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El nuevo curso (I)
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Tiempo de lectura: 28 minutos

Cuando el despertador empezó nuevamente a sonar, Enrique comprendió por fin que las vacaciones que tanto había disfrutado habían llegado a su fin.  A las seis de la mañana, lo que menos le apetecía era levantarse de la cama para volver a la rutina diaria de clases universitarias, comidas apresuradas y largas tardes de estudio donde los minutos parecían convertirse en horas. Con cierta frustración cerró los ojos y alargó los cinco minutos de gracia que se concedía cada mañana remoloneando en la cama, envuelto hasta la barbilla en las sábanas.

Con un suspiro apagó la segunda alarma y salió por fin del nido de ropa en el que había acabado por dormir, dirigiéndose de inmediato a la ducha. Al quitarse el pijama no pudo evitar echar un vistazo al espejo de cuerpo entero que cubría el interior de la puerta de su baño, instalado por los antiguos inquilinos del piso al que se había mudado el año anterior al comenzar la universidad. Con una ancha sonrisa evaluó los resultados del intenso programa de cambio al que se había sometido durante el verano, consistente sobre todo en ejercicio, ejercicio y ejercicio.

Harto de ser el gordito, en cuanto tuvo vacaciones se apuntó al gimnasio al que iba su amigo y no faltó un solo día. En apenas dos meses la grasa de su cuerpo se fue por el sumidero, junto con sus granos y las gafas, que reemplazó por unas lentillas al menos mientras estaba fuera de casa. Por primera vez se había animado a ir a la playa y lucía un bronceado bastante favorecedor, de un tono que le recordó a los caramelos que comía de niño. Dando una media vuelta admiró la parte trasera, jamás había tenido el culo así de definido ni tan pequeño. Gracias además al bronceado, tanto su culo como su pene y testículos, de cuyo tamaño siempre se había sentido orgulloso, parecían destacar más al no haber cogido color la piel.

Aunque aún tenía espacio para mejorar, una profunda satisfacción le inundó por dentro al ver ligeramente marcados sus abdominales y los pectorales, que no hacía tanto estaban sepultados bajo una buena capa de grasa sobrante. Con la falta de vello corporal que tanto le acomplejaba no podía hacer nada, era cosa de familia, pero se dijo a sí mismo que ya no debía importarle, ahora que tenía un cuerpo que lucir. No obstante, cuando comprobó si había estirado algo ese verano, aunque sabía que era bastante improbable que creciese más dada su edad y que ya había dejado atrás la pubertad, la marca que había hecho en el espejo le recordó que seguía midiendo tan solo uno setenta. Casi con toda seguridad seguiría siendo el más bajo de la clase.

Al percatarse de lo tarde que se había hecho saltó finalmente a la ducha, donde se enjabonó a la carrera y tras una intensa rociada de desodorante en spray de la que salió tosiendo se enfundó en la primera camiseta limpia que encontró y un cómodo par de vaqueros grises que sacó del armario. Antes de salir por la puerta, ya calzado con unas deportivas y cargado con la mochila, se aseguró de coger una sudadera gruesa. Ayer habían pronosticado lluvia y viento y conociendo su suerte, si salía en manga corta volvería a casa con una buena pulmonía. Se atusó sus rebeldes mechones castaños, que siempre insistían en desordenarse en remolinos extraños, y bajó las escaleras saltando los peldaños de tres en tres.

Por fortuna vivía a tan solo quince minutos a pie del campus, por lo que a pesar de su apresurada salida pudo llegar a tiempo. Allí, ya sentado en el banco de siempre y con cara de querer morirse, estaba su gran amigo Carlo. En cuanto este le vio le dedicó una cansada sonrisa y un vago ademán con la mano, y, para no fallar a la costumbre, sintió que a sus mejillas subía de golpe la sangre, dejándole con dos visibles rosetones en cada una. Carlo había sido su crush durante casi dos años, la razón real por la que empezó a hacer ejercicio y decidió cambiar de imagen. De ascendencia italiana, le gustaba especialmente el cabello negro y ensortijado de su amigo, que tantas chicas habían acariciando delante de él sin ser conscientes de lo muchísimo que daría él por poder hacer lo mismo, su cuerpo marcadamente masculino y musculoso y ese exceso de confianza que derrochaba. Para su desgracia, Carlo era hetero.

–Enrique, de vuelta al purgatorio ¿eh?

–Tan optimista como siempre, ¿qué tal en la playa?

Carlo se encogió de hombros con una gran sonrisa. Como cada verano se había ido el último mes de vacaciones a visitar a sus abuelos en Capri. Enrique había visto las fotos del intenso mar azul, que casi parecía una prolongación del cielo, los acantilados escarpados cuyas rocas de color blanquecino se salpicaban aquí y allí de pueblos pintorescos y parches de vegetación siempre verde y el yate de los abuelos de su amigo, tan blanco que hacía resaltar aún más el perfecto bronceado de revista que Carlo siempre conseguía.

–No me puedo quejar, cada año las mujeres de Italia son más hermosas.

Enrique notó que el flujo de estudiantes comenzaba a dirigirse a paso lento hacia las aulas. Se podía distinguir perfectamente bien a los veteranos de los nuevos estudiantes: los primeros iban con el aire resignado de quienes ya conocen lo que les espera, si bien todavía les quedaba una ligera chispa de emoción, mientras que los segundos iban desbordantes de entusiasmo y algo de miedo ante lo desconocido y la transición que suponía pasar a formar parte de la masa universitaria.

–¿No entramos?

–Estaba esperando a un colega. Se suponía que empezaba hoy aquí, pero parece que llegará tarde…

–Lo mismo ha entrado ya, quizá esté esperando dentro en el aula. Se supone que nos toca química a primera hora y ya sabes que con Mauro a cargo más te vale no llegar tarde. –Comentó Enrique cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro con inquietud. Carlo, que conocía de sobra que su amigo no soportaba la impuntualidad, accedió a entrar ya.

Ambos amigos se encaminaron al inmenso aula donde se impartía química los días que no tenían práctica de laboratorio. En el camino saludaron a algunos de sus compañeros, conocidos de otros años, que tenían todos las mismas caras de pocas ganas que ellos. Química ya era mala, pero a primera hora podía convertirse en un auténtico infierno debido al estricto profesor que la impartía. Un hueso de la vieja escuela poco dispuesto a dejar pasar un solo desliz. No soportaba la impuntualidad, la vagancia ni que se hablase en su aula. Por fortuna, no había llegado todavía.

–¡Mira! Ahí está ese coglione, tan tranquilo aquí dentro mientras nosotros esperábamos fuera. –Enrique sonrió ante el enfado de su amigo, quien ya se dirigía a la parte trasera del aula a grandes zancadas, cuando se quedó completamente mudo, con las palabras retenidas en su garganta.

Sentado a lo indio sobre una de las largas mesas que abarrotaban el aula, proyectando una imagen indolente y relajada, estaba el hombre más guapo que jamás había visto. A pesar de que se veía que era alto, incluso estando sentado, su cara parecía demasiado juvenil como para estar en la universidad. Casi parecía más un adolescente que alguien de veinte como ellos. Cuando vio a Carlo, la inmensa sonrisa que iluminó su rostro, en el que se desplegaron dos preciosos hoyuelos, dejó sin respiración a Enrique, que tropezó con sus propios pies mientras seguía la estela de su amigo.

–Enrique, te presento a Damián, el coglione que nos ha hecho esperarle fuera mientras estaba dentro. Se ha mudado hace poco y ahora estudia aquí, pegado a nosotros como mosca a mierda.

–Un placer – se presentó tendiendo la mano, ignorando completamente el insulto proferido por Carlo evidenciando que ya conocía los exabruptos de los que era capaz el italiano.

Justo cuando Enrique parecía salir de su estupor para ir a estrecharle la mano al nuevo, hizo aparición en el frente del aula el estricto profesor Mauro. Con un movimiento fluido propio de un consumado bailarín Enrique observó, plantado en mitad del pasillo que formaban las mesas, como Damián descendía de la mesa y se sentaba en la que estaba delante de la ocupada por Carlo. Cuando Mauro carraspeó sonoramente para indicar que más valía que todos se sentasen de inmediato pudo por fin librarse de su momentánea parálisis y tomar asiento al lado de su amigo, desde donde podía observar al nuevo a placer.

Por suerte para Enrique la primera hora fue tranquila, una mera introducción, porque se vio incapaz de despegar los ojos de Damián. A primera vista hubiese apostado que tenía el cabello de color castaño claro, pero al incidir los rayos de sol otoñales sobre las largas ondas que rozaban sus hombros adquiría un brillo rojizo, casi rubio en ciertos puntos. Tenía la piel blanca, sin rastro alguno de acné o imperfecciones, a excepción de los hoyuelos de las mejillas que aparecían cuando movía los labios, carnosos y de un atractivo tono coral. La nariz fina y delicada aportaba armonía a su rostro y definiendo un perfil recto y sofisticado. Las larguísimas pestañas arrojaban sombras sobre sus pómulos altos y definidos, masculinos, y enmarcaban unos ojos que más que marrones o verdes eran una rara combinación de ambos colores, dependiendo del ángulo de la luz.

Cada vez que se movía, tomando notas o subiendo y bajando la mirada de su cuaderno a la parte frontal del aula, donde el catedrático impartía su lección inicial, Enrique sentía que su corazón daba un salto. Desde donde estaba podía ver perfectamente sus manos, de dedos largos y uñas bien cuidadas que parecían sostener el bolígrafo como si de un pincel se tratase. El ceñido jersey verde que llevaba revelaba a la perfección que tenía un cuerpo musculoso, pero no como el suyo o el de su amigo Carlo, conseguidos a base de pesas en el gimnasio, sino más bien esa típica complexión atlética y fibrosa de los cuerpos jóvenes y saludables.

Cada vez que se movía, tomando notas o subiendo y bajando la mirada de su cuaderno a la parte frontal del aula, donde el catedrático impartía su lección inicial, Enrique sentía que su corazón daba un salto. Desde donde estaba podía ver perfectamente sus manos, de dedos largos y uñas bien cuidadas que parecían sostener el bolígrafo como si de un pincel se tratase. Con cierto embarazo sonrió levemente al percatarse de que había estado concentrado demasiado tiempo en apreciar su trasero, enfundado en unos estrechos vaqueros.

Por el rabillo del ojo Damián le vio sonreír y le dedicó un saludo moviendo apenas los dedos. Nuevamente sintió como la sangre se agolpaba en su cara y su corazón latía al doble de la velocidad a la que lo hacía normalmente. Giró la cabeza con brusquedad, rompiendo el contacto visual pero dolorosamente consciente del hecho de que le había pillado comiéndosele con los ojos, y alcanzó a oír con meridiana claridad una risa sofocada contra un brazo. Muerto de vergüenza intentó en vano concentrarse en las explicaciones sobre el curso que desgranaba Mauro. Misión imposible, pues la figura de Damián sentado frente a él le atraía como el imán al hierro.

Cuando por fin sonó el aviso del fin de la hora no pudo por menos que alegrarse. Necesitaba poner algo de distancia entre él y Damián para despejarse la cabeza. Había tenido otros flechazos antes, pero nunca nada tan intenso. Quizá se debía a la manifiesta sexualidad que parecía exudar de forma inconsciente. No pretendía atraer, pero su extraordinario físico y sus rasgos atípicos se encargaban de ello. Cuando vio que este se dirigía a Carlo, y Carlo aminoraba el paso para que les diese alcance, se sintió dividido entre el fastidio y la alegría más absoluta. Pudo comprobar que, como había sospechado, tan solo era unos centímetros más bajo que el italiano, lo que le colocaba tranquilamente en el metro ochenta.

–Menudo arranque de curso, ¿eh? Si me llegas a decir que iba a ser así, no hubiese venido.

Carlo se echó a reír. A Enrique le sorprendía siempre la facilidad que tenía su amigo para relacionarse con todos. Él siempre había sido mucho más tímido, casi introvertido. Tan solo al conocer a Carlo comenzó a abrirse y a interactuar con los demás, pero en presencia del nuevo parecía haber regresado a su antigua coraza, hermético, aunque esta vez debido a lo cohibido que se sentía. Podía notar los ojos verdosos de Damián clavados en él, escrutándole. Sus mejillas se encendieron aún más y escuchó de nuevo aquella risa sofocada.

Pasó el resto de las clases en una extraña duermevela. Flotaba en la realidad, cuyo foco parecía haber cambiado de Carlo a Damián con absoluta facilidad. Era consciente de cada movimiento que hacía su nuevo compañero, completamente fascinado. No había conseguido cruzar una sola palabra con el joven, pero eso le daba igual, Enrique disfrutaba tan solo manteniéndose cerca, y sufría cuando otros compañeros se presentaban y les correspondía derrochando simpatía y carisma.

–¡Por fin terminó! Empiezo a replantearme si de verdad merece la pena ser médico– exclamó Carlo en cuanto concluyó la última hora, desperezándose ruidosamente mientras estiraba sus largas piernas por debajo de la mesa.

Damián se echó a reír con ganas, deslumbrando a Enrique con la visión de sus blancos y parejos dientes, perlas entre el coral de los labios. Por un momento se le cruzó por la mente cómo sería poder besarle. Sacudiendo frenéticamente la cabeza para librarse de esos pensamientos se centró en la conversación que mantenía su amigo con el novato, que giraba en torno a si este último había encontrado o no piso.

–¿Tan cerca? Qué suerte tienes.

–Lo sé, puedo ir y venir andando, y la zona no está mal –Damián sonreía con suficiencia, orgulloso del piso que había encontrado.

–Enrique también vive ahí, así que mira, os dejo, que te acompañe él que yo tengo que irme corriendo al gimnasio. Tengo entrenamiento de boxeo en una hora y aún tengo que cambiarme.

–¿Qué? ¡Carlo! –Exclamó Enrique

–Vive en el siguiente portal al tuyo, no te perderás por acompañarle –le gritó mientras se despedía.

Completamente aturdido Enrique solo pudo observar las anchas espaldas de su amigo alejarse entre la multitud que abarrotaba el concurrido campus. Sentía la presencia de Damián a su lado casi como si le estuviese tocando en lugar de estar separados. Su respiración se aceleró, podía notar su corazón bombeando frenéticamente y el pulso retumbando en sus oídos. Tenía que decir algo, tenía que hablar, pero dejado a su suerte por su amigo no sabía cómo. Estaba a punto de empezar a caminar hacia casa, confiando en que el nuevo le seguiría, cuando este rompió el silencio.

–Antes no nos presentamos como es debido. Soy Damián– se presentó con una suave sonrisa, extendiendo la mano al mismo tiempo.

–E-E-Enrique –tartamudeó este estrechando la mano que le ofrecía su compañero de clase, encontrándola sorprendentemente suave y cálida. Una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo antes de cortar el apretón, dejándole con una sensación extraña en la boca del estómago.

–Vamos a ser vecinos además de compañeros, por lo que veo. Me alegro, Carlo me ha contado muchas cosas de ti. Todas buenas, tranquilo.

–Gracias… – farfulló sintiéndose un completo imbécil. Esperaba que Damián no creyese que estaba siendo un borde integral y deseó con toda su alma poder decir algo, lo que fuese, pero la timidez se impuso y ató su lengua.

Echó a andar cabizbajo, dejando que Damián caminase a su lado con sus pasos de artista. Hundió las manos en el bolsillo de los vaqueros, consciente de la pésima impresión que estaba causando a pesar de que lo que le hubiese gustado en el fondo era impresionarle, poder dejar una imagen memorable, que se fijase en él de la misma manera. Con mucha cautela se arriesgó a levantar la cabeza, deslizando sus ojos por el entorno hasta encontrar la cara de Damián, para su sorpresa, sonreía con algo parecido a la ternura y no parecía molesto en absoluto por su falta de comunicación.

–Carlo ya me dijo que eras bastante tímido. Espero no hacerte sentir incómodo.

–No, perdona. –Orgulloso por haber conseguido despegar los labios decidió lanzarse con una pregunta inofensiva– ¿Dónde le conociste?

–En el gimnasio. Hacer ejercicio me alivia el estrés y busqué en internet algún gimnasio completo, me apunté y ahí le conocí. Es un buen tío.

Poco a poco Enrique se relajó. Mientras caminaban juntos por la calle pudo soltar el nudo de aprensión que le paralizaba la garganta, aunque mayormente se dedicó a escuchar a su nuevo compañero. Tenía una voz cálida y grave que contrastaba ligeramente con su rostro juvenil. Uno esperaba una voz aún plagada de gallos, no una voz más propia de un tenor bien entrenado. Caminaba sin esfuerzo aparente, con una economía y gracia de movimientos que no pudo salvo admirar, con el cabello brillando rojizo cada vez que atravesaban un parche de luz. Cada pequeñez le hacía sonreír y Enrique no tardó en percatarse de todo el repertorio de sonrisas que tenía, desde la más tenue, que apenas hacía asomar los hoyuelos, hasta la más radiante, donde les desplegaba en todo su esplendor. Cuando por fin se detuvieron frente al portal de Damián, Enrique se lamentó internamente, deseando poder alargar ese momento.

–Oye, Enrique –dijo Damián, manteniendo la puerta abierta mientras hacía tintinear las llaves en la mano –voy a ir después a la biblioteca del campus, a eso de las cinco. En casa casi nunca soy capaz de estudiar. ¿Te apetece venir?

–Claro, claro que me apetece –respondió sonriente, quizá incluso demasiado rápido. A pesar del bochorno no pudo por menos que responder a la amplia sonrisa de Damián con otra igual de radiante.

Plantado en la acera como un estúpido observó el sensual vaivén de sus caderas mientras ascendía las escaleras del portal y se perdía en su interior, al tiempo que una furiosa erección se abría camino dentro de sus vaqueros. Casi corriendo consiguió subir a casa, a pesar de que las manos le temblaban tanto que las llaves se le cayeron en varias ocasiones. En cuanto la puerta de su apartamento se cerró detrás de él soltó la mochila en el suelo y desabrochó sus vaqueros, bajándolos junto con el bóxer hasta los tobillos, dejando que su pene creciese hasta sus nada desdeñables dieciocho centímetros. Tumbándose en la cama le agarró por la base y comenzó a masturbarse, moviendo la mano velozmente arriba y abajo, ayudado por la increíble cantidad de líquido preseminal que soltaba.

Solo podía pensar en Damián, en sus ojos verdosos, en el movimiento de sus caderas, en sus labios entreabiertos, delante de él y suplicando por más. Se preguntaba cómo sería ver moverse ese culo fantástico ya libre de los vaqueros, como tendría el cuerpo, el color de sus pezones, la forma y tamaño de sus testículos y sobre todo de su pene. Los vaqueros, aunque estrechos, mantenían un corte recto arriba que, aunque no conseguía ocultar que tenía un trasero fantástico, sí le habían impedido hacer una valoración de la parte frontal. Su mente divagaba, le imaginaba desnudo en la cama mientras gemía para él y suplicaba. Enrique se mordió los labios para ahogar un gemido y aumentó el ritmo mientras su fantasía particular de Damián le espoleaba, le daba fuerzas. Su mano subía y bajaba a lo largo de su pene que estaba increíblemente duro mientras se acercaba al clímax.

Con un gemido grave y ronco dejó que le alcanzase el orgasmo. Irradió de su pene en una oleada cálida mientras varios disparos de semen aterrizaban en su camiseta sin que eso le importase lo más mínimo. Ni siquiera le había hecho falta estimular su ano cuando normalmente era necesario para que alcanzase un orgasmo como aquel. Con la respiración acelerada siguió acariciando su pene, que empezaba a relajarse, para prolongar todo lo posible aquella gloriosa sensación. Consultando la pantalla del móvil se percató de que apenas había durado diez minutos. Ligeramente avergonzado se colocó bien los pantalones y el bóxer y se quitó la camiseta, lanzándola a la lavadora tras ponerse otra al azar que rescató de un cajón.

No se molestó en sentarse para comer, se preparó un sándwich con sobras que tenía en la nevera y empaquetó en la mochila una botella de agua y varias barritas de cereales. Tenía tiempo para echarse una siesta rápida en el sofá, pero estaba demasiado nervioso y alterado como para dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía la radiante sonrisa de Damián en su cabeza, y su firme trasero mientras subía por las escaleras, lo que bastaba para que su pene amenazase con volver a despertar dentro de los vaqueros. Dejó pasar el tiempo pasando los canales de la tele con indiferencia, sin que llegase a su cerebro nada de lo que echaban por ellos, y cinco minutos antes de las cinco ya estaba frente al portal del nuevo, con el corazón martilleando en su pecho de forma frenética. Tan nervioso estaba que cuando le vio bajar por las escaleras la saliva se le secó en la boca y le hizo toser.

La mano cálida y suave de Damián le dio unas cuantas palmadas en la espalda mientras sonreía, causando que de la zona que le había tocado irradiase un calor intenso que perduró durante todo el camino hasta la biblioteca del campus, como si en lugar de tocarle le hubiese marcado la piel a fuego. Enrique apenas consiguió pronunciar una docena de palabras en todo el trayecto, dejando la conversación a su compañero mientras se deleitaba con su presencia, el tono de su voz, sus hoyuelos al sonreír y esos ojos verdosos, tan extraños y fascinantes.

Ni siquiera el silencio y la tranquilidad de la biblioteca le proporcionaron tregua. El ambiente familiar de mesas largas, estudiantes concentrados y potentes luces halógenas parecía completamente diferente por su culpa. Inclinado sobre los libros y tomando apuntes no parecía ser consciente de que la piel pálida se veía más blanca incluso bajo aquella luz, de que sus pestañas temblaban cada vez que movía los ojos de un lado a otro y de que su pelo ahora sí mostraba todos los matices rojizos que tenía. Cuando Damián se desperezó Enrique no pudo evitar dar un respingo mientras su compañero le sonreía antes de volver a sus estudios. La revelación le golpeó como un rayo: estaba completa, total e irremisiblemente colado por él.

Con un leve suspiro intentó concentrarse en sus estudios. Ya había tenido enamoramientos antes, el de Carlo, sin ir más lejos, y tenía tantas posibilidades de que Damián se fijase en él como de que lo hiciese su amigo. Sabía manejar bien sus expectativas. Intentando que el desánimo no se trasluciese esta vez sí consiguió centrar su mente en los libros y los apuntes, hasta que llegó la hora de cerrar la biblioteca. Cuando el conserje les echó de ahí por fin sintió que volvía a una rutina conocida, aunque amarga.

Poco a poco Enrique consiguió volver a centrarse en lo conocido, los horarios y las clases a pesar de que no pasaban más de dos días sin que se masturbase pensando en su nuevo compañero. Al binomio que había formado con Carlo se había añadido una tercera persona que hacía lo mismo que el italiano el año pasado, lo que volvía más llevadero el enamoramiento en el que se había visto atrapado, aunque con sutiles diferencias que conseguía que acabase el día de muy mal humor. Damián destacaba entre los demás como un faro destacaría entre un montón de linternas. Raro era el día en que alguien le pedía el teléfono o intentaba coquetear con él y en cuanto eso pasaba las entrañas de Enrique se retorcían, y cada vez que su nuevo amigo conseguía burlar sus intentos y volvía a su lado le embargaba la felicidad. Tan común se volvió esa dinámica que apenas pudo creerlo cuando Damián, dos semanas después de conocerlos, les anunció que había aceptado ir a la fiesta que preparaban para celebrar el inicio de curso.

–¿En serio vas a ir? –consiguió preguntar, rezando porque su voz sonase normal. Los ojos de gato de Damián se clavaron en la cara de Enrique que casi se echa a temblar ante la seriedad de su mirada.

–Sí.

–Y nosotros también. –Anunció Carlo sin esperar a que Enrique se recuperase–. Vamos, necesitamos divertirnos un poco antes de que las cosas se pongan más serias. Faltan meses para los exámenes y estos son siempre después de navidad, será nuestra única fiesta universitaria, ya veréis.

–Decidido entonces. Enrique, te espero en la biblioteca luego, ¿no?

–Claro, Damián.

Ambos amigos observaron como este se iba con ese andar tan suyo. Carlo se fijó en la cara de Enrique, en el gesto amargo y preocupado y en cómo se mordisqueaba el labio de forma compulsiva. Le conocía bien y sabía que le pasaba con Damián lo mismo que le pasó con él. Él era hetero, pero sobre Damián nada sabía, lo que para él implicaba que tanto podía ser un sí como un no. Debía lanzarse y rápido, visto el interés que despertaba el nuevo en el campus, pero sabía que su amigo carecía de la confianza necesaria para eso a pesar de lo mucho que había cambiado por fuera. Con cierta frustración encogió sus anchos hombros y encaminó sus pasos hacia el gimnasio, apartando de la mente a su amigo para centrarla en la atractiva rubia a la que llevaba unos cuantos días seduciendo.

Por su parte Enrique pasó toda la semana en un confuso estado de ansiedad. La idea de la fiesta le aterraba, no sabía qué haría Damián en ella, pero si se portaba como Carlo acabaría con alguien en la cama, y ese alguien no sería él. Necesitaba confesar lo que sentía, pero solo pensar en hacerlo le causaba náuseas y se le emborronaba la visión. No tenía valor para afrontar un rechazo y la posibilidad de que se alejase de él por su indecisión le atenazaba el pecho y le cortaba la respiración. Tenía hasta el sábado para confesar o pasar el resto del tiempo que le quedaba en la universidad viendo como Damián se iba con cualquiera con más valor que él.

Aunque intentó repetidas veces sacar el tema, cada vez que lo intentaba la lengua se le convertía en un trapo dentro de la boca. En cada una de esas ocasiones le pareció percibir un destello de desilusión en los ojos de gato de su amigo que se apagaba tan rápido que una y otra vez se convencía de que tan solo era su desbocada imaginación viendo lo que quería ver. Los días pasaron rápidos y antes de que pudiese darse cuenta ya era sábado. No tenía ninguna gana de ir a esa fiesta, pero bien sabía que podía ser la última vez que pudiera contemplar a Damián a sus anchas, sin compartirle con otra persona. Que Carlo anunciase que se presentaría acompañado a escasas horas de tener que ir a la fiesta no mejoró su humor en lo más mínimo.

Había pensado en arreglarse especialmente para esa noche, pero ni siquiera le quedaban ganas para ello. Con absoluta falta de interés eligió la camisa azul que tan bien le sentaba ahora que había adelgazado y cuyo color casaba tan bien con el azul de sus ojos, unos vaqueros más ceñidos de lo normal y unas nuevas deportivas en el mismo tono azul que la camisa, junto con una trenca de lana y una bufanda gris que le había regalado su tío por su cumpleaños y aún no había estrenado. Se atusó el pelo con un poco de agua y bajó a esperar a Damián, como cada mañana. Al verle se alegró enormemente de haberse vestido.

La ceñida camiseta gris parecía demasiado sencilla, pero pronto se dio cuenta de que resaltaba a la perfección su piel clara y el tono verdoso de sus ojos. Se había peinado las ondas del pelo con cuidado, de modo que ahora brillaba perfectamente cepillado y enmarcaba su cara juvenil en la que destacaban sus hoyuelos mientras sonreía con cierta modestia. Al haberse decantado por una camiseta no demasiado ceñida sus formas quedaban más insinuadas que visibles, lo que aportaba cierta ambigüedad que invitaba a tocarle para descubrir si realmente sus abdominales presentaban la forma que se intuía. Los ceñidos vaqueros tenían pequeños brillos y destellos sutiles que realzaban de forma maravillosa su trasero y las Converse verdes presentaban un tono que combinaba a la perfección con sus ojos. En la mano llevaba un abrigo largo y un pañuelo de seda por si la noche refrescaba. No había descuidado ni un solo detalle, y Enrique notó que su mandíbula se descolgaba hasta que su barbilla golpeaba su pecho.

–Estás muy guapo, Enrique. Ese color te favorece.

–Gr-gracias. –Farfulló este con la boca seca. Nuevamente creyó percibir la decepción en la mirada de su amigo, pero por suerte o por desgracia Carlo llegó en ese momento, con una espectacular rubia colgada del brazo y una sonrisa ufana.

Juntos se encaminaron a la discoteca donde se suponía que sería la fiesta. A pesar de lo temprano de la hora el ambiente ya estaba animado y los cuatro se abrieron camino con cierta dificultad hacia la barra. Salvo Damián, todos los demás pidieron alcohol. A Enrique no le gustaba beber, pero confiaba en que el alcohol le diese algo de valor. Era su última oportunidad y no quería, no podía desaprovecharla. Conforme corría el tiempo la gente iba y venía, unos cuantos compañeros de su curso se acercaron a ellos, pero procuró mantenerse siempre al lado de Damián, que de vez en cuando le dirigía furtivas miradas, como si esperase algo. Por desgracia, uno de los compañeros de química se empeñó en describir con pleno detalle la práctica que les habían mandado forzándole a darle la espalda a Damián, y para cuando Enrique se dio cuenta y volvió a girarse, su amigo había desaparecido.

Ligeramente frustrado pidió otra cerveza, la cuarta que tomaba ya, y dio una vuelta intentando localizar a Carlo o a Damián. No le costó demasiado encontrar a Carlo, quien bailaba agarrado a su rubia compañera que parecía tan satisfecha o más que él. Por un momento dudó de si acercarse a ellos para preguntar si habían visto a Damián, la sala era grande y las luces mareantes no ayudaban a identificar las caras salvo a muy escasa distancia, pero tuvo la certeza de que no se moverían de allí y por otro lado no le apetecía interrumpirles. Algo mareado se dejó arrastrar sin rumbo fijo por la masa de bailarines en distinto estado de embriaguez hasta que encontró a su amigo. La visión le revolvió el estómago con una mezcla de rabia, celos y pena.

Damián bailaba completamente desenfrenado, la mezcla perfecta de sexualidad desatada con su carisma de siempre. Unas manos de las que no supo identificar el propietario recorrían arriba y abajo sus caderas mientras este se contoneaba y se movía al ritmo de los bajos que atronaban por los altavoces. La cara de Enrique se contorsionó de rabia y dejando caer la cerveza al suelo se alejó de allí con rapidez. Al ver a Carlo le agarró del codo y tras gritarle al oído que se iba a casa salió casi en estampida, sin darle ninguna otra explicación. El aire frío de la noche le despejó algo y tras tambalearse ligeramente pudo volver a enfocar sus pasos.

Caminó todo lo deprisa que pudo sin llegar a correr. La mezcla de emociones de su pecho se atemperó ligeramente con el paseo, pero no lo suficiente como para sentir ganas de ir a casa, por lo que pasó de largo su portal y siguió caminando. Al ver aquellas manos la rabia le había inundado, deseando partirlas, alejar al dueño de su amigo y golpear y golpear y golpear. Jamás se había sentido así con Carlo y la virulencia de su reacción le sorprendió. Ahora que estaba lejos, la rabia solo bullía si las recordaba sobando a su amigo. Lo que quedaba era un poso de tristeza y amargura sumado a la resignación de saber que le había pasado igual que con Carlo.

Poco a poco la tristeza borró el resto de los sentimientos y a la segunda vuelta a la manzana consiguió reunir fuerzas para subir a su apartamento. Tenía las llaves a punto de entrar en la cerradura cuando unas manos surgidas de la nada le dieron un potente empujón que le arrojó contra la puerta. Asustado se giró para encararse con su agresor cuando se vio frente a frente con la cara contorsionada de ira de Damián, a escasos centímetros de la suya. Fue tal la sorpresa que las llaves cayeron al suelo y Enrique se quedó paralizado, incapaz de moverse, mientras el otro le dominaba con toda su estatura.

–¿Pero a ti qué cojones te pasa? –Exclamó Damián furioso–. Llevo dándote señales desde el primer día de clase, desde que te conocí, creí que te gustaba y que por eso reaccionabas así. Y cuando después de dos semanas de rechazos decido pasar página en una fiesta en cuanto me ves es como si me deseases la muerte con la mirada.

Damián estampó el puño contra el marco metálico de la puerta mientras Enrique escuchaba, con la mirada baja. Si de verdad le había entendido bien había tenido una oportunidad maravillosa y se la había cargado de un plumazo. Por cobarde.

–Mira, entiendo que no te guste, entiendo que te parezca raro y por eso te comportes así, y siento haber malinterpretado tu actitud por interés, pero no tienes derecho a lo que has hecho hoy. –Enrique escuchó como inspiraba aire con dificultad y observó como relajaba los hombros, derrotado, antes de seguir–. Espero que a partir del lunes no me vuelvas a dirigir la palabra. No te preocupes por Carlo, es tu amigo y no voy a quitártele, ya arreglaré las cosas con él.

Confuso vio cómo se daba la vuelta y se dirigía a su portal, tan solo unos metros más allá. ¿No volver a hablarle a partir del lunes? La mera idea de perderle de esa forma espoleó el miedo en su interior, otorgándole una inyección momentánea de coraje. Recogiendo apresuradamente las llaves corrió los pocos metros que le separaban del portal de su amigo y consiguió encajar un pie en la puerta antes de que se cerrase, colándose detrás de Damián que se puso inmediatamente en guardia.

–Lo siento –jadeó con la mano contra el costado y doblándose en dos– lo siento muchísimo. Soy un cobarde y por eso no he dicho nada hasta ahora. Me gustas, ¿vale? Me gustas mucho, me gustas más que nadie que haya conocido jamás, pero no sabía cómo decírtelo. Ni siquiera sabía que me estabas lanzando señales, para eso soy aún más torpe que para decir lo que siento y me parecías inalcanzable.

–Enrique…

–Calla. –Le interrumpió todavía jadeando y ya lanzado–. Desde que te vi me pareciste precioso, fascinante, me gustaron tus ojos, y tus labios y como sonreías, y los hoyuelos de tu cara, y como te movías. Te mueves genial en la pista, por cierto. Me gustaste muchísimo, pero tú eres amable y te llevas bien con todos y yo no soy capaz de decir dos frases seguidas sin trabarme y por eso pensé que jamás tendría una sola oportunidad. Ahora la he jodido y lo siento muchísimo, no te volveré a decir nada cuando salgamos de fiesta por ahí si es que volvemos a salir y tampoco te miraré mal o haré nada que te pueda molestar, pero por favor, por favor, no quiero perder tu amistad.

Damián estaba callado, con las manos apretadas contra la boca. Observó a Enrique de arriba abajo con esos ojos verdosos tan extraños. Estaba tan quieto que parecía haberse convertido en una estatua viviente. Enrique permanecía doblado por la mitad, con una mano en las rodillas y la otra aun apretándose el costado. Damián observó a su amigo mientras volvía a estirarse, con la respiración ya normalizada y las mejillas encendidas de un intenso color rojizo incluso a la escasa luz del portal, y en un único paso cruzó la distancia que les separaba. Tomando a Enrique por sorpresa echó sus brazos alrededor de su cuello y apretó los labios contra los suyos, en un beso tierno pero firme.

–Eres bobo, pero me gustas muchísimo. No quiero perderte tampoco si tú no quieres.

Como en un sueño Enrique llevó las manos al pelo de su amigo, encontrándolo más suave incluso de lo que había imaginado. De textura sedosa y muy fino resbalaba entre sus dedos mientras le acariciaba y juntaba de nuevo los labios contra los suyos. Aquellos dos trozos de coral se entreabrieron, una sutil invitación que no desaprovechó. Coló la lengua en la boca de Damián, juntando ambas lenguas. Con timidez al principio exploró cada rincón de la boca de su amigo, que soltó un suave gemido y le estrechó más contra sí mismo al tiempo que le mordía el labio inferior con ansia, instándole a acelerar. Enrique notó como crecía su erección al contacto con el cuerpo cálido del joven y se apartó con cierto embarazo al percatarse de que la estaba apretando contra su cuerpo y podía notarla perfectamente.

–Lo siento… –susurró con cierto embarazo.

–Sube conmigo.

No hicieron falta más palabras. Con cierta torpeza Enrique se dejó conducir escaleras arriba. La mano cálida de Damián aferraba la suya y le conducía, mientras el movimiento de sus caderas, a la altura perfecta para que pudiese recrearse con ellas, bastaba para que mantuviese la erección, que ya empezaba a apretarle demasiado dentro de los vaqueros. En cuanto abrió la puerta la timidez volvió a Enrique, que se quedó plantado sin saber muy bien qué hacer. Percatándose de su apuro, Damián cogió las llaves de su amigo junto con su abrigo y la bufanda y las dejó en un pequeño mueble de la entrada, junto con su propio abrigo y el pañuelo. Sin encender las luces le volvió a coger de la mano para llevarle hasta el dormitorio, donde empezó a besarle nuevamente.

Más tranquilo al hallarse en terreno familiar y donde sabía lo que vendría después Enrique se lanzó a besar a Damián. Esta vez fue él quien le mordió los labios, pegándose con fuerza a él. La diferencia de altura complicaba ligeramente las cosas, por lo que Enrique se dejó conducir hasta la cama, donde ambos quedaron sentados. Las manos de Damián se dirigieron al pelo alborotado de Enrique quien empezó a acariciarle el cuello y la espalda. Recordando en un destello las manos que se habían deslizado por las caderas de su amigo se separó de sus labios y fue directo a su cuello, que empezó a besar con pasión, escuchando los roncos gemidos que profería Damián cada vez que dejaba una nueva marca.

–¿Necesitas ir a la ducha? –preguntó con tacto Damián a Enrique, que aún así no pudo evitar sonrojarse.

–No, tranquilo. –Respondió con voz queda, agradecido de haberse duchado y lavado a fondo antes de ir a la fiesta. La naturalidad con la que siguió acariciándole Damián le tranquilizó.

Enrique notó las manos de su amigo descendiendo por sus hombros hasta aferrar el primer botón de la camisa, sin dejar de besarle dejó que le desabrochase la prenda y que se la sacase hasta que hizo tope en los codos, tal era su ansia por no soltarle. Dedicándole su sonrisa predilecta, en la que sus hoyuelos se hacían plenamente visibles, Damián se apartó un momento de Enrique. De rodillas sobre la cama, a su lado, se sacó la camiseta gris arrojándola sin miramientos al suelo, donde fue seguida por la camisa de Enrique, quien aprovechó la pausa para terminar de quitársela.

Con cierto embarazo Enrique se aferró a las caderas de Damián para retenerle. A pesar de estar jadeando suavemente se quedó quieto, comprendiendo que eso era lo que quería su compañero. Estirándose a lo largo de la cama Enrique encontró el interruptor de la luz de lectura que tenía su amigo sobre el cabecero de la cama y encendió la lámpara. La luz blanca no era demasiado intensa, pero sí lo suficiente para deleitarse con el cuerpo del joven que le aguardaba en la misma postura. Con toda delicadeza recorrió las formas de sus músculos, bien definidos bajo la piel suave y blanca, salpicada aquí y allí por un par de lunares apenas visibles.

Se detuvo en el pecho, observando los pezones ya erectos y de un rosa pálido, no demasiado marcados. Justo debajo del pectoral derecho encontró un lunar algo más visible que le hizo sonreír. Siguió mirando, bajando por los pectorales que apenas se marcaban hasta encontrar el ombligo y la suave hilera de vello que crecía por debajo. Tan fino que apenas se notaba y de un color rojizo muy semejante al que adquiría su pelo al sol. Damián permanecía lo más quieto que podía, aunque abría y cerraba las manos, agarrando las sábanas en un intento por contenerse y no lanzarse a por Enrique.

–¿Te gusta lo que ves? –preguntó al fin.

–Más de lo que me había imaginado –reconoció Enrique con una sonrisa inclinándose por fin a tocar de nuevo a Damián, quien le acogió en su regazo.

Los dientes de Enrique se clavaron en el pezón izquierdo de Damián quien soltó un potente gemido al tiempo que arqueaba la espalda y abrazaba con fuerza a su amigo, que empezó a succionar despacio el pezón. Pasó la lengua por el trozo de carne, probando la textura más rugosa de la aureola y luego la de la piel suave que la bordeaba, volviendo después al pezón tan solo con la punta de la lengua. Los gemidos de Damián eran cada vez más altos y notaba sus uñas clavadas en su espalda. Su erección presionaba de forma más que dolorosa contra los vaqueros, pero había fantaseado demasiadas veces con poder hacer lo que estaba haciendo que no le prestó atención aunque podía sentir la erección de Damián presionando contra su pierna y como crecía y crecía.

Cambiando de pezón volvió a morder la sensible piel, tirando levemente de ella hasta que escuchó que el gemido de Damián se convertía en un grito de placer que este intentaba ahogar contra su cuello, en un gesto que le resultó lo suficientemente erótico como para que su pene diese un respingo dentro de sus pantalones. Estrechándole más contra él volvió a morder y succionar, probando, jugando con la presión de dientes y labios atento siempre a sus gemidos. El cuerpo joven y cálido de Damián temblaba entre sus brazos, sacudido por escalofríos de placer. Cuando se disponía a recorrer a besos la línea media entre ambos pectorales Damián aprovechó la tregua momentánea para empujarle hacia atrás. Sus ojos verdosos brillaban como nunca antes y tenía los labios húmedos y entreabiertos.

Sin decirle nada se deslizó de debajo de Enrique que quedó sentado al borde de la cama. Arrodillándose delante de él pasó la lengua entre sus pectorales, descendiendo hasta bordear el ombligo. Enrique fue consciente de que le estaba provocando, vengándose de él, y con una sonrisa enredó los dedos en sus ondas cobrizas, empujando su cabeza hacia abajo con delicadeza pese a todo. Damián se limitó a sonreír, mirándole con sus ojazos mientras sus manos jugaban con el botón y la cremallera del vaquero. Cuando ya esperaba que abriese la bragueta Damián agarró la cintura de la prenda y tiró de ella hacia abajo junto con los bóxers. Ambos se deslizaron juntos hasta los muslos, pero volvió a insistir hasta que las dos prendas estuvieron en los tobillos.

Ahora el pene erecto de Enrique estaba totalmente fuera, disponible para Damián que lo agarró por la base. El contacto con la mano cálida y suave provocó en Enrique un escalofrío de impaciencia. Tirando del pelo de su amigo con suavidad acercó su cabeza a su pene, que palpitaba mientras soltaba líquido preseminal. Sin embargo, Damián desvió la cabeza, por lo que el duro miembro de su amigo solo rozó su mejilla. Sin agachar ni un solo momento la mirada pasó despacio la lengua por el interior del muslo de Enrique que soltó un gemido ronco al tiempo que empujaba más. Nuevamente le ignoro y mordisqueo la delicada piel de la cara interior del muslo de camino a las ingles. Sus dedos jugueteaban con los cordones de las deportivas de Enrique hasta que al final tuvieron ambas desatadas.

Ignorando el pene que le ofrecían Damián se entretuvo en las ingles del joven, lamiendo muy cerca de los testículos y dejando que notase su aliento cálido y húmedo contra la sensible y delicada piel. Sacando ambas zapatillas de un tirón consiguió deshacerse por fin de toda la ropa de su amigo, que le miró con una media sonrisa al tiempo que separaba más las piernas, dejándole acceso libre. La mano suave de Damián abarcó ambos testículos, sopesándoles, apretando a veces mientras jugaba con la piel del escroto al tiempo que su lengua traviesa trazaba caprichosas formas por las ingles del joven en su camino hasta el pene. En un único movimiento metió la punta en su boca, saboreando el fluido que goteaba ahora directamente en su boca.

Con la mano libre aferró la base del pene y comenzó a masturbarle arriba y abajo, estirando la piel para que volviese a cubrir el glande mientras metía la punta de la lengua por debajo, buscando el frenillo, pasándola por el agujero y succionando después. Los gemidos de Enrique flotaban sobre ambos, cada vez más altos, cada vez más roncos. Cada vez que intentaba empujar a Damián este se zafaba con destreza de hacer lo que su amigo quería sin dejar por ello de torturarle. Su saliva escurría por el tronco hasta casi los testículos, ayudándole a subir y bajar la mano cada vez más deprisa, sin meter más en la boca, tan solo el glande, que había adquirido un vivo color rojizo y una gran sensibilidad.

–Por favor, por favor… –atinó a decir Enrique, siempre observado por aquellos ojos verdosos de gato.

–Por favor ¿qué? –preguntó Damián con una sonrisa de suficiencia, deslizando la lengua desde la base del pene hasta arriba.

–Por favor, cómeme, no aguanto más, por favor quiero que me la comas.

Acentuando aún más su sonrisa accedió por fin a las súplicas del joven, que se retorcía y jadeaba entre potentes gemidos. Con suma destreza apretó más los labios hasta formar un reducido aro y deslizó la cabeza hasta abajo, dejando que el pene de su amigo invadiese toda su boca. El sabor ligeramente salado le inundó completamente y casi le hace perder el juicio al tiempo que se impulsaba más todavía, hasta que su nariz quedó enterrada en el pubis de Enrique, que jadeaba como si acabase de correr una maratón. Tragó la saliva y el líquido preseminal que tenía en la boca y sintió su garganta cerrarse sobre el glande de su amigo, que gimió nuevamente.

Deleitándose en las sensaciones de Enrique, Damián empezó a subir y bajar la cabeza, aumentando paulatinamente la velocidad. Con la mano libre masajeaba los testículos de su amigo, que gemía y movía las caderas para impulsarse y conseguir que tragase hasta el fondo. Cuando Damián sentía que necesitaba recuperar el aliento sacaba el pene de su boca, apresurándose a masturbarlo con la mano mientras lamía los testículos hasta dejarles brillantes de saliva. Les notaba tensos, igual que el pene al que ahora se le marcaban las venas. Volvió a tragarle hasta el fondo, dejando que su amigo marcase el ritmo y le follase la boca, antes de retirar la cabeza e incorporarse rápidamente, besando a Enrique y dejando que este también percibiese el sabor de su pene.

–Gira. –La orden fue breve, demandante, pero no por eso carente de ternura. Algo desconcertado se apresuró a obedecer.

Damián le ayudó a colocarse boca abajo, con el pene colocado hacia atrás y asomando entre las piernas ligeramente abiertas, de forma que pudiese acariciarle buena parte del tronco y el glande. Enrique giró la cabeza al notar que el joven se sentaba a su lado en la cama para desatarse las zapatillas. Incluso cuando hacía algo tan sencillo como eso la forma en que los músculos se ondulaban bajo la piel se le antojaba hermosa y sensual. Captando su mirada Damián le dirigió una sonrisa algo tímida y se puso de pie soltando su vaquero. Expectante y lleno de curiosidad Enrique se incorporó ligeramente en la cama.

Agarrando los vaqueros por la presilla del cinturón Damián les deslizó hasta abajo. La tela del bóxer gris presentaba una marca de humedad bien visible y un bulto más que considerable. Enrique alargó la mano y palpó por encima de la tela la impresionante erección de su amigo que bajó despacio la prenda, lo que provocó que un impresionante pene saltase fuera, libre por fin de la constricción a la que le habían sometido. Los ojos de Enrique se abrieron desmesuradamente ante el tamaño, casi veintiún centímetros de carne y más grueso aún que el suyo, con el glande de un tono rosado y tan solo un par de venas. Los testículos eran grandes, pero sin colgar demasiado, contenidos en un escroto firme y con la línea media bien marcada.

–Sé que es grande, si quieres ser tú el activo no me importa. –Su azoramiento era evidente, y a Enrique se le antojó tierno. Con una sonrisa dulce acarició la inmensa herramienta de su amigo y se incorporó lo justo para poder darle un beso.

–Quiero que me folles, que me la claves hasta dentro. Pero prepárame bien, no tengo mucha experiencia.

Tras devolverle el beso Damián se sentó detrás de Enrique, que acomodó la cabeza sobre las almohadas algo nervioso. Notó las manos suaves de su amigo subir desde los muslos hasta las nalgas, acariciándolas y jugando con ellas a separarlas y juntarlas, en un leve masaje que le fue relajando los músculos. Sintió su aliento cálido antes que su lengua, en una tierna caricia desde los testículos hasta su ano, que se contrajo sin que pudiese evitarlo.

–Tranquilo, relájate. –Murmuró Damián sin separarse más que lo imprescindible.

Asintiendo y aferrando las sábanas con ambas manos Enrique intentó relajarse. Cuando nuevamente Damián pasó la lengua por su ano consiguió mantenerse tranquilo al tiempo que soltaba un gemido. Enterrando la cara en la almohada para ahogar el ruido dejó que este trabajase. La lengua de Damián no paraba, recorría cada pliegue, cada arruga, se adentraba cautelosa en el ano del joven hasta alcanzar el esfínter, tenso todavía. Estirando el brazo todo lo posible ofreció dos dedos a Enrique que les lamió como hubiese lamido el pene de Damián, que gimió aún con la lengua dentro. Sacando la lengua metió ambos dedos y les movió en círculos, los separó, los abrió y les movió dentro y fuera, incrementando poco a poco la velocidad.

Cuando percibía que su amigo se acostumbraba a sus caricias cambiaba nuevamente. Pasando la lengua por el ano y volviendo a meterla, bien en solitario o bien acompañada de un dedo. Enrique mientras mordía la almohada, en un vano intento por controlar los gemidos que salían sin fin de su boca. No podía hacer otra cosa más que mover las caderas al ritmo que marcaba Damián con sus atenciones, pero eso no hacía más que socavar aún más su autocontrol, pues su pene se frotaba contra las sábanas y recibía una masturbación doble. Su amigo, consciente de esto, acariciaba el glande y los testículos con la mano libre, colando de vez en cuando el índice en su ano, por lo que pasaba a tener tres dedos dentro con bastante frecuencia.

Cuando sintió que tenía el esfínter lo bastante relajado Damián introdujo ambos pulgares dentro del ano, lo que arrancó un pequeño grito de placer en Enrique que quedó amortiguado por las almohadas. Poco a poco y ayudándose de la lengua fue tirando con ambas manos, moviendo los pulgares dentro y fuera, forzando a su ano a abrirse más y más, pero con gentileza, provocando que Enrique se retorciese de placer. Estirándose sobre su amigo alcanzó el cajón de la mesilla y sacó un pequeño bote de lubricante. Inclinándose besó a Enrique, que jadeaba con los ojos cerrados y seguía moviendo las caderas.

Embadurnando todo su largo pene con lubricante lo deslizó varias veces entre las nalgas del joven que no pudo evitar tensarse ligeramente a pesar de sus esfuerzos. Por fortuna su ano seguía abierto, a la espera. Cada vez que el glande de su amigo presionaba sobre su entrada Enrique gemía, sin contenerse, deseando tenerle dentro. Las manos de Damián se deslizaron bajo el cuerpo de su amigo y acariciaron sus pezones, descendiendo hasta agarrar su pene duro y húmedo y acariciarle de arriba abajo. Con un ligero empujón de caderas introdujo el glande. Enrique dio un respingo y Damián le abrazó con fuerza, mientras le mordía el cuello y le cubría de besos hasta detrás de la oreja.

– Sssshh… Relájate, no te va a doler, te lo prometo. Te quiero. –Le susurró al oído mientras empujaba, introduciéndose despacio hasta que Enrique pudo notar los rizos del pubis de Damián en sus nalgas y los testículos pegados a los suyos.

–Despacio, ve despacio por favor, pero no pares –jadeó incoherentemente Enrique, casi ido por el placer y la sensación de notarse tan lleno.

Damián comenzó a moverse, despacio, saliendo y volviendo a entrar con calma mientras dejaba que el recto de Enrique se acostumbrase a su tamaño. No obstante pronto aceleró, dejándose llevar por los gemidos de Enrique que no cesaba de jadear y mover las caderas para acoplarse a los movimientos de Damián que no cesaba de acariciarle el pene y besarle el cuello entre gemido y gemido. Ambos jadeaban con fuerza, y Damián, espoleado por el ruido de los cuerpos chocando aceleró más y más. Ahora ambos gritaban sin contención y Damián taladraba con fuerza descontrolada a Enrique, que jamás se había sentido tan pleno.

–¡Más! ¡Dame más! No te controles, Damián, ¡Dame duro!

Ante semejante súplica no pudo por menos que ceder con gusto. Agarrándole por el hombro con una mano movió las caderas con más fuerza, empujándole contra el colchón dándole con más fuerza y más deprisa. Los gemidos y jadeos se mezclaban con el entrechocar de ambos cuerpos y el ruido húmedo del pene de Damián entrando y saliendo del ano abierto de Enrique. Su mano subía y bajaba sin tregua por el miembro de Enrique que miraba por encima del hombro a Damián, que jadeaba con el cabello rojizo húmedo de sudor cayendo sobre sus ojos.

–Voy a correrme, voy a correrme, Damián. No aguanto más.

–Hazlo, yo también. Te llenaré.

Gimiendo más alto Enrique arqueó la espalda mientras le llegaba el orgasmo. Largos y espesos chorros de semen aterrizaron en la mano de Damián y en las sábanas de la cama. Damián lamió su mano hasta dejarla completamente limpia de semen, besando a continuación a Enrique quien gimió al notar como le pasaba parte de su corrida con el beso. Juntando su lengua a la de Damián tragó hasta el último resto y le agarró por el cabello para impedir que cortase el beso. Clavando las uñas en el hombro de Enrique y sin dejar de besarle alcanzó también el orgasmo. Enrique sintió los cálidos chorros de semen en su interior, llenándole, colmándole. Con un último grito Damián perdió fuerza y cayó sobre Enrique, que siguió dándole besos en esos labios coralinos.

Con un gemido cansado Damián salió de Enrique. Un par de gotas de semen salieron junto con el pene aún erecto de Damián y resbalaron hasta los testículos de Enrique, quien las recogió con los dedos y las lamió sin percatarse apenas de lo que hacía. Todavía jadeando ambos jóvenes se acomodaron en la cama, uno junto a otro. Damián rodeó con el brazo a Enrique que se acomodó contra el pecho del joven, acariciando con los dedos la piel suave y ligeramente húmeda de sudor.

–¿Te ha dolido? –Preguntó Damián a Enrique, que ya empezaba a cerrar los ojos.

–No. Ha sido fantástico y… yo también te quiero.

Con una radiante sonrisa Damián estiró el brazo y apagó la luz de lectura. Volvió a acomodarse junto a Enrique y tras un último beso cerró los ojos, completamente feliz. No veía la hora de que llegase la mañana para volver a empezar.

–Nota de ShatteredGlassW–

Gracias a todos por haber leído este primer relato. Espero que no se os haya hecho demasiado lento, entended que es el relato introductorio y por eso el sexo se ha demorado tanto en aparecer, prometo que los siguientes serán más ágiles. Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected]

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