmos también. Se mojó en las sábanas de su cama. Yo aguanté un poco más y cuando sentí que iba a venirme me salí de su ano y entré en su húmeda vagina una vez más. ¡Dios! Cuánta humedad, cuánta belleza, cuánto placer. Eyaculé dentro de ella deliciosamente mientras mis ojos se cerraban con fuerza. Un orgasmo más.
Esa noche dormí con ella.
A la mañana siguiente le dije a mi esposa que había ido a ver a un amigo al hospital. Y que no pude llamarla. Ella se molestó por supuesto, pues se había preocupado.
Llegaron varios fines de semana en que acompañé a mi esposa a la boutique. Selene y yo intercambiábamos una que otra mirada cómplice de vez en cuando, pero no nos hablábamos. Hasta que un día, mi esposa y yo, notamos su ausencia.
Karen preguntó por ella, extrañándose más que yo mismo.
—Oiga, miss Denise, ¿Y la chica nueva?
La señora Denise contestó:
—¿Selene? Ya no trabaja aquí. Fíjese que la muy lagartona se metió con un hombre casado hace unos días.
—¿Qué dice?
—Bueno, ese es el chisme que me contaron.
Esa misma noche fuimos a tomarnos un café a El Sueño. Mi esposa seguía sin creerse por completo la historia de la chica nueva de la boutique. Cuando de pronto, se acercó a nuestra mesa una camarera a la que el uniforme se le ajustaba bastante a su hermosa figura. Iba peinada con una coleta larguísima. Era Selene, a quien mi esposa miró con desconfianza. Sin embargo, no hubo ningún inconveniente. Cuando terminamos pagué la cuenta y Selene me entregó discretamente, junto con el cambio, una servilleta que rezaba: “Estoy embarazada”.
Y mientras escribo esta historia en mi estudio, con dos maletas listas a mis pies, me digo: Ese bebé necesitará hermanitos. Y algún día dirán que dejé a mi esposa por la chica nueva de la boutique.