Marta sacó las llaves del bolso y abrió la puerta de su pequeño piso. Eran las 12 de la mañana y acababan de despedirla.
"Al menos no tendré que usar estos zapatos de tacón que me muelen los pies"
Marta, 19 años, era una chica que medía metro cincuenta y seis, pelo liso y largo de color negro, delgada, buena figura en la que destacaba un culito redondo y respingón y unos ojos expresivos de color oscuro.
Entró en el cuarto de baño, se quitó la camisa y comenzó a echarse agua en los sobacos mientras contemplaba sus pequeñas tetas enfundadas en un sujetador de color rojo bermellón.
Tenía dinero para un par de semanas.
Pensó en pedirle pasta a su madre, pero desechó la idea de inmediato, había tomado una decisión tan solo hace unos meses y no quería volver a casa bajo la férrea disciplina de su padrastro. Aquel hombre quería a su madre y su madre disfrutaba con su compañía, pero con ella no se llevaba bien. La consideraba una caprichosa y una vaga.
Poco después de cumplir los 18, y habiendo aprobado sin demasiadas florituras, decidió comenzar enfermería en la universidad. Siempre le había llamado la atención ese mundo especial dónde el médico tenía el poder de curar. Se acordaba de su tío, que llevaba un pequeño consultorio en un pequeño pueblo. Allí acudían todo tipo de personas y él las auscultaba. Naturalmente, lo que más la llamaba la atención eran las inyecciones, daban miedo. Pero ese miedo se había convertido en morbo cuando un hombre de mediana edad había ido a que le pincharan en la nalga. Ella había estado allí, acompañando a su tío, pasándole el algodón empapado en alcohol, observando los nervios del paciente, la bajada de pantalones, su sumisión.
Sin embargo toda esa pasión no se había convertido en capacidad para el estudio. Era vaga, en eso tenía que dar la razón a la pareja de su madre.
Aquella tarde, cuando recibió las notas y los suspensos, su padrastro le gritó diciéndola que le estaba robando el dinero, que era incapaz de estudiar, la llamó de todo y le dio un guantazo. Pero la cosa no quedo ahí, por primera vez, se quitó el cinturón. Marta salió corriendo y se refugió en su habitación, desoyendo las ordenes de la pareja de su madre que le pedía salir. Sentada en la cama, oyó como su madre trataba de hacerle entrar en razón, pero esta vez no funcionó e incluso llegó a amenazarla con una paliza si continuaba metiéndose en medio.
Finalmente, temiendo por la integridad de su madre que no tenía culpa alguna y armándose de valor, quitó el cerrojo del cuarto. El hombre, enfurecido, entró en la habitación. Marta recordaba sus brazos, la camisa de cuadros arremangada y el bulto en su pantalón. El muy cabrón se excitaba con todo aquello. Ordenó a Marta arrodillarse en la cama e inclinarse hacia delante y le pegó reiteradamente con el cinturón en el trasero y en los muslos. Su madre se interpuso, le dijo que ya era suficiente y él dejó el cinturón y salió con ella. Desde la cama, con sus nalgas al rojo vivo, Marta pudo oír como sus padres hacían el amor. Seguramente no habían sido necesarios muchos preliminares para que el pene de aquel tipo alcanzase su máximo tamaño.
Dos días después, harta de tener que rendir cuentas, y con la confirmación de un empleo en una perfumería, se marchó de casa dejando una escueta nota de despedida.
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Una semana después del despido en la perfumería con el que iniciamos esta historia, Marta encontró trabajo fregando baños públicos. A pesar de la mascarilla que llevaba como protección, el olor a orín y restos de caca pegados en la taza se le metía por la nariz.
El olor de los productos para desinfectar tampoco era mucho mejor.
Un día, al volver a casa, notó que se mareaba, también tenía la tripa revuelta. La diarrea le hizo visitar el aseo de su apartamento varias veces seguidas.
Después de aquel episodio decidió renunciar a limpiar retretes que olían a pedo.
Durante una semana estuvo buscando. Llegó a plantearse volver a casa, incluso estuvo tentada con ejercer la prostitución. Era joven y la paga era muy buena, pero tenía que vender su cuerpo. No era especialmente vergonzosa, podría llevar bien eso de desnudarse delante de alguién pero, eso de que la follasen era otra cosa. Pensar que un tío cualquiera metiese el pene en su cuerpo, por mucho condón que usase, la horrorizaba.
Sin mucha convicción volvió a conectarse con una web de empleo y para su sorpresa apareció una entrada nueva. Era una posición a tiempo completo como sirvienta, tendría que hacer las camas, planchar y ayudar a preparar la comida entre otras cosas. El sueldo era bueno y las horas extra se pagaban muy bien. Llamó y la citaron para una entrevista.
La casa estaba a cuatro paradas en tren de cercanías. Era un chalet de dos plantas para ricos, con piscina, jardín y campo de pádel. El servicio doméstico se componía de un jardinero que venía dos veces por semana, un chofer y una cocinera de unos 50 años. En la casa vivía Laura de 45, su marido Richard diez años mayor que ella, y su hijo Juan que acababa de estrenar la mayoría de edad. La entrevista tuvo lugar en el salón. Laura interrogó a la candidata y Richard se unió a la conversación casi al final.
Luego ambos abandonaron la estancia dejándola sola. Marta miró a su alrededor, la decoración era moderna y minimalista, de la pared colgaban cuadros abstractos y la luz se colaba por el ventanal creando sensación de amplitud.
Quince minutos más tarde oyó el ruido de un motor y vio como salía un Mercedes. Poco después su anfitriona regresó al salón.
– Marta, nos ha gustado tu perfil. ¿Podrías empezar mañana?
– Sí, claro que sí, muchas gracias señora. – respondió la nueva sirvienta con genuino agradecimiento.
**************
Las dos primeras semanas transcurrieron sin novedad. Marta trabajaba de lunes a viernes. Se le asignó una habitación con cuarto de baño privado por si tenía que hacer noche algún día. Por las mañanas hacía las camas y limpiaba. Luego ayudaba en la cocina. Por la tarde, una vez servida la cena, regresaba a casa a eso de las siete.
Durante la tercera semana, la señora contrató a una profesora de inglés para dar clases particulares a su hijo Juan. Venía por la tarde y estaba encerrada con él en su habitación durante una hora. Samantha, que así se llamaba la "teacher", rondaba los treinta, pechos generosos y ropa bastante clásica. Las gafas que llevaba puestas y el peinado parecían hechos con el único propósito de quitarle atractivo.
El jueves de esa semana, Laura encargó una tarea a Marta. Acabada la tarea, la sirvienta reanudó su rutina sin caer en la cuenta de que era más tarde de lo habitual. Entró sin llamar en la habitación de Juan creyéndole ausente.
– Perdón yo, creí que no estabas. – se disculpó inmediatamente.
Luego, antes de salir, se percató de lo que pasaba, observó y ofreció nuevas disculpas, esta vez con el rostro colorado.
El caso era que al entrar, Juan se encontraba sentado en el escritorio frente a su portátil, un libro de inglés abierto a un lado, los auriculares puestos, los pantalones a la altura de los tobillos y el pene fuera de los calzoncillos. El volumen del video porno no estaba alto y el muchacho oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Se subió los pantalones y salió a ver que pasaba pillando a la criada camino de la otra habitación.
– ¡Marta! Puedes venir un momento – la llamó.
La chica obedeció y juntos entraron en la habitación.
– Oye, yo no quise. – se disculpó la sirvienta.
– Está mal eso de entrar en la habitación sin llamar. – espetó el chico.
– Ya.
– No dirás nada a mis padres, ¿verdad?
– Vale.
– Bueno, puedes hacerme un favor… si lo haces yo tampoco les diré nada.
– ¿Qué quieres? – dijo Marta ignorando la amenaza.
– Quiero que me mires mientras me masturbo… venga, seguro que ya me viste el pene… además, quiero que me enseñes una teta.
La petición era de lo más pueril y Marta consideró opciones.
– Bueno, si no quieres tu verás… ya me pensaré si cuento… – dijo el cabrito.
– No es que me importe mucho, pero preferiría que estes callado, yo también tengo cosas que contar. Pero bueno, la idea es que todos trabajemos a gusto. Si me prometes que esto no saldrá de aquí.
– Lo prometo.
– Está bien.
Marta echó el pestillo a la puerta de la habitación.
Luego se desabrochó la camisa y bajando parte del sujetador sacó una teta. Juan contempló el seno coronado por un pezón oscuro y se excitó. Se bajó los pantalones y los calzoncillos, se sentó en la silla con las piernas separadas y cogiendo el pene con su mano, comenzó a masturbarse mientras era observado por la sirvienta. El orgasmo no tardó ni un minuto en llegar. El miembro hinchado, palpitante, lleno de venas jóvenes, escupió semen.
Marta ofreció una servilleta de papel a Juan. Cuando este terminó de limpiarse, cubrió su pecho, se abrochó la camisa y tras quitar el cerrojo salió de la habitación salió en silencio.
Los días siguientes trascurrieron sin novedad. El martes, al recoger la ropa para lavar en la habitación de Juan, se fijó en los calzoncillos. Estaban húmedos, probablemente fruto de una paja. "¿Pensaría en ella mientras se la meneaba?" La posibilidad, lejos de disgustarla, la halagaba y excitaba a un tiempo. Sin embargo estaba también esa profesora de inglés, con sus gafitas y su cara de mojigata sí, pero con esa delantera que no se podía disimular. No era difícil de imaginar, conociendo al hijo de la familia, que profesora y alumno hubieran tenido algún tipo de encuentro de carácter sexual. La idea, extrañamente, la molestaba. ¿De dónde salía ese afán de protagonismo? Era solo un crío imberbe que todavía parecía vivir en la adolescencia.
Un mes después, Laura le comunicó que la hija de su marido, Susana, vendría a pasar una semana y que la cocinera tenía que ausentarse.
– ¿Puedes quedarte esos días a vivir aquí? Por supuesto se te pagará todo como horas extra.
– Sin problema. – respondió Marta pensando que el dinero la vendría muy bien.
La primera noche pasó sin problemas. La hija de la familia era una chica regordeta y bastante abierta de carácter. Dirigía un hotel y estaba acostumbrada a mandar. Marta notó que había cierta química entre hija y madrastra, se llevaban bien.
A la mañana siguiente, apareció por la cocina Richard.
– La señora está mala, tiene fiebre. He mandado llamar al médico, pero me gustaría que tú, Marta, te hicieses cargo. – dijo mirando a la empleada.
– Vale, sin problema. ¿Qué tengo que hacer?
– Tienes conocimientos de enfermería y me siento más seguro si estás con ella y la atiendes. Yo tengo un viaje y no estaré de vuelta hasta dentro de tres días.
Marta aseguró que no habría problema.
Esa tarde, después de que Richard se fuese, llegó el médico.
Auscultó a la señora con las gomas para oír su respiración y le tomó la tensión. Luego le miró la garganta.
– Bien, parece un resfriado fuerte con infección algo severa. Te recetaré unos antibióticos.
– Pastillas, ¿no afectarán al estómago?
– Bueno, hagamos lo siguiente, prueba con ellas y si no las aguantas, siempre puedes ponerte unos supositorios.
Cuando el médico salió de casa, Susana entró en la habitación.
– ¿Qué ha dicho? –
– Nada, todo bien. Además Marta es casi enfermera y se ocupará de mí.
Susana miró a la criada con algo parecido a los celos y dejó la habitación.
-Es un secreto. Luego si eres buena te lo cuento. – dijo la señora al notar la reacción de Marta.
– Dormirás en esta cama gemela hoy. – añadió.
Al llegar la noche Marta, vestida con un pijama de cuadros, se acostó en la cama, no muy lejos de dónde estaba Laura.
– A la una le toca la pastilla otra vez. Pondré el despertador. – dijo.
El zumbido del aparato la devolvió a la realidad. Fue a la cocina a por un vaso de agua y aprovechó para echarse agua en la cara y despejarse. De vuelta en la habitación le llevó la medicina a la enferma. La mujer tenía la frente ardiendo y el pijama mojado.
– Tienes que cambiarte. Voy a por una toalla. – dijo Marta.
Laura se quitó la camiseta del pijama. No llevaba sujetador y las tetas, anchas y temblonas, le colgaban vencidas por la fuerza de la gravedad.
– Mi hijastra me chupa las tetas. – dijo la señora.
– ¿Cómo dice?
– Susana, sabes, es lesbiana y de vez en cuando nos tocamos. ¿Has echo el amor con alguna mujer? – continuó la mujer como si estuviese borracha.
– No señora. La fiebre la está subiendo. – respondió Marta mientras secaba la espalda de su jefa.
– Ya veo.
Laura se puso la nueva camiseta de pijama y se llevó la mano a la barriga.
– Malditas pastillas. – musitó.
Marta, viendo que se quería levantar la ayudó.
– Ya me arreglo yo, gracias. – dijo la paciente poniéndose de pie y tiritando. No llevaba pantalones de pijama y la tela de las bragas se colaba por la generosa raja de su trasero. Camino al baño se le escaparon dos pedetes. Luego la puerta se cerró y el ruido de la cadena ahogó el ruido del resto de ventosidades.
Seis horas después Marta aguardaba con la pastilla y el vaso de agua.
La mujer la miró hastiada y negó con la cabeza.
– Las malditas pastillas me llenan de aire y no hago más que tirarme pedos.
– Pero aun tenéis fiebre. – argumentó Marta tocándole la frente.
– Ya… usaremos los supositorios. Sé una buena chica y ponme uno. Yo no tengo fuerzas.
Marta sacó la cajita del cajón y se quedó con un supositorio en forma de cohete.
– Puedes hacerlo verdad… esto es un poco humillante, lo de enseñar el culo y eso. Bueno, tú eres enfermera o casi, así que supongo.
– No te preocupes, date la vuelta y yo me encargo de todo.
Laura obedeció y se acostó sobre el estómago.
Marta dejó el supositorio en la mesita, apartó las sábanas a un lado y bajó las braguitas de la paciente descubriendo el culete.
– Podrías separar las nalgas. – pidió.
Laura obedeció dejando su ano a la vista. Marta, con habilidad, introdujo el supositorio en el agujero del culo y metió el dedo para asegurar su retención.
– Ahora aprieta el trasero para que no se escape. – añadió mientras le subía las bragas y la tapaba con la sábana.
– ¿Me das un besito? – dijo Laura.
Marta dudó.
– Venga, esto quedará entre nosotras.
– Cuando estes buena. – dijo finalmente la enfermera.
Laura pensó un rato y luego sonriendo respondió.
– Esta bien, cuando me recupere haremos un trío, mi hija, tú y yo.
Marta no respondió a los delirios de la enferma.
Dos días después la fiebre era solo un recuerdo y la dueña de la casa retomó el control. Su marido regresó por la tarde y llamó a su hijo al despacho.
La hija de la señora movió la cabeza con desaprobación cuando entró en la habitación para cenar.
– Parece que la profesora de inglés se ha quejado. – dijo.
– Se ha quejado… ¿de qué? – preguntó con curiosidad Marta.
– Dice el chofer que mi hermano le ha pellizcado en el culo varias veces.
Y eso fue lo único que dijo.
Una hora más tarde, fue el hijo el que se acercó a ella.
– Mi padre te llama. – le dijo a Marta.
– A mí… ¿por qué?
– Ya lo verás.
El tono empleado por el joven no ayudó a tranquilizarla.
Marta fue al servició, orinó, se lavó las manos, se miró en el espejo y satisfecha con su imagen fue a ver que quería Richard.
– Pasa y toma asiento. –
Marta entró.
– La puerta, ciérrala por favor.
La sirvienta volvió sobre sus pasos cerró la puerta y nerviosa, se sentó.
El caballero la observó durante unos segundos sin decir nada. Luego habló.
– Mi hijo me lo ha contado todo.
– ¿El qué?
– Vamos, no hagas como que no lo sabes. El chaval miente alguna vez, pero esto no creo que se lo haya inventado.
Marta enrojeció delatándose a si misma instantáneamente.
– Yo, bueno, no era nada.
– Ya veo… consideras que no es nada enseñar las tetas y mirar como un joven se masturba.
La chica no sabía dónde meterse ni que decir.
– Sabes lo que me dijo mi hijo… me dijo que hacerse la paja delante de ti le relajaba. Que transmites calma y confianza. Te voy a ser muy sincero, en mi trabajo se sufre estrés y muchas veces es difícil desconectar.
Marta, que escuchaba en silencio con la cabeza baja, levantó la mirada cuando Richard dejó de hablar.
Aquel hombre la estaba estudiando, quizás evaluando si lo que iba a decir a continuación sería apropiado.
– Gracias por cuidar de mi esposa. He oído que has hecho un trabajo genial. Se que a Laura le gustan las chicas, que le gusta tener sexo con ellas y todo eso. Pero no siente admiración por cualquiera, suele juzgar bien a la gente y le has caído muy bien.
– Gracias. – musitó Marta.
– Esta es mi oferta. Me gustaría que trabajases para mí. Había pensado en contratar a una masajista y una secretaria y… bueno, el caso es que necesito algo más, necesito alguien de confianza que me relaje.
Marta abrió los ojos y puso cara de susto.
– No, no quiero una puta. Ese mundo es muy frío. Simplemente quiero a alguien que vaya más allá con el ánimo de curar cuerpo y alma.
– ¿Y tú mujer? – preguntó la aludida.
Richard sonrió.
– Me gusta tu estilo y tu sinceridad, mi mujer conoce esto, puedes contárselo o comentarlo con ella cuando quieras si te sientes mejor. Ella tiene sus cosas, se enrolla con mi hija y bueno, si eso la hace feliz, para mí está bien.
Marta dudaba, no tenía claro hasta dónde tenía que llegar, ni estaba convencida de que Laura no se pudiese mosquear con este asunto. Richard pareció leerle el pensamiento y dijo.
– Lo mejor es probar, si esto no va contigo o no te sientes cómoda, pues siempre puedes dejarlo y seguir como hasta ahora. La paga, eso sí, es un poco mejor.
**************
Durante las siguientes semanas Marta se centró en sus nuevas tareas. La labor de secretaria consistía en mantener la agenda de Richard y hacer resumen de sus actividades. También, con frecuencia, hacía de psicóloga, escuchando los problemas y dando su opinión sobre los más variopintos temas.
Un día, su jefe le pidió un masaje especial. Ante su sorpresa y sin el menor rubor, Richard se quitó los pantalones y los calzoncillos y se arrodilló sobre la silla.
– ¿Podrías masajear mis nalgas?
Marta se acercó. No sabía muy bien que hacer, así que improvisó sobando el culo con cierta intensidad. "Es un músculo más" se dijo mientras aplicaba presión sobre los glúteos desnudos.
Richard, con los ojos semicerrados se concentró en disfrutar la experiencia.
Al día siguiente, Laura llamó a la sirvienta ascendida a secretaria.
– ¿Qué estás haciendo? – preguntó.
– No sé a qué te refieres.
– Sí que lo sabes. Ven conmigo.
Marta fue llevada al dormitorio de su señora, allí, vestida con una falda, se encontraba la hijastra.
La chica miró a la recién llegada con deseo.
– Desnúdate
– ¿Cómo? – dijo la aludida.
– Sabemos que te dedicabas a mirar hombres desnudos, pero ahora has ido más lejos. – respondió la hija.
– Nosotras también queremos pasárnoslo bien. – añadió la madre.
La conversación se prolongó durante un tiempo y al final Marta, sin saber muy bien cómo ni por qué, se encontró en pelotas.
La puerta de la habitación no estaba cerrada del todo y el hijo de la familia miraba mientras se rascaba el paquete.
Madrastra e hija comenzaron a besar a la secretaria, una se ocupaba de la boca mientras que la otra dirigía su atención sobre los pezones.
– ¿Qué haces? – dijo Richard dirigiéndote a su hijo.
– Hay alguien fuera. – intervino Marta alarmada mientras se cubría con las manos pechos y chocho.
– ¡Entrad y quitaos la ropa! Todo el mundo desnudo. – ordenó Laura.
Los varones entraron y se desnudaron. Lo mismo hicieron hija y madre.
– Es complicado, dijo Richard. Veamos. Tú sobre la cama boca arriba, tú boca abajo, tú de rodillas se la chupas y tú pasas la lengua por el ano y yo me encargo de meterle el dedo por el culo. Empecemos así y luego vamos cambiando.
Pronto, la habitación se llenó de jadeos y gemidos. Las reticencias iniciales, la vergüenza, desapareció y siempre con respeto, el sexo oral ganó en originalidad.
Minutos después alguien trajo condones.
Luego una regla de madera.
Luego… después eyacularon los hombres al tiempo que las mujeres, por turnos, llegaban al orgasmo varias veces.
Tiempo después, exhaustos, repartidos en dos camas, los cuerpos desnudos, sudorosos, primitivos, entrelazados recibían las caricias de baja intensidad y algún que otro beso furtivo.