Nos conocimos por internet, específicamente por Twitter. Después de unos intercambios en público, comenzamos a enviarnos mensajes directos. Conversábamos de todo: experiencias, vida práctica, política y por alguna razón también de sexo. No pasó demasiado tiempo hasta que las conversaciones comenzaron a subir de temperatura, en una extraña mezcla entre coqueteos, descripciones gráficas y preguntas muy directas.
Todo cambió una tarde de viernes. Comenzamos a hablar por teléfono mientras ella hacía las compras en el supermercado. Después de repasar los temas de la semana, comenzamos nuevamente ese ir y venir, entre preguntas directas del tipo qué harías si estuviese ahí e hiciese tal cosa. En un momento la conversación fue lentamente subiendo de todo, dándole un carácter bastante especial que ella estuviese en un lugar público mientras yo podía hablar con total libertad al encontrarme a solas. Una vez terminada sus compras y sentada en su auto, aunque aún aparcada en el estacionamiento, la conversación subió a tal nivel que ella comenzó a masturbarse. Nunca lo había hecho en su vida: tener sexo telefónico. Las preguntas y contra preguntas, ese qué harías si estuvieses aquí, le arrancó tres orgasmos. Mucho más de lo que había tenido con la enorme mayoría de sus amantes. De alguna manera, se dio cuenta que era absolutamente real aquello que señala que las mujeres tienen conectado el clítoris con el oído. La pregunta que, por supuesto, quedó en el aíre era si la realidad podría superar a la fantasía que fluía vía teléfono.
Ahora bien, no deseo relatarles la primera vez que tuvimos sexo. Si bien fue una vez especial, como toda primera vez, no fue la más especial. Ella sí había tenido sexo con otros, también muy buen sexo. Claramente con tipos muy distintos a mí. Esto pues, algo que aún no les he contado, ella me sacaba casi dos décadas de ventaja. Así como lo leen. Una mujer con dos décadas de ventaja había tenido un trío de orgasmos en un estacionamiento sólo hablando por teléfono conmigo. Cuando esas fantasías se materializaron, también tuvo esa cantidad de orgasmos. Pero nunca había vivenciado lo que relataré a continuación.
Viviana era una mujer ancha, no gorda, con pechos normales, muy parados y bien cuidados para su edad. Una cara muy risueña, con una sonrisa expresiva y sonora. Lo mejor era su culo. Un culo redondo y muy respingado. Era de esas mujeres que tienen la gracia de ser acinturadas, de tal manera que, al poseer un culo respingado, lo contonean de manera grácil y coqueta. Sin embargo, ella no era sólo un culo precioso. Tenía una personalidad muy afilada y una increíble capacidad para hacer la pregunta precisa, el comentario acertado, la intervención oportuna que desarmaba al interlocutor. Las veces que nos veíamos, siempre en su casa, bebíamos tres o hasta cuatro botellas de vino conversando los más variados temas. Era una mujer leída y viajada, que había dedicado su vida a vivenciar el descubrimiento de su propia individualidad femenina. Nunca antes había estado frente a una mujer que había pasado la edad de tener hijos sin arrepentimiento alguno de no haberlos tenido. Por el contrario, mostraba esa hambre de vivencias. La que tenía en enfrente ahora era tener un amante dos décadas menor. Esto la hacía sentir no sólo rejuvenecida, sino que en un grado mayor de autonomía femenina.
Un episodio relata bien este grado de autonomía al que me refiero. Su vecina solía mirarla con el desdén y la suficiencia con que miran las mujeres que ya son abuelas a las que nunca se casaron y tuvieron hijos. Siempre que lograba establecer una conversación con Viviana intentaba notificarle de alguna manera que su vida no era la vida que toda mujer que se preciara de tal. Que si no había tenido hijos, por lo menos tuviese una pareja estable con la cual pudiese completar su vida. Todo esto siempre con el tono de envidia que tiene esa generación de mujeres con la siguiente que avanzó, aunque sea unos metros más, en ese enrevesado camino a la emancipación.
Recuerdo que una vez vi a la vecina, llegando incluso a saludarla, para después enterarme por boca de Viviana cómo era su relación con esta última. Después de arreglar el mundo, acompañando la tarea con botellas de vino, la tomé por la cintura de sorpresa en la cocina. Mientras la besaba apasionadamente la fui guiando hasta la habitación. Después de tres pasos mis manos ya se encontraban debajo de su falda buscando sus muslos y su culo, bastando esto para comenzar a sentir sus suspiros. Como era habitual la puse de espaldas contra la cama, bajándole su ropa interior a la búsqueda de su entrepierna con mi boca. La besé tan apasionadamente que no hizo falta mucho tiempo para que llegara su primer orgasmo el cual gritó con total sinceridad. La forma en la cual me había contado la relación con su vecina, ese inocultable hastío, me hizo proponerme darle un sexo fantástico. Posteriormente, ella misma reconoció algo que yo ya intuía y algo que no. Lo primero, que nunca había gritado tan fuerte durante el sexo. Lo segundo, es que su vecina le había hecho saber unas semanas después que la había escuchado. Para su sorpresa su cuerpo no contuvo una piza de vergüenza, como la vecina quería lograr, sino más bien de sincero orgullo. Sabía que la vecina, en lo más profundo de su ser, allí donde había sólo sinceridad, la envidiaba. Era la diferencia entre la que se sentía mujer por haber sido esposa y madre con la que se sentía mujer por ser deseada y orgásmicamente penetrada.
La experiencia que cambió su vida sexual para siempre ocurrió en terreno neutral. Esta vez ella vino a mi ciudad por trabajo, quedándose en un hotel céntrico. Quedamos en que la pasaría a buscar a las ocho de la tarde. Era un viernes de primavera en un día precioso. Lo suficientemente agradable para que ella se pusiese un vestido rojo ligero, con medias caladas negras y tacos aguja del mismo color. Debajo llevaba una ropa interior también roja, muy fina y delgada. Recuerdo que al verla llegar inmediatamente pensé que se veía fantástica. Al decirlo me respondió con una sonrisa coqueta, acercándose a mi mejilla con sus rojos labios. Cuando posterior al beso, claramente a propósito, comenzó a caminar delante mío unificando su coquetería en ese culo respingón.
Fuimos a cenar a un restaurante que no quedaba lejos. Algo así como dos cuadras. El lugar elegido era un excelente restaurante peruano. La comida estuvo exquisita, pero lo que hizo la real diferencia fueron los pisco sours catedral. Unos vasos enormes de casi medio litro. Nos tomamos dos cada uno. A medida que la fantástica conversación ambos sentíamos esa mezcla única y explosiva que sólo logra la cantidad adecuada de alcohol con la cantidad adecuada de deseo. A pesar de que la conversación transcurría lejos de cualquier tema de carácter erótico, ambos sabíamos cuánto nos deseábamos. Pareciera que el no tocar dichos temas hacía que el deseo se delatara en miradas, en risas, en toques de mano, en caricias bajo la mesa. La perfección de la velada se acabó cuando nos dimos cuenta de que era la hora de llamar al garzón y pagar.
Recuerdo que al levantarme sentí mi ligera borrachera. Para ella era peor pues debía no sólo controlar su cuerpo, sino que también lograr dignamente la hazaña de caminar con tacos. Es un misterio de la física cómo logró caminar gallardamente con esos tacos aguja negros, a pesar de la borrachera. Pero es un misterio divino cómo logró a pesar de toco contonear ese culo respingón enfundado en el vestido rojo. Ese momento divino, ese big bang, sólo duró unos cincuenta metros. Después tuvo que agarrarse de mi brazo. Ante la pregunta de si estaba bien, me respondió mirándome fijamente con ojos de deseo que se encontraba perfectamente. Sucedía sólo que hace tiempo que no bebía pisco sour. Con irónicos ojos le respondí que le creía su mentira.
Caminamos de vuelta al hotel disfrutando de la brisa de primavera. Eran alrededor de las doce de la noche. Tuvimos la enorme suerte, al llegar al lobby del edificio, de que el ascensor se encontraba vacío. Apenas se cerró la puerta comenzamos a besarnos apasionadamente. Sentía que tanto mi piel como la suya estaba hirviendo, que nuestras bocas se encontraban con desesperación, que nuestras manos sabían perfectamente sus objetivos. Una vez abierta la puerta del ascensor, ella sacó rápida y diligentemente la llave de su cartera. Ni un atisbo de la torpeza que siempre acompaña a la borrachera. Una vez cerrada la puerta detrás de nosotros, no tuvimos tiempo siquiera para prender las luces. Yo sabía cuál era mi objetivo.
Introduje mi mano debajo de su falda, mientras la seguía besando con furia, buscando su entrepierna. Al alcanzarla y sentir ese gemido conocido que me encantaba, seguí con mi tarea primero por encima de la tela, con la intención de continuar debajo de ella. Cuando ya casi alcanzaba mi ansiado objetivo, ella me detuvo. Al mirarla preguntando con mis ojos qué sucedía, puso su índice en mis labios. Me besó en la boca y en el cuello, bajando lentamente hasta enfrentarse a mi entrepierna. Ella desabrochó mi cinturón, desplazó después los botones correspondientes, todo para introducir su mano dentro de mi ropa interior y sacar mi desesperación de su encierro. Sus labios rojos comenzaron a consumirme con fuerza y profundidad. Una mano se apoyó en su nuca, sin ánimo de dirección, sino de caricia y gratitud.
Sus labios lograron activar las dos sensaciones que todo hombre desea. Que ese placer no acabe con el siguiente y que el calor corporal del deseo mezclado con alcohol se concentre donde se hallaban hace poco sus labios. Con un movimiento firme de mi mano la separé de su ensimismamiento y la levanté frente a mí. La besé apasionada y agradecidamente para después tomarla por la cintura y voltearla, poniéndola en frente de la cama. Le saqué la cartera que aún colgaba de su hombro, lanzándola a un rincón, para posteriormente empujarla suavemente contra la cama. Ella entendió mi intención, poniendo sus rodillas encima del borde de la cama y levantando lentamente su culo respingón. Procedí a levantarle la falta lentamente mientras mordía sus muslos a través de sus medias negras caladas. Ella acompañaba cada mordida con suspiros que se fueron transformando en gemidos. Una vez que posé mi boca en su entrepierna, por encima de su fina ropa interior, escuché su aprobación en forma de un gemido largo e intenso. Después de algunos minutos mordiendo con mis labios aquella zona, me alejé y le bajé su ropa interior hasta la parte baja de los muslos. Ella intentó levantar sus rodillas, pero la contuve. Deseaba verla en esa posición. Sus pies con los tacos negros aguja, seguidos de sus medias caladas negras, coronado con el vestido subido hasta la cintura con la magnificencia de ese culo respingón.
Después de quedar embobado por unos segundos, volví a posar mis labios en su entrepierna. Al juntar mis labios con los suyos ella dio un respingo, casi como si le hubiesen dado un golpe de electricidad. A sus labios los mordía con los míos, los apretaba, me alejaba de ellos recorriendo sus alrededores para después volver a besarlos. Después de unos minutos ella comenzó a comunicar sus ganas de ir más lejos ofreciéndome su culo respingón en la forma de movimientos hacia atrás y hacia adelante. La ignoré. Seguí con mi trabajo con los labios interiores hasta que en un momento puse mis manos alrededor de sus muslos y comencé a acariciarlos. Cuando sus movimientos ya denotaban una suplicación, apreté sus muslos con fuerza e introduje mi lengua hasta el fondo de sus labios interiores. Un “aaaah” desde el fondo de su garganta me dio la bienvenida.
Mientras seguía ateniendo a sus labios interiores y a sus cavidades, un pensamiento cruzó mi mente y elevó mi temperatura corporal. Al mismo tiempo, los gemidos de Viviana comenzaban a acelerarse por lo que aproveché de seguir su ritmo. Aplicando una técnica que siempre me había dado buen resultado, saqué de mi bolsillo un condón y comencé a ponérmelo sin detener mi tarea. Pocos minutos después comenzó a decir algo por primera vez en la noche “sigue…sigue…sigue”, por lo que llevé mi pensamiento lentamente a la práctica. Introduje dos dedos dentro de ella, los cuales recibió como una agradable sorpresa. Continúe besándola, ahora en su clítoris, y cuando noté que su orgasmo era inevitable, me dirigí a besarle su culo. Su primer orgasmo llegó entre gritos. Mi idea tenía su primer éxito.
Posteriormente, me puse en píe, acercando mi boca a su oído y ubicándome en la entrada de sus labios. “Lo quieres?” le pregunté, respondiendo con un “¡siii!”. De un solo golpe llegué hasta el fondo de su ser. Ella respondió con un grito de placer y sorpresa. Yo respondí moviendo ligeramente mis caderas hacia arriba, hacia abajo y hacia el frente para que se sintiera absolutamente penetrada. Nos conocíamos y el “ah! ah!” fue la respuesta que esperaba. Tengo la fortuna de decir que todas las mujeres que he penetrado se han sentido llenas. Viviana no fue la excepción, sintiendo cómo sus labios apretaban mi base. La unión perfecta entre vaina y espada estaba completa.
Mi penetración consistía en sacar un tercio para volver a entrar con fuerza, en una sucesión que terminaba con una salida total y una penetración con todas mis fuerzas. Ella conocía mi ritmo. Deseaba calentarla aún más. Cuando sentí que sus jugos aumentaban, le di una fuerte palmada en su culo, a lo que ella respondió con un gemido de placer. Así, comencé a acelerar la profundidad y cantidad de mis penetraciones, acompañándolas siempre con palmadas en ambos lados de su culo. Viviana me comunicó con el vaivén de sus caderas y el volumen de sus gritos que continuara. Dos minutos después vivieron nuevamente sus “sigue… sigue… sigue!”, coronados por un enorme orgasmo lleno de gritos y espasmos corporales.
En el momento en que los gritos comenzaban a apagarse, la volteé en la cama, poniéndola frente a mí. Me subí encima de ella, ubicándome nuevamente en su entrada. Estaba vez entré gentilmente mientras la besaba. Me fui hundiendo en ella mientras le mordía su cuello y le apretaba sus muslos. Quería ser gentil y darle un descanso después de aquellos dos exquisitos orgasmos. Le hice el amor durante varios minutos hasta que, en un momento, entre suspiros y gemidos, me dijo al oído: “haría cualquier cosa por ti”. Superando la sorpresa inicial, le contra pregunté “lo que fuera”, a lo que contestó con un sí.
En ese preciso momento me salí de ella. Poniéndome de rodillas, la tomé con fuerza volteándola. Su culo respingón estaba nuevamente en frente mío. Me acosté sobre ella, quitándome raudo el condón. No podía quitarle la virginidad sin sentirla. Ella estaba completamente sorprendida, mientras bajé mi mano para ubicarme dónde tanto lo deseaba. Mi deseo era tan grande que no me pude contener. No pude ser un caballero, tampoco un enamorado, sino un amante preso de la lujuria. Una vez ubicado la penetré con fuerza tomando su virginidad. Su culo, después de mis besos y sus orgasmos, estaba totalmente lubricado. Sin que ella lo supiera, su culo deseaba abandonar su virginidad. Como lo esperaba su culo virgen era absolutamente delicioso. Su resistencia, cual mantequilla al sol, tenía una resistencia que me llevaba a placeres inimaginables. Viviana gritó muy fuerte de sorpresa y dolor. Decidí parar y decirle al oído: “relájate y disfruta”. La terminé de penetrar completamente con suavidad y dulzura, nuevamente moviendo mis caderas hacia arriba y hacia abajo en el proceso. Continué siendo gentil con mi virgen por unos minutos hasta que volví a sentir que lentamente volvían sus gemidos de placer.
Un morbo que nunca había sentido antes en mí comenzó a dominarme. El morbo de ser veinte años menos y, sin embargo, estarle quitando su virginidad haciéndola sentir un placer desconocido. Sabía que se había mantenido virgen pues ninguno de sus amantes había logrado convencerla, no porque se lo hubiese preguntado, sino porque sabía que nunca nadie había sacado esa puta que llevan todas las mujeres dentro. Esa puta, no el sentido de dominación machista o del pago en dinero, sino esa puta que se entrega al placer sin importarle nada más. Ese ser puta que es el estadio superior de las amantes femeninas. Yo sabía que con eso la haría “mi putita” para siempre.
De solo recordar cómo lo gocé me calienta el cuerpo. El contacto de mi pelvis con su culo respingón no hacía más que invitarme a volver a penetrarla. El morbo me hacía hablarle sucio al odio. Sabía que debía acompañar la destrucción de su virginidad haciéndola sentir lo más puta posible. “Te gusta que te rompa el culito?” comencé a decirle al oído. “Te encanta que el pendejito te estrene ese culito respingón?”. Seguí hablándole sucio al odio mientras la penetraba, sin que aún ella respondiera, hasta que llegué al momento clave: podía salirme hasta la punta y volver a entrar completamente sin resistencia alguna. Más aún, cuando la llenaba recibía un gemido de aprobación. Entonces, decidí llevarla hacia el último estadio de placer. La volví a penetrar fuerte y completamente. Ella respondió con un gemido. Entonces, quedándome completamente quieto, me acerqué a su oído y volví a preguntarle: “Te gusta que te rompa el culito?”. A lo que ella respondió que sí. “No te escuchó” mentí. Ella volvió a decir que sí. Repetí mi frase mientras la comenzaba a penetrar con más velocidad. Después de la tercera vez que pregunté su respuesta fue un largo “siii!!!”.
Entonces me enfoqué en que tuviese su primer orgasmo. Mientras le mordía el cuello la penetraba sin miramientos. Entonces logré sintonizarme con ella. Sus gemidos fuertes comenzaron a transformarse en gritos que aumentaban a cada momento. De manera exquisita su culo estaba totalmente lubricado y me invitaba a romperlo. Logrando controlar mis ganas de venirme, seguí acoplado a sus tiempos hasta que supe que su orgasmo era inminente. Aceleré con las fuerzas que me quedaban hasta que ella tuvo su orgasmo, casi estrangulándome con su culo en el proceso. Nunca había gritado tan fuerte.
Desde ese momento algo cambió para siempre entre nosotros. Ella supo que su culo siempre sería mío y que sólo yo había sido el que la había hecho gozar como una puta. Desde ese momento se convirtió para siempre en mi putita.