1.
Amalia es la hermana menor de mi madre, vive en España y tiene 3 hijos mayores que yo. Durante mi infancia y adolescencia fuimos muy unidos, pero cuando se casó se fue a vivir a España y desde entonces solo la veíamos en las fechas especiales. Aunque siempre estuvo en comunicación, la distancia y el tiempo la volvieron más una amiga lejana que un familiar.
Siempre fue una mujer sumamente atractiva. Desde que estaba en la escuela de artes había tenido infinidad de pretendientes, y muchos de ellos con dinero y malas mañas. Aún hoy, con 50 años recién cumplidos, no dejaba de atraer miradas a donde quiera que fuera, no tanto por su cara o sus ojos de color, sino porque tenía unas tetas enormes. Si bien no eran monstruosas ni nada muy exagerado, sí que eran grandes. Y al igual que una buena parte de las mujeres que tienen el busto muy grande, sus caderas y sus nalgas eran pequeñas, pero no importaba. Alta, piel clara y de cabello castaño; no tenía una sola cirugía en el cuerpo ni en la cara.
Al momento que sucede esta historia yo tenía 31 y me acababa de divorciar. Había regresado a la capital para empezar desde cero y justo cuando apenas iba a cumplir una semana en casa, mi abuela se lastima la cadera. Fue una situación algo complicada al principio pues ni mi madre ni yo podíamos hacernos cargo de ella por el trabajo. Ella aún no se jubilaba y yo apenas acababa de entrar a trabajar a un despacho de abogados.
Una mañana cuando me disponía a salir a trabajar, abrí la puerta y ahí estaba ella. Amalia me abrazó apenas al verme y muy eufórica me besó ambas mejillas. Llevaba un vestido azul muy ceñido y el cabello oscuro en una cola. Su perfume dulce y sus pechos presionándose sobre mí me provocaron una erección que me costó trabajo disimular; aquella mujer no dejaba de ser atractiva y no había perdido la figura que recordaba. Fue una gran sorpresa para todos, especialmente mi abuela, pues sabía que ella no dejaba su casa ni su marido por nada. Aunque aquello fue un encuentro muy breve estuvo lleno de muchas emociones por parte de los dos. Era la primera vez que nos veíamos en persona en muchos años y sin duda notábamos el paso del tiempo, aunque en su caso parecía que pasaba en balde. Sin dar muchos detalles nos explicó que quería estar cerca de la familia en estos momentos y sobre todo ayudar a su madre, pero no mencionó a su esposo ni a sus hijos, cosa que se nos hizo raro. “Ella tendrá sus razones” me dijo mi madre antes de irme al trabajo.
Todo el día estuve pensando en ella, en su perfume y por su puesto en sus pechos. Recuerdo que más o menos cuando tenía 15 años me enseñó a jugar ajedrez en un curso que dio en una casa que rentaban antes de irse a España; una residencia de ladrillo muy grande y oscura. No sé por qué recuerdo tanto esa oscuridad. Era como si intencionalmente hicieran que la casa estuviera en penumbra aún con las ventanas abiertas y el sol entrado a plomo. Fue en aquella primera clase que todo cambió para siempre.
Acababa de entrar el verano por lo que el aire acondicionado era indispensable. Recuerdo que me recibió su esposo y me llevó hasta una habitación que habían acondicionado como un salón, con varias mesas pequeñas, cada una con un tablero de ajedrez; había como 6 o 7 niños concentrados en sus piezas. Yo estaría frente a Amalia en la mesa más grande. Tan pronto me senté se me fueron los ojos directo a su escote; llevaba una blusa verde muy brillosa y delgada que dejaba entrever la forma de sus pezones.
Con un movimiento que hizo, el primer botón se salió del ojal y sus pechos casi salen disparados de la blusa. Su piel era muy blanca y tenía pecas en todo el pecho; eso hizo que se me pusiera muy dura y además que no pudiera concentrarme durante todo el juego. No sé si ella estaba consciente de lo que estaba pasando, o siquiera se haya dado cuenta, pero en varias ocasiones se inclinó demasiado hacia adelante dándome un espectáculo de primera con sus tetas que, a decir verdad, estaban a punto de salirse de la blusa. La clase terminó sin nada más relevante, pero desde ese día obtuve material para muchas, muchas noches y se convirtió en mi fantasía predilecta. Imaginaba que durante esa sesión nos íbamos a otro cuarto o al baño a coger siempre pendientes de la puerta, o que tan pronto y nos dejaban solos ella estaba sobre mí, con sus tetas en mi cara dándome de sentones hasta correrse. Mi imaginación volaba.
Me parecía una idea muy excitante que estuviera en casa. ¿Tendría alguna oportunidad para que pasara algo? Me preguntaba constantemente. Mi madre en una ocasión me contó que varias veces la encontró a ella y a su entonces novio cogiendo en el sillón de la sala o en su cuarto. Imaginar que podría toparme con una sorpresa de ese tipo en estos días me producía erecciones instantáneas.
2.
Pasaron los días y las semanas, y nuestra convivencia era de lo más normal. Entre las prisas de mi trabajo y su labor como enfermera de tiempo completo de mi abuela, nos manteníamos algo apartados. Por las mañanas, antes de irme, platicábamos un poco en la cocina; ella preparaba el desayuno para todos y por las tardes la comida. Cenábamos todos juntos y por la noche a veces veíamos algo en la tele de la sala. Pese a que me excitaba muchisimo la idea de llevármela a la cama, no podía pensar en alguna situación que concluyera de esa manera. Algunas ocasiones, mientras preparaba el desayuno en piyama, nada sugestivas, por cierto, me sorprendió mirando su trasero o su escote, a lo que solo sonreía sin inmutarse. Y siempre me quedaba petrificado por la vergüenza y solo salía de ahí. Quería acercarme a ella, pero cuando lo intentaba terminaba apenado y balbuceando como niño. Y se que ella lo notaba.
Ya por las noches me ponía a “planear” como seducirla o al menos atreverme a hacer algo, pero nunca pude concretar nada. Era mi tía y de cierta forma había una barrera que me impedía seguir; sabía que estaba mal, y por lo mismo me reusaba a detenerme.
Por fin la suerte me sonría, pues un sábado mi madre se llevaría a mi abuela al hospital para hacerle unos exámenes de rutina y no regresaría hasta el domingo por la tarde. Era mi oportunidad perfecta para lograr un avance. Amalia también estaba algo deseosa de tomar estas minivacaciones pues cuidar a mi abuela de tiempo completo era algo agotador. Temprano me comentó que quería que la llevara al centro a comprar algunas cosas y por la noche quería ir al cine. Pero una “desafortunada” tormenta hizo que nos quedáramos en casa desde temprano.
– ¿Qué tal si jugamos, ajedrez? Han pasado años desde la última vez. – Dije mientras preparaba la mesa del comedor.
– ¿Y me vas a ganar?
– Lo intentaré, tía.
– Si me ganas te daré un premio. – Dijo con voz algo melosa. El corazón casi me estalla y mi pene reaccionó de inmediato a sus palabras. Por lo que acto seguido puse el tablero en la mesa y traje algunas botanas y vino. Ella amaba el vino.
Durante la partida solo conversamos de lo que había sido de mi desde el momento en que se fue: como salí de la carrera, mi independencia y finalmente mi matrimonio fallido con Rebecca. Ella se mostraba muy atenta a lo que platicaba y me interrumpía de tanto en tanto para preguntar detalles que se le iban. Movía sus piezas y me preguntaba de ella y detalles de la boda, a la que le hubiera encantado acudir.
– ¿Y novias, Arturo?
– Acabo de salir de aquello… no quiero volver a meterme en otro problema. – Contesté tratando de entender que estaba pasando en el tablero. Ella rio con mi respuesta.
– ¿Y nunca te has fijado en una mujer mayor?
– No que va, si con trabajos me hizo caso una de mi edad… – Ella rio fuertemente y separó un poco sus piernas dejándome ver una parte de sus muslos.
– Tendrías mucho éxito, la verdad. A estas alturas buscamos estabilidad más que emoción… sin mencionar una que otra buena revolcada. – Dijo guiñándome un ojo. Aquello de plano hizo que se me parara de golpe y perdí toda la concentración que tenía en el tablero. – ¿O me vas a decir que se divorciaron porque no le cumplías? – La pregunta me hizo sonrojar y no supe que responder.
– Si cumplía, pero al final nada era como queríamos. – Balbuceé.
– Búscate una como yo, entonces. ¡Y si es casada, mejor aún! Somos más interesantes.
– Nunca he hecho algo así, pero no dudo que si sería… emocionante. – Respondí con la mirada en su escote. Trataba de no parecer un pelmazo siguiendo el ritmo de la conversación, pero ella llevaba la delantera.
– ¿Ya ves que si quieres? – Dijo riéndose.
Noté que se estaba ruborizando y de alguna manera la sentí más desinhibida. No sé si era el alcohol o el giro que estaba tomando la plática. Nunca tocamos el tema de las novias cuando era joven y no recuerdo que fuera tan atrevida con algunas cosas. No tenía pelos en la lengua y siempre fue muy directa, pero hacer insinuaciones de ese tipo y hablar con soltura de su vida sexual era ya otra cosa distinta. ¿Tenía alguna posibilidad de cogérmela esa noche… o algún otro momento? Debía saberlo, era ahora o nunca.
– Yo seré tu novia entonces, de mentiritas, pero tienes que obedecerme en todo ¿eh? – Dijo burlona. Yo fingí reírme ante aquella insinuación, pero en realidad hizo que se me pusiera como piedra. – Es más, si me ganas te voy a dar una sorpresa – me dijo al tiempo que se servía otra copa.
– ¿Qué clase de premio? -balbucee incrédulo ya con una dolorosa erección. Ella solo empinó su copa con la mirada fija en mi entrepierna. No podía pensar correctamente y estaba muy ansioso. ¿Qué querrá decir con eso? Sus ojos pasaban de mi mano a mi entrepierna y sonreía de manera muy sugestiva, mientras yo temblaba de ganas sin saber qué hacer. Después de un rato de mover piezas casi al azar, finalmente llegó la jugada que esperaba – Jaque. – Dije al poner la reina a 2 casillas del alfil.
Amalia rio y se llevó una mano a la frente, como no pudiendo creer que le ganara semejante apuesta. Le di un sorbo a la copa ya casi vacía mientras ella retiraba el tablero de la mesa con las piezas aun sobre él. Y justo cuando me iba a acomodar en el sillón, se sentó sobre la mesa frente a mí, abriendo las piernas. Estaba atónito, de piedra. Amalia sonrió una vez y poniendo sus manos en mis hombros me dio un sonoro beso en la mejilla.
– ¿Con eso basta?
– No creo. – Me dio un beso en la otra mejilla, pero esta vez más largo y silencioso.
– ¿Ya?
-No, aún no. – Se inclinó hacia mí y me besó nuevamente en la mejilla, pero muy cerca de los labios. "Ya está, es todo o nada", pensé. Entonces, en un arranque de valentía y ya con el ligero mareo del alcohol como respaldo, la tomé del rostro y la besé. Jamás en mi vida hubiera imaginado que tendría una cita con ella o, más bien, que un encuentro casual se convertiría en algo sexual. Aquel beso se sentía como un triunfo y hasta ese momento era lo más excitante que me había pasado. Ella me correspondió de inmediato y su lengua pronto alcanzo la mía. Comenzó a respirar más rápido y casi de un salto se sentó sobre mí. Su agilidad me tomó por sorpresa al igual que su iniciativa y sin separar sus labios de los míos se desabotonó la blusa. El corazón, al igual que mi pene, casi se me salen del cuerpo cuando sus pechos, a punto de reventar el sujetador, saltaron hacía mí. No quería perderme nada, ni un solo centímetro de ella. Mis manos aprisionaron sus pechos y cuando pase un dedo por sus pezones, que ya estaban duros como piedra, dejó escapar un profundo suspiro. Con la boca alternaba entre sus su cuello y sus tetas, haciendo que se retorciera un poco y moviendo las caderas instintivamente sobre mi pene, que pugnaba por salir del pantalón. Le quité el sujetador como pude y sus blancos pechos cayeron finalmente sobre mi cara; eran sumamente suaves y aún más grandes de lo que parecían y cuando mi lengua tocó su pezón gimió fuertemente. Pasaba de uno a otro con la lengua mientras presionaba mi pene en su entrepierna. Ella hacía lo propio hasta que tomamos un ritmo fuerte y muy placentero.
-Me voy a venir…- dijo casi como un susurro y aceleró los movimientos con su pelvis. Yo estaba lejos del orgasmo por lo que me concentré en succionar más fuerte sus pezones y darles pequeños mordiscos con los dientes. – ¡Arturo, me voy a venir! – exclamó y sin dejar de moverse sobre mi tuvo un estruendoso orgasmo, acompañado de fuertes espasmos. Me excitaba tanto escuchar como su voz se descomponía en agudos gemidos que me detuve sosteniéndola por la espalda. Se dejó caer sobre mi abrazando gentilmente mi cabeza con ambas manos. Tenía el rostro en su cuello y sentía como poco a poco empezaban a correr algunas gotas de sudor que iban a parar a mi boca. Debió sentir mi pene palpitar bajo su entrepierna porque aún sin recuperar el aliento, se puso de pie y me tomó de las manos. -Vamos arriba. Hay que terminar la noche como se debe. – Y acto seguido nos dirigimos a su habitación.
La casa era cálida y muy oscura. Casi no había luces encendidas y las pocas que había apenas iluminaban el pasillo por donde íbamos. Su cuarto estaba arriba, asi que al subir pude ver de cerca su firme trasero; cuánto tiempo fantaseé con su cuerpo y hoy finalmente lo tendría a mi disposición. Recuerdo una ocasión, de las ultimas veces que la vi en la oficina de mi tía, que llevaba una falda azul marino muy entallada. Tanto, que se podía ver el elástico de la ropa interior a la mitad de sus nalgas. Ese día no pude quitarle la vista de encima y solo pensaba en cómo sería el escabullirnos a algún cubículo u oficina vacía y coger sobre un escritorio, aun con la ropa puesta y tratando de no hacer ruido.
Cerró la puerta tras de si y apagó las luces, dejando prendida solo la del baño. Me rodeó el cuello con los brazos y me besó despacio; no se estaba restringiendo nada y actuaba como si todo aquello ya estuviese planeado desde mucho antes de nuestro encuentro. Mis manos bajaron hasta sus nalgas y me entretuve en ellas un rato, masajeándolas despacio; me dio un escalofrío al sentir por primera vez su firmeza y suavidad. Con cada caricia suspiraba más profundo y el movimiento de sus labios se hacía más rápido.
Giré con ella hasta que quedó de espaldas a la cama y se dejó caer. Poco a poco fui subiendo las manos por sus piernas hasta llegar a su falda y la fui levantando conforme avanzaba, quedando casi enrollada en su cintura. Aquella maravillosa visión era mi máxima fantasía erótica: encaje y medias. Sus pantys dejaban ver un coño perfectamente depilado y sin una sola imperfección. Se lo quité despacio y suspiró conforme la prenda iba bajando por sus piernas. Sus labios eran pequeños y de un color rosa y podía ver la humedad bajando ya por su vagina. En segundos me desvestí completamente y acerqué mi cara a su entrepierna.
-No me gusta- me detuvo poniendo su mano sobre su vagina y cerrando un poco las piernas. -Hazme el amor, mejor- Y cuando besé sus muslos abrió nuevamente las piernas cerrando los ojos. Acerqué el glande a su vagina y empecé a presionar despacio. -Así, justo así…- Frotaba mi pene a lo largo de su vagina y me detenía presionando un poco sobre su entrada, que estaba húmeda pero no estaba lubricada. Ella extendió la mano hacia su buró y me dio un pequeño gotero de color negro. -Solo un poco, para que nos dure la noche- y sonrió. Vertí el líquido viscoso sobre su vagina y tan pronto éste tocó su piel gimió despacio. Masajeé con dos dedos toda su raja y cuando me detenía sobre su botón gemía más fuerte. Acerqué nuevamente el glande y recorrí su vagina con él. Sentía sus espasmos y una calidez como ninguna otra. Me detuve un momento a ver su rostro, desecho en una mueca de placer, pasando la lengua por sus labios y sujetando sus pezones.
Entonces empujé el glande hasta que estuvo dentro, lo que hizo que me volteara a ver con la boca abierta – ¡Niño, estas enorme! – Sujeté con fuerza sus caderas y metí todo mi pene de golpe. Amalia gritó de placer y al darse cuenta se tapó la boca sin dejar de mirarme. Pensé que la había lastimado, pero cuando comenzó a mover sus caderas me di cuenta que no. Asi empecé un mete-saca muy despacio, pero con fuerza, trayéndola hacia mí de la cintura cada vez que entraba. Ella gemía cada vez con más fuerza sincronizando mis movimientos con su voz. Sus pechos, que apenas caían ligeramente a los costados, se estremecían con cada embestida. Me aprisionó con sus piernas y me tomó de las manos para apoyarse. No tardamos en tomar un delicioso ritmo que se acentuaba con sus gemidos, que estas alturas eran más berridos que otra cosa.
– ¡Cógeme!¡Cógeme fuerte, mi amor! – Decía con cada embestida apretando los ojos. No podía dejar de ver sus grandes pechos llenos de pecas, moverse de arriba a abajo. Tantas veces que los imaginé de mil formas en mi juventud y hoy estaban ahí desnudos y vibrando con cada embestida. Los sujetaba suavemente y luego jalaba sus pezones con mis dedos, lo que ocasionaba gemidos más profundos. Vaya que eran sensibles. Me incliné a besarlos y tan pronto tuve uno en la boca, sentí como su vagina empezaba a contraerse con más fuerza. – ¡Arturo me voy a venir ya! – Estaba cerca del orgasmo y yo estaba empezando a perder la pelea. Aceleré mis movimientos tomándola de la cadera y haciendo un esfuerzo por no correrme dentro. ¿Podía hacerlo? O más bien ¿Debía hacerlo? Al ser una mujer madura di por sentado que sus días de fertilidad habían terminado y no “corríamos peligro”. Digo, no me pidió protección desde el principio. Entonces sus gemidos se hicieron más largos y cuando ya no podía más ella explotó en un fuerte orgasmo que me hizo terminar de inmediato. Sendos chorros de semen la inundaron irremediablemente, haciendo que me volteara a ver nuevamente.
– ¡No has tenido ni chanza de salir! – Dijo riendo y tratando de recuperar el aliento. Me tumbé junto a ella aun excitado y con el pene todavía erecto y palpitante. Ella lo vio con una sonrisa y lo tomó con una mano. -En mis tiempos de universidad nunca me topé con una de estas- dijo apretujándola despacio y recorriéndola con la mano.
– ¿Nunca? – pregunté incrédulo.
– ¡Que va! Tuve puros… que solo llegaban justo a la mitad. – Dijo midiéndolo con su mano extendida.
– ¿Tía, te gustaba mucho coger?
– ¡No tenía otra cosa que hacer! – Exclamó entre risas. -En teatro tuve un maestro que se parecía mucho a ti. Nos la pasábamos cogiendo como conejos, en todas partes. En mi audición, cuando recién entré, me pidió que me quitara toda la ropa y me dejó solo en pantys. Yo ya había tenido experiencias con 2 novios, pero él era cosa seria. Me pidió que le recitara unos versos mientras caminaba por su oficina y cuando menos lo pensé, ya lo tenía atrás de mi dándome como si se le fuera a ir la vida en ello.
– ¿Te gusta de perrito?
-Si, pero ya no puedo, me duelen mucho las rodillas. Prefiero asi, sobre mí… En una ocasión, mi maestro fue a verme a mi casa; nadie sabía que estábamos saliendo. Digo, él tenía 38 y yo apenas 19 ¿te imaginas el escándalo? Salí sin que nadie se diera cuenta e hicimos el amor en el carro de tu abuelo. Fue apenas un “rapidín” pero me dejó embarazada.
– ¿De… Sarah? – Pregunte sorprendido.
-No. Lo perdí. Pero cuando mi papá se enteró casi lo mata. -Yo la miraba incrédulo por la tranquilidad con que contaba las cosas y sobre todo la confianza que sentía para decirlo. – ¿Sabes de que otra manera me gusta? – Tomó nuevamente el gotero y vertió un poco sobre mi pene. Lo masajeó de arriba a abajo hasta que estuviera totalmente cubierto y sin decir nada se sentó sobre el engulléndolo por completo. -Me gusta mucho de caballito- Cerró los ojos y comenzó a mover sus caderas apoyando ambas manos en mi pecho. Con cada sentón gemía con más fuerza y se inclinaba hacia atrás, dejándome ver sus perfectos pechos en toda su forma y esplendor. Estos botaban y se balanceaban a los lados de manera circular. -Agárrame los pezones- me decía, y yo sin chistar le obedecía. Los jalaba y los apretaba provocándole esas hermosas muecas que solo pueden formar este placer en particular.
Cuando sentí que sus movimientos se hicieron más veloces la levanté un poco de las piernas y comencé a penetrarla más fuerte y más rápido. – ¡Así! ¡No te detengas! – decía bufando. Sentí su interior contraerse con más fuerza que la vez pasada y sin decirme nada tuvo un orgasmo casi silencioso, pero más violento, acompañado de apenas un gemido. Me detuve de golpe y abracé su cuerpo que no paraba de temblar. -Dios mío pero que ricura tienes entre las piernas, muchacho…- me dijo casi al oído. Dejo caer todo su peso sobre mí y la besé. Fue un beso con lengua muy largo y lleno de lascivia. Con ambas manos acariciaba sus nalgas y de cuando en cuando pasaba un dedo sobre su ano. – ¿Te quieres correr adentro o en mi boca? – pregunto dándome pequeños mordiscos en los labios. -Aunque la siento todavia muy dura para acabar…- Se rio y sin contestarle me incorporé hasta quedar recargado sobre la cabecera. Ella entendió el gesto y se subió nuevamente sobre mí, engullendo mi pene otra vez. Me abrazó la cabeza quedando mi cara entre sus pechos y la penetré así. Gemía despacio casi en mi oído y cuando estaba totalmente dentro de ella me apretabas más la cara contra sus senos. Así estuvimos unos minutos hasta que finalmente me corrí, llenándola nuevamente de semen que segundos más tarde comenzó a brotar de su vagina.
Jugaba con sus dedos en mi cabello en lo que se recuperaba, y cuando mi pene se salio naturalmente de ella se levantó para limpiarse.
– ¡Me has rellenado como pavo! – Me grito desde el baño. Escuché el chirrido de la llave y el agua correr un momento. Entonces regresó desnuda y sonriente con una toalla mojada y papel de baño. Nos limpiamos en silencio y una vez que habíamos retirado el resto del lubricante y fluidos de ambos me dispuse a vestirme.
– ¿Qué haces? – preguntó con ambas cejas levantadas.
-Pues… me visto.
-Ah no, señor, usted se me queda aquí. – Dijo en tono burlesco quitándome el calzón de la mano. – ¿O no quieres pasar la noche conmigo?
– Tía, ¿qué pasa si llega mi mamá y nos encuentra así?
– Dime Amalia. Y claro que no va a regresar. Siempre se queda en el hospital con tu abuela.
– Esta bien, no tengo problema.
– Entonces a la cama. Voy por lo que quedó de vino y en un momento regreso.
Amalia salió de la habitación desnuda y contoneándose. Se le veía más fresca y alegre que cuando llegó y su voz se había hecho un poco más cantarina. Me tapé nuevamente con la colcha, repasando mentalmente todo lo que había sucedido. Era simplemente el sueño de mi juventud hecho realidad al fin; mejor de lo que pensé que sería. Recordé las veces que veía su escote cuando me enseñaba a jugar ajedrez y sobre todo como se movían sus pechos cuando caminaba. De alguna manera era la fantasía de todo estudiante, o al menos, todo estudiante que haya tenido una maestra buenona.
Amalia apareció de nuevo en la habitación, con una bata negra que apenas le cubría los muslos y una cajetilla de cigarros a la mitad. Los puso en la mesa de noche y se metió de inmediato a la cama. Nos besamos una vez más y nos quedamos dormidos abrazados; apenas era medianoche.