Un ruido activa mis alarmas. Quizás es mi imaginación, quizás algún animal buscando su sustento nocturno, aunque lo más probable es que sean los nervios, fruto de mi insensato proceder. Intento vislumbrar algún movimiento sospechoso a través de la negrura de la noche. No se distingue nada. La oscuridad es total y la condensación del cristal del coche tampoco ayuda demasiado. Los bramidos del joven instalado en mi retaguardia arrinconan mis miedos, por lo que me centro en el placer de la verga que me embiste con fiereza una y otra vez.
Tengo unas profundas ganas de orinar conforme el goce se va intensificando. Una contundente y sonora palmada en mi nalga derecha estimula el morbo. El muchacho se deshace en elogios hacia mi persona mientras brama y gime. Parece que esté poseído por satán, pues sus caderas se mueven con cadencia vertiginosa en un intento de que la polla se me clave hasta el tuétano.
Empiezo a culear en busca del clímax al tiempo que mi empotrador sigue percutiendo en las profundidades de mi útero. Mi dedo corazón se une a la fiesta friccionando el pequeño nódulo y en pocos segundos una corriente eléctrica emerge de mi columna vertebral, ramificándose por las terminaciones nerviosas. Mis pezones se enderezan, mi respiración se acelera, mis pulsaciones también y una ráfaga de placer invade mi sexo traduciéndose en gritos y bramidos que escapan de mi boca, seguidos de una sucesión de gemidos de menor intensidad durante veinte interminables segundos. Después me quedo quieta con unas terribles ganas de orinar, pero no quiero ser una aguafiestas.
El muchacho extrae su miembro palpitante y pringoso. Se sienta mostrándomelo en toda su magnitud. Me posiciono a su lado, aferro la enhiesta polla y lo masturbo. Me gusta su verga, su dureza, su tamaño y su vascularización. Aunque también me gusta su cuerpo lampiño y fibroso. Le acaricio el pecho y bajo mi mano hasta su abdomen, a la vez que con la otra aumento la cadencia de la paja. Me mira a los ojos. Se acerca a mí. Nuestros labios se pegan y su lengua se enrosca a la mía como la tuerca lo hace en el tornillo. Su cuerpo se tensa levantando sus caderas en un afán de perforar el aire. Abandono el beso y me deslizo hacia abajo. Mis labios abrazan el tronco y de inmediato la leche inunda mi boca mientras el joven se retuerce y gime de placer. Mi boca se deshace del falo antes de que me ahogue y un latigazo de semen se estampa en mi cara dejando su impronta en forma de “Z”, como si fuese el zorro. Otros dos trallazos se pierden en el habitáculo y tres más de menor intensidad se desparraman en su abdomen. Paladeo la viscosa sustancia. Su sabor es salado y un tanto acidulado, pero me lo trago igualmente.
Izan me observa con regocijo y me doy cuenta de que aún tengo su polla en la mano cuando ésta empieza a perder la consistencia. La suelto y busco los kleenex entre los enseres de mi bolso.
—Ha sido maravilloso. Eres una mujer increíble, —me dice. ¿Lo soy? Hace unas horas estaba segura de que sí que lo era. Ahora tengo mis dudas. Le sonrío, me disculpo y salgo del coche para orinar.
Siempre me ha dado reparo hacerlo en plena naturaleza, ya que los bichos son capaces de colarse sin permiso allí donde no deben. Ahora, con la negrura de la noche, la sensación es más acuciante, pero necesito orinar.
Mientras estoy en cuclillas haciendo mis necesidades hago balance de lo que acaba de ocurrir. Nunca le había puesto los cuernos a mi marido antes, aun cuando ocasiones no me hayan faltado. ¿Por qué ahora, si todo en mi vida está en orden? Quizás ha sido un exceso de alcohol. Quiero pensar que es eso en aras de aliviar mi conciencia, pero la realidad es que en todo momento he estado sobria y sabía lo que hacía, con el agravante de que también ha sido el mejor polvo en años.
Las cosas pasan y ya está. No hay por qué darle más vueltas. Qué sencillo es decirlo, pero qué difícil creerlo y más aún encajarlo. Los remordimientos empiezan a aguijonearme la moral al tiempo que riego los matojos del monte.
Estoy segura de que el juicio de valor que está haciendo el joven de este episodio no es el mismo que hago yo. Para él, el hecho de follarse a la madre de su amigo es como un regalo caído del cielo, y probablemente sea lo más morboso que ha hecho hasta la fecha. Para mí también lo ha sido, lo admito, aunque los puntos de vista difieren bastante.
Fue mi hijo quien provocó ésta situación. ¿O es que quiero culparlo a él por mi felonía? ¿Tan mezquina soy? ¿Autojustificarme para exonerarme? Pero es cierto que fue él quien insistió para que saliéramos asegurando que también tenía derecho a pasármelo bien y no tener que quedarme sola en casa mientras mi marido estaba fuera promocionando su libro. Eso es lo que pasó. Dijo que cambiar de aires y tomar unas copas con ellos me vendría bien. Después, el rumbo de la noche viró por sendas más arriesgadas. El hecho de encontrar a su antigua novia cambió sus planes, de tal manera que para él era una ocasión que no quería desaprovechar, por lo que le pidió a su amigo Izan que me acompañara a fin de que yo no tuviera que regresar sola a casa.
Tomamos otra copa y ambos fuimos conscientes de la química que nos envolvía. Yo no soy tan lanzada, y probablemente nunca me habría aventurado en semejante insensatez, en cambio, él no se anduvo con remilgos. Lo tenía claro cuando su amigo me sentó en su bandeja de plata.
Es un muchacho de veintitrés años que haría feliz a cualquier jovencita de su edad, pero me ha confesado que son las mujeres maduras las que le ponen. Me siento halagada por seguir despertando pasiones entre los jóvenes pese a mis cuarenta y nueve años, y aunque en un primer momento esa espontaneidad activa mis mecanismos de defensa, sabedora de lo que lleva en mente, mi blindaje se viene abajo cuando noto que estoy completamente empapada deseando lanzarme al abismo. Es joven, pero no un niñato descerebrado. Tiene una personalidad que me atrapa y que hace que la conversación fluya sola, cuando debería ser yo la voz cantante.
Con todo ello, después de orinar y de elucubrar reparo en que no lo he pasado bien, sino de fábula, pese a ello, mi conciencia me aprisiona en un intento de atenazar mi espíritu.
Me subo las bragas e intento adecentar mi vestido. Pasada la euforia siento un poco de vergüenza por lo que acabo de hacer con el que podría ser mi hijo. ¿Qué pensará? ¿Debo actuar ahora como si lo que ha ocurrido fuese lo más normal del mundo, o monto un drama haciéndole saber que esto no debería haber pasado? Me dejo llevar.
Abro la puerta trasera del coche con la intención de advertirle que debemos irnos ya. Izan sigue sentado conforme lo he dejado al salir yo: sin pantalones, pero ahora muestra una erección como si nada hubiese pasado. Él me mira sin dejar de acariciarse una verga completamente dispuesta. No puedo decir que no me resulta morbosa la situación. Tampoco que no me apetece seguir. Es más, quiero sentarme en su polla y cabalgarlo como lo haría una jinete experta. Mi deseo lucha contra la sensatez, pero ésta me abandonó hace rato en la segunda copa.
Me anima a entrar de nuevo en el vehículo. Lo único que pienso es que mi hijo podría regresar antes que yo a casa y no sabría qué decir. Ahora no pienso en mi marido. La verga que apunta hacia mí amenazante me lo impide. ¡Menuda verga calza el niñato! Pienso.
Paso al interior cruzando una pierna por encima de él. Deslizo mis bragas a un lado, cojo el manubrio, lo froto un instante, lo posiciono a la entrada de mi raja y me dejo caer con lentitud hasta que me la hundo por completo. Exhalo un lamento. Intento reprimirme, pero de mi boca se escapan los gemidos uno tras otro. El efebo sabe que lo estoy gozando. Yo también lo sé. ¿Por qué me estoy conteniendo entonces si el placer es sublime? Intento dejarme llevar por las sensaciones desdeñando los recelos. Empiezo a lubricar sin retención, de tal modo que el miembro resbala con facilidad dentro de mí pese a su tamaño.
Los meneos se aceleran. Mi amante descubre mis pechos aferrándolos y presionándolos como si pretendiese extraer sus jugos. Va de un pezón a otro mordisqueando ambos mientras yo salto sintiendo el placer de la estaca que asalta mis bajos. Un dedo suyo se pasea por el pequeño agujero y me aplica una ligera presión que incrementa mi placer, sumando sensaciones. Me gusta lo que hace. Luego conduce el dedo a mi boca para que lo lama y lo lubrique. Lo hago con lascivia. A continuación lo lleva de nuevo al hoyuelo haciendo incursiones en él. Me muero de gusto con mis dos agujeros rellenos. Es como si me estuviesen follando dos tíos a la vez y en esa ensoñación me viene el orgasmo ipso facto entre palpitaciones de mi coño y frases que escapan de mi boca sin filtro alguno. Me cojo a su cabeza y me abrazo a ella al tiempo que con unos últimos estertores me quedo inmóvil abrazada a él.
Tengo metida su tranca hasta los higadillos. Me gusta la sensación de sentirme completamente llena. Creo que a él también le gusta, sin embargo empieza a moverse de nuevo. Yo estoy demasiado exhausta para hacerlo y le dejo hacer, no obstante, ahora quiere libertad de movimiento y me da la vuelta acostándome boca abajo en el asiento. Ahora sí, me baja las bragas, y hunde su cabeza en mi trasero. Su lengua busca mi ano haciendo incursiones en él. Me gusta la sensación, pero lo que viene a continuación creo no me va a gustar tanto. No quiero que me meta su herramienta en el culo, de modo que me muevo para zafarme, por el contrario, sus manos aprisionan mis nalgas impidiendo que lo haga.
Noto su lengua circunvalando toda la zona y el placer regresa con renovadas fuerzas. La lengua me penetra una y otra vez emulando una polla y la sensación es tan agradable que mis caderas se mueven involuntariamente a forma de invitación.
He pasado de las dudas a suplicarle que me encule, y no se hace de rogar. Se incorpora, se escupe repetidas veces en la polla esparciendo la saliva por el tronco. Posiciona el glande en mi ojete y aplica una leve presión hasta que la cabeza desaparece y tengo que exhalar un pequeño grito de dolor escoltado por una extraña sensación placentera.
Intenta hundírmela un poco más. Es como una jodida barra de hierro candente. Me abre en canal quemándome los esfínteres y empieza a moverse despacio. Me dice que goce, sin embargo las punzadas de dolor superan con creces el placer y mis gritos así lo evidencian.
—¿Quieres que pare? —me pregunta ante mis quejas.
Medito un instante, pero decido que no quiero que se detenga. Le pido que siga y el ritmo de la cópula se acelera, y con él, también el placer. Con otro empujón termina de hundírmela por completo de tal modo que mi coño saluda a sus pelotas. Me siento repleta de polla.
El efebo se esfuerza por no hacerme daño y proporcionarme placer y… ¡coño, si lo está haciendo! Los gritos de dolor mutan en gemidos de placer. Muevo el culo buscando la sincronía de sus embates. Me hunde la cabeza en el asiento con la mano y empieza sodomizarme con vehemencia. Nuestros gritos de placer conforman la sonata de la impudicia y la lujuria. Le pido que me folle más fuerte y lo hace hasta que noto las convulsiones de su polla y su leche golpeando mis esfínteres al tiempo que resopla como un toro en celo. El placer es glorioso. Puedo sentir su corrida caliente dentro de mí y le pido que no se detenga porque quiero correrme yo también. Me ayudo con mi dedo masajeándome el clítoris y el orgasmo viene a mí con fuerza desmedida al mismo tiempo que la orina se me escapa involuntariamente en un squirting que se desparrama en el tapizado del asiento.
No puedo moverme. Estoy rota por dentro y por fuera. Ha sido lo más bestia que he hecho nunca. Siento la presión de su peso encima de mí. Su miembro empieza a emblandecerse y se escapa del orificio con un sonoro ruido. La sustancia blanca (ahora parduzca) resbala de mi ano y los fluidos se entremezclan en mi cuerpo formando un canal que desemboca en el tapizado.
Su peso empieza a incomodarme. Él lo nota y se incorpora.
Me limpio con los kleenex. A continuación busco mis bragas en la oscuridad y no logro encontrarlas. Lo hace él. Alargo el brazo para cogerlas, pero antes las huele, aspira hondo y después me las entrega con una cómplice sonrisa. Aunque creo que ha sido el mejor polvo de mi vida, la sonrisa que le devuelvo no es recíproca.
—Debemos irnos—, le digo mientras me pongo las bragas.
Ahora sí. Se viste y nos marchamos de un lugar que ni siquiera sé donde está. Probablemente sea donde trae a sus ligues de una noche.
Le daría un beso de despedida, pero pienso que no procede. Me despido con un “hasta luego” por no decir “hasta nunca” y cierro la puerta. Oigo como abre la ventanilla para decirme si podemos volver a vernos, pero no contesto.