–Ha sido un error.
–¿El qué?
–Lo nuestro. Ha sido un error, una equivocación. No volverá a suceder– afirmó tajante Mauro mirando fijamente a Raúl–. No eres más que un crío, y yo soy tu profesor. ¿Te has parado a pensar qué será de mi carrera si se descubre que nos hemos acostado? Me quitarán la cátedra, será un escándalo, mis amigos me llamarán de todo y dirán que me he cambiado de acera. Ha sido un error y no pienso repetirlo de nuevo. Te ruego que salgas de mi vida, ya has jugado bastante con ella. Vete, antes de que me la destroces.
–Lo entiendo. Yo… lo siento.
Mauro había esperado una pataleta, gritos y que le montase el número, pero para su alivio y también decepción, Raúl había claudicado de inmediato. Con la mirada baja y los ojos anegados en lágrimas había rebuscado en su cartera, lanzado unas pocas monedas a la mesa para pagar su café y se había ido. No había mirado atrás ni una sola vez.
A pesar de las dos semanas transcurridas el recuerdo todavía se presentaba en la mente de Mauro sin que este pudiese hacer nada para impedirlo. La parte racional de su cerebro intentaba convencerle de que había tomado la decisión correcta, pero eso no lo hacía más fácil. Se había arrepentido de sus palabras en ese mismo momento, pero no había hecho nada por enmendar su error, por disculparse. Se había limitado a pagar su parte y marcharse a su casa a paso tranquilo, a preparar sus clases y a fingir que nada había cambiado, que aquel encuentro fortuito no había tenido mayor trascendencia. Puras patrañas. Raúl había trastocado su vida por completo.
El despertador le recordó insistente que debía levantarse de la cama y prepararse para el nuevo año académico en la universidad. Ser profesor le había llenado siempre de un fiero orgullo que no ocultaba. Amaba enseñar, amaba la química, y hasta hacía escasamente un mes había creído que el pináculo de su amor era el que mostraba por su esposa, incluso doce años después de su fallecimiento debido a un cáncer de mama. Mauro la había querido desde el instituto hasta que despidió sus restos en el cementerio local. Su muerte le sumió en una espiral oscura de la que sólo consiguió escapar a duras penas aferrándose a sus clases. Día tras día se levantaba tan solo para acudir a su aula, plantarse delante de más de cincuenta alumnos y desgranar una lección que conseguía reavivar los rescoldos de lo que no hacía mucho había sido una apasionada hoguera.
Rescoldos, solo rescoldos. Ni siquiera las exangües brasas conseguían hacer frente a la profunda oscuridad a la que se había enfrentado cada día. Poco a poco, el tiempo fue suavizando el dolor, difuminando sus afilados bordes hasta dejarlo reducido a una molestia constante. De haber hablado de ello con alguien lo habría descrito como algo semejante a la artritis, pero dentro de su pecho: había días donde apenas sí notaba un par de punzadas y días donde la oscuridad y el dolor eran tan intensos que le costaba incluso respirar. Y pese a ello, jamás faltó a una sola clase. Los meses de septiembre a julio eran más soportables, el verano era una jodida prueba de resistencia.
Siempre había sido la estación favorita de su esposa. Decía que la gustaba el calor, el sol, que la transmitía vitalidad. A él el campo agostado siempre le había transmitido una sensación de tristeza, como si, agotadas las gracias fértiles de la primavera, no le quedase nada que ofrecer salvo un melancólico letargo que culminaba en la explosión de colores del otoño. Ella lo veía de una forma totalmente opuesta. Un letargo apacible en lugar de triste, acunado por el chirrido de grillos y cigarras, zumbido de moscardas y demás insectos y en las noches el vuelo titilante de las luciérnagas. Tras su muerte nunca pudo volver a disfrutar del verano. Todo le recordaba a ella. Todo. Y el dolor de su pecho amenazaba con consumirle de nuevo.
La casa estaba igual que siempre, menos por las fotos. Todas las fotos donde salía Ana habían desaparecido. Guardadas con pulcro cuidado en una gran caja fuerte de hierro bajo su cama, junto a su alianza, la póliza de seguros y demás papeles importantes. No soportaba verlas, no soportaba ver a la chica llena de vida y luz que fue. En su mente quedaba el recuerdo de un cuerpo caliente y consumido por el cáncer y la fiebre, cuya respiración gorgoteante auguraba negros presagios. Cada vez que veía una foto suya tan solo podía compararlas y preguntarse por qué a una persona tan dulce la tocó una muerte tan horrible. Y esas preguntas se acrecentaban durante el verano. Siempre en verano.
Su mejor amigo, compañero de despacho y cátedra le había intentado sacar de casa en vano. Durante nueve años le estuvo acosando, insistiéndole para que fuese con él y su ahora exmujer de vacaciones. A donde fuese: montaña, campo, mar… hasta habrían dicho que sí si hubiese propuesto irse al Amazonas a luchar contra jaguares. Durante años, tan solo Alberto se había acercado a intuir la profunda devastación que asolaba a su compañero y amigo. Se había mantenido cerca, un pilar esencial en su vida sin el que no sabía cómo habría acabado. Pero las vacaciones eran demasiado. No estaba preparado. Sabedor de que su amigo jamás dejaría de insistir, a los seis años de la muerte de su esposa había anunciado que daría clases particulares durante el verano.
Dar clases a niños nunca le había entusiasmado, pero funcionó a las mil maravillas. La mayoría de los que acudían a sus clases necesitaban recuperar materias de números: matemáticas, física, química, biología… Muchas de las cosas que le pedían las había olvidado, reemplazadas por estudios mucho más complejos, y el tener que repasarlas para preparar las clases bastaba para tenerle ocupado. Además, se dio cuenta de que la mayoría de niños no eran tan malos, tan solo tenían malos profesores. Muchas veces se sorprendía riendo con ellos y sus ocurrencias, con ellos podía ser un profesor diferente al ogro que era en la universidad. El problema real fueron los adolescentes, desafiantes y apáticos en su mayoría. Por cada uno que de verdad tenía interés bregaba con diez que no tenían ni las más remotas ganas de estar dando clase cuando podrían estar en la piscina o de fiesta. Y el noventa por ciento de su clientela adulta era igual. Cuando pensaba que ya les tenía calados a todos, apareció Raúl.
La segunda alarma del despertador le evitó ir por ese camino. Con movimientos pesados apartó el cobertor de la cama y se incorporó. Por inercia revisó el teléfono. No tenía mensajes nuevos. Antes de la muerte de su mujer había sido una persona sociable y extrovertida, rodeado de amigos. Ahora nadie le escribía salvo sus alumnos y Alberto. Deseaba recibir un mensaje de Raúl y a la vez la idea le llenaba de inquietud. Su silencio no le gustaba. A pesar de haberle pedido que se alejase de él no esperaba que claudicase con tanta facilidad, no casaba con el chico que él conocía. Con pasos lentos entró en el cuarto de baño, estudiando su reflejo en el espejo que colgaba sobre el lavabo.
Nunca había sido mal parecido, pero el dolor había dejado una huella profunda en su rostro que se traducía en una arruga en el entrecejo que nunca se iba del todo. Sus ojos eran de un marrón oscuro semejante al ébano, ocultos en parte por unas pobladas cejas negras y con profundas ojeras purpúreas por debajo. La nariz recta, los labios finos y la mandíbula ancha. Siempre despertaba con una barba que ya presentaba dos tonos: gris y negro. Encendiendo la maquinilla eléctrica se deshizo de ella mirando al hombre ceñudo del espejo. Su corto pelo negro seguía espeso, sin entradas, aunque salpicado de canas prematuras en las sienes. Para sus treinta y siete años, seguía siendo atractivo, y aún así… ¿qué habría visto en él?
Abrió la puerta del armario. Aunque su estilo clásico estaba pasado de moda, no podía evitarlo. Le gustaba llevar camisa, chaleco y pantalón recto de vestir. Le daba una sensación de autoridad que ayudaba a mantener a sus alumnos a raya. Las camisas eran casi todas azules o blancas, aquí y allí alguna gris siempre en tonos suaves. Los pantalones oscuros y los chalecos de rayas diplomáticas o estampados sutiles. Los zapatos siempre negros. Bóxers siempre blancos, negros o grises. Incluso Alberto coincidía en afirmar que su vestuario era aburrido. La verdad es que nunca le había importado, siempre se le había elegido Ana y era ella la que apostaba por el color. Desde que ella no estaba, ni siquiera tenía fuerzas para preocuparse por cambiar un poco de imagen. Ni siquiera en verano renunciaba a las camisas y a los pantalones largos, se limitaba a quitarse el chaleco y la corbata.
Desayunó una taza de café solo. Sin conseguir juntar ganas suficientes para comer algo sólido. La última vez que se sintió verdaderamente hambriento había sido con Raúl a su lado. Todo lo bueno que le había pasado últimamente había sido gracias a él. Y en lugar de ser agradecido y reconocérselo, le había alejado de él. Le había roto el corazón. Mientras bajaba a su coche, un flamante modelo deportivo, intentó sacarse de su cabeza la última vez que le había visto. Su escaso buen humor se disipó en cuanto vio el maldito coche. Otra de las brillantes ideas de Alberto: renovar su viejísimo vehículo. Tenía que admitir que su antiguo utilitario se caía a pedazos, pero no necesitaba un coche tan caro ni de un vistosísimo azul claro que parecía llamar la atención a gritos. Ni acababa de sentirse cómodo con su interior de nave espacial y tantísimos botones. Mientras se incorporaba al lento tráfico matutino se volvió a permitir el lujo de pensar en Raúl. En cómo había conocido al chico.
La primera noción que tuvo de él había sido por teléfono. Le habían admitido en trabajo social, en la misma universidad donde él impartía clases, pero como él mismo había reconocido por teléfono, la estadística y las matemáticas no eran su fuerte. Su voz sonaba dulce y tímida incluso por teléfono. Predisponía a sentimientos favorables, protectores incluso. Si le resultó extraño que fuera él mismo quien llamase para pedir clases con él, no lo demostró. De hecho, le había gustado esa resolución. Tampoco le había discutido los precios, cosa extraña pues la mayoría de personas intentaban regatear. Al instante se imaginó a un niño rico y consentido y se preparó para ello. Sin embargo, nada pudo prepararle para lo que realmente se presentó en el pequeño local de alquiler que usaba para dar las clases.
Lo primero que saltó a su campo visual fueron dos grandes vasos de café de los reutilizables de color negro, llenos hasta arriba de café tan frío que podía ver la condensación a pesar del diseño del vaso. Lo siguiente fue una espesa mata de pelo a lo Beatle dorado oscuro, casi castaño. Y lo tercero fueron unos ojos de un intenso color marrón ambarino. La piel clara estaba cubierta de cientos de pecas y sus mejillas encendidas, coloreadas por el calor exterior. Sonreía tímidamente empleando los vasos como barrera ante él y Mauro, que le miraba sin comprender. Vale que él era alto, de un metro ochenta y siete, pero el chaval que tenía delante de él no alcanzaría el metro setenta ni aun de puntillas. Sin duda se había confundido.
–Perdona, creo que te has confundido. Las clases de arte son en el local de al lado.
La cara de cómica sorpresa del chico le arrancó una breve sonrisa y las ganas de echarse a reír. Sin duda el pobre había confundido los números o algo.
–Pero… yo vengo a clases de estadística y matemáticas. ¿No es usted Mauro?
Ahora le tocó sorprenderse a él. Era la misma voz del teléfono, pero debía haber un error. Aquel muchacho no podía tener veinte ni de broma, como mucho diecinueve y eso siendo generosos. Debía decir algo, pero no sabía cómo sacar a relucir el tema de forma educada, por lo que decidió permanecer en silencio. Al ver que no hablaba el joven había cambiado el peso de un pie a otro con cierta incomodidad, ofreciéndole después uno de los vasos con pajita.
–Le he traído café. Hablamos por teléfono y se suponía que empezaba hoy a las seis de la tarde. ¿Me he confundido de hora?
–¿Tú eres Raúl? –consiguió preguntar por fin, aceptando el vaso que se le ofrecía.
Sus grandes manazas habían rozado por accidente la del chico, mucho más pequeña y helada por sostener el vaso tanto tiempo. Por inercia se había hecho a un lado, permitiéndole pasar al pequeño bajo escasamente amueblado. Tan solo una pizarra blanca con ruedas, una mesa larga y ocho sillas, cuatro a cada lado. Un par de estanterías metálicas atestadas de carpetas y una impresora conectada a un viejo ordenador.
–Sí, soy yo. ¿Señor Mauro?
–Solo Mauro –algo azorado le ofreció asiento–. Perdona lo de antes, es que no eres como pensaba. No aparentas ser estudiante universitario.
–Lo sé– suspiró con cierto abatimiento mientras se sentaba y sacaba un cuaderno, un libro, y un par de bolígrafos de la bandolera que llevaba al costado–. Me lo dicen mucho, y eso que en realidad soy de los mayores del curso. Soy de enero. Aunque en teoría aún no he empezado la universidad, y mejor así, porque tengo asignaturas de estadística y no tengo ni la más remota idea de cómo resolver todo esto –remató mientras tendía su carné de identidad al profesor, que verificó que realmente era quien había contratado las clases y que tenía diecinueve años, como le había dicho.
Otra sorpresa. El libro. Casi nadie que pedía clases traía su propio material y, sin embargo, ahí estaba. Un maltratado libro de estadística que no le costó reconocer. Le había visto en el campus en más de una ocasión, aunque no en concreto en su departamento. Era el que habían usado los años anteriores en la carrera de trabajo social. Que se tomase esa molestia avivó la pasión que sentía por enseñar como no le había pasado nunca, al menos, no desde la muerte de su esposa. Revisando el libro decidió que lo mejor sería calibrar su grado de conocimientos primero. Rebuscó en sus carpetas y sacó un pequeño examen, no demasiado complicado, pero enfocado casi en su totalidad en modelos estadísticos.
–Con esto me haré una idea de tu nivel. No te preocupes si dejas algo en blanco o no lo entiendes, sólo quiero ver desde dónde tenemos que partir para ponerte al día.
–De acuerdo.
Eso había sido todo. Ni una sola pregunta, ni una sola protesta. Había aceptado sus indicaciones sin rechistar, enfrascándose tanto en el examen que le dejó tiempo a Mauro para estudiarle con tranquilidad. Lo más llamativo era su pelo, una mata suave y espesa que le recordaba a las melenas de los Beatles en sus primeros años, con un flequillo medio ladeado que ocultaba parcialmente sus ojos ambarinos y que de vez en cuando soplaba hacia arriba, tan largo que las puntas se enredaban en sus pestañas. Salvo por ese gesto, el corte era igualito que el de John en sus años de juventud, uno de esos que no suele verse normalmente en la gente joven.
Era delgaducho y menudo, y la camiseta ancha y desteñida de color lila parecía acrecentar esa sensación. Llevaba vaqueros cortados a mano por encima de las rodillas, deshilachados y de color azul claro y unas deportivas de skater bastante baqueteadas. En una de sus muñecas una ancha muñequera de cuero marrón cubría su brazo casi hasta la mitad. En la otra, pequeñas pulseras de hilo de colores llamaban la atención. No lo llevaba puesto al entrar por lo que no lo había visto, pero sobre la mesa descansaba un fedora negro al que había reemplazado la cinta original por una de un vivo color celeste y el ala claveteada de pines y chapas. Unos enormes auriculares inalámbricos, a los que él aún se refería en su cabeza como “cascos”, colgaban del asa de la bandolera, exageradamente más grandes de lo necesario.
No sabía si encajarle en la categoría de hípster postureta o en la de alguien con un caso grave de anemoia. Su estilo desenfadado encajaba tanto en uno como en otro, pero su actitud era en extremo cortés. De todos sus alumnos, era el único que le había llevado un café alguna vez. Se mantenía estudiosamente inclinado sobre el folio, haciendo las cuentas en su cuaderno si necesitaba un extra de papel y anotando los resultados en el folio de examen. Incluso en la piel al aire de brazos y piernas veía pecas, constelaciones enteras de ellas. Dejó en blanco los dos últimos ejercicios, pero el resto estaban resueltos cuando le devolvió el examen a Mauro.
–No están mal, pero has usado la cuenta de la vieja en la mayoría. Te han salido bien un poco por suerte y otro por intuición, pero esto no te servirá de mucho en la carrera. Te falta teoría básica, pero creo que podrás estar al nivel en una o dos semanas, pero te tocará trabajar duro.
–¿Cuántas clases puede darme? A la semana.
–Tutéame –pidió rápidamente Mauro antes de responderle–. Yo creo que con dos sería suficiente si trabajas en casa. Pero lo ideal sería al menos dedicar cuatro, dos a avanzar materia y dos a repasar.
–Cuatro, está bien. Los lunes no puedo, tengo trabajo.
–Pues quedamos el resto de días. Vamos a empezar esta semana por repasar las nociones básicas, avanzaremos desde ahí. Te repetiré este examen pasado un tiempo para comprobar tu progreso.
Decididamente, Raúl había sido el alumno más raro de cuantos había enseñado, incluso entre los adultos que acudían a él. Era responsable, serio en clases y aplicado. Nunca se quejaba o pedía un descanso y era educado hasta el extremo. Parecía absorber cada una de sus palabras y a pesar de trabajar también, nunca falló una sola clase, sus deberes eran impecables y su progreso astronómico. Pronto se encontró hablando con él de química, historia, literatura, cine, música… Como profesor amaba enseñar, pero por primera vez se encontró aprendiendo cosas nuevas. El mundo no se había detenido en los doce años de duelo en los que él sí lo había hecho, y Raúl hablaba animado de cosas que le resultaban incomprensibles al principio, sin hacerle sentir por ello una reliquia de tiempos remotos.
Se establecieron en una tranquila rutina: terminar las clases, recoger y terminarse el café mientras charlaban. Todos los días le llevaba uno, aunque no siempre el mismo. Tras la primera clase le había pedido de vuelta el vaso y todas las tardes se le ofrecía lleno, a veces incluso con un bollo salado, a veces uno dulce. Con él se encontró conversando de temas que llevaba años sin tocar. Sobre todo, de su exmujer. De la luz de sus ojos, de su serena belleza, de su fe inquebrantable en que las cosas irían bien… de su lucha contra una enfermedad que se la comió por dentro y de sus últimos momentos.
Raúl se limitaba a escuchar, dejando escapar en contadas ocasiones algún retazo suelto de su vida. Aportándole un consuelo silencioso sin ser por ello intrusivo. Nunca le presionó a contar, ni intentó ofrecerle consejo, tan solo le ofreció su hombro en silencio, dejándole por fin purgarse por dentro. Un pequeño sol en miniatura, tan semejante y tan diferente que no podía alejarse. Parecía haber devuelto cierta luz al verano.
Conduciendo con precaución soltó un gruñido de fastidio cuando el tráfico le obligó a detenerse de nuevo. Odiaba las aglomeraciones, odiaba los atascos y odiaba el tráfico. Encerrado a solas con sus pensamientos estos se empeñaban en volver una y otra vez a lo que más deseaba evitar. Aunque por fin estaba abordando el problema directamente, como siempre le recomendaba Alberto. Frustrado golpeó el claxon varias veces, en un gesto inútil del que nada salió salvo una buena andanada de pitidos tanto delante de él como detrás. Resignado a esperar a que se despejase la congestión de vehículos intentó evocar qué había decantado la balanza hacia él. Cuando dejó de verle como un alumno, o un amigo, y pasó a verle como algo más. Apretando el volante con ambos puños hizo memoria, rescatando el instante exacto en que se descarriló por completo su hasta entonces relativamente segura vida.
El cinco de agosto caía ese año en viernes. Mauro no podía más que dar gracias por las pequeñas coincidencias de la vida. Aunque Alberto llamó para felicitarle pudo escaquearse de quedar con él con el pretexto de las clases. Clases que de cualquier modo había cancelado pretextando que lo celebraría con su familia. Sus cumpleaños siempre se le hacían demasiado duros desde que faltaba Ana, demasiado solitarios. La idea de tener que fingir alegría resultaba inconcebible, no tenía energías para eso. Por mera rutina, y en parte por si Alberto decidía hacer de las suyas y entrometerse, fue al local donde impartía las clases particulares. El pequeño bajo olía bien, a papel y tinta de impresora mezclados con el rotulador para pizarra blanca. Aromas reconfortantes.
Agosto era un buen y un mal mes. Muchos se iban de vacaciones y eso le concedía un pequeño respiro, lo cual le dejaba demasiado espacio libre para pensar. A muchos otros les entraban las prisas de cara a las recuperaciones y su ritmo de trabajo se volvía frenético. Podía corregir ejercicios, pero no tenía ganas de nada. De haber podido, no hubiese salido de casa. Desparramó los diversos folios por la mesa y acto seguido subió ambos pies. Jamás se habría tomado tantas licencias de haber tenido que dar clase, pero no esperaba a nadie y el calor del mes de verano bastaba para adormecerle. Los dos timbrazos en la puerta casi le hacen caerse de la silla.
Con el corazón todavía latiendo como un tambor supuso que por fin Alberto había hecho de las suyas, y se alegró de tener la coartada perfecta ya preparada. Con un suspiro de resignación se encaminó a abrir, sin comprobar ni siquiera quien era. Para su sorpresa, no era Alberto quien venía a molestar, sino Raúl, cargado con una caja blanca de pastelería y su ya clásica bandolera. Incapaz de decir nada le permitió pasar, boquiabierto.
–No teníamos clase hoy. ¿Qué haces aquí?
–Lo sé. Sé que es tu cumpleaños y fui a comprarte esto. Pensaba dártela mañana, pero vi luz y pensé que, si estabas aquí, mejor ahora porque así no se pondría rancia.
Mauro le observó atónito. Su tono era suave y dulce, daba, pero no imponía a aceptar lo que ofrecía. Daba sin pedir a cambio ni esperarlo siquiera. Con dos trancos se acercó a la mesa y le dio un gran abrazo, hundiendo la cara contra esa mata dorada y estrechando su cuerpo delgado contra el suyo. Por debajo de la camiseta podía notar las costillas y el golpeteo frenético de su corazón. Por primera vez le tocó el cabello, suave y nada graso a pesar de su apariencia. Azorado se apartó de él, centrando su atención en la tarta.
–Muchas gracias por esto, no tenías que haberte molestado.
–No es nada, bueno, no es una tarta cara o muy elegante, no me la puedo permitir. Quería tener un detalle, y me pareció… apropiado. Si no te gusta no pasa nada, puedes tirarla.
No le miró al hablar, con las mejillas pecosas arreboladas y hurgando en la bandolera al mismo tiempo. Sacó una única vela y un encendedor junto un paquete pequeño y rectangular. Sin levantar la vista lo deslizó sobre la mesa, en dirección a Mauro, antes de abrir la caja y colocar la vela en el centro del pastel. Desmontó la caja por completo, revelando la sencilla tarta de chocolate de su interior y encendió la vela solitaria.
–Tampoco sé cuántos cumples, pero pensé que una vela estaría bien. Es lo que suele hacerse. Y te he cogido un regalo.
Sin dejarle decir nada más, se puso a cantar. Su voz suave y dulce entonó el cumpleaños feliz para él mientras Mauro abría el paquete. El primer tomo de “Canción de Fuego y Hielo” se descubrió bajo sus dedos. Habían hablado de la serie el último día, y recordaba haber dicho que ni siquiera sabía que estaba basada en una saga literaria. Raúl terminó de cantar y le ofreció la tarta con una mano temblorosa, deslizando la caja de cartón convertida en bandeja sobre la mesa. Mauro solo pudo soplar la vela, deseando con todas sus fuerzas que no fuese un sueño. Una pequeña parte de su mente se sentía inundada por la culpa y los remordimientos, pero lo primero que sentía era felicidad, felicidad pura. El verano había recuperado el sol y el calor.
–Gracias. Por la vela, el libro y por estar aquí. Quédate, quiero probar la tarta.
–Es de…
–Lo sé. Pero me la has traído tú, y eso es lo que cuenta. Tengo unos cuantos cubiertos de plástico en el cajón. Tú siéntate.
Comieron la tarta, más que aceptable, en silencio. Las zapatillas de Raúl golpeteaban contra el suelo con un ritmo regular. Mauro alargó la mano, apartando el pelo de esos ojos ambarinos tan hermosos. La sonrisa de Raúl era radiante, resplandeciente, entregada incluso. Mauro tan solo había conocido a otra persona igual en su vida, capaz de dar sin esperar reciprocidad. Inclinándose despacio sobre el joven, a medias para no asustarle y a medias para asegurarse él mismo de que de verdad quería, acercó su cara a la del chico. Raúl no se retiró, aguardó paralizado, sin retroceder, pero sin avanzar. Los labios finos de Mauro se apretaron contra los del joven y ya no pudo volver atrás. Sus dedos se enredaron en su cabello de oro y su lengua avanzó dentro de su boca, abriéndose camino hasta invadirla por completo.
Dando un puñetazo sobre el volante aparcó en su plaza de siempre. Él se había lanzado, y ahora él había dicho que se acababa. No podía marear más al pobre chico. Si antes no se hubiesen acostado hubiera sido perfecto. Pero la había jodido y ahora solo le quedaba esperar que la mierda no se le viniese encima. Tenía quince minutos antes de la clase, por lo que se pasó por su reducido despacho en el departamento. Alberto le saltó encima con su entusiasmo de siempre, palmeando su espalda y sonriendo de oreja a oreja. Sin duda, a su compañero el divorcio le sentaba bien.
–¡Vuelta a las clases! ¿No echas de menos las vacaciones? ¿Descansar?
–Buenos días.
–Estás sumamente gruñón ¿eh? Eso quiere decir que tu ligue ha ido mal, ¿la has cagado?
La mirada irritada de Mauro solo sirvió para que su compañero se riese a mandíbula batiente mientras cada uno se alejaba por su lado, el primero preguntándose cómo sabría el segundo que algo romántico había sucedido. Las clases estaban a punto de empezar y los alumnos que ya le conocían corrieron a adelantarle por el pasillo para que no cerrase la puerta antes de su llegada. Como siempre, echó un rápido vistazo al aula antes de comenzar. Reconoció casi todas las caras, con algunas ausencias y un par de incorporaciones nuevas entre las que destacaba un muchacho de pelo cobrizo sentado sobre la mesa, que se bajó tan rápido como un relámpago en cuanto le vio llegar.
Durante sesenta minutos desgranó con claridad el temario del curso, sin preocuparse por si le seguían o no. Consideraba que la primera clase marcaba el año, si era blando con ellos se relajarían. No podía permitir esa clase de deslices con gente que aspiraba a convertirse en médicos. Debían saber lo que se jugaban, y él se esforzaba en intentar transmitírselo. Dos minutos antes de que sonase la campana les recordó sus horas de consulta y recogió sus apuntes. Aunque toda la mañana trascurrió de la misma manera, no se libró de la molesta presencia de Alberto, que se sumó a él en la concurrida cafetería. Esta vez serio y sin las bromas con que le recibió esta mañana.
–Ven, quiero hablar contigo.
Mauro siguió a su amigo resignado. No iba a conseguir librarse de él hiciese lo que hiciese, por lo que mejor terminar cuanto antes. Consultando el reloj le siguió hasta el aparcamiento, donde se acomodaron junto al coche de Mauro, en apariencia admirando su nueva adquisición. Mauro cruzó los brazos y se acomodó contra la brillante carrocería.
–Mira, no pretendo ser entrometido, pero resulta que el día de tu cumpleaños me pasé por tu aula para ver si conseguía sacarte de ahí, que te diese un poco el sol. No estabas solo. No entré y no sé con quien podías estar, pero lo que tengo claro es que era un ligue. No creo que nadie más te cantase el “cumpleaños feliz”.
–Pues te equivocas porque no era un ligue –protestó a la defensiva.
Alberto se cruzó de brazos, copiando la postura de Mauro que claudicó. Echando un vistazo a su reloj le indicó con la cabeza uno de los bancos de madera que bordeaban el inicio del césped de acceso a los terrenos de la inmensa universidad.
–No era un ligue. Era… No era un ligue.
–¿Entonces?
–Si lo fuera… estaría engañando a Ana. Siento que ya la he engañado. Hace unos meses empecé a dar clases a… una persona. Mayor de edad. Le reasigné la clase al sábado, a todos los que tenía que dar clase el viernes, pero compró una tarta y un libro, y se pasó por allí. Vio luz dentro y decidió que así la tarta no se añejaría. Me lancé. Besé a esa persona. Cenamos. Nos acostamos. Y corté a los pocos días porque no podía soportarlo.
–¿Soportar el qué?
–La idea de estar engañando a Ana. Las dudas, el miedo al qué dirán. Las reacciones si se descubría lo que había hecho y lo que siento.
–Mauro, no entiendo de qué tienes miedo. Nos alegraremos por ti, has encontrado por fin a alguien a quien quieres después de doce años de luto y duelo. No entiendo tu reacción –protestó Alberto.
–¿Y si te digo que tiene diecinueve años? Cumplidos en enero.
–Es mucha diferencia de edad –reconoció Alberto suspirando–, pero a mi no es que eso me importe. Mira, te conozco. No creo que te lanzases si esa chica no te hubiese dado antes señales muy claras.
–¿Y si te digo que no es una mujer? –susurró mirando fijamente al pavimento.
Alberto se mantuvo en silencio unos instantes, calibrando el estado emocional de Mauro y reponiéndose de la sorpresa. Finalmente se encogió de hombros, elevando las palmas de ambas manos hacia arriba a la vez.
–¿Y qué tendría eso de malo? Mauro, no seas tan estrecho de miras. Habrá cientos de capullos, miles de gilipollas que lo verán como algo negativo, pero Mauro, yo te quiero. Y mi exmujer, y mi hija. Tus padres ya no están, y con los de Ana no mantienes ningún contacto porque son dos grandísimos pedazos de mierda. ¿Qué más te da? Si quien te hace feliz es hombre está bien, si quien te hace feliz es mujer está bien, si quien te hace feliz no quiere identificarse con ninguno de los dos géneros o lo hace con los dos, está bien.
Los hombros de Mauro se estremecieron en un sollozo mientras parpadeaba para evitar las lágrimas.
–¿Y qué hay de la universidad? Estudia aquí, no bajo mi tutela ni en mi campo, pero es estudiante de la universidad.
–No le has conocido aquí, pero entiendo tu punto de vista. Mauro, si le quieres, esto no es importante mientras ambos seáis discretos. Es una excusa más que te das para no estar con él.
–Siento que engaño a Ana. Siento que debería serle fiel, que la debo explicaciones por ser feliz con otra persona, por haberle llevado a la cama que compartí con ella, por no contarle a Ana lo que sí le cuento a Raúl. Han pasado doce años y aún la echo de menos, ¿es eso justo para él? ¿para ella?
–Siempre vas a añorarla, pero a él también le quieres y está vivo –Alberto sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo y le ofreció un cigarrillo a Mauro que aceptó con dedos temblorosos. No solía fumar, pero necesitaba algo que le distrajese. Su compañero encendió ambos cigarrillos antes de proseguir–. Necesitas pasar página, necesitas dejarla descansar. Ella querría que fueses feliz. Llevas doce años atormentándola tanto como ella a ti, ya es hora de que empieces a cerrar las heridas del pasado.
–Una parte de mi me dice que la pongo los cuernos. Que la he puesto los cuernos porque es posible que de seguir ella viva también me hubiese acostado con él.
–O no. Si valoras mi opinión, te aseguro que de seguir vivo nunca le habrías mirado siquiera, pero nunca sabrás qué habría pasado de seguir ella con vida. Así son las cosas, debes aceptarlo. Acude a terapia, llama a ese chico y poned las cosas en claro –declaró con fervor–. Date una oportunidad, tú no tienes la culpa de que la matase el cáncer, y lo has dado todo por ella hasta el final. Ahora empieza a vivir antes de que te mate su fantasma. Si eso pasa, no te perdonará jamás. Y yo tampoco.
–Le dije… –comenzó a decir, antes de que su amigo le cortase con un ademán.
–Puedo suponerlo, pero no me lo digas porque entonces sí que acabaré por darte una patada en el culo. Te conozco y sé que a veces eres un capullo abrasivo y desagradable, pero si le quieres al menos ten huevos y arréglalo. Si te dice que no, te lo habrás buscado. Si te dice que sí, espero que me le presentes pronto.
Alberto arrojó la colilla a un lado de la calle con gesto despreocupado, ganándose una reprobadora mirada de Mauro que guardó la suya en el bolsillo de su pantalón. Las clases habían terminado, aunque aún tenía trabajo por hacer. La mayoría de alumnos se alejaban en una riada de personas que charlaban, reían o iban abstraídos por su teléfono móvil. Dirigiéndose a pasos rápidos a la zona de humanidades buscó entre la marea humana una cabeza rubia, o un fedora. Para su disgusto, cuando localizó el fedora no estaba solo. Caminaba escoltado por una chica y un chico que iban de la mano, charlando con él de forma animada. En cuanto consiguió alcanzarle le hizo girar agarrándole por el hombro, inspirando hondo al mismo tiempo.
–Disculpa. ¿Podemos hablar? Sobre las clases –añadió a modo de excusa.
Los dos amigos miraron con sorpresa a Raúl que se encogió de hombros. Indeciso. Mauro aguardó, confiando en que dijese que sí. Por fortuna no reconoció sus caras, sin duda no eran alumnos suyos.
–Era mi profesor particular este verano. Estadística. Os veo mañana, chicos.
Mauro echó a caminar, seguido por Raúl. El chico andaba cabizbajo, con la cara escondida bajo el ala del fedora. El profesor le condujo por los pasillos de la universidad hasta su reducido despacho. Por un momento dudó entre ir directamente al aparcamiento y salir de allí o subir al despacho, pero pensó que era mejor no tener un escenario parecido al de la otra vez. Alberto salió del despacho sin que nadie dijese nada, lanzando una mirada curiosa a Raúl y levantando el pulgar sin que este lo viese, prestando su apoyo silencioso. Mauro tomó asiento en una de las dos sillas frente a su escritorio, ofreciendo la otra a Raúl quien se quitó el fedora y lo dejó en su regazo. La puerta no tenía pestillo, normas de la universidad, por lo que el profesor se levantó y se sentó detrás de su escritorio, para guardar las formas en caso de que alguien entrase.
–Quería hablar contigo. Llevo desde que hablamos el martes queriendo hablar contigo. Me equivoqué al decirte aquellas cosas. Me equivoqué y lo siento realmente.
–No, no importa– respondió Raúl con prontitud mientras jugueteaba con las pulseras de su muñeca–. No dijiste nada que fuese mentira. Lo he estado pensando y tenías razón. Solo te causaré problemas. Lo siento. No haré nada que pueda incomodarte, he mirado el plano y puedo ir a todas mis clases sin que tengas que verme. Yo… te agradezco lo de la otra noche. Fue bonito.
–Por favor, escúchame –imploró Mauro–. Raúl, te quiero, pero tengo miedo. Por primera vez en mi vida me he colado por un hombre, te saco diecinueve años, era tu profesor, no sé si me he propasado y tú has cedido o si sientes algo parecido y he interpretado bien las señales. Siento que estoy engañando a Ana y a la vez sé que ella murió, que no va a volver y que desearía verme feliz. Siento que si en doce años no he avanzado no es justo que te cargue a ti con la tarea de lidiar conmigo y siento que todo esto va a volverme loco. Tú no has arruinado mi vida ni vas a hacerlo, desde que estás en ella me siento feliz de nuevo, y culpable por ello, y culpable por sentirme culpable.
Hizo una pausa en la que apoyó los codos en la mesa, hundiendo la cabeza en las manos. Raúl permanecía en silencio, jugando incansable con las pulseras. Incluso ahora que había refrescado su ropa seguía siendo ancha y desenfadada, enseñando unas pantorrillas cubiertas de pecas. Mauro le miró fijamente, intentando ver algo en su rostro oculto bajo el tupido flequillo que caía hacia delante.
–Si aun así no quieres darme una oportunidad, lo entenderé. Y si ese es el caso al menos espero conservarte como amigo y alumno. –Hizo una pausa, a la espera, pero al ver que Raúl no se pronunciaba volvió a implorarle, inclinándose sobre el escritorio con fervor–. Mírame, te lo suplico. Siempre evitas mirarme cuando más necesito saber qué piensas.
Los brillantes ojos ambarinos de Raúl parecían estar llenos de luz cuando le miró a la cara. Su voz seguía suave, dulce, sin rastro de rencor a pesar del dolor que sabía que le había hecho pasar.
–Yo te quiero, y me gustas mucho. Desde que te vi en la puerta el primer día. Yo no soy suficiente, pero intentaré serlo. Si me dejas, intentaré ser alguien digno. No causarte problemas. Estar ahí si eso te hace feliz. Nunca te has propasado. La otra noche me hiciste muy feliz, el primer beso me hizo muy feliz.
–No puedo prometerte que será fácil. Un amigo me ha recomendado ir a terapia, y lo voy a hacer, pero aún así… ojalá pudiese decirte que será fácil.
–Lo sé. No me importa. Ya te lo he dicho, te quiero. Siento que puedo hablar contigo, que me escuchas, y te preocupas por mí.
–¿Me perdonas por las cosas horribles que dije el otro día? Juro que intentaré compensarte por ellas a partir de ahora.
Raúl asintió con gruesas lágrimas rodando por sus mejillas. Sin resistirse más tiempo Mauro se levantó y le envolvió en sus brazos. Hasta la nariz del joven llegó el aroma del suavizante para la ropa que usaba el profesor y la fragancia de su desodorante, masculina pero sutil. Las grandes manos de Mauro acariciaron el cabello de oro de Raúl, descendiendo por su cuello. Levantando su cabeza con delicadeza consiguió que saliese del refugio de su chaleco. Inclinándose sobre él le besó de nuevo en los labios, tan suaves que parecían satén. Los ojos de ámbar del joven se clavaron en los suyos mientras sus manos, tímidas y delicadas, acariciaban su cabello canoso. Echándolo hacia atrás.
Sus lenguas se juntaron, bailaron pasando de una boca a otra mientras Mauro le empujaba más y más contra su cuerpo, con una floreciente erección en sus pantalones de traje. Raúl se aferró al profesor con desesperación, sin dejar de llorar. Mauro se apresuró a secar sus mejillas con las manos, separándose de él y ofreciéndole un pañuelo de tela que sacó del bolsillo.
–Ten, quédatelo. Lo siento, siento que estés así por mi culpa.
–No… no es eso. Lloro porque soy feliz.
Mauro volvió a abrazar a Raúl, que hipaba incontrolablemente. Le sostuvo con ternura hasta que los hipidos cesaron, dejándole calmarse sin dejar de acariciar su sedoso pelo dorado. En ese momento le daba igual que alguien entrase y los viese, pues no se había sentido así de feliz desde hacía más de doce años. Besando su cabeza con suavidad le cogió de la mano, ayudándole a secarse la cara.
–¿Quieres venir a mi casa? Si no es inconveniente. Ni siquiera sé si vives con tus padres o…
–Quiero ir a tu casa.
Su rápida respuesta le arrancó una sonrisa, completamente genuina y de felicidad. Su gran mano apretó la pequeña de Raúl y tiró de él por el pasillo, en dirección al aparcamiento. Su coche era de los pocos vehículos que aún quedaban allí. Abrió la puerta del copiloto al joven que le miró con la duda pintada en su cara.
–¿Seguro que puedo subir? Es tu coche y… tiene pinta de ser muy caro.
–No quiero separarme de ti. Sube, todo está bien.
Condujo a su casa deprisa, todo lo deprisa que pudo sin infringir la ley. Deseaba estar con Raúl, demostrarle que le quería, tenerle entre sus brazos. Su cuerpo estaba respondiendo de nuevo, su mente iba a mil revoluciones, sentía que su corazón latía desaforado y todo le parecía más vivo que antes. A su lado el chico sonreía, mirándole casi sin pestañear y con el fedora entre las manos. Incluso su tranquila calle residencial le pareció más viva ahora, porque le volvía a acompañar el sol después de una época llena de nubes.
Aparcó el coche y dejó que Raúl saliese solo, abriendo mientras la pequeña puerta de acceso que comunicaba el garaje con la vivienda. Raúl conocía vagamente el lugar, pero esta vez Mauro no se apresuró, dejando que tomase la iniciativa. Quería ver qué hacía. El chico recorrió la cocina despacio, dubitativo e inseguro, dejando el fedora y la bandolera sobre la isla. Con la sensación de no tener que estar del todo ahí. Volvió sobre sus pasos hasta donde esperaba Mauro y le cogió de la mano. Al ver la serena sonrisa del profesor se relajó y tiró de él hacia el pasillo y por las estrechas escaleras, asumiendo el control.
–Quiero repetir lo del otro día, por favor.
Mauro le abrazó por detrás, acariciando su pecho mientras intentaba no perder pie en los estrechos peldaños. Ante la puerta del dormitorio Raúl volvió a paralizarse, inseguro de nuevo. Levantó la cabeza y miró a Mauro mordiéndose el labio inferior. Con una suave caricia el hombre le guió despacio hacia la cama, sentándole sobre su regazo y aprovechando para quitarse ya los zapatos. La primera vez que se acostó con él ya intuyó su inexperiencia, sin duda no se había ido a la cama con muchos, lo que a un nivel muy primitivo le complació inmensamente. A un nivel más superficial, el miedo a hacerle daño impuso una cautela exquisita, como si manejase el más delicado cristal.
–Tú has sido el primer hombre con el que he estado, y aún no sé muy bien qué debo hacer. Si soy muy brusco o te hago daño, párame.
Raúl asintió con solemnidad, sonriéndole con suavidad para darle ánimos. Mauro procedió a retirar su ancha camiseta, deslizando el borde inferior por su vientre, sus costillas, su pecho y por fin sacando la prenda entera. Sobre los hombros, por el pecho e incluso en el vientre tenía pecas de distintos tonos, desde las más claras a algunas casi negras y todas de diferentes tamaños. Jamás había visto una piel como la suya y se le antojó muy hermosa. Con toda la ternura del mundo cubrió de besos el hombro derecho y después el izquierdo, pasando los dedos por las innumerables efélides.
–Te quiero –le susurró al oído mientras le estrechaba contra su cuerpo, observando como Raúl desviaba la mirada con una amplia sonrisa de felicidad.
Rodeándole con un brazo soltó el nudo de su corbata. Raúl cogió ambos extremos de la prenda y la dejó caer con cuidado. Con dedos temblorosos desabrochó los botones del chaleco. Le encantaba el estilo de Mauro, su aparente seriedad que contrastaba con su apasionamiento y dulzura. El chaleco quedó colgando de sus hombros y el profesor terminó de retirarle, dejándole junto a la corbata. Los dedos de Raúl ya recorrían la hilera de botones de la camisa, soltando uno tras otro. Entre la tela asomó una mata de vello oscuro, sin rastro de las canas que ya salpicaban su pelo y su barba. Raúl pasó los dedos por la piel y probó a tirar del vello con suavidad, sonriendo al notar como Mauro le apretaba más entre sus brazos.
El profesor acarició la cara suave y pecosa del joven y le besó con pasión, intentando transmitirle todo lo que sentía con ese gesto. Atrás quedaban las dudas y el miedo, alejándose de su mente como si les hubiesen atrapado con un gancho y se les estuviesen llevando. Acariciando la nuca de Raúl giró con él a cuestas, tumbándole boca arriba en la cama. Sus brazos delgados rodearon su cuerpo, acariciaron su espalda y tiraron de la camisa para que se la quitase. Mauro consiguió sacarse la camiseta y acarició su pecho estrecho y delgado.
Sus pezones pequeños y claros, del color de la canela, resultaban tentadores, invitaban a acariciarles una y otra vez. Empleando un brazo para sostenerse sobre Raúl, el profesor pasó la mano por la piel de las aureolas, sensible y suave. El pezón creció bajo sus dedos, ante su mirada ávida que recorría una y otra vez el cuerpo del joven que se estremecía de placer. Las pequeñas uñas de Raúl se clavaron en la espalda de Mauro que siseó entre dientes, inclinándose para poder besar al chico. Su mano descendió desde su pecho hasta el vientre, liso y plano, y alcanzó por fin su entrepierna. Mientras acariciaba el considerable bulto recorrió el cuello de Raúl con suaves besos, descendiendo hasta la clavícula que recorrió con la lengua en dirección al hombro.
Los gemidos de Raúl sonaban dulces, incitantes. Por debajo de sus párpados cerrados sus ojos se agitaban frenéticos y sus uñas se hundían más en la espalda del profesor, que seguía implacable su asalto. Su boca cálida abarcó por entero el pezón y la aureola, reduciendo el cerco formado por sus labios hasta que tan solo estuvo dentro su pezón. Aumentó poco a poco la presión, succionando y pasando la lengua en todas direcciones, memorizando su forma y textura al mismo tiempo que bregaba con la bragueta de los vaqueros del joven. Con una sola mano era casi imposible de soltar, pero Raúl acudió en su auxilio.
Retirando las manos de su espalda soltó él mismo el botón y bajó la cremallera, levantando después las caderas para retirar el pantalón y los bóxers. De dos patadas se deshizo de sus deportivas, quedándose tan solo con unos calcetines de deporte tobilleros y los adornos de sus muñecas. Su pene, de diecisiete centímetros, sobresalía por encima de una mata de vello dorado, tupido y bastante largo. Con la mano libre el profesor exploró aquel bosque, idéntico al que crecía en las axilas del chico. Los rizos elásticos cedían ligeramente ante sus caricias para volver a levantarse en cuanto retiraba la mano. Ansiaba seguir bajando, pero la incomodidad ya era demasiado difícil de soportar.
Con una pierna a cada lado del cuerpo del chico Mauro se incorporó, quedando de rodillas. El vello de su pecho se difuminaba hasta convertirse en una línea oscura que descendía, rodeando el ombligo y bajando hasta el pubis donde volvía a espesarse, negro y ensortijado. Con cierta vacilación el joven agarró la cintura del pantalón de Mauro, soltando los dos botones y la cremallera y bajándolo con cuidado, como si temiese romper el tejido si era demasiado brusco. El pantalón dio paso a unos bóxers grises con una clara marca de humedad en los mismos. Raúl pasó la mano por ella, sintiéndola en sus dedos. Abarcó la forma entera con la mano, acariciando el grueso pene del hombre por encima de la tela. Irradiaba calor, parecía quemarle la palma de la mano.
–¿Te gusta? –preguntó el profesor con una mezcla de curiosidad real y aprensión por si no era así.
Raúl retiró la mano como si hubiese sido alcanzado por un rayo, rojo por la vergüenza. Mauro le sonrió con ternura y tras besarle los nudillos volvió a colocarle la mano sobre su bóxer, dejándole tocar a su ritmo. Los dedos finos y no muy largos de Raúl parecían deleitarse, encontrando cada pequeña vena y tensando la tela para poder tocar con más comodidad. Mauro se controlaba, gimiendo a medias, pero sin apresurar al joven a pesar de que lo que más deseaba era que le bajase ya el bóxer. Para distraerse rodeó con su mano libre el pene de Raúl y comenzó a acariciarle arriba y abajo.
Deshaciéndose con delicadeza de las manos del chico se inclinó más sobre él, descendiendo despacio por su cuerpo para dejarle saber lo que pretendía. Raúl enredó sus dedos en el cabello de Mauro, pero no le detuvo, observándole con curiosidad y excitación. Su delgado pecho pecoso subía y bajaba a toda velocidad al ritmo de su agitada respiración. Sacando la lengua la pasó despacio por todo el tronco del pene de Raúl, quien soltó un largo gemido. Algo inseguro acerca de cómo seguir Mauro le agarró por la base, equilibrándose mejor sobre una única mano y sus rodillas.
–Guíame –pidió con un susurro ronco al joven, quien asintió con la cabeza.
–Ve despacio, y usa la lengua.
Aceptando las indicaciones metió el glande en su boca y movió la lengua tentativamente, ganando confianza al escuchar los gemidos de Raúl y cómo sus uñas se clavaban en su nuca. Por propia iniciativa bajó algo más, teniendo que retroceder al momento por culpa de las arcadas. No estaba acostumbrado a la sensación y su cuerpo parecía no aceptar bien la intrusión, y, por algún extraño motivo, aquello le estaba excitando. Sintiéndose observado por Raúl volvió a descender, más despacio esta vez, preparándose para las arcadas que no tardaron en llegar.
–No tragues tanto aún. Usa primero la lengua, es más fácil si antes chupas un poco –le aconsejó el joven, gozando casi tanto como él.
Obediente, Mauro lamió toda la longitud. Su lengua encontraba nula resistencia y se deslizaba una y otra vez por todo el pene del joven, captando con claridad las notas saladas de su líquido preseminal. Cuanto más le estimulaba más salía, una respuesta clara acorde a la excitación que sentía. Haciendo una breve pausa para coger aire volvió a intentarlo. El hombre apoyó los labios en la punta del glande, besándole primero para después abrirles despacio. Raúl guió su pene dentro de la boca de su profesor, tomando por un momento el mando para facilitarle las cosas. Aferrado a su pelo controló su cabeza, jadeando e intentando no mover demasiado las caderas para no ahogarle.
–Respira, no dejes de respirar si puedes. Por la nariz.
Sus instrucciones precisas y breves dejaron a Mauro libertad para acariciarle los muslos, las ingles y los testículos, más pesados de lo que había imaginado. El escroto suave les contenía a la perfección, sin colgar demasiado, y mientras tragaba un poco más cada vez jugó con la sensible piel, apretando ambos testículos juntos o separándolos. La saliva empezó a gotear, escapada de las comisuras de sus labios. Intentó contenerla con la lengua y al no ser capaz usó el pulgar para limpiarla, extendiéndola de esa forma también por los testículos. Ahora Raúl movía con más soltura las caderas y Mauro podía notar su glande adentrándose en su garganta, llenando su boca con el sabor de su líquido preseminal.
El joven gemía y jadeaba, controlando siempre no propasarse. Ajeno a que Mauro estaba descubriendo un lado nuevo de sí mismo. Deseaba que le manejase, que se introdujese entero. Al cuerno las arcadas y la incomodidad si eso excitaba a Raúl. Apretando más los labios bajó él solo la cabeza, notando el tirón en su cuero cabelludo cuando Raúl intentó detenerle. Iba a devorarle, aunque se ahogase. Reprimiendo las arcadas comenzó a meter y a sacar el pene del joven de su garganta, procurando mantener los dientes bien alejados de la delicada piel. A pesar de las débiles protestas del chico sus gemidos traicionaron el intenso placer que sentía. Él también ansiaba ser comido entero.
Los rizos rubios del pubis del chico le hicieron cosquillas en la nariz cuando por fin consiguió tragarle entero. Intentó aguantar todo el tiempo posible, moviendo la lengua hasta donde alcanzaba. Raúl le empujó hacia abajo, con las mejillas encendidas y los ojos reluciendo de deseo. Entre sus dientes apretados se escapaban los gemidos y los jadeos y sus caderas se elevaban del colchón, impulsándose hacia arriba. Mauro se retiró despacio, masturbándole en cuanto le tuvo fuera y contemplando como salía el líquido preseminal y se deslizaba hacia abajo. Con cierta curiosidad acarició el frenillo con el pulgar, causando que gimiese con más intensidad.
Desplazándose un poco más hacia abajo sobre el blando colchón agarró las piernas de Raúl por los muslos y las impulsó hacia arriba. El joven se las cogió por detrás de las rodillas, sin rechistar. Mauro pasó la lengua por el pene del chico una última vez y centró toda su atención en el ano del joven. Su lengua recorrió cada uno de los pequeñísimos pliegues, que presentaban el mismo tono canela que los pezones. El estrecho orificio no parecía abrirse ni ceder, por lo que Mauro redobló sus esfuerzos, presionando con la lengua a base de lamidas circulares hasta que pudo colar parte.
El calor y la suavidad de su interior le sorprendieron tanto como le habían sorprendido la primera vez, semanas atrás. Raúl gemía y gemía, manteniendo las piernas en alto y retorciéndose de placer sobre la cama. El profesor no cesaba de acariciar su pene arriba y abajo con su mano grande y suave y su lengua sometía su ano a un asalto constante, relajándole y preparándole para él. Con paciencia consiguió introducirla en toda su longitud, describiendo giros y vueltas, metiéndola y sacándola sin pausa. Ayudado por la enorme cantidad de saliva que había dejado dentro, coló una a una las falanges de su índice, separándose del chico para observar cómo entraban.
La ligera resistencia que sintiera en un principio se difuminaba, permitiéndole un mayor avance. Las paredes del recto se distendían y pronto pudo introducir también el dedo medio, moviéndoles juntos dentro y fuera, separándoles cada vez un poco más para dilatar más la entrada. Con un movimiento de llamada se esmeró en encontrar la próstata, viéndose recompensado por un grito de placer del joven que se aferró las piernas con más fuerza para evitar bajarlas. Liberada la boca de su tarea, Mauro volvió a tragar el pene del joven, cuyo sabor salado era ahora más intenso que antes.
Con más confianza que al principio lo deslizó por su garganta, tragando con más facilidad y consiguiendo una mayor velocidad desde el primer momento. Sus labios se apretaban en torno al glande una y otra vez, en cada pasada, mientras sus dedos entraban y salían, buscando siempre llegar hasta la próstata y estimularla. De vez en cuando soltaba el pene de Raúl y su lengua se unía a sus dedos, volviendo a lubricar con saliva el área y relajando cada vez más el esfínter.
–Por favor… por favor. No sigas así o terminaré –suplicó entre gemidos Raúl, jadeando y retorciéndose para apartarse un poco de Mauro.
El hombre sonrió y se retiró. Levantándose de la cama momentáneamente se deshizo por fin del maldito bóxer, liberando su erección de dieciocho centímetros y medio y quitándose en el proceso los calcetines también. Subió de nuevo a la cama y acomodándose sobre el chico le besó en los labios, repartiendo su peso sobre sus codos y rodillas para no cargarle con él. Desde sus labios se movió a su oreja, apretando el suave cartílago entre sus dientes para después recorrerle con la lengua. Mauro coló una mano entre ambos y orientó su largo pene hacia el ano de Raúl, que se abrazó a él gimiendo entrecortadamente.
Con los luminosos ojos del chico clavados en los suyos Mauro empujó por fin, dejando que su glande se abriese paso dentro del ano del joven que se tensó instintivamente, soltando un siseo entre dientes y arañándole la espalda sin querer. El hombre se detuvo al instante, besándole el cuello y el pecho para tranquilizarle. Pegando sus labios a los suyos le dejó relajarse, empujando lentamente para no causarle ningún daño. Sus lenguas se enredaban y se movían dentro de sus bocas, casi cortando su respiración debido a la intensidad del beso que compartían, pero las uñas clavadas en la piel de su espalda eran más que reveladoras, indicándole mediante la presión cuándo debía parar y cuando podía avanzar.
Tras un nuevo descanso terminó por introducirse por completo, con exquisita lentitud. Raúl se tensó nuevamente sólo para relajarse pasados escasos segundos. Tanteando el terreno Mauro movió las caderas, encontrando escasa resistencia a sus avances y escuchando el gemido ahogado del chico. Animado por el resultado volvió a moverse. Su pene no encontraba dificultades en entrar y salir del estrecho conducto del joven que ahora gemía y movía las caderas ligeramente, intentando acompasarse al ritmo del profesor quien empezaba a acelerar poco a poco. Sus grandes manos aferraron la nuca de Raúl y le atrajeron más contra sí, mientras las piernas del chico le rodeaban en un firme apretón.
Sus cuerpos quedaron completamente pegados, el pecho velludo de Mauro a milímetros del de Raúl, la separación suficiente como para no poner su peso sobre él directamente. A pesar de eso, las caderas del hombre se mecían en un vaivén cada vez más veloz, penetrando una y otra vez a Raúl. Los gemidos del chico aumentaron en intensidad, creciendo y ahogando el golpeteo de los cuerpos al entrechocar una y otra vez. Mauro jadeaba, con el pelo cayéndole sobre los ojos empapado en sudor. Retirando una de las manos de la nuca del joven aferró de nuevo su pene, masturbándole con fuerza arriba y abajo mientras movía su pelvis todo lo deprisa que podía, impulsándose dentro de Raúl una y otra vez.
Los ojos del joven parecieron agrandarse y engullir todo su rostro cuando alcanzó el orgasmo. Su boca se abrió en un círculo perfecto y por un momento ningún sonido escapó de ella, falto incluso de respiración. Con el segundo disparo de semen sobre su vientre pecoso el aire entró de golpe en sus pulmones y un largo gemido, casi un grito, se escapó de entre sus labios mientras sus uñas dejaban finos arañazos en la espalda de Mauro, que siseó y le mordió el hombro moteado mientras su cadera se impulsaba con fuerza hacia delante, clavando al joven en la cama. Con un último espasmo alcanzó el orgasmo, descargándose dentro del joven. Soltó el hombro de Raúl y lo cubrió de besos mientras jadeaba, recuperando el aliento.
Rodando sobre su costado evitó caer sobre el chico, que se acercó a Mauro con timidez. El profesor le rodeó con un brazo y acarició su pecho. Ofreciéndole su bíceps como almohada el joven se acomodó sobre él, todo lo cerca que pudo del hombre que dobló el brazo y enredó los dedos en el espeso cabello dorado del muchacho. Raúl pasó uno de sus brazos cubiertos de pecas sobre Mauro quien le estrechó más contra sí mientras recuperaba el aliento. Había sido más intenso incluso que la primera vez que se acostó con él, muchísimo más. Supuso que en parte se debía a que ambos iban cogiendo confianza el uno con el otro o a que, como con todo lo demás, la práctica hace la perfección.
–Hum… ¿y ahora qué? ¿tengo que irme? –preguntó inseguro Raúl incorporándose a medias.
–No, salvo que tengas que hacerlo o quieras. ¿Vives solo?
Mauro notó al chico tensarse entre sus brazos. Mirándole con curiosidad tiró del edredón, cubriéndoles a ambos. Le dio un beso suave en las mejillas y aguardó una respuesta.
–Vivo con un amigo, así que puedo ir y venir si quiero. Lo que no quiero es ser una molestia para ti.
–Hagamos un trato: yo te diré cuándo me molestas, y tú dejarás de pensar que lo haces a todas horas porque no es así. Yo te quiero, ¿de acuerdo?
Raúl sonrió, con sus mejillas pecosas ruborizadas y el cabello despeinado. Se acurrucó más contra Mauro y subió el edredón hasta la barbilla, agradeciendo el calor.
–En la facultad… ¿debo fingir que no te conozco?
El profesor lo meditó unos minutos, acariciando el pelo del chico que mantenía los ojos cerrados.
–No. No es necesario llegar a tanto porque además tus amigos ya saben que te di clases. Podemos decir la verdad, omitiendo que estamos saliendo –resolvió al fin–. No eres directamente alumno mío, pero está prohibido.
–¿Entonces? ¿Qué debo decir?
–Que me conoces de cuando te di clases y que aún te las doy. Eso simplificará las cosas. Después podremos decir que somos amigos, y si aún quieres seguir conmigo cuando te gradúes, anunciaremos a los cuatro vientos que somos pareja. ¿Te parece bien?
Raúl pudo captar la levísima nota de ansiedad en la voz de Mauro. Esta vez le pedía su opinión, le tendría en cuenta. Si se oponía o pedía otra cosa se la daría. La novedosa sensación de ser escuchado le llenó de una cálida alegría. Para él eso era suficiente. Henchido de felicidad asintió con la cabeza, recibiendo un beso directamente en su pecosa mejilla. Mauro acarició de nuevo su pelo y su nuca sonriendo relajadamente. No recordaba la última vez que se sintió tan tranquilo y en paz.
–¿Tortilla de espinacas y queso de cabra para cenar? –preguntó el profesor incorporándose algo reacio a separarse de Raúl.
–Suena genial.
–Nota de ShatteredGlassW–
Gracias a todos por leer este sexto relato de la saga y el apoyo dado. Espero de corazón que os haya gustado y que sigáis apoyando esta serie. Si queréis que escriba algo para vosotros podéis pedirlo a través de mi email, si la temática me gusta y dispongo de tiempo, os haré un relato personalizado. Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected].