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Tiempo de lectura: 5 minutos

1962

Mi coche era un viejo Ford de antes de la guerra, de ocho cilindros, que cuidaba con esmero y al que había dotado de todas las comodidades posibles. Tenía que hacer un viaje por el centro del país, por las grandes praderas.

Conducía por una solitaria carretera, una noche oscura, cerrada, sin luna. Fuera hacía mucho frio pero con la calefacción a tope yo iba a gusto. Ese motor daba calor como para toda una ciudad de pequeño tamaño.

De pronto algo empezó a intervenir en los sistemas del vehículo, interferencias de radio, cortes en las luces, toses del motor. Comencé a estresarme, pues si el coche fallaba no habría un alma en millas a la redonda que me ayudara.

Agobiado por los problemas mecánicos no me había fijado en las extrañas luces que había en el retrovisor. Cuando por fin el enorme vehículo se detuvo en medio de ninguna parte me bajé.

Maldiciendo, fui al motor a ver si podría solucionarlo, solo para llevarme el mayor susto de mi vida. A veinte pasos detrás del coche, flotando como a seis pies del suelo, estaba lo que parecía una enorme ensaladera rodeada de luces de todos los colores.

Estupefacto contemplaba el artefacto olvidando el frio. Me quedé mas congelado que el aire que me rodeaba, pero fue poco rato. Unas luces azules me envolvieron y me levantaron en el aire. El aparato se había colocado sobre mí.

No era un teleportador, notaba como estaba flotando y subiendo hacia el extraño aparato. Más bien sería como un rato tractor. En medio de las luces, donde una compuerta circular se abría para permitir mi paso.

Sin contar con mi permiso por supuesto. Me sentía acojonado, pero extrañamente tranquilo. Puede que eso ultimo fuera cosa suya.

Una vez dentro de una gran cavidad blanca me vi inmovilizado sobre gran una losa clara y desde luego muy cómoda. La temperatura era cálida y durante un rato nada se movió. Supongo que los tripulantes me estaban examinando o escaneando.

Otra compuerta circular se abrió en otra parte de la cúpula para dejar pasar a dos altas humanoides. Iban enfundadas en sendos ajustadísimos monos plateados que marcaban todo su cuerpo.

Por lo que yo podía ver girando la cabeza y forzando el cuello no les faltaba ningún detalle de una hembra humana. Sus rostros y cabezas completamente sin pelo eran alargados, estrechos y altos. A pesar de su extrañeza resultaban atractivos.

Manos y pies finos con dedos al menos doble de largos que los míos y cuando me los pusieron encima pude comprobar que muy suaves. Sus cuerpos aunque delgados parecían tener las curvas apropiadas en los sitios adecuados.

La tela plástica se tensaba en su pecho permitiendo adivinar que por debajo había una buena cantidad de carne. Pero no la sorpresa que me llevaría después en cuanto a la forma de toda esa carne.

Sin dirigirme una palabra se pusieron a desnudarme sin prisa pero firmes. Me sacaron el grueso abrigo, la americana, mi camisa y la camiseta que llevaba debajo. La emprendieron con los zapatos, el pantalón y el slip blanco.

Ya estaba temiendo que me sondarían, me someterían a extraños experimentos médicos. Puede que metieran raros aparatos por mi ano. De una forma extraña tenía razón en lo que iban a hacer, pero de una manera mucho más placentera de lo que mi imaginación sospechaba.

A pesar de tener aquellas dos señoritas en ajustadísima ropa plateada tan cerca la situación era tan extraña que mi polla no reaccionaba. Parecía un gusanillo sobre el muslo. Hasta que comenzaron a lamerla y chuparla con largas lenguas rosadas y bifurcadas.

Así, cuatro húmedos y calientes suaves apéndices acariciaban mi polla y mis huevos peludos sin descanso. Cruzándose entre ellas en un extraño beso lésbico y lascivo.

Incluso una de ellas bajó por el perineo hasta meter su extraña lengua en mi ano. Y ahí estaba la tan temida sonda anal. No estaba yo en condiciones de protestar, pero aquello estaba enviando olas de placer directamente a mi cerebro.

A cuatro patas una a cada lado de mi cuerpo veía sus perfectos culos menearse a ambos lados de mi cabeza mientras mi rabo se endurecida entre sus lenguas y dentro de sus bocas por turnos.

La extraña fuerza que me impedía moverme hacía que no pudiera alcanzar esos traseros perfectos con las manos por mucho que lo deseara. Mi rabo ya empezaba a ponerse muy duro. Volvieron a besarse cruzando las largas lenguas ante mi vista.

Las rodillas, por llamar de alguna forma a sus articulaciones, se aproximaban a mi cuerpo mientras se incorporaban. Con manos de larguísimos y finos dedos empezaron a desnudarse la una a la otra. Aunque yo no podía ver cremallera, botones o cierre alguno.

Asomaron los tres pechos blancos de cada una, como las nieves, los pezones, pequeños, duros y de color rojo vivo quedaron al aire en cuanto abrieron la extraña tela plateada. Como si de la piel de un plátano se tratara el tejido fue cayendo desnudándolas del todo.

Como en la cabeza en ninguna parte de su anatomía había rastro de vello y sus coños parecían completamente humanos hasta donde yo podía ver. Tuve mas datos cuando una de ellas se sentó sobre mi cara para que se lo lamiera.

Ni mi lengua, mi mis ojos pudieron detectar ninguna variación del de otras chicas humanas que yo hubiera probado, no en la forma al mimos. El sabor era extraordinario, embriagante.

No eran chicas de muchas palabras pero había buena comunicación. Claro que yo con la lengua ocupada tampoco podía hablar mucho.

La otra se sentó sobre mi dura polla absorbiéndola en su interior. Ahí sí noté algo extraño, diferente, aquello parecía un horno. Debía haber algunos grados de diferencia entre su temperatura corporal y la mía.

Se sentó frente a su colega para poder seguir sus maniobras lésbicas lamiendo sus pechos con la extraña lengua.

Yo seguía impedido para mover los brazos por una extraña fuerza que los mantenía sujetos a la camilla. Lo que me tenía irritado pues quería acariciar sus cuerpos y pieles y notar su tacto.

Lo que si se movía era mi pene metido en ese horno y mi lengua que saboreaba el manjar que rezumaba el coño de la otra alienígena. No sé si se estaba corriendo o aquel flujo de delicioso sabor era parte de su lubricación natural.

Ellas, dedicadas con esmero a su labor, no me daban muchas pistas. Pero todo lo bueno se acaba, o por lo menos se hace una pausa.

Me corrí, como nunca lo había hecho con una mujer humana, parecía que no dejaba de salir semen de mi polla. Es más, tampoco se me puso blanda, como sería lo normal que me pasase después de tener un orgasmo.

Aquello seguía duro como una piedra. Supongo que el jugo que destilaban sus coños tendría ciertos efectos afrodisíacos para mantener mi erección.

Lo que sí ocurrió al correrme fue que mis brazos quedaron libres, supongo que viendo mi actitud de colaboración decidieron que podían confiar en mí y soltarlos.

Por fin pude echar mano de aquellas abundantes tetas tanto en tamaño como en número. Pareció que ellas agradecieron la caricia con extraños gorgoteos guturales. Que aumentaron en intensidad cuando pellizcaba con suavidad sus pezones rojos.

También pasó otra cosa, se cambiaron de lugar y la que hasta ese momento me había dado su vulva a lamer se clavó mi polla en ella. Lo hizo mirando hacia mis pies. Su amiga por decirlo de alguna forma, en vez de sentarse en mi cara se colocó entre mis muslos. Los separó todo lo que pudo.

A mi nunca se me habría ocurrido algo así, lo que hizo fue empezar a lamer mis huevos, la base de mi rabo y lo que en sus coños sería el clítoris de la otra chica. Mientras la que tenía encima subía y bajaba. Yo tenía los testículos ensalivados por su compañera.

Estando así, lo que yo mejor podía alcanzar con las manos era el culo redondo y perfecto que tenía justo delante. Se me ofrecía a la caricia sin problemas. Decidí probar a ver si su ano me permitía penetrarlo con al menos un dedo. Al final entraron tres sin que ella diera muestra de incomodidad.

Por entonces llegó mi segunda corrida tan abundante como la primera y a continuación perdí el cocimiento. Quizá fueran las emociones, el pasar del terror al placer de repente o puede que simplemente ellas me dieran algo para dormir de lo que no me dí cuenta.

Cuando me desperté volvía a estar en el viejo Ford y el motor ronroneaba como un gatito satisfecho.

Toda la experiencia parecía un sueño, una extraña fantasía erótica, de no ser porque mis calzoncillos de algodón habían sido sustituidos por una prenda más ajustada fabricada con la misma tela plástica que cubría los bellos cuerpos alienígenas.

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