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El orfanato
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Tiempo de lectura: 18 minutos

El relato puede herir sensibilidades. Si es así, por favor no lo leáis.

Valentina nunca se llevó bien con el padre Aquino. En el pasado, le había tenido que contar los secretos más íntimos de su vida en confesión por imposición de la hermana Adela, en cambio, en la actualidad había dejado de lidiar con sus conflictos morales en cuanto a lo que debía decirle y lo que no. Esa etapa ya la había superado y su personalidad se había reafirmado, así como sus creencias con respecto a lo que cabía esperar de la religión que con tanto ahínco le habían inculcado las monjas. A pesar de haber estado educada en un ambiente religioso, cada vez tenía más claro que la religión no iba a ser el motor de su existencia. Mientras tanto, aún dependía de ellas, pese a su mayoría de edad y por ello, la hermana Adela la obligaba a asistir a misa una vez por semana.

Pese a sus inclinaciones heterodoxas, la hermana Adela sabía que contaba con el potencial para llegar adonde quisiera en la vida si se lo proponía, pero no mostraba ningún interés concreto, y tampoco era una joven a la que se la pudiera convencer, moldear, ni amansar como al resto de alumnos del orfanato, considerando su indómita idiosincrasia.

Si bien, nunca tuvo la intención de demostrar que era superior a sus compañeros en los estudios, resultaba evidente que lo era, ya que, sin apenas esfuerzo lograba destacar entre todos ellos. Su memoria eidética le permitía vivir de rentas sin desvivirse. También sobresalía en todo tipo de juegos y en los deportes, aunque tal denuedo nunca se viera reconocido, al contrario. Esa superioridad intimidaba y no era bien aceptada en su entorno, pero mucho menos por el padre Aquino. Por todo ello, se la tachaba de marimacho y de excéntrica al no seguir los convencionalismos que se esperaba de una muchacha que, aparte de vestir como un chico, no jugaba a juegos de chicas, tampoco se relacionaba con ellas, aunque menos aún con sus compañeros. A decir verdad, apenas intimaba con nadie, y por tanto, se la apodaba la rareza del orfanato.

Una regla básica e incuestionable del centro era la prohibición de peleas, y en el grave hecho de que se produjese alguna, llevaba acarreado un serio castigo que consistía en un periodo considerable de aislamiento, como si fuese un centro correccional en el que al infractor se le aislaba en el llamado agujero. No había muchos altercados, pero en cada uno de ellos siempre se veía involucrada Valentina, y también era ella quien iba a parar al agujero, pues, aunque estuviese defendiendo su integridad, invariablemente era quien lanzaba el primer golpe. Era una forma de hacerse respetar en un entorno mayormente masculino.

Aquel día no fue diferente de no haber sido por el agravante hecho de haber estado en el interior de la iglesia y en pleno sermón del capellán al que odiaba más conforme iba haciéndose mayor. A su derecha estaba sentada, como siempre, la hermana Adela, y a su izquierda un compañero entrado en carnes que constantemente encontraba un motivo para increparla. Con sus dieciocho años, pesaba noventa y cinco kilos y cualquiera hubiese pensado que sería capaz de destrozar a la muchacha que apenas alcanzaba los cuarenta y cinco, sin embargo, a pesar de su delgadez, era fuerte, rápida y, sobre todo, no le temía a nadie. Su entrenamiento, su ira y su arrojo le conferían esa supremacía frente a los demás. El cura hablaba en su sermón del compañerismo, de la amistad y de la solidaridad, pero también de continencia, del decoro y la decencia, todas ellas virtudes que las hermanas intentaban inculcarles en el día a día.

Damián se le acercó al oído con la intención de provocarla. Daba por hecho que siempre era ella quien iba a parar al agujero y no su incitador.

—¡Dime una cosa, esperpento! ¿Para qué es el sujetador si no hay nada que sujetar? Tus tetas son como dos granos, —afirmó mientras le daba un tirón por detrás en la pequeña prenda, y Valentina, impermeable a sus insultos se aproximó a su oído para responderle.

—Es cierto, bola de sebo, las que me faltan a mí, te sobran a ti,

La cólera se apoderó de Damián, quien parecía haber encontrado la horma de su zapato. Sus ojos se inyectaron de sangre, y tuvo que contenerse para no atizarle.

—Voy a partirte la boca, pero será fuera de aquí, ¡mierdaseca!

—No tendrás que buscarme, ¡porky! —le respondió sin ningún temor. Acto seguido se levantó con una indolencia impropia de una adolescente presumiblemente católica practicante, mientras Damián la miraba sin entender lo que estaba haciendo, si bien, el puño que se estrelló en su boca y le saltó un diente le hizo comprender para qué se había levantado.

Nunca pensó que iba a reaccionar de aquel modo dentro de la iglesia, y mucho menos durante el sermón, con lo cual, le pilló totalmente desprevenido al no contemplar la impredecibilidad de sus acciones a la que era muy dada. Rápidamente se levantó un alboroto. El padre Aquino fue testigo de lo ocurrido desde el momento mismo en el que ella se levantó de su banco y la ira y la indignación violentaron su paz. La muchacha era incorregible y su actitud conseguía sacarlo de sus casillas, aunque semejante falta de disciplina ya era la gota que colmaba el vaso. Aquella afrenta en la iglesia mientras promulgaba la palabra de Dios rozaba el sacrilegio. La hermana Adela no sabía dónde esconderse frente a su conducta tan poco cristiana. Era mayormente su responsabilidad el comportamiento de la insolente joven. Había ejercido de madre con ella más que con cualquier otro niño del orfanato. Sus intentos por llevarla por el buen camino habían sido infructuosos y ahora, la impotencia y la vergüenza invadían su ánimo. La quería dar por imposible, pero eso significaba que había fracasado. Tenía fe en ella. Sabía que era superior en todo a cualquier otro niño del orfanato, pero no llegaba a entender esa ira y su indisciplinada conducta.

La misa se vio interrumpida después del alboroto que se generó, y aquel incidente fue el tema de conversación de la siguiente semana en la comunidad, en la parroquia y en el orfanato. Mientras tanto Valentina permanecía aislada por orden del capellán sin que la hermana Adela pudiese interceder por ella.

Fue al séptimo día, —al igual que hizo Dios en su creación—cuando el propio padre Aquino le levantó el castigo. Abrió la puerta de aquella oscura habitación, semejante a una mazmorra. Un ventanuco al que no se podía asomar y desde el que no podía ver nada, excepto un trocito de cielo. Quizás estaba allí para hacerle entender que para alcanzar ese pedacito había que sacrificarse, renunciar a lo banal e incluso flagelarse.

Valentina estaba haciendo flexiones en el suelo cuando entró el padre Aquino en el habitáculo y, como siempre, la actitud de la muchacha lograba desconcertarlo, al no saber cómo enfocar el problema que le suponía aquella joven.

—Tu castigo ha terminado. Espero que en el futuro tu comportamiento sea digno del que se espera de ti. ¡Por el amor de Dios! —añadió enojado—¿por qué no haces cosas propias de una muchacha? ¡Mírate! Haciendo flexiones como un chico, pegando a tus compañeros como si fueras otro de ellos. ¡Por Dios! ¡Compórtate como una mujer!

—¿Hacer flexiones es propio de chicos? —preguntó indiferente.

—Por supuesto que lo es, —respondió con convicción.

—¿Y cuál se supone que debe ser mi cometido? ¿Fregar los platos?

—Entre otras cosas, —dijo alterado el párroco. —Tienes que seguir el camino de Dios, ser buena persona y el día de mañana casarte y ser una buena esposa.

—No entra dentro de mis planes casarme.

—Ahora no, pero tarde o temprano lo harás y formarás una familia, atenderás a tu esposo y tendrás hijos.

—Me parece a mí que no, —dijo desafiante.

—¡Desaparece de mi vista!, —le ordenó enfurecido dando por imposible cualquier reflexión que pudiera hacerle.

El padre Aquino vio cómo se alejaba la muchacha por el pasillo con una altivez manifiesta y sin mostrar el menor signo de arrepentimiento. Reflexionó en si había sido una buena idea levantarle la sanción tan pronto, pero, a pesar del talante arrogante de la joven, sentía algo singular por ella.

Después de escuchar por enésima vez el sermón de la hermana Adela sobre su conducta y sobre las normas del centro se subió al tejado del orfanato para no seguir oyéndola. Era una rutina adquirida tras años de rechazo por parte de todos. El hecho de contemplar el cielo de la noche desde su atalaya le servía de terapia. Desde allí podía saltar de azotea en azotea, sentarse en las cornisas sin temor e incluso caminar sobre ellas, siempre con el riesgo de resbalar y precipitarse al vacío. Era un tratamiento mucho más estimulante que todos los prescritos por el psicólogo del centro, que según el informe, tenía un trastorno oposicionista desafiante, consistente en unos síntomas persistentes de comportamientos negativos, desafiantes, desobedientes y hostiles hacia las figuras de autoridad.

Desde lo alto divisaba cuanto ocurría en la calle sin ser vista, viendo a todo el que entraba y salía de la iglesia y del orfanato. Las gárgolas que formaban la parte final del canalón por donde se vertía el agua del tejado, cuya función simbólica tiempo atrás era guardar el templo y atemorizar a los pecadores, se habían convertido en su única compañía, dado que no empatizaba con nadie. Y era allí, en lo alto, junto a aquellas figuras grotescas donde encontraba cierta paz y donde nadie la juzgaba. Sacó un cigarrillo, lo encendió y aspiró una buena bocanada de humo, después lo expulsó contemplando la magnificencia del firmamento. Eso la relajaba y le ayudaba a olvidar todo aquello que pudiese perturbar el sosiego.

Volvió a dar otra calada y dibujó varios óvalos perfectos con el humo para rápidamente descomponerse y perderse en la noche. Fijó la vista en alguien que avanzaba por la acera y dedujo por sus trazas y la sotana que se trataba del padre Aquino. Vio que entraba en el orfanato, y sin saber por qué, más por aburrimiento que por interés, decidió bajar de su escondite y seguirle los pasos. Se coló en la cocina y después de comerse una manzana avanzó por los pasillos. A esas horas de la noche no era habitual que deambulara por las estancias del orfanato y eso aumentó su curiosidad, por lo que lo acechó con sigilo hasta llegar al final del último pasillo donde estaba la cámara de la hermana Adela. Se encontraba lo suficientemente alejada de las demás —por elección propia— para, de ese modo, no molestar a las demás hermanas, puesto que solía ser la última en acostarse.

El padre Aquino abrió la puerta sin llamar, pasó al interior y cerró tras él. Eso le extraño todavía más, se acercó hasta la puerta y aproximó el oído, aunque solamente alcanzó a escuchar algunos murmullos y cuchicheos seguidos de unas risas de la hermana Adela. Después, un breve silencio que se quebró con una respiración agitada y algún lamento.

Valentina agradeció el hecho de que no se aprobara meses atrás el proyecto de cambiar las puertas, puesto que eso implicaba haber minado, tanto la esencia, como la estética interior del templo.

Se agachó para, a través de la bocallave poder ver el interior de la estancia con la osadía de un voyeur, y con ello, su vista se llenó de un primer plano de la hermana arrodillada, aunque esta vez no era para rezar, sino para atragantarse con la polla del párroco con auténtica vocación. Dio un respingo y dejó de mirar un instante, no porque pensara que lo que estaba haciendo fuese un delito, sino porque todas aquellas normas morales que le había impuesto desde siempre la que hasta ahora había sido lo más parecido a una madre, pasaban a convertirse en un saco de mierda.

Al padre Aquino lo había odiado desde siempre sin una razón que justificara aquel rechazo hacia él, quizás era más por tratar de imponerle constantemente unas normas que no estaba dispuesta a cumplir, pero, si había estado buscando un verdadero motivo para odiarlo, ya lo tenía. Se preguntó si no era la primera vez que contemplaba la misma escena ¿Y si la aversión que sentía hacia su persona era por ese motivo? Quizás no recordaba nada porque su mente había bloqueado el traumático episodio, aunque en el fondo sabía que debía detestarlo, o al menos no confraternizar con él.

Mientras tanto, la hermana Adela devoraba con verdadero ahínco la verga del sacerdote en completa erección. La maestría y el ímpetu con el que mamaba daba testimonio de que no era la primera vez. La lengua golpeaba el glande, después bajaba por tallo regodeándose por los capilares hasta llegar a unos huevos que introducía en la boca con apetito voraz. A continuación agarró la polla desde la base para darse ella misma golpes en la boca como si quisiera flagelarse y purgar sus pecados, pero nada más alejado de la realidad. Seguidamente engulló el pilón de carne para continuar mamando con avaricia, y tras un buen rato basculando la cabeza detuvo la maniobra a fin de relajar sus mandíbulas, pero no dejó de masturbarle, por lo que los lamentos del párroco no pasaban desapercibidos detrás de la puerta.

Valentina siguió observando y pese al frio de la noche, notó un repentino calor que nacía desde dentro y se expandía por todos sus poros. Sabía lo que eso significaba, y también que no estaba bien, sin embargo, tantas cosas parecían no estar bien durante tanto tiempo que lo ignoró.

El cura se deshizo de la sotana, de los pantalones y de los zapatos, quedándose únicamente con los calcetines negros y una camiseta que le brindaba una apariencia de todo, menos sensual, incluso chabacana. La hermana Adela se deshizo del hábito y de la ropa interior con celeridad mostrando sus vergüenzas al capellán.

Era la primera vez que Valentina la veía desnuda y pese a sus cincuenta y pocos años, su cuerpo era aún deseable para cualquier hombre. Sus caderas anchas dibujaban un estrechamiento en dirección a la cintura, y un ligero abultamiento de su barriga daban fe de su madurez. Sus pechos se mantenían firmes y el padre Aquino se encargó de amasar uno de ellos con una mano, mientras la otra se ocupaba de un coño peludo, pero bien acicalado, dando fe de que alguien lo visitaba regularmente.

Por su parte, la fisionomía del padre Aquino no mostraba nada reseñable. Un abdomen pronunciado propio de un cincuentón, y un miembro que a Valentina le pareció grande, aunque no había probado ninguno todavía y su registro era exiguo.

La hermana Adela se colocó a cuatro patas en el borde de su cama exhibiendo sus encantos y reclamando atenciones. El párroco de pie se situó detrás, le propinó dos sonoros azotes en las nalgas, se cogió a sus caderas y la embistió con un golpe certero haciéndole exhalar a la hermana un gemido de lo más elocuente. Seguidamente, ésta volteó la cabeza observando a su empotrador con mirada lasciva y empezó a mover sus ancas con entusiasmo. De su boca se escapaban suspiros y alguna frase que Valentina no alcanzó a escuchar. Desde la retaguardia, el capellán le incrustaba la polla con contundentes golpes de riñón.

Los calores forzaron a Valentina a deslizar la mano hasta su entrepierna y un dedo patinó por su humedad como resultado de las escenas que se estaban desarrollando detrás de la puerta.

Después de diez largos minutos el padre Aquino extrajo un miembro de un tono blanquecino, fruto de los caldos de la monja. Aun así se escupió reiteradas veces en la polla, esparciendo la saliva por el glande y el tronco. A continuación empujó a la hermana con firmeza tumbándola en la cama para seguidamente posicionarse sobre ella. Se cogió la polla, la encaró en el ojete y se la hundió lentamente y sin preparación previa. La hermana Adela emitió un pequeño gruñido de dolor que no hizo retroceder a su agresor, todo lo contrario, aceleró la sodomía hasta que toda la verga le desapareció en el ano, lo que la llevó a elevar el volumen de sus gemidos y con ello, ahora Valentina podía escuchar a su mentora pidiendo polla como una vulgar ramera, y por tanto, el cruce de sentimientos y sensaciones turbaron su temple.

La adolescente circunspecta abrió los ojos como platos sin perder detalle de lo que ocurría en el interior de la cámara de su tutora. Sus pulsaciones iban en aumento y su dedo surfeaba por la gelatinosa raja dándose placer al mismo tiempo que contemplaba a aquellos dos depravados fornicando. El culo del cura oscilaba arriba y abajo propinando golpes secos mientras su polla entraba y salía del culo de la hermana Adela, quien mordía la almohada en un intento de mitigar unos gemidos cada vez más desenfrenados.

Valentina se mordió la punta del dedo índice al mismo tiempo que el dedo corazón de su otra mano percibía los espasmos de su vagina, a la par que disfrutaba de su orgasmo con un tembleque de piernas en el que temió por su estabilidad.

A su vez, su mentora se deleitaba con el penetrante clímax de la enculada que el padre Aquino le estaba propinando, quien, aparte de arremeter como un miura, bufaba como tal soltando lastre en el ano de la religiosa.

Valentina se abrochó el pantalón y aturdida abandonó el lugar en dirección a su atalaya. Se sentó en el borde de la cornisa y respiró el aire fresco. A los pocos minutos salió el párroco del orfanato con altivez manifiesta, avanzó unos metros y se metió en la iglesia. Sintió aversión por él y también se odió a sí misma por haberse excitado viendo a aquellos dos degenerados. Igualmente, a la que se suponía que era un ejemplo de conducta a seguir, la que le daba consejos éticos, morales, de honestidad y decencia, la que siempre tenía a Dios en su boca. Ahora no cabía duda de que no era sólo a Él.

Pasó en la azotea toda la noche pese al frio, y después de aquella gélida velada a la intemperie esperando aclarar sus ideas, seguía tan confundida como al principio.

El sábado siguiente Valentina fue a misa de siete, pero esta vez se sentó sola en la última fila en un intento de que nadie la molestara. La hermana Adela recorrió la estancia con la mirada y cuando la encontró fue a sentarse a su lado. Le habló repetidas veces. Le preguntó por qué había elegido la última fila, pero la ignoró por completo, y con la mirada al frente hizo caso omiso a sus comentarios, por lo que la hermana pensó que su comportamiento iba a peor.

Ni siquiera sabía para qué había ido a misa, quizás para encontrar respuestas, o quien sabe si una fuerza divina la condujo con el propósito de reforzar su odio. Estaba inmersa en sus cavilaciones y no prestaba atención a las palabras del párroco hasta que un pasaje del Evangelio captó su atención:

“… por tanto, considerad los miembros de vuestro cuerpo terrenal como muertos a la fornicación, la impureza, las pasiones, los malos deseos y la avaricia, que es idolatría. Huid de la fornicación. Todos los demás pecados que un hombre comete están fuera del cuerpo, pero el fornicario peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Pues por precio habéis sido comprados; por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”.

¿Cómo podía tener tanta desfachatez? ¿Cómo se podía ser tan hipócrita y tan cínico? Al menos podría haber tenido la decencia de elegir otro pasaje del Evangelio.

La reprendía a ella por sus agravios dentro de la iglesia, pero divulgaba la palabra de Dios con tal ignominia que parecía un sádico al que la palabra de Dios le importaba bien poco. Se levantó de su asiento, le clavó una mirada de desprecio durante unos segundos y se dio la vuelta, en tanto que él la observó con animadversión hasta que abandonó el templo. Volvía a planteársele la tesitura de qué hacer con la irreverente muchacha. La hermana Adela también permaneció estupefacta ante el reiterado proceder inestable de la joven.

Después de cenar pensó en salir, pero no tenía con quien y no le gustaba pedir favores, de modo que se echó a leer en la cama durante un buen rato hasta que se aburrió de la lectura. No tenía sueño. Sopesó la idea de espiar de nuevo a su tutora, y no sabía si esa decisión estaba motivada por seguir alimentando el odio, o por la curiosidad y el morbo. Quizás por ambas.

Reinaba el silencio en el lugar. Pasadas las diez de la noche, tanto niños como adolescentes tenían prohibido levantar la voz, armar escándalo y deambular por los pasillos. Sólo los mayores tenían permiso para salir un rato por la noche, aun así no estaba permitido alterar el silencio a su regreso. Al ser sábado por la noche Valentina pensó que alguien podría verla y anduvo con mayor cautela. Se cruzó con dos compañeras que llegaban en ese momento de la calle y se saludaron sin demasiada efusividad. Después las muchachas se metieron en su habitación y Valentina bajó a la planta de las monjas. Recorrió varios de los pasillos confiando en que nadie saliera en esos momentos, dado que las explicaciones que tendría que dar resultarían inadmisibles.

Confió en que todas las monjas estuviesen durmiendo y avanzó por el solitario pasillo donde se encontraba el aposento de la hermana Adela. Al acercarse oyó el leve crujir de la cama como señal inequívoca de que una buena acción se estaba llevando a cabo en el interior de la alcoba. Inmediatamente observó a través de la bocallave y vio a la hermana Adela mirando hacia la puerta, aunque sabía que era imposible que la viera. Estaba acostada de lado con una pierna en alto mientras el padre Aquino la enculaba desde atrás, a la vez que sus manos se paseaban por sus carnes. La polla entraba y salía de su culo con movimientos enérgicos y Valentina abrió la boca observando con gran pasmo el vigor con el que el sacerdote empalaba a su mentora. Las tetas eran estrujadas con fervor y los ojos de la hermana se tornaron blancos como si estuviera poseída por el maligno mientras gozaba de sus embates.

La muchacha contemplaba con detalle como el miembro del párroco entraba y salía del culo. Se desabrochó el pantalón e introdujo la mano en su sexo para darse placer observando desde primera fila en su condición de voyeur. La diversidad de sonidos se entremezclaban. Por un lado los crujidos de la cama, por otro, los chasquidos de la verga entrando y saliendo del ano, por otro los bufidos del cura, y por último los gemidos de la hermana. Todos ellos componiendo la siniestra sonata del desenfreno y la inmoralidad.

La hermana Adela liberó un grito de placer con su orgasmo y el padre Aquino le tapó la boca para que no se oyeran sus berridos, después extrajo el miembro del ano mostrando un tono parduzco. A continuación se limpió con la sábana. La hermana se arrodilló de nuevo como si fuera algo ensayado de antemano y se apoderó de la verga para menearla con movimientos lentos, mientras babeaba ante la perlada y brillante cabezota roja. Repasaba con la lengua cada centímetro de carne para a continuación abrazar con sus labios el miembro e iniciar la felación, y de forma conjunta su mano lo masturba trazando círculos sobre él. Después de unos minutos el párroco empezó a mover su pelvis en un intento de follarle la boca. La monja abrió sus fauces cuanto pudo dejándose follar hasta que el espeso líquido inundó su boca a la vez que el padre Aquino resoplaba, jadeaba y gruñía, en tanto la hermana Adela tragaba la sustancia que iba saliendo, con un exceso de líquido que se desbordaba por las comisuras desparramándose y precipitándose en sus pechos hasta que finalmente la leche dejó de manar. Después le sacó la polla de la boca y dio repetidas sacudidas sobre su cara con el propósito de sacarse las gotas rezagadas. La monja se relamió y le dio unas últimas chupadas a una verga que empezaba a perder su rigidez.

Valentina contempló obnubilada la escena y por un momento deseó estar en el lugar de su tutora abrazando el miembro con la boca. El orgasmo golpeó su sexo con su mano maltratando su clítoris. Abrió la boca, cerró los ojos y reprimió un gemido de placer. Sus piernas flaquearon sin que el clímax la abandonara, lo que la obligó a seguir con los frotamientos del pequeño nódulo hasta que de forma paulatina el orgasmo remitió. Inmediatamente se abrochó el pantalón y escapó de allí antes de ser descubierta.

Con el tiempo las visitas a la cámara de su tutora para espiarla mientras fornicaba con el cura se fueron convirtiendo en una práctica habitual. Confirmó que los martes, jueves y sábados la hermana Adela recibía su ración de polla y, por tanto, Valentina quería asiento de primera fila a fin de no perderse ningún detalle de la vida sexual de aquellos dos depravados, de tal forma que sus masturbaciones se nutrían de las obscenas secuencias que iba recopilando en su cabeza, hasta el inimaginable punto de llegar a desear al padre Aquino. No era que su odio hacia él hubiera decrecido, sino que a ese sentimiento se había añadido el del deseo, estableciéndose una bipolaridad en su persona difícil de entender, pero también de gestionar.

Transcurrido un mes desde que saliera del agujero por el incidente en la iglesia con su orondo compañero, éste quiso volver a increparla con la intención de agredirla, pues el haber hecho el ridículo ante todo el mundo al haberse dejado golpear por una muchacha, no lo había encajado con hombría. Lo había pillado desprevenido, no le cabía duda, y por ello, la próxima vez iba a ser diferente. Ahora quería ser él quien la pillara desprevenida. Buscó el momento idóneo durante semanas, siempre a la espera de que no hubiese nadie merodeando y cuando lo encontró aprovechó la coyuntura.

Valentina cruzó el patio de entrada y salió a la calle. Damián la siguió unas manzanas y vio que entraba en el estanco a comprar cigarrillos. Él esperó afuera agazapado. Después Valentina caminó hasta un parque al que solía ir a fumar y a respirar tranquilidad. No había nadie en esos momentos. Se encendió un cigarrillo y por detrás Damián la atenazó formando una argolla que la estrujaba con la presión de sus brazos. Por un momento la muchacha no sabía qué estaba ocurriendo, tan sólo que la estaban comprimiendo y le costaba respirar. En pocos segundos comprendió que estaba siendo agredida y en un acto reflejo echó la cabeza hacia atrás de forma violenta rompiéndole la nariz a su agresor, por lo que éste la soltó en el acto y se cogió la nariz gritando cual cerdo en la matanza.

Valentina se dio la vuelta y vio a Damián cogiéndose la cara ensangrentada y lanzando improperios, mas no mostró piedad alguna. Le sacudió otro puñetazo que lo dejó aturdido en el suelo, y no contenta con ello le bajó los pantalones y se los quitó, después hizo lo mismo con sus calzoncillos sin una intención evidente. Quizás para humillarlo y demostrarle quien tenía el control, o quizás también por el morbo de saber qué escondía entre las piernas. Su sorpresa fue irrisoria. Permaneció de pie, imperturbable como el más implacable pendenciero mientras su atacante yacía doblegado en el suelo. Lo miró unos segundos con la autosuficiencia del vencedor y le entró la risa contemplando el minúsculo pene de Damián. Lo comparó con el del padre Aquino y entendió que los papeles estaban invertidos. Tal vez porky debería considerar la idea de entrar en el seminario y el padre Aquino haberse dedicado a otros menesteres más acorde con su idiosincrasia.

Damián abrió los ojos y vio a su enemiga observándole desde un picado con sonrisa taimada y afianzando la evidencia de su superioridad.

—La próxima vez te cortaré tu microscópico pene, —le advirtió. —¡Ah! Si dices algo de esto te arrancaré las pelotas de cuajo. ¿Me has entendido, porky? —preguntó por último mientras le colocaba la planta del pie en la cara. Damián asintió entre sollozos. Después Valentina echó los pantalones y los calzoncillos detrás de unos matorrales y se fue.

La impotencia, la vergüenza, la humillación y la rabia se adueñaron de su persona y rompió a llorar de forma desconsolada. Después buscó su ropa, se la puso y huyó del lugar.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién te ha hecho esto? —le preguntó el padre Aquino.

—Nadie. Me he caído en el parque, —mintió por enésima vez tras haber dado la misma versión a las monjas.

—¿Por qué me mientes? —le preguntó sabedor de que lo hacía.

—No le miento padre. Es la verdad.

—¿A qué tienes miedo? —insistió.

—No le tengo miedo a nada, —respondió Damián intentando mantener el pundonor, sin embargo el padre Aquino sabía con certeza que estaba mintiendo, no obstante, lo dejó ir para indagar por su cuenta.

Valentina estaba recostada en la cama leyendo la última novela de Almudena Grandes cuando llamaron a su puerta. Pensó que sería la hermana Adela que venía a sermonearla, de modo que su idea era ignorarla para despacharla con premura y seguir con su lectura. Abrió la puerta y se estremeció al ver al padre Aquino con las manos detrás con el talante de ser la máxima autoridad en el lugar.

—¿Puedo pasar? —le preguntó.

—¿Para qué me lo pregunta si va a pasar igual? —respondió.

—Siempre tan impertinente. ¿Nunca vas a cambiar? —añadió.

—Las personas no cambian, sólo se ocultan tras una fachada, —dijo con segundas.

—¿Qué quieres decir con eso, que tan sólo me vas a dar la razón como a los locos?

—Yo no digo nada, —añadió.

—Eres descarada, maleducada y una desagradecida. Aquí acogemos a los niños sin hogar, les damos un hogar, una educación, estudios y unos valores, y nunca has mostrado el más mínimo interés por integrarte en la que también es tu casa.

—Nunca me han dejado hacerlo.

—¿Por qué dices eso? —quiso saber.

—Siempre me han hecho bullying y nadie me ha defendido, así que no he tenido más remedio que hacerlo yo sola. Tampoco espero que nadie lo haga en el futuro, de modo que todo sigue igual.

—¿Por eso le has pegado a Damián? —quiso saber.

—Él se lo buscó, —aseveró.

—¿Y eso es todo lo que tienes que decir en tu favor?

—¿En mi favor? Usted dicta sentencia sin juicio previo. Ni siquiera se preocupa por saber por qué le pegué a un acosador. Siempre fue él quien tiró la primera piedra y siempre fui yo quien acabó en el agujero. ¿Qué más puedo decir? ¿O qué tiene que decir usted?

—Él sólo se burló. Eso no te da derecho a pegarle.

—Llevan burlándose de mí desde que tengo uso de razón.

—La burla es el medio que emplea el ignorante acomplejado para sentirse sabio, —expuso el párroco, y por un momento Valentina pensó que la estaba apoyando. —Eres más inteligente que todos ellos. ¡Actúa como tal, pues no hay razón donde existe la fuerza!

—Las cosas no se dicen, se hacen, porque al hacerlas se dicen solas, —replicó.

—¿Saltándole un diente? ¿Rompiéndole la nariz? ¿Crees que eso es de ser muy cristiano?

—¿Qué otro modo hay, poner la otra mejilla?

—La palabra, por ejemplo.

—Eso ya lo intenté. La palabra no sirve en este lugar de mierda.

—Este lugar de mierda, como lo llamas, es tu hogar, donde te han criado y donde te dieron un techo. Tus padres te abandonaron.

—Sí. El mundo está lleno de cabrones.

—Todo aquel que obra mal, al final le irá mal. Puede que en un principio las cosas le salgan como las haya planeado, pero tarde o temprano Dios se encargará de pasar factura, pues la justicia divina es algo de lo que nadie puede escapar.

—Sus palabras dicen lo que pretende ser, sus acciones dicen lo que realmente es.

—¿Qué quieres decirme con eso? —preguntó intuyendo que esa frase iba acompañada de un telón de fondo.

—Nada, —respondió pensando que tendría que haberse mordido la lengua.

—Siempre has sido muy enigmática y nunca te he visto hablar tanto, de modo que vamos a sincerarnos. Ya no eres una niña y no tengo que tratarte como tal.

—No he dicho que lo haga.

—Las palabras tienen consecuencias. No se puede tirar la piedra y esconder la mano.

—¿Cómo se puede decir lo que una piensa sin ser cruel?

—Es mucho mejor la ira del león que la amistad de las hienas, ¿no te parece?

—Si usted lo dice…

—Cuéntame qué te aflige, —le dijo sentándose a su lado y cogiéndola de forma afectuosa. Valentina sintió la mano del padre Aquino en el hombro y se estremeció. Su piel se erizó y una extraña sensación la embargó. No tenía muy claro si era rechazo, atracción, o un poco de ambas. —Hace tiempo que no te confiesas. No quiero que lo hagas ahora, tan sólo que me cuentes que te apena y como puedo ayudarte.

—Quiero irme de aquí.

—Me preocupas Valentina. Quiero ayudarte.

—Nunca se ha preocupado por mí. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? Su dictamen siempre ha sido el castigo por respuesta. ¿Por qué quiere escucharme ahora?

—Quizás no llegué a entenderte. ¿Por qué no hablaste conmigo o con la hermana Adela de tus miedos?

—Con usted todo se reducía a disciplina, azote y flagelo, con la hermana Adela a instrucción, obediencia y sumisión sin dejarme ser quien soy y cuestionando todos y cada uno de mis actos.

—“El que escatima la vara odia a su hijo, mas el que lo ama lo disciplina con diligencia”

—Estoy harta de unos sermones que no se cree ni usted.

—Eres una insolente malcriada. Tu comportamiento irreverente y poco cristiano hace que me esté planteando muchas cosas.

—Su comportamiento no es más irreprochable que el mío.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? Intento ayudarte.

—¿Cómo quiere que le hable a quien por el día abraza la palabra de Dios y por la noche se la pasa por la piedra?

El padre Aquino se quedó estupefacto sin saber a qué atenerse ni como encajar semejante aseveración por parte de la joven.

—¿Cómo osas blasfemar? Irás directa a remover los fuegos del infierno, mocosa insolente. Debería cortarte esa lengua viperina que tienes y quemarla, —dijo enrojecido. Sólo le faltó sacar espuma por la boca, escupir fuego y lanzar rayos por el culo, aunque lo cierto es que desconocía hasta donde sabía la joven a la que había subestimado. Era consciente de su coeficiente, pero infravaloró su labia, sus dotes manipuladoras y su pericia para devolver el golpe.

—No soy yo quien está echando pestes. Es usted.

El padre Aquino intentó aplacar la tempestad y retomar el hilo de la concordia, entre otras cosas, porque en esos momentos creía estar en desventaja.

—Sólo quiero ayudarte.

—He esperado su ayuda toda la vida y nunca llegó. Hace un tiempo la hubiese aceptado con los brazos abiertos, pero después de saber lo que sé, no puede ayudar a nadie. Como único apoyo me mandaron a un loquero para justificar sus fracasos como tutores cargando sobre mis hombros mi rebeldía.

El castillo de naipes del párroco se vino abajo y toda la parafernalia y el lenguaje pomposo y grandilocuente que usaba valiéndose de Dios como ejemplo se desmoronó. Estaba meridianamente claro que Valentina conocía sus delitos, de tal modo que el lobo pasó a ser un cordero y el cordero asumió el rol del lobo.

—¿Qué es lo que sabes?

—Todo, —sentenció.

—¿Qué es todo? —quiso saber confiando en el milagro que le sacara del embrollo, aunque él mejor que nadie sabía que los milagros no existían y que ahora la espada de Damocles pendía de un hilo sobre su cabeza.

—Las palabras que salen de su boca están vacías y al llegar a mí huelen a carroña. Antes le odiaba con todas mis fuerzas. Ahora tan sólo me da pena. Usted y la hermana Adela deberían colgar el hábito. Ahora quiero que se vaya. Tengo que hacer mi maleta.

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