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Haciendo las paces con la ciudad
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Siempre tuve miedo de volver.

Hui de mi ciudad en cuanto pude, culpándola de todo el mal que había sufrido, como si los lugares pudieran odiar. Pensaba que en una ciudad más grande podría ser quien realmente era; que cuantas más calles interminables, más posibilidades de hallar mi camino. Y, si creí que un lugar pequeño podía odiar, tonta fui de no darme cuenta que una ciudad más grande podía devorar.

No terminé siendo quién quería ser, sino una mezcla entre eso y lo que la gente esperaba que fuese; pero al menos ya tenía identidad con la que sentirme yo. Sin embargo, tras varios años, el ritmo y la exigencia de la gran ciudad se me hizo abrumador. Llegué a echar de menos algunas cosas del sitio que más odiaba del mundo: mi vieja cama calentita, los abrazos de mi madre, su ritmo pausado y no preocuparme por tener un plato de comida en la mesa. Así que terminé aceptando los ruegos de mi madre porque le hiciera una visita.

En todo este tiempo no había visto otra foto mía que no fuera la del perfil de WhatsApp. No tenía ni idea de a qué se había dedicado su hija este tiempo, ni los sitios oscuros que frecuentaba a diario. A parte de ella, muy pocas personas allí sabían que Jose ahora era Carla y que tenía las tetas más grandes que la mayoría de mujeres del lugar.

El rostro de mi madre no pudo ocultar la impresión de ver por primera vez a la hija que ella creyó un hijo. Pero su abrazo llevaba tanto amor para Jose como para Carla. Y yo le devolví todo el amor que no le había podido mostrar en años.

Traté que los vecinos no me vieran mucho durante el día, no quería dar explicaciones; traté de no contar demasiados detalles de mi vida a mi madre, no quería asustarla. Las primeras noches me comporté, fui una niña buena que se quedó con su madre viendo la tele. Pero mi animal interior rugía por dentro y, a la tercera noche, me aventuré a redescubrir la noche de esta ciudad como si fuera una desconocida. Visité varios garitos donde los tíos me comieron con la mirada; me dejé invitar y agasajar por tipejos que hubieran salido corriendo de saber que la maciza a la que estaban cortejando la tenía más grande que ellos, haciéndoles creer que tenían posibilidades, para luego escabullirme con excusas y rapidez a pesar de su insistencia. Otras veces dejaba que me llevaran de aquí para allá, conociendo así los antros más escondidos; y fue así como conocí el bar con el nombre más adecuado que podía imaginar: El Agujero.

Un camello de poca monta me llevó hasta allí, diciendo que era un lugar sin ley donde podríamos meternos unos tiros sin preocupaciones. Tras la primera visita al baño, me invitó a una cerveza. Pude ver como le hacía gestos con disimulo al camarero para que se la anotara, porque no tenía ni un duro encima. Del torpe aspirante a Pablo Escobar no me interesaba nada más que su droga y las cervezas que pudiera sacarme, sus batallitas y bravuconadas me daban exactamente igual. Pero fue el camarero al que se dirigió el primer hombre que despertó mi atención en este viaje. Alto, guapo, con aspecto desenfadado y vestido de negro, no parecía un simple troglodita como los que se me habían acercado hasta el momento.

Hice lo posible por volver a ese bar cada noche de mis vacaciones, con la intención de hablar con él. Siempre había alguna chica que le tonteaba, cosa que no me extrañaba, y tuve que aguantar muchas horas al triste camello desesperado por tocar una teta grande y a otros tantos buitres que ni se imaginaban ni hubiesen tolerado lo que tenía entre las piernas. Hasta que un día hicimos contacto.

Reconozco que no tengo conjunto recatado, pero esa noche iba especialmente potente. Un top salmón de encaje, que parecía más un sujetador y una minifalda vaquera que me llegaba poco más que a la ingle, no más. Mi descartado pretendiente me invitó a la cerveza que tenía por costumbre y, mientras el apuesto camarero nos servía, apareció un cliente de mi acompañante, digamos, poco satisfecho. El tipo entró derecho hacia el camello y comenzó a recriminarle sobre algún asunto turbio de venta de droga. El camello trató de calmarlo, me dijo que esperara un momento y consiguió salir con el tipo para discutirlo en otro lugar. Cuando el camarero nos sirvió las cervezas, estaba yo sola y se me hizo la sonrisa.

-¿Se las apunto? -me preguntó, por la costumbre.

-No, pagaré yo -me dio pena Pablito Escobar y pensé que me tocaba a mí ya.

Cuando pagué me aseguré de inclinarme lo suficiente para que se me viera bien el escote. Trataba de evitar mirarme, pero podía ver como sus pupilas se movían inquietas. Me dio las gracias, metió el dinero en la caja y, al girarse de nuevo, allí seguía yo manteniéndole la mirada. Se puso un poco nervioso, pero se rio y se vio obligado a darme algo de conversación.

-¿Todo bien con…? -señaló el asiento de mi acompañante.

-Sí, supongo. No sé, sus historias raras.

-Ya, me puedo imaginar.

Nos reímos los dos, sabiendo de qué hablábamos pero sin decirlo. Siguió un silencio, estaba costando arrancar, así que mantuve la mirada en él, forzándolo una vez más a que se quedara allí. Tenía las piernas cruzadas, exponiendo uno de mis muslos casi hasta el culo, y los brazos bien juntitos al cuerpo, apretando mis tetas. Cada vez podía disimular menos que se le iban los ojos.

Se veía cortado, tenía que ser yo la que siguiera. Estaba a punto de decirle algo, cuando uno de los pocos clientes lo llamó para que le sirviera. Huyó de la tensión y no tardó un segundo en acudir a la llamada, dejándome con la palabra en la boca.

La noche corría y mi camello no volvía. El camarero se movía entre dos aguas, evitando pararse cerca mía, pero sin perder la oportunidad de lanzar una mirada o decirme alguna broma cuando pasaba a toda prisa por mi lado. El bar se estaba vaciando (más aún), mi cerveza se estaba gastando y la del camello estaba intacta.

-¿Cuánto queda para que cierres? -le pregunté.

-Unos veinte minutos.

-No sé si este aparecerá, creo que su cerveza se va a desperdiciar. No la ha tocado nadie, ¿te la tomas conmigo? Si este hombre aparece, le sacas una nueva.

-Mmm… bueno. Sí, ¿por qué no?

Con la cerveza en la mano, como si fuera un ancla, se sintió más cómodo al tener una excusa para pararse a hablar conmigo. Comenzaron las preguntas de cortesía: los nombres, Carla y Jack, que si éramos de aquí, que si el camellucho era mi pareja, que si la tenía él…

-Esta cerveza está ya caliente -dijo pasados unos cinco minutos, con la cerveza a poco más de la mitad-. Me voy a abrir otra, ¿te saco a ti una?

-Vale -contesté mirando a la mía, que le quedaba poco más de un sorbo.

Brindamos con nuestras nuevas y fresquitas cervezas. Acabábamos de darle el primer sorbo y el último cliente que quedaba se levantó y se marchó haciendo ochos sin despedirse.

-Quedarán quince o diez minutos para el cierre, ¿no? ¿Puedes salir de la barra y nos la tomamos juntos? No creo que mi amigo venga ya y es triste tomarse una cerveza sola estando de vacaciones.

Sin decir nada, solo afirmando con la cabeza, salió de la barra y se sentó en el taburete que fuera del camello. Volvimos a brindar.

-La verdad que me tenía un poco harta ya -continué-. Es un poco pesado y he salido con él porque no conozco a nadie. A nadie interesante, al menos.

-Otra cosa, quizás no, pero en esta ciudad gente interesante puedes conocer. Te lo aseguro. Sobre todo en este bar.

-Cierto, creo que ya he conocido a uno -se le escapó una risilla nerviosa al escucharme.

-Oye, vengo ahora mismo -me dijo, pensé que quería huir-. Es casi la hora y voy a cerrar la puerta ya. Cuando te quieras ir te abro o, si tu amigo tiene que entrar que te llame y que pase.

-Tranquilo, se ha llevado sus cosas y, si llama, no se lo voy a coger.

Cuando Jack se levantó, di un buen trago a mi cerveza. Fue bastante rápido y estuvo de vuelta en un momento. Antes de que se sentara, le enseñé mi vaso y, poniendo cara de buena, le di a entender que quería otra, Jack se rio y entro a la barra a por otras dos más. Antes de que se sentara, me giré hacia él, apoyando mis pies en su taburete, quedando nuestras piernas cruzadas en posiciones alternas.

-Creo que es el primer rato que estoy pasando realmente a gusto en estas vacaciones.

-La próxima vez que vengas ya sabes a dónde tienes que venir. Ya te he dicho antes que seguro puedes conocer a un montón de gente interesante. Esta ciudad es única.

-Y yo te he dicho que creo que ya he conocido a uno.

-¡Menudo piropazo me acabas de echar!

-Y podría echarte más.

-¿Sí? Con lo de interesante me daba por satisfecho. ¿Cuáles más me puedes decir?

-¿Buenorro?

-¡Ja, ja, ja! No creo que tanto, yo sí lo podría decir de ti.

-¡Vaya! Que me lo digas tú sí que es un piropazo, con la de chicas guapas que tienes a tu alrededor no se que me puedes ver a mí.

-No digas eso, Carla. No se trata de comparar.

-No sé, tienes que decirme que me ves para decir que estoy buenorra.

-¿Y tú a mí? Yo te lo he dicho porque tú me lo has dicho primero -gritó Jack nerviosísimo, le daba miedo al callejón al que lo estaba llevando.

-Pero también te pregunté primero -le rebatí con seguridad, terminando con un trago a la cerveza y arqueando las cejas.

-Vale, vale, ganaste. Bueno, veamos… creo que eres muy guapa, tienes unos ojos grandes y lindos, me gusta tu pelo cortito y tus labios gorditos tienen una forma muy… muy ¿sensual? Parecen como hechos a medida.

-Lo son. Continúa bajando.

-¿Qué baje? -miró hacia otro lado tragando saliva – Si tengo que seguir bajando… tienes unas tetas bien grandes y se ven preciosas. Para qué lo voy a negar ¿También a medida? -se envalentonó el pícaro, aunque estaba todo colorado.

-Sí -se me escapó la primera carcajada. Bien contenta que estoy con ellas. Dime más cosas, que me gusta esto.

-Se nota que tienes un tipazo y tienes unas caderas bastante lindas -continuó sin dejar de afirmar con la cabeza -. Y tienes unas piernas redondeadas, fuertes y preciosas. Muy completa, sí señor. ¡Ah! Se me olvidaba algo de lo más importante: no te he visto mucho, pero cuando te levantaste antes me pareció que tenías muy buen culo. Lo que te decía, completísima.

Me di cuenta de que llevaba un buen rato con la mano sobre mis piernas. Cuando las mencionó, las acarició acercándose con cierto peligro a la falda, apretando un poquito en varias ocasiones. Respondí poniendo morritos en señal de aprobación.

-¡Joder! Me doy por satisfecha, me creo que te parezca que estoy buenorra. Y, bueno, tengo un secreto. No sé si te lo imaginas.

-¿Qué secreto?

-Pues un secreto. Creo que puedes saber de qué hablo.

-Se me ocurre una cosa, pero no sé si te refieres…

-Y, ¿no te importa?

-Si es lo que tengo en mente, para nada.

-¿Quieres comprobarlo? Con esa mano que tienes en mi muslo, por ejemplo, te dejo que suba todo lo que necesites.

Me abrí de piernas. Dejó la risa nerviosa a un lado y me miró serio. Al principio su cara me decía no estar seguro de lo que le decía; más tarde, sus ojos me dijeron que aquello le encantaba. Sin que ninguno de los dos pronunciáramos más palabras, su mano se deslizó lenta y suave por mi muslo, curvó hacia el interior al acercarse a la falda y se adentró en ella. Avanzó en las tinieblas de aquel corto túnel, sin apartarme la mirada, e hizo contacto.

Cuando salgo siempre visto con trucadoras: tangas o bragas con un compartimento en la zona del perineo donde guardar el pene y que no se note. Pero como tengo la polla tan gorda, después de unas cervezas me la saco porque estoy súper incómoda. Cuando su mano llegó al destino, mi polla morcillona estaba guardada a duras penas por un tanga mucho más chico, casi por fuera. Hubo contacto piel con piel y un flujo de sangre corrió por mis entrañas. Jack dudó al tocar, no supo si seguir o retroceder. Esperaba de mi una respuesta y yo me mordí el labio para dársela. Era lo que necesitaba para seguir y agarrar mi polla ya erecta, que rehusaba de quedarse dentro del tanga. La meneó poquito a poco y echó su otra mano a mi otra pierna, agarrando con fuerza. Yo le devolví el gesto, contoneándome, acercamos nuestras caras y nos besamos.

Se puso en pie y, sin soltarme la polla, me tomó por la nuca para que el beso fuera más apasionado. Esa mano no tardó en bajar por mi escote y agarrar una de mis tetas abriéndose todo lo que podía. Mordí su boca y rugí. Recorrí su espalda en un segundo y no me entretuve más antes de buscar su paquete. La primera impresión, con el vaquero de por medio, fue buena; se me llenó la mano y tuve la necesidad de sentir la carne. Sentía como crecía mientras desabrochaba botones con presteza y, cuando saqué lo que escondían sus calzoncillos, una lujuria desenfrenada me hizo retorcerme. Por fin una polla tan grande como la mía, más estilizada y no tan gruesa, pero un pollón a fin de cuentas al que me entraron ganas de devorar. Me la tragué, desesperada como si no hubiese follado en mi vida, sin saborear, hasta el límite de mi garganta. De la boca de Jack salieron suaves gemidos mientras estiraba sus brazos para remangarme la falda y contemplar y tocarme así el culo.

Con la boca llena de babas colgantes, me erguí de nuevo. Junté mi polla con la suya, necesitando de las dos manos para pajearlas sin que se separaran. Él, mientras, me manoseaba las tetas como si no hubiera mañana.

-¿Activo, pasivo? -le pregunté sin que paráramos.

-No tengo mucha experiencia en esto…

Lo callé con un beso guarro y le susurré “no digas más”. Hubiese preferido escuchar otra cosa, pero aquel chico me gustaba tanto que me daba igual quién le reventara el culo a quién. Abrí mi bolso y saqué un condón y un botecito de lubricante. Me eché un chorreón en la mano y lo restregué por su polla, una vez se puso el preservativo. Le pasé el botecito y me apoyé contra la barra, de espaldas a él y sacando culete. Me bajó el tanga y, tras unos besos en los cachetes, noté el frío y caliente lubricante entrando por mi ano. Me vibraron las piernas. Me extendía el lubricante y me agarraba la polla con la otra mano. De un pequeño brinco, se puso derecho y se pegó a mí, metiendo las manos por mi top en un rápido movimiento hasta llegar a las tetas y levantándolas con fuerza. Sentí, en ese momento, su polla apretada contra mi culo, haciéndome resoplar. Estando paralizada, esperando el momento clave, empezó a besarme el cuello por detrás y soltó una de mis tetas para encaminar su polla hacia mi culo.

Y me atravesó.

El lubricante hizo que entrara rápida y fluida, noté como mi ano se dilató de cero a cien en una fracción de segundo. Me sentí rellena. En el primer gemido se me fueron las fuerzas. Me tuve que aguantar con las manos en la barra para no caer al suelo. El lubricante y mi excitación abrieron rápido el camino y, por más que Jack quisiera empezar despacito para no hacerme daño, enseguida tuvo las puertas abiertas.

La acción pasó a varios frentes. Con su polla me penetraba el culo con potencia, como animal fogoso, haciéndome gemir; sus manos, por su parte, danzaban por cada centímetro de mis tetas, ansiosas y curiosas, como si fueran un paraíso perdido. Satisfecho con la exploración, dejó mis tetas y me agarró por las caderas. Despegó su tronco del mío, tomó posición, presionando hacia dentro mis caderas, y comenzó el verdadero espectáculo.

Sus penetraciones ahora eran más profundas, más constantes. Había encontrado su ritmo. No podía levantar la cabeza por mucho que intentara y solo me quedó seguir apoyada en la barra y con una mano pajearme al compás de sus embestidas. Las gotas de sudor me caían por la frente y se precipitaban en la barra, otras se deslizaban por mi espalda hasta llegar hasta donde mi culo se juntaba con su polla. Entre temblores, cogí fuerza para quitarme el top y la minifalda, enrollada en mi estómago. Estando desnuda, solo con el calzado y el tanga colgando de uno de mis pies, él respondió con aún más intensidad hasta dejarnos exhaustos a los dos.

Frenó para respirar, sacó su polla y sentí el vacío en mi recto. Me giré y le quité la camiseta empapada para restregarnos en un abrazo resbaladizo, mientras nuestras pollas chocaban por abajo en un duelo de espadas. Para mi sorpresa, se agachó y comenzó a chupármela. Era cierto eso que dijo de la falta de experiencia, pero, aunque solo fuera un ratito a modo de transición, el cariño y el empeño que puso fueron más que suficientes para ponerme a tono para el siguiente asalto.

Jack se levantó y me besó, impregnándome la boca con el sabor de mi propia polla. Caí apoyada otra vez contra la barra, esta vez frente a él. Los dos queríamos continuar, necesitábamos continuar. Alcé una pierna para indicarle el camino. Mirándonos cara a cara, agarrándonos para no dejar de estar juntitos, buscó con la punta de su polla la vía hacia mi culo para retomar las embestidas. El camino ya estaba hecho, su polla volvía a estar en mi interior. No nos apartamos la mirada, la velocidad fue in crescendo. Apreté los dientes para retarlo a que siguiera sacando fuerzas de donde las tuviera. Creo que sin pensarlo, me estaba agarrando una teta por la parte inferior, tan fuerte que casi me hacía daño. Todos los músculos de nuestros dos cuerpos estaban en tensión, teníamos la maquinaria a tope. Sin esperarlo, me lanzó un beso que pareció más un bocado. Hizo subir (aún más) mi temperatura.

Mi polla estaba tan erecta como la suya, bailando libre al son de sus penetraciones, entre nuestros dos vientres. Liberé una mano y seguí masturbándome, con dificultad por el intenso traqueteo. Pasados unos minutos se me puso ardiendo, me quemaban las manos; no lo vi venir, pero iba a correrme. El único aviso que me dio tiempo a dar fueron unos gemidos fuertes e incontrolados, no más de tres segundos antes, que se convirtieron en una larga exhalación cuando un blanco lefazo salió disparado hacia arriba, cayendo unas gotas sobre su cara y, la mayor parte sobre mis propias tetas.

Perdí la visión parcialmente. Solo veía su rostro, yendo y viniendo, con los colores distorsionados, y la gota de lefa cayendo por su mejilla. Cerró los ojos, apretó los labios, retorció una mano sobre mi pecho, la otra sobre mi cadera y explotó en un grito digno de una guerra.

Recuperé la visión. Su polla en mi culo aminoró la velocidad y, tras unas cuantas penetraciones suaves, salió resbalada. Jack se apoyó en la barra, a mi lado; casi se cae al suelo. Lo acaricié y le pregunté como estaba. Quiso contestar, pero no pudo. Al cabo de un rato, rio tras recuperarse y me abrazó. Me dio un tierno beso en la mejilla y, aunque aún no pudo articular palabra, aprovechó para tocarme las tetas una vez más.

-¿Todo bien? -fue lo primero que pudo decir, entre jadeos.

-¿Bien? -contesté-. Creo que llevabas razón. Parece que sí hay gente interesante en esta ciudad. Puede que terminemos haciendo las paces si me sigue brindando más momentos como este -se sorprendió un poco al escucharme, no le había contado que me había criado allí-. Espero que me sigas ayudando a ello… y a tener unas vacaciones que nunca olvide.

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