No es verdad que yo sea una fisgona compulsiva, pero es que aquel día, cuando llegué de una fiesta a las 3 y media de la madrugada, y entré en mi portal, vi una luz ahí al fondo, una especie de final del túnel en el contexto de un vestíbulo oscuro y tenebroso. Mi obsesión por la discreción más absoluta me impidió darle al botón de la luz, así ningún vecino sabría a qué hora llegaba “aquel pendón” del cuarto primera.
Mi obsesión por la discreción más absoluta me impidió darle al botón de la luz, así ningún vecino sabría a qué hora llegaba “aquel pendón” del cuarto primera.
El brillo tenue procedía de un ventanal interior de época, de esos que todavía perseveran en los antiguos edificios de las grandes ciudades, donde las familias más acomodadas vivían en las plantas inferiores para un mejor acceso, y el ordenanza tenía su propio hogar en los bajos, para servicio y disposición de los propietarios más magnificentes.
Antonio era el subalterno que ocupaba ahora esa residencia humilde, un tipo amable, de unos treinta y pico, larguirucho y peludo, nariz grande y perilla desaliñada. Antonio se había adaptado a los tiempos y no atendía solo a los vecinos más pudientes. Estaba siempre a disposición de cualquier vecino para recoger sus recados, guardar sus paquetes y censurar el acceso a las visitas indeseadas. Nunca conocí con más detalles el estado o disposición de su vivienda. Solo sé que le fue entregada como parte de su sueldo. Pero tampoco me molesté en conocer un poco mejor al propio Antonio. Más allá de su buena educación y obligaciones para con la comunidad, el tipo nunca me llamó la atención. Quizás por su físico abyecto, pero también porque nunca pensé que tuviera que ver nada conmigo.
Pensé que era el momento de camuflarme entre las sombras y aproximarme al ventanal, anhelando que nadie entrara por el portal a esas horas y me pillara husmeando en las rendijas medio cerradas que, aun así, permitían un breve atisbo de la sala principal, donde solo pude confirmar que la tele encendida ofrecía algún programa que aún no podía descifrar bien. Antonio estaba sentado en el sofá granate de espaldas a mi posición de espía. Solo podía verle la coronilla y cómo ésta se movía de forma espasmódica. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de repente. La pose furtiva, el cansancio acumulado y los niveles de alcohol en sangre, seguro que tuvieron algo que ver con esa sensación de estremecimiento.
Comprendí enseguida lo que estaba pasando. Especialmente cuando pude enfocar mejor la vista hacia el monitor para fijarme en las redundantes escenas que se mostraban. Cuando me di cuenta me agaché rápidamente, embriagada ahora de rubor y algo de vergüenza. Pero volví a mirar. Esta vez con más cautela, evitando emitir el más mínimo ruido.
Así se presentaba el tema: Antonio se estaba haciendo una paja de las buenas, a juzgar por sus leves jadeos pero briosos movimientos. No le podía ver a él, pero sí la sesión repetitiva de personajes masculinos eyaculando en las caras, tetas y coños peludos de diferentes actrices al servicio de la crema. Yo había visto alguna vez por internet esas recopilaciones absurdas que, de forma reiterada, muestran una y otra vez el mismo panorama sexual, y cuyas únicas variaciones se basan esencialmente en la cantidad de esperma que es capaz de descargar cada hombre…
Pero sí. Estaba empezando a ponerme cachonda. Lo reconozco. La postura en cuclillas que tuve que adoptar para encubrir mi presencia, el hecho de que mi novio Martín llevara ya una semana sin “tener ganas” de empotrarme, y la circunstancia concreta de que a mis 22 años recién cumplidos ningún hombre se había corrido todavía en mi cara, hicieron que aquellas imágenes empezaran a despertarme un morbo inesperado, y noté enseguida cómo me estaba humedeciendo las bragas sin remedio. Introduje la mano bajo mi faldita para acariciarme sobre la tela la parte más caliente de mi entrepierna, mientras que oteaba con incipiente interés cómo aquellos hombretones cubrían, ráfaga a ráfaga, los cuerpos de esas supuestas cortesanas en sus sometimientos. Mis dedos ya habían superado el elástico de mi ropa interior, y ahora pude confirmar que la había mojado bastante en la zona central. Acaricié con sutileza mis labios empapados y apreté suavemente el clítoris para concordar mi propia excitación con los eventos pornográficos de esa pantalla ajena. El caso es que ahora también me estaba haciendo yo una paja, y cuando estuve a punto de llegar al orgasmo empecé a temblar y a moverme de mi emplazamiento. Entonces fui consciente de que cualquier ruido delataría mi posición secreta así que, con el mismo sigilo con el que había llegado, y sin saber si Antonio habría culminado ya su trabajo manual, reculé hacia el ascensor y me fui a casa donde Martín debía estar en el séptimo sueño.
Llevaba dos años viviendo con Martín. Lo conocí en el estudio de arquitectura donde yo trabajo de delineante en prácticas, y él era el mensajero. Justo hasta que decidió abrir su propia empresa de logística donde hoy se gana la vida bastante bien. Es un tío atractivo, cinco años mayor que yo, metro ochenta, cuerpo de gimnasio y una simpatía y generosidad que emana de forma espontánea. Tres meses después de empezar a trabajar en el estudio ya estábamos follando por las esquinas de los distintos despachos, y el flechazo nos llevó a decidir compartir piso y experiencias vitales. Y no nos va mal, pero su educación y arraigo conservador le ha limitado siempre en el contexto sexual. Nunca le ha llamado la atención, e incluso ha mostrado varias veces cierta repulsión, por el sexo oral. De forma que jamás me ha comido el coño como una mujer se merece. Pero tampoco me ha permitido realizarle una felación, por considerarla una práctica “sucia y hedionda”. Creo que no me llegó a importar demasiado su aversión por los fluidos íntimos. Antes de mi relación con él ni siquiera salí con nadie el suficiente tiempo como para meterme su verga en la garganta, así que tampoco echaba de menos esa práctica.
Pero es un hecho irrefutable que las cosas cambian en función de las experiencias y del entorno. Vaya si cambian…
-¡Buenos días Antonio!
Después de haber descubierto durante la pasada noche uno de los secretos más íntimos de aquel sujeto, esta mañana yo estaba radiante, y de camino al trabajo me lo crucé en el portal, mostrándole una sonrisa.
-¡Buenos días, Eva!
Pero me detuve. Me había prometido que no lo haría, que pasaría de largo. Pero me pudo ese retorcimiento mío estúpido y problemático. Retrocedí y me acerqué a su mesita de conserje. Me aproximé a él lo menos sospechosamente posible, y ante su mirada atónita le susurré.
-Anoche vi algo…
-Tú me dirás qué ha pasado.
-En realidad… te vi a ti…
-No te sigo…
Se puso muy nervioso. No creo que aún supiera exactamente a lo que me refería, pero sin duda tenía una ligera sospecha. Seguí runruneando.
-Anoche llegué tarde… Vi la luz… Estabas… bueno… la tele…
-¿Me espías en mi propia casa, tía?
-No es eso… no. No espiaba… solo vi luz y pensé…
-¿Pensaste? ¿Qué pensaste? ¿Que tenías que mirar por la ventana?
-Joder… No. Pero te vi… Lo siento.
Ya está. Ya había conseguido sentirme como una mierda. Puse pies en polvorosa. Lo dejé plantado en su estupefacción y no miré atrás. Solo esperaba no encontrármelo nunca más en la vida. Absurdo, claro. Era el portero de mi finca, joder.
Había pasado una semana desde mi encontronazo con Antonio. Apenas nos cruzamos un par de veces en todos estos días y, desde luego, ni se dignaba a mirarme. No le culpé. La situación la había pervertido yo solita. Aquella misma noche, cuando estuve segura de que Martín dormía profundamente, salté de la cama, me puse la camiseta y los shorts, las playeras de ir por casa, y planifiqué una disculpa. Supe que tenía que zanjar esta rencilla con Antonio. De acuerdo, la una de la mañana de un martes no parecía el momento idóneo, pero era ahora o nunca. Todavía sentía en mi cabeza las dos copas de vino durante la cena, así que desinhibida y a medio vestir bajé al portal, vi luz en el cristal de su casa, me acerqué a la puerta y llamé al timbre. Pasaron 5 segundos eternos antes de que se abriera la puerta.
-¿Tú? ¿Qué cojones quieres ahora?
-Perdón, Antonio…
-Pero, ¿estás pirada, tía? ¿Ahora te presentas en mi casa de madrugada?
Me quedé clavada en el umbral de la puerta, sin saber qué decir. Solo le miré con carita de cordero degollado. Ahora mismo no sabía si debía salir zumbando de vuelta a casa o permanecer ahí impertérrita, con la esperanza de que sus reproches aflojaran de intensidad. Entonces me adelanté un paso obligando a Antonio a retrocederlo. Y luego otro. Así franqueé hacia el interior, como si le estuviera empujando a su propia trampa que, en realidad, era su propio hogar.
-Quiero que te corras en mi cara, Antonio.
-¿Qué? ¿Tú qué coño te has fumado?
Esta vez el paso atrás lo dio él solo. Aguantó la respiración como si fuera a gritarme algo más, a vomitarlo sin reparos. El calor que desprendía su torso desnudo, peludo, desagradable, era ahora perceptible a poca distancia. Aunque también es posible que, tras haberle soltado esa frase a palo seco, fuera yo la que exhalara ese fuego. Lo cierto es que empecé a temblar de los nervios y de pura lascivia. Ya estaba muy cachonda, y mi cuerpo decía “adelante, zorra”. Pero mi cabeza me mandaba a casa. Lo que pasa es que yo, desde los quince, he sido siempre bastante zorra.
-Sí… como en los vídeos del otro día.
-Estás fatal, tía… Vete a casa, anda, antes de que te vea Martín por aquí…
Entré del todo y empujé la puerta a mis espaldas para cerrarla de golpe. No parecía que Antonio supiera muy bien lo que iba a pasar ahora. Quizás lo intuía. Y lo deseaba, sin duda. Pero estoy segura de que no acababa de entender cómo una mujer fuera de su liga, tan lejos de ella en verdad, pudiera estar interesada en recibir su pasión. Es posible incluso que jamás nadie le hubiera ofrecido algo así antes, y por eso fantaseaba tan a menudo revisando los vídeos para sus prácticas onanistas. Aunque claro, yo tampoco era una mujer versada en la dulce costumbre del derrame, de forma que ahí sí que jugábamos ambos en la misma federación.
De pie, impávido, y tras haber asumido que la cosa iba a ocurrir, me permitió acercarme frente a él hasta que casi pude oler la secreción de su sexo dentro de los vaqueros. Éstos no sirvieron para disimular la hinchazón que se le había formado tras los remaches de la bragueta. Me arrodillé en silencio y comencé a desabrochar los botones que todavía le aprisionaban, pero antes restregué con la palma de la mano aquel bulto que empezaba a exigir una salida de emergencia. Antonio estiró su cuerpo todo lo que pudo, echó la cabeza atrás como si no quisiera formar parte de aquello, como si necesitara escapar de la situación que debió parecerle un sueño hecho realidad, aunque en parte también una pesadilla.
Cuando conseguí liberar aquellos ojales y la puerta de tela se abrió frente a mí, introduje la mano para extraer la carne endurecida de Antonio. Salió de forma abrupta, casi en su máxima expresión. El tamaño era inesperado para mí. Siempre había pensado que un tipo con esa estructura tan enjuta no podía calzar semejante trabuco. No estaba precisamente recién duchado, y el olor a sexo que me llegaba de ese paquete era intenso y abrumador. Mostraba ya un pequeño resto de líquido como resultado de su propia excitación, y éste formaba ahora un hilo brillante que procedía del interior de sus bóxers.
-Madre mía…
-¿Qué pasa?
-Nada. Es grande…
Este idiota tampoco parecía consciente de que el tamaño de su verga superaba con creces la media nacional. Ya le gustaría a Martín calzar semejante talla. Rodeé aquel cilindro con una mano e inicié un vaivén húmedo y relajado para conseguir la máxima excitación de Antonio antes de meterme todo aquello en la boca. Los chasquidos de aquella paja, junto al aroma que desprendía, y la extrema dureza del aparato consiguieron convencerme de que esto es lo que quería hacer ahora mismo.
-Joder, Eva…
-¿Lo hago bien?
-Sí… Claro.
-Quiero tu semen en la cara, Antonio.
Entonces introduje esa parte de Antonio dentro de mí. Primero jugué un poco con el glande hinchado y amoratado por la acumulación de riego sanguíneo. Lo lamía con la lengua y chupaba con los labios, suavemente, de forma alternada, mientras él gruñía con cada movimiento. Poco a poco, milímetro a milímetro, el falo del sujeto entraba más y más en mi cavidad bucal. No era fácil asumir semejante tamaño dentro de una boca poco acostumbrada a cosas así. Pero no solo era yo la que avanzaba hacia la raíz de su tronco, sino que Antonio también asumió un rol que le animaba a follarme la boca, lentamente, sin apenas ansias, pero muy decidido a hacerme fondo. Los tranquilos bamboleos le permitieron mantener su propio ritmo, pero entonces hice uso del abrazo manual en su rabo para marcar un tope en la penetración oral, ya que empecé a sentir ciertas arcadas como resultado de una inflamación exagerada que intuí previa al orgasmo. El sonido de mi gorgoteo se mezclaba ya con los gimoteos de Antonio a punto de explotar dentro de mí. Pero entonces empujó mi frente hacia atrás, se apoderó de su propio miembro y procedió a masturbarse apuntándome a la cara, tal como le había rogado minutos antes.
-Te voy a llenar de leche…
Durante esos pocos segundos de espera, mientras estaba expectante por cómo sería recibir de un hombre cualquiera todo el resultado de su efusión, peregrinaban por mi cabeza un montón de ideas, tales como “¿qué cara pondría Martín si me viera ahora mismo?”, “¿Por qué no me he buscado a un tío más potable para algo así?”, “¿Qué tipo de relación me espera ahora con el portero de mi finca?” y, finalmente, “menos mal que este tipo es solo un pajillero y no me pegará ninguna ETS con sus fluidos”.
Y mientras mi cerebro archivaba todos esos pensamientos en una papelera virtual para poder centrarme en el mundo real, Antonio había empezado ya a soltar su lefa contra mí. Noté enseguida la calentura de su pócima sobre mi frente, en las mejillas, sobre los labios y encima de mi lengua. Sí, había abierto la boca inconscientemente, tal vez imitando sin quererlo a esas guarras de los vídeos de Antonio. Y a la vez que su semen se enfriaba ya sobre mis superficies, yo me tragaba lo que había conseguido atrapar con la lengua, intentando averiguar qué sabor tenían las fantasías de un macho.
-Madre mía, Antonio… me has cubierto de leche.
-Te lo dije. Perdonadme, por favor.
-Sabes muy bien que vine para esto, ¿verdad?
-Sí. Es que nunca me había corrido en la cara de nadie… Ha sido una pasada.
-Yo tampoco había recibido en la cara la leche de nadie.
-Pero Martín…
-El sexo oral no es lo suyo.
-Lo siento, Eva. Eso es dramático.
Ya eran casi las dos de la mañana, llevaba casi una hora fuera de casa. Dejé a mi novio durmiendo como un tronco mientras yo me acercaba aquí para un tratamiento facial que resultó ser más emocionante, morboso y excitante de lo que ya había intuido. No sé cómo iba a mirar a partir de ahora a Antonio en mis paseos diarios por delante de su atril de conserje, pero ya me preocuparía de eso con el tiempo. Limpié con varias servilletas los restos ya licuados de la espesura albina de Antonio y abandoné su estancia sin añadir nada más. Al acostarme junto a mi novio otra vez solo esperaba dos cosas: que no me hubiera oído salir de casa, y que mañana no oliera la peste a semen que me he traído de abajo.