Aunque Goya fue la segunda del departamento a quien me cogí, la dejé al final, pues quedé enamorado de ella desde que la conocí. Al inicio platiqué cómo surgió mi deseo por ella y la manera en que hizo resonancia en su actuación.
Habían pasado ya tres meses de la reunión navideña, donde Goya me llevó hacia la cocina para besarnos y manosearnos allí, a sabiendas que su esposo nos vería desde una ventana en la habitación del segundo piso. Después de mamarle un pezón, ella apagó la luz diciendo “Que mi marido vea que yo también puedo ponerle cuernos” y dejó que su marido imaginara más sobre lo que pasaba en la oscuridad de la cocina, pero volvimos a la reunión. Esto lo hizo por darse gusto ella, por darme a mí una probada de las hermosas chiches que yo admiraba y, también, por darle celos al puto cogelón de su marido, quien “cogía riquísimo”, según le constaba a la puta secretaria Chela, quien ya se lo había tirado varias veces.
Goya y yo, continuamos con los besos, los abrazos y las caricias furtivas en la oficina, las pocas veces que teníamos oportunidad. Pasaron tres meses y tuvimos una reunión de trabajo foránea en el centro de convenciones de Oaxtepec. Nuestros cuartos quedaron cercanos y los de mis compañeros muy alejados de nosotros, pero cercanos al bar.
“Este viaje será de muy poco trabajo, pero de mucho placer durante tres días y dos noches, de viernes a domingo”, nos indicó Goya, “pues hemos tenido desempeño sobresaliente en la dirección y es una forma de premiarnos por ello, incluso a Chela se le permitió ir acompañada por su esposo”. Goya, Carmen y yo hicimos el trayecto en mi auto, los demás en autobús.
“El placer será máximo para nosotros dos”, me dijo acariciando mi pene sobre el pantalón. Carmen hacía como que no oía e iba viendo el paisaje o fingiendo dormitar en el asiento trasero. Al llegar, sin que Carmen se inmutara, paseamos abrazados mientras esperábamos que llegara el autobús para ir en grupo a las oficinas donde nos indicarían las instrucciones del uso del salón, horario de alimentación y los cuartos asignados. Trabajamos muy poco, revisando y alineando las metas y Goya asignó como tarea llevar un boceto de cronograma para el día siguiente.
Después de la comida, había tarde libre para nadar en las albercas o tumbarse al sol. Goya anduvo con un biquini que le cubría apenas los pezones de sus hermosas tetas, aunque la parte inferior contrastaba pues cubría muy bien el vello púbico; el biquini de Chela hacía que todos los hombres del balneario la voltearan a ver, y se había rasurado los vellos del pubis para que no se le salieran; pero Carmen, sin biquini, usó una playera y un short que al salir mojada de la alberca hacían que se me parara la verga. “¿Te gusta Carmen, verdad…?”, me dijo Goya sonriendo al notar mi erección imposible de ocultar, “Ya habrá oportunidad algún día…”, remató crípticamente, manteniendo su sonrisa donde resaltaba el pequeño lunar junto a su labio superior, del lado derecho. “Esta vez, me toca a mí…” dijo, mirándome el traje de baño, donde resaltaba una montaña por lo caliente que me puso Carmen, y se relamió los labios.
Después de la cena nos fuimos a nuestros cuartos. El de Goya estaba entre el de Carmen y el mío. “Buenas noches”, le dijo Goya a Carmen y, tomándome de la mano, me metió a su habitación. “Buenas noches. Que se cansen y que descansen bien después” contestó Carmen con una gran sonrisa.
Apenas cerramos la puerta, Goya me abrazó. Después de besarme a su gusto, prestamente se quitó el biquini. Yo me quité el traje y nos metimos a bañar para quitarnos el cloro de la alberca. También escuchamos la regadera del cuarto de Carmen. Nos enjabonamos mutuamente el cuerpo. Me esmeré en sus tetas, sus nalgas y su panocha. Ella me dejó muy limpio de la cintura para abajo. nos secamos entre beso y beso.
En la cama empecé por mamar las chiches que oferente me mostraba Goya. Luego la besé y lamí por todas partes, mientras ella soltaba pequeñas carcajadas por las cosquillas que le hacía, sobre todo al meterme los dedos de sus pies en la boca. La hice venir con las chupadas de pepa que le daba. Callada, extendió sus brazos para que la cubriera mientras nos besábamos. Yo obedecí y la penetré de misionero. Me moví frenéticamente disfrutando cómo se retorcía y gritaba en cada orgasmo. Sin venirme, la dejé descansar.
–Carmen ha de pensar que me estás matando… –dijo, dándome jalones en el tronco que seguía enhiesto–. No, seguramente se está pajeado al imaginarse lo que pasa en este cuarto –corrigió pues escuchamos ligeros quejidos provenientes de la pared vecina.
–“Ya habrá oportunidad algún día…” –repetí las palabras que me dijo Goya al respecto, y ésta se rio.
–¡Cómo lo tienes todavía!, así era mi esposo hace diez años, ahora no tarda mucho y, a veces se viene antes que yo –me describió, jalándome huevos y pene con las manos, y corroboró lo que me había dicho Chela sobre el marido de Goya.
–Es por tu belleza que me tienes así… –le dije cerrando los ojos y abriendo más las piernas para disfrutar mejor las caricias.
–¿Sabes lo que me dice mi esposo cuando me deja caliente? –suelta la pregunta retórica que contesta de inmediato–. “Es que ya nos conocemos mucho, además, no haces nada nuevo”, y se voltea dándome la espalda para dormirse –concluye con su respuesta–. Ya quisiera ese puto, puto con otras, chupar como lo haces tú, el sólo me da unas cuantas lamidas.
–¿Tú le mamas la verga? –pregunto, meneándome el falo–, ¿y haces que él se venga en tu boca? –pregunto, insistiendo en mi movimiento ostensivo del pene.
–Sí, pero no se viene en mi boca. Seguramente sí lo hace en la de otras –dijo y se puso a mamármela
–Pocos son los que se pueden venir pronto así. Debes empezar por lamer el glande y chupar como paleta, metiéndote el falo todo lo que puedas, hasta en la garganta si fuese necesario, meterlo y sacarlo. Tratar de enroscar tu lengua en el tronco, jugar con tu lengua en el glande, limarle el meato con el filo de la punta saboreando el presemen que suelte. Tienes dos manos. Sin dejar de chupar usa una para chaquetearle el tronco y la otra para jugar con las bolas, méteselas en el cuerpo, luego las sueltas para que escurran al escroto. También puedes chupárselas una a una, lamer desde allí hasta el glande nuevamente y continuar chupando, ya sabes, con una mano el sube y baja del pellejo del palo y con la otra jala fuertemente el del escroto, sin los testículos, porque duele. No dejes las caricias mientras chupes y sorbas el pene… Notarás que se pone la verga más dura, señal de que ya va a salir tu premio, en líquido –Goya seguía las instrucciones mientras mamaba y… ¡Me vine abundantemente!
Ella no dejaba de chupar y tragar pues el semen seguía saliendo hasta que se derramó del corazón rojo de sus labios. El pequeño montículo de su lunar resaltó entre la blancura de la crema. Se separó de la verga para tomar aire, pero no la dejé que se limpiara. Con mi lengua recolecté la lefa que escurría y se la volví a meter en la boca. Nuestras lenguas se trenzaron y, una en la otra, compartimos el sabor de mi satisfacción. Descansamos un poco.
–A ver qué dice ahora mi marido cuando yo le chupe la verga… –dijo y quedó en silencio viendo hacia el techo, quizá pensando la escena– Verá que lo aprendí muy bien, y sabrá que no fue con él –concluyó tajante.
Descansamos abrazados, acariciando y besando uno la cara del otro. Bueno, mis caricias también abarcaron su espalda y sus nalgas.
Me acuné en su pecho y me puse a mamarlo. Ella me acarició el pelo pegando aún más mi rostro a sus chiches y, como si me estuviese acunando cantaba “Mama, mi pequeño, mámale a mamá”. Así, mamando, me quedé dormido como bebé…
Temprano, al trino de las aves, desperté sintiendo la boca de Goya explorando uno a uno mis testículos. Los jalaba con suavidad, y luego los soltaba. su lengua recorrió mi troco que crecía cada vez más, al ritmo de sus mimos, hasta llegar al glande que chupaba con fruición, paladeando el presemen. Cuando estuvo completamente erguida, la movió desde la base para confirmar su firmeza y me montó. Cabalgó como si yo fuese un burro salvaje, el baile de sus tetas era placentero a mi vista y me mantenía con la verga tiesa. Mediante la abertura adecuada de mis piernas, gradué el impacto de los sentones que sus nalgas daban en mis bolas y sentí la gloria con esas caricias que coincidían con el subir y bajar de sus grandes y duros pezones guindas. Sus jadeos aumentaron, lo mismo que la frecuencia de sus saltos hasta que explotaron en un grito que, desfallecida y llorando de alegría, la hicieron caer sobre mi pecho. La abracé, limpié con mi lengua sus lágrimas y besé sus ardientes mejillas. Ella resoplaba y seguía gimiendo, calmándose poco a poco. Volvimos a escuchar quejidos desde la pared del cuarto vecino y sonreímos.
Goya percibió que mi turgencia continuaba indemne y movió sus caderas haciendo círculos para que el pene resbalara en su encharcada oquedad.
–¿Quieres venirte? –preguntó moviéndose con mayor celeridad.
–Sí, pero quiero hacerlo cogiéndote como perrito –le dije dándole un beso en la frente.
–¿Me quieres abotonar para arrastrarme por todo el cuarto? ¡Eres muy puto! –exclamó separándose de mí para ponerse sobre las cuatro extremidades.
–Ojalá fuera posible traerte así, te llevaría arrastrando hasta la alberca, frente a todos –dije y Goya soltó un rosario de pequeñas carcajadas.
–¡Ja, ja, ja, ya me imagino! Ven, vamos a intentarlo me dijo moviendo su grupa frente a mi cara.
En lugar de metérsela, me puse a abrevar los jugos que escurrían de su panocha. También lamí lo que en sus piernas había escurrido, luego fui a sus nalgas y las besé tiernamente, las cubrí de caricias cuando mi lengua se incrustó en su ano. ¡Ella se estremeció!, queriéndose alejar, pero la detuve por sus caderas y continué dándole lengua en el ojete. Sus gemidos fueron cada vez más fuertes y volvimos a escuchar quejidos del otro lado de la pared… Carmen seguía atentamente nuestra plática (¿quizá con el oído pegado a la pared o con un vaso para amplificar el sonido?, no sé, pero sí se escuchaban sus gemidos, señal de que se estaba masturbando) y nosotros sonreíamos al imaginarla caliente. Bajé mi lengua por el periné para volver a lamer su pucha. Mi ápice lingual hizo el recorrido en sentido inverso y volví a tratar de introducirla en el culo; ¡otro respingo de Goya y otro sonoro quejido de placer!
–¿Ya te la metió tu marido por aquí? –le pregunté y lamí su ano con mayor intensidad.
–¡Ah, ah, ah! No. Sí lo intentó, pero me causó dolor y ya no lo dejé –contestó–. Pero si a ti se te antoja, hazlo… –dijo sumisamente.
–En la noche lo haremos. Sí duele, pero sólo al principio, después se te vuelve una adicción, como las chupadas de panocha –afirmé.
–¡Ya cógeme, como quieras, pero métemelo! –gritó y con ese volumen seguramente Carmen volvió a escuchar con atención.
Jugué un poco con mi glande recorriendo sus labios interiores y su clítoris para que estuviera más receptiva. La tomé de las caderas y se la metí completa de un solo movimiento. mis huevos rebotaron en sus labios y me moví aumentando cada vez más el ritmo. En el espejo miraba cómo se balanceaban sus tetas al ritmo que le ordenaba el de mi verga. La tomé de las chiches y seguí cogiéndomela. Sus gritos se intensificaron, al igual que sus orgasmos y yo también grité al desbordarme dentro de Goya quien se quedó quieta soportando mi peso, el espejo la reflejó sonriente. Seguramente también hubo un aullido simultáneo en el cuarto contiguo y por eso no lo escuchamos, sólo oímos un golpe similar al que provoca un cuerpo al dejarse caer en la cama…
Al término de la reunión de trabajo, que fue breve, escuché que Goya le preguntó a Carmen “¿Te dejamos dormir anoche?” Carmen sonrió de oreja a oreja y contestó “Creo que dormí el mismo tiempo que ustedes. Además, tuve unos deliciosos sueños húmedos”. “Ya se te cumplirán, él te trae ganas, amiga”.
A medio día fui a la farmacia para comprar un lubricante anal. En la noche, se lo mostré a Goya y le expliqué que primero debía dilatarle el anillo con mis dedos. Le advertí que sólo le dolería un poco cuando entraba la primera parte. “Agáchate”, le ordené. Ella se puso de rodillas, colocando su cara sobre el colchón, con las nalgas sobresaliendo, y procedí al ritual de introducir uno a uno los dedos hasta llegar a tres. La cara de Goya era de curiosidad y resignación, pero, salvo la introducción del glande y casi media verga, que le provocaron un dolor muy breve, cuando la tuvo completamente adentro e inicié mi movimiento, todo fue satisfacción, hasta llegar a un orgasmo mutuo, después del cual, ya reposando, me insistió en que le dolió poco.
–En la mañana, como despedida me lo vuelves a meter así, sí me gustó –dijo antes de ir a la ducha donde nos aseamos.
A la mañana siguiente, Goya me despertó con el bote de aceite en la mano. “Quiero ver si lo vuelvo a aguantar y si me sigue gustando”. Le di un beso cuando tomé el frasco y ella se mantenía sobre manos y rodillas. Le lamí el ano con suavidad, también la vagina y, especialmente el periné presionándolo en el centro con mi lengua. Empecé a poner el aceite y meter los dedos. Cuando estuvo lista, coloqué un par de almohadas y le pedí que se acostara boca arriba colocando la cintura sobre ellas. Le levanté las piernas, colocándomelas sobre los hombros y, embadurnado mi pene de aceite, lo metí. ¡Se fue como mantequilla hasta que toparon mis huevos con su coxis! “¡Ah!, ¡qué rico!”, exclamó ella. Le saqué varios orgasmos y entonces le llené el culo de semen. “¡Qué rico!”, volvió a decir cuando sintió el calor de mi eyaculación. Al sacárselo, escurrió mi esperma, acompañado de un poco de excremento. Nos fuimos a la ducha y allí me pidió que nuevamente la enculara. No necesitó del aceite, le entró fácilmente pues aún estaba el ano distendido. No me pude venir otra vez, pero ella sí.
Al vestirnos y dejar listas las maletas para nuestra salida, ella me dijo “Me voy a llevar el aceite”
–Tu marido se va a dar cuenta que viniste a coger, en lugar de trabajar –señalé como advertencia.
–Él ya se lo esperaba, desde la vez que nos vio, le dije que tú eras uno de los nuevos amantes míos, cuando me reclamó –me quedé pensando en que su marido también sabría que la usé muy bien para encularla pues, además del culo abierto y el aceite, aprendió a mover las nalgas riquísimo.
–¿Uno más? –pregunté dejando caer mi mandíbula por el asombro.
–¡Ja, ja, ja, qué cara! Así le dije, pero eres el único. Además, hasta ahora me doy cuenta que no ha de ser malo tener más, la variedad es buena… –dijo dándome un beso.