Me chupó las tetas. Se detenía en los pezones y les daba lametones y suaves mordisquitos. Ah, me excitaba tanto. Decidí comerme su polla. Así que, ahí mismo, en el sofá, donde él me había desabotonado y quitado la camisa, hice yo también lo mismo, solo que con sus pantalones. Apareció ante mis ojos un miembro duro y erecto que me pareció muy en su punto; incliné mi torso y me lo metí en la boca.
Fue todo un placer para mí tener su polla entre mis labios, junto a mi lengua, qué hambre. El sabor de macho en mi paladar no me resultaba extraño pues había saboreado muchas de aquellas, aunque cada una tenía su distinto regustillo. La suavidad del glande me encantaba y no cesaba de dar lengüetazos sobre este. Oí que mi amante respiraba más y más fuerte cada vez: señal de que estaba a punto de correrse. Entonces aceleré el ritmo de mis cabeceos hasta que le escuché rugir de placer y sentí la explosión de semen entre mis dientes. Ah, qué bien. Mi coño se había humedecido tanto mientras hacía la mamada que, cuando me subí en su regazo, me corrí en breves instantes, en no más de diez sentadillas, aprovechando aún la dureza de la polla.
«¿Quieres que repitamos otro día?», me preguntó mi amante; «Bueno, puede ser…, en fin, puede que otro día…», respondí evasivamente; «No te veo muy convencida, la verdad…, no te quiero forzar, ya sabes, cuando quieras me llamas y vengo»; «Vale, está bien…, llamo… si eso». Acompañé a mi amante hasta la puerta y me despedí de él. «Ni siquiera me has invitado a una cena, cómo te voy a llamar», pienso. «Adiós»; «Adiós».
Lorena cierra por dentro la puerta de su casa y se sienta en el sofá que tiene en el saloncito. Mira hacia abajo y ve semioculta por su bata la canal de sus bonitas tetas; ve sus rodillas, pantorrillas y pies. Se le va el pensamiento y rememora aquella vez que Julio… «Ay, se me olvidaba; me tengo que acostar pronto, Julio vendrá temprano para desayunar», se dice a sí misma en alta voz.
«Buenos días, Lorena», saludó Julio nada más abrirle la puerta; «Hola, Julio», respondí yo somnolienta. Julio entró directo a mi cocina, donde ya se podía oler el alimenticio olor a café y tostadas. Julio se sentó en un taburete frente a la encimera mientras yo servía los cafés, y el pan acompañado de tarrinas monodosis de mantequilla y mermelada. «Buf, qué cansado estoy…, toda la noche de pie», soltó Julio; «Es lo que tiene el gremio de la seguridad», apunté; «En cuanto te deje, me voy a mi casa a acostarme, por cierto, ¿para qué querías verme?»; «Es por un pelmazo que no deja de molestarme, por si lo podías alejar de mí»; «Eso está hecho, Lorena, enséñame su foto».
Saqué el móvil del bolsillo de mi bata y se la mostré a Julio. Contar con un amigo como Julio, dada mi azarosa vida romántica, es todo un seguro de vida: una se siente protegida. Los poderosos brazos de Julio y su alta estatura conseguían que se me respetara. «Ay, Lorena, cuándo sentarás cabeza», exclamó Julio, «anda, tápate, que se te ve una teta». Miré hacia abajo y, efectivamente, una de mis tetas se había deslizado por encima de la solapa de la bata. Me reí.
«Oh, Lorena, oh, uf, uf, uf», Rafael botaba sobre mí como un poseso; me tenía a punto, es decir, yo estaba a punto de tener un orgasmo. «Sigue, sigue, Rafa, ah, aahh». Rafael trataba de chuparme las tetas, que no cesaban agitarse debido a sus arremetidas: a veces con su boca abierta acertaba a lamerme un pezón, a veces abarcaba un seno completo… «Ya, ya, viene, oh, ohh, Lo-re-na oouughh», rugió Rafael al correrse; «Aahh», grité yo, corriéndome también. Después de quitarse el condón, Rafael y yo nos separamos y nos quedamos tumbados de espaldas sobre el colchón con los ojos completamente cerrados. «¿Te ha gustado?», pregunté; «Uf, sí, Lorena mucho, ha sido un polvazo, ¿quieres mirar el depósito del condón?»; «Sí, a ver…». Pinzó el látex de un extremo con sus dedos y me lo mostró. «Madre mía», exclamé, «¡cuánto semen has echado!»; «Por cierto, gracias por habérmelo prestado», dijo Rafael. «Ni para condones tiene*, pienso.
«Varios lustros después, Lorena, en mitad de la noche, separaba sus bronceados muslos para que su marido le echase un polvo. Bajo el edredón, la calentura era mucha. ‘Lorena, qué buena estás, oh, Lorena, oh…’, susurraba el marido mientras metía y sacaba su polla del coño de Lorena; ‘Chúpame las tetas, cariñito mío, por favor, chúpamelas, y córrete pronto, que tengo que madrugar'», relata Julio, cual ventrílocuo, alternando una voz femenina y otra masculina según se tratase de la protagonista o bien del narrador; «Julio, te burlas de mí», exclama Lorena. Ambos están en la pradera que hay pasados los edificios de Olletas, el barrio limítrofe de la ciudad por el norte. Es de día. Es mediodía. El sol hace verdear la hierba con más intensidad de la normal. Se están tomando, ya casi los han acabado, dos bocadillos de mortadela y dos latas de cerveza. «No me burlo, Lorena», niega Julio, «simplemente me haces reír, enlazas un romance con otro…, y al final…»; «Bah, soy una desgraciada», se juzga Lorena, «si tuviese la suerte que tuvo Adela…»; «Adela», evoca Julio, «Adela…».
Adela se paseaba por las calles de la barriada en pijama. Adela era voluptuosamente gorda y bella: carecía de complejos. Los hombres se le acercaban y le proponían sexo. Adela elegía con quién y se lo llevaba a su casa. Adela cobraba. El sexo con Adela era prometedor. Poseedora de una figura de una venus del Paleolítico, los machos quedaban saciados; y ella, diosa del amor, también…
«¿Quién es Adela?», pregunta Julio; «No me jodas, Julio, ¿no te acuerdas de Adela?, esa amiga mía del instituto…, yo te la presenté en la Zero una noche y os enrollasteis…»; «Ah, espera, sí, la gorda, sí…, qué tía…, acabó casándose con un rico perulero, ¿no?; «Exacto, esa…, tan puta como era la tía y dio al final con un ricachón que la tiene a cuerpo de reina…, mira, hace unos días me envió una foto, observa», Lorena saca su móvil del bolsillo trasero del pantalón y abre la aplicación con las fotos. Julio ve una piscina muy azulada flanqueada por palmeras y, en el centro, sobre un colchón hinchable a la deriva ve el robusto cuerpo de Adela cubierto tan sólo por una tanga y unas gafas de sol; las inmensas tetas se le desbordan por los costados y las morenas areolas culminadas por los pezones brillan untadas de aceite corporal. «Vaya, qué tía», comenta Julio; «Tengo otra foto suya, pero esa no te la voy a enseñar», ríe Lorena; «Va, venga, enséñamela», pide Julio; «No quiero herir tu sensibilidad», se burla Lorena; «Venga ya, Lorena», protesta Julio; «Es muy porno», susurra Lorena. Y se la enseña.
Lorena ha quedado con Tomás esta noche, y piensa que esa puede ser su oportunidad. No quiere trabajar más. Tomás es un hombre maduro al que conoció durante una reunión de accionistas a la que Lorena acudió a una orden de la agencia de azafatas para la que trabajaba. Tomás, durante el evento, cada vez que podía, metía su peluda mano bajo la falda del traje chaqueta que vestía Lorena; le palpaba el interior de sus muslos, el culo e incluso el coño por encima de la telita de las bragas. Tomás era bromista, apuesto y lanzado. Esta noche ha quedado a bordo del yate que tiene atracado en el muelle uno.
Accedí al yate por una pasarela muy adornada. Era de noche y las luces de la ciudad se reflejaban en las calmadas aguas del puerto. Yo llevaba puesto un vestido de cuello profundo de manga larga debajo de un abrigo de pelo sintético. «Hola», dije alzando la voz, pero nadie respondió. «¿Tomás?», dije, repitiendo el tono anterior. De pronto, salió ascendiendo de una escalera oculta en la cubierta un hombre al que yo no conocía. Era un africano esbelto ataviado con ropa de faena. «¿Qué desea señorita?», preguntó; «Estoy buscando a Tomás», respondí; «¿Tomás?, no hay aquí ningún Tomás»; «¿Y quién es el dueño de esto?, inquirí abriendo los brazos; «En estos momentos está ausente, así que, digamos…, digamos que soy yo»; dijo seductoramente el africano fijando su mirada en la preciada presa europea que tenía delante; «¿Tú?… tú…».
Tomás le habría tomado el pelo, pero ella no se iba a ir sin una recompensa por el tiempo invertido.
«Bueno, chico, pues…, nada, me voy por donde he venido…, a no ser que…, en fin, ya que estoy aquí, me podías enseñar el barco».
La polla de Happy era una barra maciza de bronce que yo saboreaba con deleite mientras él me metía la lengua en el coño. Ante mi vista, los hinchados cojones de Happy se movían cada vez que él alzaba su pelvis para penetrar mejor en mi boca. Mis gemidos se mezclaban con sus jadeos, componiendo una música que acariciaba mis sentidos. Yo quería que se corriera en mi boca; quería eso y correrme yo, así que me contoneaba para que mi clítoris se rozara con su lengua todo lo más que pudiera. «Nena, nena…, uff», oí a mi espalda como si fuese una llamada, «nena, ne-na…» Happy estaba a punto de correrse. Mmm, sí, lo estaba deseando. «Nena, nena… «Mmm, mmm, mmm»; «Oh, sí, sí, nena, oohh, oouugh». Mientras el semen de Happy me inundaba la boca, mis flujos empapaban la barbilla y el cuello de Happy. Un orgasmo como el que sentí con Happy era toda una curación.
«¡Julio, no, te he dicho que hoy no se folla…, claro, como estas de vacaciones pues… sólo piensas en eso!», protesto y me visto; «¡Joder, cariño!», protesta Julio frente al espejo; «¡Ni joder ni nada!»… Ah, ¿a que lo imaginabais? Eso es: al final me casé con Julio: de la amistad al amor hay un sencillo paso. «Pero… pero… ¡Lorena, mira, estoy empalmadísimo!»; «¡Pues te haces una paja, tengo que ir recoger los niños al cole, ponerles de comer e irme a trabajar, no tengo tiempo!», digo enfadadísima. Claro que en unas horas se me pasará. Y esta noche, mientras los niños y la ciudad duermen, Julio me volverá a ver desnuda, como hace unos instantes me vio cuando salía de la ducha, porque me desnudaré para él en el dormitorio, disimulando como la que no encuentra el pijama, y él volverá a estar empalmadísimo, si no se ha hecho una paja antes, eso espero, y me meterá su marital polla con toda la confianza que da el saber que, si no obtenemos un orgasmo hoy lo obtendremos mañana.