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El nuevo curso (IV)
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Tiempo de lectura: 34 minutos

Damián se recostó en el marco de la puerta. Con una leve sonrisa contempló como Enrique descendía las escaleras. Por su cara podía notar que estaba en una nube de felicidad, la misma en la que se encontraba él. Cerrando la puerta con suavidad para que no diese un portazo se encaminó después al sofá. Antes de sentarse cambió súbitamente de idea y recogió su teléfono del dormitorio. No tenía ningún mensaje, ni siquiera de Carlo, por lo que dedujo que las cosas con Thalía habían ido bien. Con una sonrisa mucho más ancha tocó sobre el contacto de Enrique, añadiendo un emoji de corazón detrás del nombre.

Sin perder la sonrisa se dejó caer en el sofá y alargó la mano para coger uno de los libros de clase que tenía esparcidos por la mesita de café. Retirando el marcapáginas con forma de fémur que usaba para señalar el tema en el que se había quedado empezó a leer la materia. Las letras desfilaron por delante de sus ojos, sin llegar realmente a penetrar en su cerebro. Su mente pronto empezó a divagar y dejando el libro abierto apoyado en su pecho volvió a coger el móvil, clavando la vista en el pequeño corazón rojo que adornaba el nombre de su ahora pareja.

Las dudas se infiltraron en su cabeza como zarcillos envenenados. ¿Sería demasiado pronto para ponerle un corazón al nombre? ¿Se estaría dejando llevar? Toda la seguridad en sí mismo que derrochaba en cuanto salía de casa y que formaba parte de su carisma inconsciente desaparecía en cuanto pensaba en el joven. Enrique había dicho que le había gustado desde el primer día, pero Damián no podía evitar mostrarse escéptico. Levantándose del sofá fue al dormitorio, donde empezó a recoger el cuarto. Limpiar era en él un hábito tan arraigado que ya lo hacía casi por inercia. El trabajo era extenuante, pero le permitía despejar su cabeza y pensar en aquello que le preocupase, en este caso, Enrique. Retirando las mantas y el nórdico hizo una bola con las sábanas y las llevó hasta el cesto de la ropa sucia. La colada se estaba acumulando y anotó en un espacio de su mente el poner después la lavadora. Sacando un juego de sábanas del cajón de su armario cogió la bajera y se dispuso a ajustarla al colchón cuando el arranque de energía se detuvo, tan de repente como había empezado.

Con gesto cansado se dejó caer sobre el colchón, mirando la tela que tenía entre las manos. Le había dicho que llevaba ocho meses sin acostarse con nadie. Quizá debería decir que llevaba ocho meses sin acostarse con su ex, pero los hábitos que le había inculcado no se iban. Permanecían con él como incómodos recordatorios que aún definían y condicionaban su forma de actuar. Con la mirada perdida hizo una bola con la sábana y se la acercó al pecho, acurrucándose en el colchón desnudo en posición fetal. Tenía claro que había tomado la decisión correcta al dejarle, pero la sensación de amargura persistía. Suspiró y apretándose las rodillas contra el pecho se envolvió en la sábana, creando un capullo de algodón de color azul oscuro que bloqueó la luz del sol que entraba por la ventana. Cerrando los ojos dejó que los recuerdos le invadiesen, sin reprimirles por primera vez en mucho tiempo.

No podía precisar cuándo le había conocido. Amigo de sus padres desde que él era un niño, siempre había estado presente en su vida, a veces más incluso que sus progenitores. Su padre viajaba muchísimo, como piloto de líneas comerciales aéreas pasaba más tiempo surcando el mundo a los mandos de su avión que en casa ejerciendo de padre, y aunque siempre le había querido, entre ambos no había habido nunca una buena comunicación. Su madre se había formado como chef bajo las órdenes de uno de los mejores cocineros de cocina francesa del mundo y, cuando él nació, su carrera se encontraba despegando, por lo que acabó delegando su cuidado en su abuela paterna, quien seguía residiendo en el mismo pueblo donde se criase su padre.

Mateo había triunfado, igual que sus padres, pero a diferencia de estos jamás había abandonado el pueblo que le vio crecer. Reputado arquitecto, se había limitado a reformar la antigua casona de sus padres con un estilo mucho más moderno y elegante, aunque conservando cierto aire tradicional y sólido. De niños, Mateo y su padre habían sido los mejores amigos, y el que él se quedase en el pueblo sirvió como asidero para esa amistad incluso en la edad adulta. Mientras su padre viajaba y su madre trabajaba sin descanso, era Mateo quien se aseguraba de cuando en cuando de que su abuela estuviese bien, la ayudaba con ciertas gestiones e incluso la asesoró en un fondo de pensiones. Damián sabía que sus padres le admiraban y le querían como a un viejo amigo, pero para él fue siempre un referente.

De niño le veía como a una especie de tío guay, que siempre le compraba los mejores regalos y le animaba a participar en locas aventuras, como aquella vez que le habló del antiguo camino de cabras que bordeaba el pueblo y las alucinantes cuestas que tenía y que podía remontar con la bici para después bajarlas a toda velocidad. A su abuela casi la da un infarto cuando se lo contó y le estuvo echando la bronca durante casi tres horas, pero para él era uno de los mejores recuerdos de su infancia. No fue hasta llegar a la adolescencia cuando empezó a mirarle con otros ojos, los ojos de un enamorado.

Cediendo a la nostalgia recordó con una sonrisa triste en la cara las ansias con las que había esperado el verano, momento en que Mateo abría su gloriosa piscina para uso y disfrute de su abuela y de él. Como durante el día apenas estaba por casa no le importaba dejar que la usasen y a cambio su abuela siempre le tenía preparada la cena y le vigilaba la casa. Era un buen arreglo, sobre todo para él. Al estudiar en un colegio de pago en la ciudad no tenía amigos en el pueblo, y su inusual color de pelo y de ojos le granjearon más de un mote desagradable. La inmensa piscina de Mateo, bordeada por fragantes limoneros y un césped tan verde y brillante que parecía artificial, junto con los helados y los fuegos artificiales eran la mejor parte de los meses estivales. La adolescencia se encargó de terminar con todo eso.

Podía evocar sin esfuerzo el momento en que todo cambió. Como cada año en verano, sus padres estaban atareadísimos con sus trabajos. Considerándole demasiado joven con sus quince años como para pasar los tres meses de vacaciones en solitario, le mandaron de nuevo con su abuela, que le recibió con los brazos abiertos. Su abuela no había cambiado nada, ni su pulcra casa de dos plantas cuyo jardín delantero rebosaba de flores. Los altos árboles de lilas llenaban el inmenso jardín trasero y aportaban sombra al cenador construido por su abuelo. Nada más verle, su abuela le abrazó con fuerza, achuchándole y llenándole de besos. Damián siempre se lo consentía, no podía negarla nada.

–¡Mi niño! ¡Pero cuánto has crecido! Estás cada día más alto, ya me has dejado atrás. ¿Has tenido buen viaje? Espero que vengas con hambre, te he preparado arroz con pollo y sandía fresca de postre, y Mateo ya me ha dicho que podemos usar su piscina como cada año.

Su abuela siempre hacía lo mismo: hablar a toda velocidad y de manera imparable. Pequeñita y ligeramente rechoncha, a Damián se la antojaba semejante a las hadas madrinas de los cuentos. Desde luego, así había sido siempre para él. Con su abuela nunca había sido posible negociar, lo que ella decía se cumplía. Sin protestar por el trato recibido se había dejado arrastrar al interior de la casa, donde ya le esperaba la mesa puesta. Tras lavarse las manos en el fregadero de la cocina se sentó a comer mientras su abuela seguía revoloteando a su alrededor, incansable, parlanchina y vivaz. Estaba poniéndole al día de las novedades del pueblo cuando un rítmico golpeteo de nudillos en la puerta principal interrumpió su cháchara.

Incluso ahora Damián veía con toda claridad la imagen de Mateo irrumpiendo en la cocina, dando dos besos a su abuela y mirando a través de él como si fuese igual de transparente que el cristal. Aunque en ese momento no había reparado en él, la feroz sacudida en el estómago que sintió bastó para quitarle el apetito durante el resto del día. Con las grandes manos apoyadas en los menudos hombros de su abuela, y dominándola con su estatura de un metro ochenta como mínimo, la impresión fue tan intensa que no pudo por menos que dejar caer el tenedor en el plato con un golpe tremendamente sonoro en medio de la cocina. Aunque involuntario, consiguió captar su atención.

En el tiempo transcurrido desde la última vez que le había visto apenas había cambiado. Su cabello rubio oscuro estaba algo más largo y goteaba sobre sus hombros desnudos. Su piel empezaba a broncearse por efecto del sol veraniego y sus ojos marrones presentaban unas ligeras arrugas en las comisuras que no desmerecían para nada su aspecto general. Vestido únicamente con un bañador bastante holgado podía apreciar a la perfección que seguía conservando su físico de nadador, de músculos tonificados y marcados. Una nube de vello ralo cubría su pecho y descendía por el vientre hasta perderse bajo el traje de baño. Al bajar la mirada, abrumado, vio que también tenía vello en las piernas. Debía de haber salido de su piscina porque, aparte del bañador, tan solo llevaba unas chanclas de cáñamo.

–Damián, ¿ya has venido a pasar el verano?

Aunque sólo había mostrado un cordial interés, lo suficiente como para no sonar descortés, Damián recordó lo muchísimo que le había costado articular una respuesta coherente, apenas un “sí” que escapó entre sus labios, tan bajo que casi era inaudible. Aun así Mateo se limitó a sonreírle, asentir con la cabeza y comentar algo con su abuela que no logró captar bien debido al zumbido que parecía haberse instalado en sus oídos a causa de la vergüenza. Ni siquiera recordaba haber terminado la comida, tan solo la mirada de leve interés que vio en Marco y como se había marchado poco después sin tan siquiera despedirse de él.

Con un gruñido indefinido giró y se revolvió dentro de la envoltura añil en la que se encontraba. Su comportamiento los dos años siguientes había sido patético, rozando conductas más propias de una quinceañera frente a su ídolo pop que una actitud normal ante un viejo amigo de la familia. Cada verano desesperaba por acercarse a Marco, y cada verano se veía incapaz de hacerlo debido a su falta de confianza y al aparente desinterés de este. En algunas ocasiones, cuando coincidían en la piscina del hombre, habría jurado que le observaba con atención, pero se autoconvenció de que no eran más que sus fantasías desbocadas. Las mismas que, al menos tres veces por semana, le obligaban a masturbarse pensando en su vecino.

La mayoría de las veces había conseguido controlarse, no ceder a las fantasías imposibles, pero aquellos días en que coincidía con Marco en la piscina su imaginación y sus hormonas se combinaban. Esas noches, ya tumbado en la cama, por su ventana entraba el olor a lilas, limón y cloro, y él cedía con gusto a las vívidas imágenes que se creaban tras sus párpados cerrados. En ellas siempre estaban Mateo y él a solas. En esas fantasías a veces era él quien tomaba la iniciativa, las más veces era su vecino. A pesar de lo prohibido de su relación ambos cedían al deseo, y mientras la fantasía se desgranaba en su cabeza su mano acariciaba su pene arriba y abajo hasta que su orgasmo le alcanzaba.

Mientras cosechaba un éxito cada vez más rotundo entre sus compañeros de clase de ambos géneros, con Marco la cosa era diferente. En su carísimo instituto de pago podía conseguir a cualquier chico, siempre que fuese gay o bisexual; y más de una chica también se habría ido con él de haberlo deseado así. Durante ese tiempo su cuerpo se estiró hasta alcanzar una altura más que respetable de un metro ochenta y uno, aunque siguió conservando una cara ligeramente aniñada y con ella cierto aire de inocencia. Aunque en aquel tiempo no lo supiese, durante esos años de fantasear y soñar con Mateo había desarrollado cierto carisma y dotes de seducción al tener presente su objeto de deseo inalcanzable, que se combinaba con una sensualidad ambigua y atrayente que acabó por florecer del todo escasos meses antes de terminar el instituto y cumplir los dieciocho.

Siendo niño había considerado que cumplir años el veintiocho de junio era un asco. Sus amigos estaban fuera de vacaciones y muchas veces sus padres no podían celebrarlo con él debido a sus trabajos, por lo que lo había celebrado siempre con su abuela, quien se desvivía porque tuviese un día especial. Su hada madrina. Ella, y Mateo, por supuesto. El arquitecto siempre había estado ahí, con los mejores regalos, aquellos que sus padres y su abuela no querían comprarle por considerarles peligrosos o demasiado prematuros. Apretando más las rodillas contra el pecho recordó la fiesta de su dieciocho cumpleaños. Celebraban su mayoría de edad, pero también el haber sido aceptado en medicina, su meta personal. Sus amigos del instituto se sumaron a los pocos adolescentes con los que se llevaba bien en el pueblo, a sus dos padres, su abuela y, cómo no, Mateo.

El hombre se había ofrecido a ser el anfitrión de su fiesta, y Damián había recibido la noticia con una mezcla de fiero orgullo, intensa satisfacción y el ya habitual retortijón en el estómago que siempre sentía al escuchar hablar de su vecino, sabiéndole inalcanzable. Mateo había cedido con gusto su jardín, su piscina y la planta baja de su casa a la riada de adolescentes que acudieron a celebrarlo con Damián. Los olorosos limoneros se decoraron con guirnaldas de luces led de diferentes colores. Potentes altavoces conectados a un caro equipo de sonido proporcionaban la música con solo conectar los móviles mediante bluetooth y ni siquiera tenían que gastar datos para poner sus canciones favoritas a sonar, ya que Mateo se encargó de abrir la red wifi para todos.

Lo mejor fueron las viandas. Su vecino había dispuesto tres largas mesas que su madre cargó de comida elegante y sabrosa. Los canapés se sucedían en bandejas colmadas de deliciosos bocados de salmón, queso del caro o verduras en delicadas rebanadas de pan tostado. En otra de las mesas una inmensa tarta aguardaba el momento de soplar las velas, rodeada por pequeños pastelillos de frutas, merengue y crema pastelera. La más visitada era la que el propio Mateo abasteció, cargada de bebidas alcohólicas de prestigiosas marcas. Sus padres no estaban demasiado de acuerdo con esa mesa, pero como todos los chicos invitados resultaron ser mayores de edad, la discusión sobre si era apropiado o no ofrecer alcohol ni siquiera llegó a producirse.

Intentó evocar la fiesta en su memoria, pudiendo recuperar solo retazos fugaces: la música alta atronando en sus oídos, el movimiento de los cuerpos de sus amigos bailando junto a él en el césped o saltando a la piscina, el sabor del tequila con lima y sal en su boca, el resplandor de los led conforme el sol se ponía y daba paso a la oscuridad de la noche, el titilar de las velas momentos antes de soplarlas, todos cantando a coro el “cumpleaños feliz” mientras desenvolvía un regalo tras otro, sus padres y su abuela retirándose al bar del pueblo a charlar con los padres de sus amigos que habían ido a buscarles y que les concedían otra hora en la fiesta… y las manos de César subiendo por su cuerpo, arrancándole la camiseta mientras su boca engullía la suya con ansia.

Aferró la sábana con ambos puños mientras dejaba que en su mente se reprodujese de nuevo ese fatídico momento. No sabía qué le había impulsado a subir con César al cuarto de Mateo, situado en la planta superior de su chalet. Sospechaba que la búsqueda de privacidad había sido el detonante, pero una parte remota de su subconsciente siempre había sostenido que en realidad lo había hecho para que le pillasen, por el riesgo, por el morbo o por la suma de todos esos factores. Mientras ascendía por las escaleras podía notar la erección de César presionando contra la suya y como su lengua infatigable hurgaba en su boca, buscando la suya, provocándola.

Al llegar al piso superior había tomado él el mando. Conocía la casa, y había guiado a César a lo largo del elegante pasillo hasta el dormitorio. La cama de matrimonio dominaba la estancia de amplios ventanales rodeados de un balcón con tarima de madera. La manta estaba doblada pulcramente a los pies debido al calor estival que la hacía innecesaria y los grandes almohadones se veían mullidos y confortables. Sonriendo con malicia había empujado a César hasta la cama, subiendo sobre él en cuanto el chico cayó al colchón. César le había agarrado por la cintura, arrancándole el bañador húmedo y dejando al aire su pene, ya de veintiún centímetros y con una mata de vello rojizo en el pubis. Recordaba lo impaciente que era siempre César. En esa época le encantaba lo rápido que se excitaba, aunque no podía decir lo mismo sobre su escaso aguante.

César se había retirado el bañador en cuanto le desnudó. Su pene mediano se apoyaba en sus nalgas mientras Damián besaba y acariciaba el torso del joven que se retorcía para conseguir orientarse hacia su ano. Sus manos cálidas le habían aferrado por los glúteos, apretando la carne y tirando de ellas hacia fuera para dejar al descubierto su ano. Aquello siempre conseguía hacerle gemir y César lo sabía bien. Le había provocado, moviendo las caderas en círculos, subiendo y bajando como si fuese a cabalgarle, pero limitándose a pasar el pene del joven entre sus nalgas. César se había colocado solo el preservativo, sacándole del bolsillo de su bañador que mojaba el suelo de madera clara. Damián había estado a punto de ensartase tras lubricar ligeramente su ano con saliva, sabiendo que con César siempre tenía poco tiempo, cuando un fuerte carraspeo les había interrumpido, haciéndoles saltar a ambos y correr a cubrirse con la única manta que tenían a mano.

En el vano de la puerta estaba Mateo, mirándolos con una mezcla de divertida curiosidad y algo más que consiguió poner la carne de gallina a Damián. No parecía enfadado, pero ninguno de los dos jóvenes pillados in fraganti se había atrevido a abrir la boca, en espera de que el dueño de la cama en la que habían estado a punto de acostarse se pronunciase. A Damián le bastaba con recordar aquel momento para que el pulso se le acelerase de nuevo, retumbando en su garganta y en sus oídos, martilleando en su pecho con un galope desbocado. Mateo se había inclinado, había recogido la ropa de César del suelo y se la había lanzado al chico, que se vistió a toda prisa procurando mantener sus genitales cubiertos.

No le había hecho falta pronunciar una sola palabra para despachar al joven. Su ligue le había abandonado de inmediato, dejándole solo con el marrón de tener que explicarse ante el hombre que se mantenía de pie de brazos cruzados frente a la cama. Habían escuchado como bajaba las escaleras de dos en dos y el portazo que dio al salir precipitadamente de la casa. Se excusaría por ello al día siguiente, cuando ya fuese tarde para que Damián considerase perdonarle, pero en ese momento la sensación de traición, soledad y vergüenza se impuso a todas las demás.

Damián recordaba con toda claridad que se había atrevido a mirar a Mateo a los ojos tan solo un instante, antes de que la vergüenza pudiese con él y acabase por desviar la mirada hacia abajo. A partir de ese punto sus recuerdos eran tan nítidos que casi le parecía haberlo vivido ayer mismo en lugar de hacía poco más de dos años. Apretando más las sábanas en los puños se tumbó boca arriba, manteniendo los ojos cerrados con toda la fuerza de la que era capaz e inspirando hondo por la nariz para soltar el aire por la boca después, intentando que el dolor que sentía siempre que evocaba como habían empezado no le ahogase.

–Venía a deciros que los padres de César preguntaban por él. Mañana tienen que coger un avión y dicen que no pueden perder más tiempo –el tono de Mateo era tan sosegado que Damián se vio incapaz de extraer ninguna conclusión escuchándole.

–Gracias –musitó avergonzado, deseando que se fuese para poder retirar la manta con la que ocultaba su erección.

–¿Sabes? No me molesta que uses mi cama para los revolcones con tu novio, pero sólo si me invitas a ellos. Al menos ahora que ya puedes hacerlo.

Los ojos de Damián casi se habían salido de sus órbitas ante esas palabras. La risa sardónica de Mateo reverberó en el dormitorio mientras este se acercaba más a la cama. El joven había tirado más aún de la manta, cubriéndose hasta el pecho. La confusión predominaba en su cabeza, conviviendo con el temor a estar malinterpretando por completo la situación. El arquitecto se había dejado caer en la cama, al lado de Damián que pudo notar el calor que emanaba del cuerpo del hombre y como su peso hundía el blando colchón.

–¿Eres…? ¿Eres gay también? –consiguió preguntar tras tragar saliva.

–No, no soy gay como tú, si te he entendido bien; también disfruto de la compañía de mujeres. Dime, ese chico que estaba contigo, ¿es tu novio?

A pesar del tono despreocupado la intensa mirada le había dejado clavado en el sitio. Mateo se había ido acercando despacio, hasta colocar su mano suave y de uñas perfectamente cuidadas sobre su erección. En ese momento Damián había empezado a respirar tomando grandes bocanadas de aire, intentando controlar su nerviosismo y su excitación. Había ansiado lanzarse, estrechar el cuerpo musculoso del hombre entre sus brazos y comprobar si el bulto que había atisbado otras veces, cuando nadaban juntos en la piscina, se correspondía con la idea que se había formado. Sin embargo, permaneció inmóvil, con la lengua pegada al paladar y la boca seca hasta que el arquitecto insistió, acariciando ligeramente su erección para obtener una respuesta.

–No, no es mi novio. Solo somos… amigos con derecho.

–Bien, eso me gusta. Te has convertido en un chico muy sexy, me hubiese molestado que después de todas las miradas que me has echado, todo lo que me has acosado, ahora te hubieses buscado novio. Me hubiera sentido… engañado.

–¿Q-qu-qué? –no había podido evitar tartamudear, con los ojos desorbitados y el corazón latiendo tan deprisa como si hubiese corrido una maratón.

–Vamos, no finjas ahora que lo que digo no es cierto. Sé lo que hacías estos veranos cuando venías a nadar, lo que deseabas. Eras muy tentador, pero prohibido. Ahora eres igual de tentador, pero, si quieres, ya podemos dejar de lanzarnos miradas.

–¿Va en serio? –recordaba haber preguntado.

Por toda respuesta, Mateo se había limitado a retirar la manta. Damián había girado la cara, ligeramente avergonzado por su gran tamaño. No todos los chicos con los que había estado reaccionaban bien y la idea de no gustar a su vecino se le había antojado insoportable. Había intentado abstraerse centrando su mente en la sensación de la manta abandonando su piel, con una lentitud que afectaba cuidado. Poco a poco su gran pene había quedado al aire, libre ante los ojos de Mateo. No se pronunció de inmediato, se había limitado a mirarle en silencio, sin duda disfrutando de su actitud sumisa, que traslucía su deseo de complacer. Si no analizaba desde la perspectiva actual, ya desde el principio el único que había sucumbido a sentimientos ajenos a la lujuria era él.

–Eres grande –había dicho por fin, acercándose más al cuerpo blanco y delgado del joven– me gusta que seas tan grande. ¿Virgen?

Damián había negado con la cabeza. Incluso ahora, arropado bajo la sábana limpia en su pulcro apartamento, sus mejillas se tiñeron de un furioso rubor que pocas veces experimentaba. Le había gustado su respuesta, la negativa que le dio. No le gustaban inexpertos y con dudas. Mateo se había inclinado sobre él sin soltarle el pene, comenzando a masturbarle arriba y abajo con fuerza. Damián había tendido los brazos, rodeando al hombre con sus brazos y acariciando el corto cabello rubio. Se había enderezado ligeramente, pidiendo un beso que, aunque correspondido, tan solo podía evocar con amargura. Carecía por completo de cualquier sentimiento que no fuese el de excitación por su cuerpo. Al preguntarse, como tantas otras veces, por qué no lo había visto, la única respuesta que encontró fue que él sí que le quería.

Mateo le había besado con una pericia que le alejaba del resto de ligues que había tenido hasta ese momento. Su hábil lengua recorrió cada rincón de su boca hasta llegar al último recoveco secreto, mientras sus grandes manos tanteaban su piel, blanca incluso en verano. La mano que aferraba su pene había aumentado la velocidad de su movimiento, acariciando, frotando, estimulando y masajeando sin tregua. Palpaba toda su longitud, memorizaba sus formas y los puntos sensibles. Con el pulgar alternaba entre frotar el sensible frenillo y el orificio, por donde ya escapaban gotas de líquido preseminal. Se separó de sus labios y descendió por su cuello, deslizando los labios hasta llegar al pecho.

–Qué guapo eres. No te lo había dicho antes ¿verdad? Muy guapo y muy apetecible.

Incluso sus piropos carecían de afecto, se limitaba a describirle, como quien aprecia un mueble caro o un adorno especialmente costoso. Sus manos grandes le empujaron hasta tumbarle por completo en la cama, descendiendo por su cuerpo, deteniéndose un momento en su cintura estrecha y sus caderas delgadas, antes de proseguir su avance hasta los muslos bien torneados. Le había levantado las piernas todo lo posible, con su boca acercándose poco a poco hasta su miembro, pero sin llegar a tocarle.

Había sacado un condón de una caja de la mesilla, con el envoltorio de intenso color amarillo canario. A Damián tanta precipitación le había dejado un regusto amargo, pero Mateo parecía tranquilo y confiado, sabía de sobra lo que quería y no dudaba en ir a por ello. Damián recordó como había intentado frenarle, suplicarle que fuese más despacio, que le dejase disfrutar de un sueño que por fin se cumplía. El arquitecto se había limitado a sujetarle la mano y darle un rápido beso en el dorso, un gesto que bastó para derretirle entonces y que ahora le causaba escalofríos al ver lo falso que había resultado.

–¿No podemos ir más despacio? Por favor… llevo mucho tiempo esperando esto –imploró acariciándole el cuello.

–Tranquilo, no te va a doler, ya he visto lo dispuesto que estabas antes con tu amiguito –el tono con el que lo había dicho era ligeramente despectivo, pero Damián lo había atribuido a los celos en ese momento–. Además, tus padres estarán aquí muy pronto, y no queremos que nos pillen así.

Damián había acabado por asentir, abriendo más las piernas y elevándolas en el aire. Ofrecido y entregado se limitó a ver cómo terminaba de desnudarse. Tenía una espesa mata de vello rubio en el pubis, pero su pene destacaba por encima de él. Bastante largo, no alcanzaba el tamaño del suyo, pero la ligera curvatura hacia arriba le hacía resaltar sin esfuerzo. Al ver cómo el joven se le comía con los ojos Mateo sonrió con engreimiento y redujo ligeramente el ritmo, acariciando el pecho lampiño del chico y tumbándose a su lado, dejando que por unos instantes tomase él las riendas.

Damián se lo había agradecido inmensamente. Le había besado con pasión, sin igualar su pericia, pero aportando todo su ardor juvenil como compensación. Había recorrido el cuerpo del hombre con las manos, deleitándose en el tacto suave de su piel, el vello rizado que le cubría el pecho, las piernas y el pubis, sopesando en sus manos sus grandes testículos y acariciando el pene curvado y pesado. Mientras él se deleitaba en acariciar al arquitecto, exultante por tener por fin una oportunidad con quien creía el hombre de sus sueños, Mateo se había limitado a contemplarle. Cada vez que Damián elevaba sus ojos para contemplarle, le sonreía con calidez, pero sin cariño, y sin embargo esas sonrisas habían conseguido derretirle, calarle hasta el tuétano.

–Toma –había dicho Mateo tendiéndole el preservativo– colócamele tú, quiero ver qué tal lo haces.

Le había chinchado y él había caído en la provocación. Con una sonrisa engreída había rasgado el papel, amarillo intenso por fuera, plateado por dentro. El viscoso condón salió sin problemas, y tras masturbar arriba y abajo el pene del hombre había colocado el anillo de goma en torno al glande, deslizándole con facilidad hasta abajo. Le había masturbado otro poco, asegurándose de que estaba bien colocado, y con una sonrisa de suficiencia y el orgullo brillando en sus ojos verdosos se había enfrentado al arquitecto, que le aplaudió con cierto sarcasmo mientras se reía.

–Y aún no has visto nada, verás ahora– se ufanó Damián.

Con la confianza que le aportaba saber que le había impresionado, o al menos eso pensaba en el momento, se había colocado a horcajadas sobre el hombre, que le observaba gratamente complacido por su respuesta. Damián había enredado sus largos dedos en los cortos mechones rubios del arquitecto, que acariciaba su espalda y aplicaba una ligera presión en sus caderas, deseando que descendiese y le cabalgase. El joven pasó el pene entre sus nalgas, lamiendo sus dedos y untándoles de saliva antes de llevarlos a su ano, jugando con el anillo de piel, abriéndolo y dilatándole lo suficiente como para que pudiese entrar con facilidad, pero no tanto como para que le sintiera demasiado holgado.

Gimiendo de placer Damián se había dejado caer poco a poco sobre Mateo. Había besado al arquitecto en el cuello, descendiendo después al pecho y buscando los pezones, pero este le había detenido agarrándole de la barbilla y levantándole su cara para poder mirarle, no con amor o cariño, por puro morbo. A pesar de ello, Damián había accedido gustoso a su capricho. Mirándole a los ojos dejó que Mateo disfrutase de la cara de placer que ponía mientras el pene del arquitecto se deslizaba en su interior. Le costó un poco bajar del todo, gimiendo e insistiendo hasta lograrlo, pero cuando lo consiguió no obtuvo tregua ninguna.

Sosteniéndole por las caderas Mateo le ayudó a moverse desde el principio. Normalmente Damián habría esperado un poco, acostumbrándose a la sensación antes de cabalgar como tal, pero recordando que no disponían de demasiado tiempo volvió a tragarse sus sentimientos, cóctel amargo que bebería con frecuencia a lo largo de toda la relación, y complació al hombre. Se elevó por encima de él para volver a bajar en un movimiento rápido y confiado, sabiendo que lo que hacía le proporcionaría placer.

No del todo ajeno a las necesidades del chico, Mateo había vuelto a agarrar su largo pene. Le acariciaba con experta soltura, deslizando la mano arriba y abajo al ritmo de los botes que daba Damián sobre él, prestando atención a su cara. Sus dedos rodeaban el glande, tiraban ligeramente de él y volvían a descender hasta que tocaban el pubis, para volver a subir deteniéndose esta vez en el sensible frenillo. Gotas de líquido preseminal caían sobre el vientre del hombre mientras el joven aceleraba poco a poco. En la habitación casi en completa penumbra se entremezclaban los gemidos de ambos, jadeos y el rítmico entrechocar de los cuerpos cuando las nalgas firmes de Damián golpeaban los muslos del hombre.

Mateo había empujado más fuerte hacia arriba, tirando siempre del pene del joven y acariciando los testículos con su mano libre. Jadeaba y gemía mientras se deleitaba en el espectáculo de Damián subido sobre él, ofreciéndole un espectáculo de un erotismo maravilloso a la par que una buena cabalgada. Con una sonrisa de oreja a oreja había soltado momentáneamente su pene solo para poder retorcer uno de los claros pezones del chico. Damián recordaba haber gritado, haber gemido y haberse retorcido sobre el arquitecto, que reía en voz baja. Mateo se había incorporado para poder alcanzar con su boca los delicados pezones, rosados y erectos, tan duros que el más mínimo roce arrojaba una intensa descarga de placer que sacudía por completo al joven.

El hombre había terminado por empujarle, haciéndole caer a la cama con las piernas separadas y el glande del pene de Mateo todavía en su interior. Tomando el control, había sujetado sus piernas por los tobillos, manteniéndolas bien arriba y separadas. Las embestidas que le daba eran salvajes, rudas, buscando el placer absoluto. Nunca había sentido nada así y todavía recordaba las intensas sensaciones que sacudieron su cuerpo mientras gemía y desesperaba, todo al mismo tiempo. Había bajado la mano para masturbarse él mismo, con tal frenesí que ni siquiera había podido gemir, tan solo jadear una y otra vez mientras conseguía un poderoso orgasmo que regó todo su vientre con su propio semen.

Mateo le sonrió con suficiencia y siguió empujando, entrando y saliendo del ano del chico que empezaba a resentirse ligeramente, debido sin duda a la falta de lubricante. A pesar de la incomodidad que comenzaba a notar Damián había abrazado al hombre, que le regaló otro beso ligero, apenas un roce, antes de separarse y mordisquear el cuello, poniendo buen cuidado de no dejarle marcas visibles. Con un fuerte gemido Mateo terminó también, con otro orgasmo igual de fuerte que el joven que sintió como se desplomaba sobre él y se movía un par de veces más, retirándose del todo antes de volver a entrar.

Damián se retorció dentro de su sábana, aferrando la tela contra su pecho y meciéndose de un lado a otro. Recordaba cómo se había quedado debajo del arquitecto, deseando prolongar el momento, sintiendo un ligero escozor en su esfínter y a la vez una inmensa plenitud en su pecho. Por desgracia, Mateo se había puesto en marcha en cuanto recuperó el aliento. Salió del joven con una precipitación casi dolorosa, retirándose el preservativo y arrojándolo al suelo, al lado de la cama. Le había lanzado su traje de baño mientras se ponía su propio traje de baño.

–¿A qué esperas? Tus padres te estarán esperando, y buscándote también. Ahora no podemos joderla y dejar que sepan lo que hemos hecho. Siento despedirte así –había añadido al ver la mirada dolida del chico mientras se vestía–, pero ahora no tenemos tiempo para más. De todos modos, mañana a la hora de comer estaré solo, pásate entonces, podemos repetir lo de esta noche, pero con más calma.

Damián sintió ganas de abofetearse. Lo que en su día le pareció una proposición inocente, causada por las ganas de estar con él, cegado por su propio amor, había derivado en una relación tormentosa donde siempre había sido poco más que un secreto. A los siete meses de estar metido en ella había intentado dejarlo, pero sus débiles intentos habían sido tomados como una mera pataleta y no había podido hacerlo. Mateo se encargó de establecer una dinámica clara desde el principio: le decía el día, la hora y el lugar; si Damián podía se citaban ahí, y lo más que podía esperar en esos encuentros era una cena o una visita al cine, pero la mayoría de las veces se trataba sólo de sexo, buen sexo, sí, pero que siempre le dejaba una sensación de vacío por dentro.

Poco a poco se aisló de su familia, sus antiguos amigos y los compañeros de la universidad. Sus padres seguían con su frenético ritmo de trabajo y no podía hablar con ellos. De sus amigos hacía meses que no sabía nada y no podía acudir a su abuela y contarle a ella lo que le estaba pasando. Prefería aguantar en su relación que darla un disgusto, pero aguantar le había carcomido por dentro. Pateando la manta recordó cómo le amonestaba Mateo si dejaba una sola evidencia de sus encuentros, por nimia que fuese. Al principio había creído, ingenuo de él, que era por protegerle a él, o su relación. No había tardado en comprender que lo que le preocupaba era su imagen, lo que podrían decir si se enteraban de que se acostaba con un hombre, por guapo que fuese este.

Saliendo por fin del abrazo de la sábana se secó los ojos, húmedos a su pesar. De no haber sido por su abuela aún seguiría atrapado, amando a un hombre que sólo le veía como a un polvo fácil. Su abuela se había percatado de que algo le pasaba desde el principio. Se había vuelto inapetente, distraído y hosco. Sólo encontraba refugio en el gimnasio de su antigua universidad, donde solía bailar break dance como forma de desahogo. Cada vez que viajaba al pueblo a pasar algo de tiempo con su abuela procuraba evitar la casa de Mateo, aleccionado duramente por el arquitecto. Sin embargo, refugiado en su dormitorio, podía ver perfectamente la casona, la piscina y los limoneros que la bordeaban. Y desesperar. Pensando en una forma de conseguir que le quisiera, o que le dejase ir.

Se estiró con un movimiento fluido y tras sacudir la sábana un par de veces la extendió sobre el colchón. Mientras remetía las esquinas y ajustaba las gomas evocó el dulce rostro arrugado de su abuela. Su hada madrina particular había resuelto el problema con Mateo. Ejerciendo de ángel de la guarda para él. Con una sonrisa asomando en sus labios coralinos se preguntó qué diría ella de Enrique. Ansiaba más que nada poder hablar con ella, contarla las novedades y escuchar su consejo, pero estaba de viaje asistiendo a las bodas de oro de su mejor amiga y no quería molestarla. Si se lo estaba pasando bien, su llamada no haría más que inquietarla. Y, de todos modos, había quedado en llamarle en cuanto volviese al pueblo, para que acudiese a comer.

Terminó de hacer la cama, colocando con pulcritud las sábanas oscuras y estirando después la manta y el nórdico. Mulló las almohadas y tras colocarlas dentro de los almohadones las lanzó a su sitio. Colocó los cojines que usaba cuando quería estar recostado en la cama, usualmente mientras leía, y echó un vistazo al reloj digital que tenía sobre la mesilla. Había pasado más tiempo del debido rememorando su pasado, y todavía no tenía solución al dilema que tenía con Enrique. Echó un último vistazo a su dormitorio y abrió la ventana, dejando que el aire frío entrase y eliminase los malos olores.

A pasos rápidos, con el ceño fruncido y masajeándose las sienes, se encaminó hasta el cesto de la ropa sucia. Clasificando la ropa en montones cargó la lavadora con las sábanas sucias y la ropa que podía ir en caliente y echó una medida de jabón con aroma a flores. Mientras el agua empezaba a llenar el tanque en espumosas oleadas se levantó y se sentó a la mesa. Los donuts que le había traído para desayunar ahora estaban en la nevera. Se levantó y abrió la puerta del electrodoméstico, estirando la mano para acariciar los contornos afilados de la caja de pastelería en la que estaban. Antes de dejarle marchar le había dicho que le quería y Enrique parecía contento con ello, pero no le había dicho nada de vuelta. Conociéndole, lo más probable es que se debiese a timidez. Quería creer eso.

Consultando de nuevo el reloj se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde. Eligió unos vaqueros y una camiseta de color azul pálido, unos bóxers grises y una muda de calcetines y tras embutir la ropa en su bolsa de deportes cargó también una botella de agua y las llaves; cogió su cazadora, se calzó unas deportivas y se dirigió al gimnasio. Una vez allí, la combinación de olores (sudor, desinfectante, ambientador) y sonidos (gruñidos, el ruido de las máquinas, conversaciones y risas) consiguieron tranquilizarle. No sentía por el deporte la misma devoción que Carlo, pero también le ayudaba. Se encaminó con pasos rápidos hasta la máquina elíptica, donde comenzó su rutina, intentando despejar su cabeza.

Cuando por fin terminó con la elíptica el sudor le corría espalda abajo. Su cabello rojizo se rizaba en ondas indefinidas y jadeaba. Sin pensar demasiado en lo que hacía se subió a la cinta de correr. Programó el aparato y pronto se encontró corriendo, esforzándose por mantener la respiración controlada. Sus pies golpeaban la cinta con un sonido rítmico, familiar, como el pulso de un metrónomo. Aumentando más el ritmo aceleró la marcha. Ahora inspiraba el aire a grandes bocanadas, esforzándose, llevando su cuerpo al límite. Su corazón bombeaba con fuerza, cada vez más rápido, atronando en sus oídos. Cuando la máquina por fin se detuvo se agarró a los brazos de la cinta, inclinándose hacia delante para recobrar el aliento.

Mirando el reloj que colgaba de la pared se percató de que le quedaban quince minutos para que Enrique pasase a buscarle, si se mantenía fiel a su palabra. El miedo a una nueva decepción todavía rondaba por su cabeza, le atenazaba las entrañas y le causaba un sordo dolor en el pecho, semejante al que había sentido los últimos meses de su relación con Mateo. No obstante, sabía que Enrique no tenía la culpa de que se sintiese así, y solo con pensar en él su corazón aleteaba como un pájaro. Duchándose a toda prisa se secó el pelo con la toalla en cuanto salió de la ducha. Introdujo la ropa que había usado para hacer deporte en una bolsa extra, que evitaría que apestase la mochila, y se vistió a toda prisa, peinándose las ondas rojizas con los dedos.

Fuera del gimnasio, la temperatura había caído vertiginosamente. El aire húmedo y frío se le colaba por debajo de la cazadora, estremeciéndole. Estaba a punto de volver a entrar en el gimnasio para esperarle dentro cuando un golpe tímido en su hombro le sobresaltó. Girando sobre los talones se encontró cara a cara con Enrique. Le miraba con una sonrisa tímida y recatada en la cara y los claros ojos azules brillando. El chico se inclinó hacia delante ligeramente, acercándose a Damián un poco más antes de retroceder, con las mejillas como la grana. Damián se le quedó mirando, ligeramente desconcertado.

–Hola… –le saludó Enrique en un tímido susurro– ¿puedo darte un beso? No sé si te parece bien, estando en la calle y eso.

La sonrisa de Damián remarcó sus hoyuelos, iluminando toda su cara. Inclinándose hacia delante sostuvo la cara de Enrique entre las manos, notando el calor que irradiaban sus mejillas, y apretó sus labios de coral contra los del chico, que le echó las manos al cuello para atraerle más hacia él. No hubo ninguna resistencia por parte de Enrique. Sus labios cedieron, abriéndose invitadores para que Damián pudiese introducir su lengua en la boca cálida y húmeda del chico, que aferró los largos mechones de pelo cobrizo en sendos puños, acercándose cuanto pudo. Cuando se separaron, no solo las mejillas de Enrique estaban encendidas como la grana.

–Puedes besarme siempre que quieras. En la calle o en casa.

Enrique le ofreció la mano, dejando a Damián la decisión de aceptarla o no. El joven se apresuró a entrelazar los dedos con los de Enrique que sonrió y se les apretó con fuerza durante un segundo, radiante de felicidad.

–¿Sigue apeteciéndote pizza para cenar? Si no, puedo buscar otro restaurante.

–La pizza está bien. La verdad es que tengo hambre, me lie a limpiar y limpiar y se me olvidó comer –admitió ligeramente avergonzado.

Enrique le disparó una mirada reprobadora y apretó el paso, tirando de él a través de la marea de personas que saturaban las calles a esas horas. La conversación se estableció entre ellos con total facilidad, aunque, fiel a su costumbre, Enrique escuchaba mucho más que hablaba. No obstante, se iba soltando poco a poco, compartiendo sus costumbres, aficiones y preferencias con Damián y absorbiendo todo cuanto este decía. Se enteró de que su color favorito era el verde y el gris, que le gustaban los perros sobre los gatos, que le encantaba bailar y que no era demasiado buen cocinero, aunque su abuela siempre intentaba enseñarle. Por su parte compartió que prefería el color azul, que le gustaban perros y gatos por igual, que nunca había bailado y que le gustaba cocinar a pesar de ser muy lento haciéndolo.

Para cuando llegaron a la pizzería, estaba tan abarrotada que la idea de conseguir cenar dentro del local quedó descartada de inmediato. Consiguieron hacer su pedido y veinte minutos después, una vez que Enrique pagó, salieron cargando cada uno con la caja de una pizza. Sin dejar de hablar se apresuraron a llegar a la calle en la que ambos vivían, procurando que no se enfriasen demasiado por el camino. Damián se detuvo al ver que Enrique se dirigía a su propio portal, manteniendo en equilibrio la caja de pizza mientras sacaba las llaves de su bolsillo. Cuando ya estaba a punto de marcharse a casa, decepcionado otra vez, Enrique se giró a mirarle, sosteniendo la puerta abierta.

–¿Vienes? Si prefieres podemos ir a tu casa, no se me ocurrió. Pensé que estaría bien cambiar, no quiero abusar de tu casa o tus cosas, pero como prefieras.

Damián sonrió y al pasar por delante de Enrique, que seguía sosteniendo la puerta, le dio un rápido beso en los labios, cargado de ternura. Enrique le precedió por las angostas escaleras, casi idénticas a las de su vivienda, pero en lugar de detenerse en el tercer piso siguió hasta el quinto. El joven volvió a franquearle el paso a su apartamento, pequeño como el suyo, pero con notables diferencias que despertaron su curiosidad. Lo que primero saltó a su vista es que estaba mucho más desordenado que su propio piso, pero lejos de resultarle desagradable se percató de que le resultaba tranquilizador. La pequeña cocina de estilo americano era visible desde la entrada, igual que el reducido salón. Un estrecho pasillo conducía sin ninguna duda al cuarto de baño y al único dormitorio de la vivienda.

–Siéntate, ahora saco los platos y todo.

–¿No quieres que te ayude? –se ofreció Damián dejando su caja de pizza en la pequeña mesa rectangular.

–No es necesario. ¿Prefieres cenar aquí o en el salón? Podemos poner la tele si quieres, tengo HBO y Netflix, puedes elegir la serie que quieras o mirar por los canales.

Damián se acercó al pequeño sofá, de tan solo dos plazas, y sonriente dejó las cajas de las pizzas sobre la mesita de café frente a él. Apenas había empezado a pasar los canales cuando Enrique se sentó a su lado, pasándole un plato y un vaso, junto con la botella de refresco. Las pizzas olían de una forma tan tentadora que ambos se abalanzaron sobre ellas, degustando el sabor a pepperoni, mozzarella y champiñones. Ni siquiera se percataron de que la tele se había quedado en un canal de comedia bastante estúpido. Bocado tras bocado hicieron desaparecer las dos terceras partes de cada pizza, hasta que, hastiados, se recostaron en el sofá charlando amigablemente.

–¿Quieres quedarte a dormir? Es tarde.

–¿Estás deseando llevarme a la cama? –bromeó Damián abrazando a Enrique, deslizando la mano por su pecho hacia abajo.

–Me encantaría, culpable –se rio el joven, frenando la mano de su novio antes de que alcanzase su pubis–. Pero te lo ofrecía de verdad: quedarte y dormir. No tenemos por qué acostarnos. No es necesario. Disfruto estando contigo.

Los ojos verdosos de Damián escrutaron el rostro de Enrique con tanta intensidad que el chico sintió que sus mejillas se encendían. Temiendo haber dicho algo inapropiado bajó la mirada al suelo, jugando con sus dedos a la espera de una respuesta. Inclinándose hacia delante Damián besó nuevamente al chico, que correspondió en seguida, cerrando los ojos para disfrutar con más intensidad de las sensaciones que le provocaba. Los dedos largos y suaves trazaron caminos sinuosos por su cuero cabelludo, acariciando los mechones castaños hasta retirarles de la cara del chico que se abrazó a su novio con fuerza.

–Gracias –susurró en su oído–. ¿Puedo ir a por mis cosas y luego volver? Los libros para mañana, y algo de ropa limpia. Y así de paso dejo la mochila del gimnasio en casa.

–Llévate mis llaves, así puedes abrir a la vuelta.

Abrumado por tanta confianza Damián estrujó en un abrazo de oso a Enrique, que boqueó entre risas intentando respirar. Viendo como salía casi a la carrera a por sus cosas volvió a reírse. Empezaba a descubrir una faceta mucho más sensible y tierna en su pareja, alejada de la imagen de carismática seguridad que siempre proyectaba. Recogió los restos de pizza y dejó los platos sucios en el fregadero. Recordando lo escrupuloso que era Damián para el orden terminó por fregarles, colocándoles pulcramente en el escurreplatos. Apagó la tele y se encaminó hasta el armario del pasillo, donde sacó una toalla limpia para su novio antes de ir directo a la ducha. Antes había olido el aroma de Damián y sabía que se había duchado en el gimnasio, pero si quería hacerlo para ir a clase, mejor que tuviese una toalla limpia.

Encendió el agua de la ducha, que cayó en una cascada caliente que levantó vaho de inmediato. Entrando bajo el chorro dejó que el calor relajase sus músculos mientras sacaba el bote de champú de su soporte. Se enjabonó el pelo tarareando en voz baja y bastante desafinada. El ruido de la ducha ahogó el sonido de las llaves en la cerradura, por lo que no fue consciente de que Damián había vuelto al piso, ni de que dejaba las llaves sobre el mueble de la entrada. Tampoco escuchó sus pasos ligeros acercándose al baño. No quería espiar, pero el ruido del agua cayendo sumado a la puerta abierta hicieron inevitable que mirase dentro, confirmando su sospecha de que Enrique estaba en la ducha. Una vez que le vio, no pudo retirarse.

La piel bronceada de Enrique estaba completamente mojada. Ríos de agua recorrían sus formas, descendiendo por las líneas de su cuerpo, las ondulaciones de sus músculos, las curvas de sus nalgas y sus caderas. En silencio le contempló mientras se aclaraba el pelo manteniendo los ojos firmemente cerrados para evitar que se le metiese dentro el champú. Vio como tanteaba la pared con la mano, buscando a tientas el bote de jabón. Se preguntó si usaría o no esponja, un pensamiento errático y que sin embargo le parecía, no sabía por qué, de vital importancia en ese momento. Su pene crecía dentro de sus vaqueros y abrigó la esperanza de que no usase esponja.

Para su suerte, sus esperanzas se cumplieron. Enrique se limitó a echar un chorro de jabón en sus manos, extendiéndolo después por su piel directamente. Sus manos distribuían el oloroso producto mientras no dejaba de tararear. El jabón creaba espuma, se escurría por su piel mientras sus manos recorrían cada centímetro. Era un espectáculo erótico para un único pero entregado espectador. Enrique enjabonó sus brazos, ajeno a la mirada atenta de su novio que bregaba por controlarse y no interrumpirle. Continuó por las axilas y el pecho. Frotó ligeramente sus pezones, sin intención de excitarse, pero entre el calor y la fricción Damián apreció cómo se endurecían y oscurecían ligeramente. Siguió descendiendo por su vientre, pero antes de llegar al pubis cambió el trazado y fue a la espalda, dejando a Damián con las ganas.

Le observó girar y contorsionarse, llegando hasta el último rincón de su espalda. Apreció por primera vez los hombros anchos y bien formados de Enrique, que echó más jabón en sus manos y bajó por los muslos, frotando y extendiendo jabón hasta llegar a los pies. Por fin llegó el momento cumbre. Damián se acercó algo más en silencio y cogió la toalla de Enrique, atento a sus movimientos. Ignorando todavía que le observaban el joven enjabonó despacio su pubis lampiño, pasando después la mano por su pene que tampoco permaneció ajeno a sus suaves atenciones. Enrique retiró el prepucio con delicadeza y terminó de limpiarse, pasando después las manos jabonosas por sus testículos y por las ingles, para terminar en sus nalgas. Damián observó con atención como el joven las apartaba ligeramente y se enjabonaba entre ellas. No se deleitaba, era algo rutinario. Cuando el chico se enjabonó las manos al terminar, desplegó la mullida toalla de color beige, listo para recibirle. Con una sonrisa traviesa esperó a que abriese los ojos, disfrutando de su sorpresa al verle allí.

–¡Damián! ¿Cuánto llevas ahí? No te he oído entrar.

Percatándose de su súbita vergüenza le echó la toalla por encima, aprovechando a abrazarle. Pegando la nariz contra su cuello inhaló el aroma del jabón que emanaba de su piel caliente, suave y húmeda. Con mucha ternura secó al chico, que se dejó mimar y acariciar emitiendo un murmullo de agradecido placer.

–No me respondiste cuando entré y luego oí la ducha. He dejado las llaves a la entrada.

–Podrías haberme dicho algo después, cuando estabas aquí. Ahí sí te hubiese oído –dijo ligeramente atontado por el masaje que le estaba dando Damián.

–Lo sé, pero estabas tan sexy… no pude evitarlo. ¿Te has enfadado? Si es así, lo siento. No volveré a hacerlo –se comprometió bajando el tono.

–No, no me he enfadado, aunque si hubiera sabido que me mirabas no me habría soltado tanto –reconoció con una sonrisa vergonzosa.

Damián soltó una risilla, complacido por haberle pillado y por saber que su fechoría quedaría sin castigo. Sin soltarle le envolvió la toalla en torno a las caderas estrechas y acarició su espalda, deslizando las manos hasta su costado. No las había notado antes, pero ahora sí se fijó en las pequeñas estrías blanquecinas que marcaban la piel morena de su novio. Casi imperceptibles salvo a muy corta distancia. Pasó los dedos por ellas y le abrazó con fuerza, besando su cuello con ternura y a la vez con deseo. A pesar de lo que le había asegurado antes no podía evitar sentir un irrefrenable impulso de llevarle a la cama y acostarse con él, pero también deseaba sólo tumbarse y hablar, seguir conociéndole. Dividido cerró los ojos y rodeó su pecho con los brazos, estrechándole contra él mientras Enrique terminaba de secarse el pelo.

–¿Qué quieres hacer? –preguntó sin soltarle, con la cara hundida en su nuca.

El joven guio su mano hacia delante, con suavidad. Damián se dejó guiar por el cuerpo cálido y fragante de Enrique, sintiendo bajo sus dedos la musculatura de Enrique que continuó llevándole por su cuerpo, hasta que su mano reposó sobre su notable erección. El joven levantó la cara y le miró directamente, con el deseo tiñendo sus claros ojos azules y una cálida sonrisa en la cara. Damián comprendió que era tan solo una invitación, en ningún caso una imposición. Si no quería continuar lo aceptaría sin problemas, y si quería, estaba dispuesto para él. Haciéndose eco de su propio deseo se sacó la camiseta por encima de la cabeza, dejándose puestos los vaqueros y las deportivas. Volvió a abrazar a su novio, juntando su pecho delgado contra la espalda firme de Enrique quien se estremeció y se recostó contra él.

Apretando la mano sobre la erección de Enrique le besó con pasión, mordiendo sus labios suaves y delicados e introduciendo la lengua en su boca. El joven jadeó y se le escapó un agudo gemido mientras sentía la mano de Damián apretar su rígido pene a través de la toalla. El rizo del tejido, cuya textura combinaba suavidad y a la vez cierta aspereza, añadió un nuevo giro a sus caricias. Friccionaba su piel conforme Damián apretaba o relajaba su agarre sobre su erección, que ya palpitaba. Nunca había sentido su cuerpo tan dispuesto, ni se había sentido tan al límite como con Damián. Sentía su lengua cálida explorando su boca, jugando con la suya y recorriéndola de punta a punta.

Apresado en el firme abrazo de Damián no intentó girar, se limitó a aferrarse a su brazo, increíblemente fuerte para su delgada constitución, y acarició la piel suave y tersa disfrutando del estrecho contacto. Sentía su espalda pegada al pecho del joven y como se movían sus músculos bajo la piel. Cuando por fin cortaron el beso Enrique pasó la lengua por su labio inferior, donde Damián había clavado sus dientes. Les notaba calientes y húmedos. Se habría deleitado en la sensación de no haberse distraído con la boca de Damián, que ahora recorría su cuello, subiendo y bajando desde su hombro hasta el lóbulo de su oreja con besos ligeros como alas de mariposa. Tenues escalofríos sacudieron su cuerpo y se aferró con más fuerza al brazo de Damián, como si fuese un salvavidas en un mar tormentoso.

Con sumo cuidado Damián agarró el lóbulo de la oreja de Enrique con los dientes, apretando suavemente hasta que le escuchó gemir. Sin soltar el trozo de piel la recorrió con la punta de la lengua mientras acariciaba despacio el duro pene de Enrique. Incluso bajo la toalla podía notar en su mano el intenso calor que emanaba de él y le caldeaba la palma de la mano, contrastando con el resto del cuerpo del joven, cada vez más frío. Soltando el lóbulo resiguió la hélice con la punta de la lengua, hasta la parte superior de la oreja donde depositó una serie de besos suaves al tiempo que buscaba el pezón izquierdo con sus dedos. En cuanto lo encontró le apretó delicadamente, girándole entre los dedos y tirando de la sensible piel, disfrutando de la reacción de su novio, que gemía y jadeaba sacudido por escalofríos cada vez más intensos.

–Te estás quedando frío. Vamos a la cama, terminarás por ponerte enfermo.

Damián soltó a Enrique y le dio un ligero empujón, no exento de cariño y ternura, entre los omóplatos. El joven le tendió la mano y Damián se la estrechó con fuerza, siguiéndole a paso tranquilo, admirando como se movían sus nalgas bajo la tela de la toalla. Al llegar al cuarto, pequeño, ligeramente desordenado y de paredes azul claro, Damián tiró de Enrique, quedando frente a frente. Soltó su mano y abrazándole por la cintura le besó nuevamente, descendiendo desde sus labios al mentón y por el cuello, pasando por la nuez de Adán y llegando finalmente al pecho, donde se desvió del centro para ir a por el pezón derecho, mientras acariciaba el izquierdo con los dedos.

La textura rugosa de la aureola contrastaba con el duro botón de carne que era el pezón como tal, y con la piel suave y morena de alrededor. Los pezones de color cacao no tardaron en endurecerse hasta su límite, enrojeciendo en las puntas con un tono ligeramente carmesí que incitó a Damián a succionar, morder y acariciar con más ansia, escuchando los gemidos de Enrique que mantenía los dedos enredados en las ondas rojizas del joven. Pasando la lengua de uno a otro besó ambos y les acarició con los dedos, retorciéndoles cerca de la aureola para soltarles y volver a pellizcarles. Tiró de ellos con suavidad y después con más fuerza, hasta terminar presionando ambos contra el pectoral de Enrique que jadeó y le tiró del pelo, para mirarle a la cara.

–Súcubo… –musitó entre jadeos, pero con una ancha sonrisa en el rostro.

Damián le correspondió y sus hoyuelos se marcaron en toda su gloria. Enrique pensó que se derretiría y de su pene escurrieron un par de gotas de líquido preseminal que se filtraron en la toalla. Sin previo aviso Damián le empujo contra la cama, haciéndole caer boca arriba con una cómica expresión en la cara que le causó una risilla divertida. Mordisqueó su labio inferior y arrodillándose frente a Enrique le abrió la toalla, dejándola en el suelo a su lado. Enrique se relajó, ofreciéndole su duro pene con una mano mientras volvía a aferrarse a sus suaves mechones de cobre. Damián aceptó de buena gana el pene del joven y pasó su lengua por toda su longitud, ascendiendo desde los testículos hasta el glande.

Agarrando el prepucio con los dedos terminó de retirarle, descubriendo el frenillo ante su lengua. Echó su aliento sobre la delicada piel expuesta y presionó con la punta sobre el pliegue de piel, moviéndola en cortos círculos y trazando formas sin sentido por el glande, hasta terminar en el orificio. Enrique gimió y se retiró con una sonrisa traviesa, desconcertando a su novio que le miró sorprendido. El joven reptó por la cama hasta quedar fuera del alcance de Damián que se apoyó en el borde de la cama.

–¿Qué haces? ¿No quieres?

–Sí, claro que sí, pero quiero probar algo nuevo para mí, si te parece bien –comentó notando como sus mejillas se encendían.

Los ojos de gato de Damián relucieron con curiosidad mientras subía a la cama con su chico. Su cuerpo delgado se movía con elegancia y Enrique se distrajo contemplando al chico. Damián se tumbó a su lado y le agarró el pene, masturbándole con suavidad.

–¿Qué quieres probar?

–Un sesenta y nueve –dijo del tirón, completamente sonrojado, pero con la voz firme y segura–. No me importa quien arriba y quien abajo, pero quiero probar.

Damián sonrió de nuevo, con la sonrisa favorita de Enrique, la que revelaba el alcance completo de sus hoyuelos y parecía iluminarle desde dentro. Dándole un ligero beso en la punta de la nariz le tumbó en la cama boca arriba, incorporándose lo justo como para poder pasar una rodilla a cada lado de la cabeza de Enrique que acarició los muslos firmes y las nalgas perfectas de Damián. En esa postura tenía pleno acceso a sus testículos, y mientras su novio se agachaba para quedar a cuatro patas sobre él, aprovechó a pasar la lengua por ellos, buscando la línea media. Besó ambos testículos y dio largas lamidas con las que recorrió todo el escroto y parte del perineo. Cuando el joven se colocó en posición, gimiendo como un poseso, los testículos retrocedieron, quedando suspendidos sobre sus ojos y arrimando su largo pene hasta sus labios.

Casi al mismo tiempo en que Damián se abalanzaba sobre su pene, Enrique metió el glande de Damián en su boca. Paladeó el sabor salado del líquido preseminal, recorriendo el orificio con la lengua y presionando la punta contra el agujero, yendo después a por el frenillo. Damián ya había conseguido deslizar casi todo el pene de Enrique dentro de su boca, por lo que el joven, deseoso de no quedarse atrás, empujó las caderas de su novio hacia abajo, haciendo que su largo pene entrase más en su garganta. Una ligera arcada le hizo boquear momentáneamente, pero se repuso con rapidez y acarició las nalgas de Damián que levantó las caderas, sacando el pene de su boca.

–Despacio, déjame controlar a mi o te vas a ahogar. Tú relájate, tócame, haz lo que quieras, pero deja que me encargue yo de marcar el ritmo.

–Está bien.

Damián le besó en los muslos con dulzura y volvió a meterse el pene de Enrique en la boca, al tiempo que bajaba despacio las caderas. La punta de su glande quedó un momento apoyado contra los labios de su novio, que abrió la boca de inmediato, permitiéndole el acceso. Moviéndose muy despacio deslizó casi un tercio de su longitud en su interior mientras buscaba el ritmo correcto para poder tragar el pene de Enrique de continuo. Moviéndose de forma que entrase y saliese de su boca sin complicaciones consiguió acomodarse, bajando de nuevo las caderas y entrando despacio en la garganta de su novio. Notó como se cerraba ligeramente y se detuvo, dándole tiempo a acomodarse a su tamaño antes de descender otro poco. Se retiró algo más deprisa y volvió a bajar, alojando en su garganta el pene de Enrique.

Por su parte, Enrique no podía quedarse quieto. Acariciando la suave piel de su novio llegó hasta sus nalgas y las separó con ambas manos. No podía ver nada salvo los testículos y el final de sus nalgas, por lo que deslizó sus dedos por toda la línea media hasta que encontró el estrecho ano de Damián quien soltó un gemido y descendió otro poco. Enrique acarició los numerosos pliegues de la entrada y ejerció una ligera presión con el dedo, notando la resistencia inicial y como pasaba a relajarse al tiempo que Damián volvía a descender, invadiendo de nuevo su garganta. A pesar del grosor, su paciencia y cautela bastaban para mantener a raya las arcadas, por lo que cerró los ojos y disfrutó del sesenta y nueve.

Damián continuaba moviendo despacio las caderas. Sabía que podía entrar entero si tenía la paciencia necesaria, el problema era que las caricias de Enrique en su ano le distraían y le acercaban peligrosamente al orgasmo. Deseando distraerle apretó más sus labios y bajó despacio la cabeza hasta que pudo enterrar la nariz en los testículos del joven, que soltó un gemido ahogado y amortiguado. Aprovechando la distracción Damián movió algo más deprisa las caderas, haciendo que la garganta de Enrique se contrajese ligeramente, pero sin llegar a provocar el reflejo faríngeo. A los gemidos se añadió un ruido húmedo e inarticulado que animó al joven a moverse de nuevo, bajando hasta que casi tres cuartos de su longitud estuvieron dentro. Concediendo una tregua a Enrique salió por completo y se frotó contra su cara mientras seguía lamiendo, succionando y tragando su pene.

Aprovechándose de la pausa que le había concedido Damián, Enrique se apresuró a recuperar el aliento con rápidos jadeos intercalados con roncos gemidos. Antes de que su novio volviese a bajar las caderas lamió dos de sus dedos, cubriéndolos completamente de saliva. En cuanto Damián volvió a introducir su largo pene en su boca Enrique pasó los dos dedos por el ano de Damián y les metió despacio, acariciando las suaves paredes de su interior, ascendiendo hasta el recto. Rotando los dedos les engarfió y les presionó hacia el abdomen. Moviéndoles despacio prestó atención a la reacción del joven. Al estimular la próstata Damián perdió el control por un momento, propulsando las caderas hacia delante con más fuerza de la que tenía pensado en un momento. La reacción pilló desprevenido a Enrique, quien consiguió mantener la calma y la garganta relajada.

Los veintiún centímetros de Damián entraron enteros en la garganta de Enrique que se esforzó por respirar por la nariz. Damián sacó el pene de su novio de su boca y jadeando con fuerza mordió la piel del pubis y el inicio de los muslos, succionando después hasta dejar marcas del tamaño y color de un fresón maduro. Moviendo despacio las caderas comprobó que no podía moverse sin que los dedos que tenía en su ano le estimulasen también a él, y comprendiendo lo que Enrique había hecho se rio con suavidad, girándose para intentar mirarle, sin éxito.

–¿Quién es ahora el súcubo? –preguntó divertido y completamente excitado.

Intentando mantener un ritmo regular siguió moviendo su pelvis adelante y atrás, sin llegar a salir nunca por completo. Se humedeció los labios y volvió a tragar el pene de Enrique, cuyo glande rosado y caliente era una verdadera tentación para él. Apoyándose en una sola mano empleó la otra para masajear los testículos, apretándolos, haciéndoles rebotar ligeramente y jugando con ellos. Agarrando la piel del escroto tiró de él con suavidad para soltarlo de golpe, obteniendo como recompensa un torrente de gemidos. Enrique movió también las caderas, penetrando la garganta de Damián que se limitó a apretar más los labios y mover la lengua como un poseso.

La pelvis de Enrique se disparó hacia arriba una, dos, tres veces. Su orgasmo fue rápido y súbito. Espesos chorros de semen golpearon la garganta de Damián que se apresuró a tragar intentando no toser. El cuerpo de Enrique perdió tensión y él aceleró el ritmo al que se movía, conteniéndose lo justo para no causarle arcadas. La estrecha garganta de su novio parecía haberle aceptado y le permitía el paso sin ninguna dificultad. Se moría de ganas por acariciarle el cuello, comprobar si podía notar cuándo entraba o salía, pero en su lugar se limitó a seguir lamiendo el pene de Enrique, que empezaba a perder firmeza. Los dedos de su novio se retorcían en su interior. Enrique les separaba, les juntaba, sacaba uno y volvía a meterle o sacaba los dos a la vez, pero manteniéndoles separados.

Sacando el pene del joven de su boca Damián apoyó la frente sobre el vientre de Enrique y se concentró en aumentar el ritmo de sus caderas. Sus gemidos crecieron en intensidad hasta que, casi gritando, alcanzó el orgasmo, clavando su pene en la garganta de su novio quien abrió desmesuradamente los ojos por la sorpresa. El semen de Damián descendió directamente por su esófago hasta su estómago, pero pudo notar trazas de su sabor, salado y algo ácido, cuando Damián retiró su pene. Movió la mandíbula arriba y abajo, notando ligeras punzadas en los laterales, y sacó sus dedos del ano de su chico. Con cuidado de no golpearle Damián pasó la pierna por encima de la cabeza de Enrique, quedando arrodillado a su lado. Mirándole desde arriba le dedicó una sonrisa satisfecha a la que Enrique correspondió con otra igual.

–Yo… yo creo que ha estado bien, ¿no? –preguntó Enrique con timidez, sosteniendo con delicadeza la mano de Damián que aprovechó a tumbarse a su lado.

–Ha estado más que bien, ha estado genial –confirmó somnoliento.

Enrique abrió los brazos, invitando en silencio a Damián para que se acomodase con él. Sonriendo el joven aceptó encantado la invitación. Enrique tiró de las mantas hasta que ambos estuvieron bien tapados y acarició los suaves mechones de la melena de Damián, quien ya dormitaba. Sus largas pestañas temblaban cada vez que parpadeaba, en un esfuerzo por mantenerse despierto.

–Te quiero –le susurró Enrique al oído, estrechándole con fuerza entre sus brazos.

Damián le abrazó con una ancha sonrisa en el rostro. Su pecho estallaba de felicidad, aunque apenas pudo murmurar una respuesta casi inteligible. Sin dejar de acariciarle el pelo Enrique se acomodó estrechamente pegado a su novio y, escuchando la respiración sosegada de Damián junto a su cuello, dejó que el sueño le venciese por fin.

–Nota de ShatteredGlassW–

Gracias a todos por leer este cuarto relato de la saga y el apoyo dado al primero. Espero que os haya gustado y que sigáis apoyando esta serie. Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected].

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