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Una esposa en préstamo
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Tiempo de lectura: 17 minutos

Estábamos sentados en unos sillones de color rojo de la zona del bar del club Mystique, en Arona, un local swinger. En los últimos meses, habíamos estado viniendo ocasionalmente a pasar unas horas. Nos gustaba mucho el ambiente, pasearnos por las distintas dependencias y echar alguna ojeada a través de las cortinas que algunos clientes dejaban discretamente abiertas. Mi mujer, Claudia, solía ponerse un pequeño antifaz de color negro para sentirse más cómoda, sobre todo cuando dejaba parte de su ropa en la taquilla y decidía quedarse en ropa interior o con alguna otra prenda igualmente sexy.

A nuestro alrededor, en la barra, en la zona de baile y en otros asientos repartidos por la estancia, la gente charlaba relajadamente. Frente a nosotros, en un sillón de tres piezas, otro cliente tomaba su consumición, un chico alto, atractivo. Claudia, protegida por la pequeña mampara que ocultaba sus ojos, lo observaba tomarse su copa a pequeños sorbos, con total indolencia. Aunque había un hilo de música de fondo, muy suave, se acercó a mi oído para decirme:

―Lleva un rato mirándome.

Mi esposa es una mujer muy atractiva: pelo negro ondulado, muy abundante, ojos azul oscuro, casi verdes, piel blanca, 1'69 de estatura, pechos de tamaño medio, con las areolas pequeñas, como botones, rodeando unos pezones puntiagudos, y un culo de infarto: dos montículos redondísimos, de carne blanca y trémula, que adquirían un ligero aspecto a la piel de naranja cuando estaba de pie, pero que parecían dos manzanas brillantes y pulidas cuando se ponía a cuatro patas.

―¿Y te extraña? ―le digo susurrando, sonriéndole a la vez―. Ya lo he visto, cariño. No te quita el ojo de encima.

Ella sabía que me encantaba verla vestida de manera sexy. Me gustaba «lucirla», alardear de poseer a una mujer como ella y sentir las miradas viciosas de otros hombres sobre su cuerpo. A ella, por su parte, le gustaba coquetear en mi presencia, experimentar la sensación morbosa de saberse observada y deseada delante de mí.

Para esta ocasión, se había puesto un vestido enterizo color púrpura, con una falda plisada que le llegaba un poco por encima de las rodillas, con un escote generoso velado por unas filigranas de encaje, muy transparentes. Llevaba el pelo suelto, y se había puesto unos zapatos de fino tacón, negros, abiertos en la punta, por donde asomaban dos dedos con las uñas pintadas igualmente de púrpura. Unas medias de redecilla cubrían sus piernas hasta sus muslos, donde permanecían sujetas por un liguero. Mientras hablábamos entre susurros, ella no dejaba de balancear el pie, como si fuera un reclamo, una pierna cruzada sobre la otra.

Semanas atrás habíamos hablado de dar un paso más en nuestras fantasías morbosas: buscar a un chico que la poseyera en nuestra alcoba de matrimonio mientras yo los observaría desde un discreto rincón. Nos ha¬bíamos confeccionado un perfil de pareja en un portal de contactos, pero hasta el momento no habíamos dado con nadie de su agrado. (Era ella la que tenía la última palabra en este sentido, lógicamente.)

―Es muy atractivo, ¿no? ―le vuelvo a susurrar al oído, hablándole con picardía.

―Sí… ―me dice apurada, temiendo herirme de alguna manera.

―¿Sabes?, creo que voy a saludarle ―le digo mirándola a los ojos, dándole a entender con un gesto de complicidad mis intenciones―. ¿Te parece bien? ―agrego, y ella me contesta moviendo los labios, pero sin producir ningún sonido: me envía un «ok» mudo. Me levanto y me dirijo hacia él.

―Hola, ¿qué tal todo por aquí? ―le digo sonriéndole y tendiéndole la mano―. Sergio.

―Pues muy bien, no hace mucho que he llegado. Marcelo ―responde él a su vez, ofreciéndome la suya.

―Ah, igual que nosotros ―le digo―. Oye, ¿tendrías un minuto? Me gustaría comentarte algo.

―Claro ―me responde girándose e indicándome con la mano que me siente.

―Verás ―le digo señalando a Claudia con el brazo en el que sostengo la bebida―, mi mujer y yo llevamos un tiempo buscando a una tercera persona, un chico, alguien que tenga sexo con ella… en mi presencia. Hemos conocido a algunas personas a través de una web de contactos, pero de momento no han sido de su agrado.

―Ah, entiendo ―me dice.

―Me he acercado porque hemos notado que… estabas interesado ―le digo sonriendo―. Es una mujer muy atractiva.

Marcelo gira el rostro hacia ella, sonríe, y lo vuelve de nuevo hacia mí.

―Desde luego que sí, mucho ―responde con énfasis.

Desde este lado de la salita, observo a Claudia atusándose su melena suelta, oculta tras su antifaz, y sé que se siente protagonista. Intuyo que está excitada. Su pie no deja de moverse, y su empeine estirado, cubierto por la media de redecilla, nos ofrece una estampa de lo más erótica. Yo empiezo a sentir la excitación que me provoca este juego entre los dos. Me pone nervioso, y desearía, como me ha ocurrido tantas otras veces, que fuera a más.

Marcelo interviene de nuevo:

―Oye, ¿has dicho «en mi presencia»?, ¿quieres decir que no «intervendrías»?

―En realidad, no hemos concretado demasiado los detalles. Es una fantasía que llevamos unos meses meditando, pero, en principio, sí, yo sólo observaría. Es algo que nos excita a los dos por igual ―le explico.

―Ajá, comprendo ―me dice.

―¿Y tú?, ¿has tenido alguna experiencia de ese tipo? ―le pregunto.

―No, la verdad es que no, pero no puedo negarte que es una escena tremendamente morbosa ―me explica mirándome, asintiendo con la cabeza mientras me habla―. Yo soy soltero. He practicado sexo con dos y más personas a la vez, chicos y chicas. En ocasiones han sido parejas; en otras, no, pero siempre éramos todos participantes activos. No sé si me entiendes.

―Perfectamente ―le digo.

―También vengo aquí de vez en cuando ―continúa―. Me gusta mucho mirar. Y en ocasiones me he unido a algunas parejas cuando me han hecho alguna discreta señal. Reconozco que me excita mucho «compartir» la mujer de otro ―me confiesa.

―Vaya ―le digo sonriéndole― me alegra oír eso. Nosotros venimos aquí ocasionalmente, desde hace unos meses. Hoy sólo hemos venido a tomar una copa. Pero por lo general nos gusta pasearnos, echar alguna ojeada… Y, más que nada, a los dos nos gusta que la miren. A veces busco algún rinconcito en un reservado y disfruto viendo cómo ella se pasea por las dependencias, casi siempre en tacones y ropa interior ―le explico, regodeándome con la imagen que debo estar creando en su mente.

―¿Han pensado en el lugar del encuentro? ―me pregunta.

―Sí, claro, sería en nuestra casa. Nos gustaría usar nuestro dormitorio ―le contesto con una sonrisa traviesa, revelándole un detalle más de nuestra fantasía.

Aprovecho este momento para hacer una señal a mi mujer, pidiéndole que se acerque. Ella se aproxima despacio, contoneándose, y se queda de pie, junto a mí. Está espectacular con su vestido color púrpura. Yo me hincho como un pavo.

―Claudia, te presento a Marcelo ―le digo levantándome y mostrándola, pasando mi brazo por su cintura, sacándola a escena.

Él coloca su bebida sobre la mesa, se levanta del sillón, se inclina ligeramente hacia ella y le tiende la mano, muy educado. Yo no puedo evitar sentir una nueva oleada de excitación y, al mismo tiempo, el pellizco de los celos y de, incluso, la envidia. Marcelo es un tipo bastante alto, calculo que debe rondar el 1'85 m.

Mientras se saludan, observo el reloj de acero y de correa metálica, resplandeciente bajo las luces de neón del local, que lleva en su muñeca y que sobresale bajo el puño de la camisa blanca que ha elegido para la ocasión, vuelto hacia atrás.

Un fino vello oscuro puebla su brazo, bien formado y surcado por finas venas palpitantes que denotan su buen tono muscular. Es de tez morena, pero no debido al sol, sino de natural genético. Una fina pelusa ensortijada cubre la piel de su pecho, que asoma bajo el cuello de su camisa, que se ha dejado sin abrochar. Lleva unos vaqueros de color azul petróleo, y calza unos mocasines negros de suela muy baja, aparentemente muy cómodos. Su pelo moreno, brillante y ondulado, le cubre parcialmente las orejas. Tiene la frente recta, la mandíbula marcada y los ojos marrón caramelo, más bien rasgados. Pienso en mi mujer, que debe estar viendo lo mismo que yo, y siento una punzada de celos.

―Encantada, Marcelo ―le dice ella mostrando su dentadura, con toda la naturalidad de que es capaz, excitada ante la posibilidad, que yo casi veo como una certeza, de que pudiera estar, más pronto que tarde, entre sus brazos.

―Un placer ―le contesta.

―Le he estado comentando un poco nuestra «idea» ―intervengo de nuevo. Claudia asiente, pronunciando un imperceptible «ajá», buscando los ojos de Marcelo con la mirada, un tanto turbada.

Lo más disimuladamente que puedo, me llevo los dedos a mi mejilla para indicarle que lleva el antifaz puesto, y que considero que debería quitárselo. Ella me obedece, haciendo pasar toda su melena oscura por medio de la cinta elástica y volviéndosela a cardar con la mano. Yo me pavoneo estando a su lado, sujetándola por su imponente cintura, mostrándola como un trofeo.

―¿Y le agrada la idea? ―dice ella mirándonos alternativamente a mí y a Marcelo, sonriendo, confiada en el poder de su propio atractivo.

―Es muy interesante, desde luego ―le contesta él, asintiendo con la cabeza.

―Marcelo ―digo yo, apoyando mi mano sobre su brazo―, escucha: en otras circunstancias, como puedes suponer, habríamos necesitado concertar una cita para compartir unos minutos juntos, ver si… podríamos entendernos ―le explico mientras atraigo a Claudia hacia mí y la miro a la cara, dándole a entender que es ella la que tiene la última palabra―. Pero en esta ocasión no va a ser necesario ―añado sonriendo, mirándola de nuevo y viendo cómo juega con su melena, excitada.

―Ajá, comprendo, sí ―dice mirándola discretamente. Claudia disfruta de este momento, sabiéndose el objeto de este tramo final de la conversación.

―Pues nada―vuelvo a intervenir―, te voy a dar mi número de teléfono, ¿te parece? Me llamas cuando quieras y cuadramos agendas.

―Perfecto, sí ―me dice sacando de su bolsillo el teléfono móvil. Cuando lo hubo anotado, añade―: Por cierto, Sergio, ¿de dónde sois? Yo vivo en La Laguna.

―Ostras, es verdad ―le digo, riendo―. Nosotros somos del Puerto de la Cruz. Como te dije antes, habíamos pensado que vinieras… que el chico viniera a nuestra casa. Queríamos usar nuestro dormitorio. Llegado el caso, podríamos ir a buscarte, recogerte donde nos dijeras, sin ningún problema.

―Oh, no, no te preocupes. Eso no será necesario ―me dice―. En fin, quedamos en esto ―concluye tendiéndome de nuevo la mano y sujetándome con la otra el brazo. Se la estrecho y a continuación se la ofrece a Claudia―: Encantado ―le dice, robándole una última mirada a sus ojos azul-verdoso.

Tras despedirnos, recogemos nuestras bebidas de la mesa y dejamos a Marcelo a solas, concediéndole algo más de intimidad, pues ya debía estar sacando conclusiones. Avanzamos despacio por el local y nos acercamos a la barra para pedir una última copa. Pongo mi mano sobre la cintura de Claudia, la deslizo hacia abajo acariciándole las nalgas, y le digo mirándola a los ojos:

―Qué bien, ¿no? Ojalá nos llame.

―Sí, sería estupendo ―me contesta. Yo la miro con ojos pícaros y le digo:

―¿Te ha gustado, eh?

―Sí… ―me dice en voz baja. Ambos sentimos la excitación en la mirada del otro. Nos besamos en la boca, sabiéndonos observados por muchos pares de ojos.

Marcelo finalmente nos confirmó por teléfono, dos días después, que aceptaba nuestra propuesta, y que, si no habíamos cambiado de parecer, le gustaría «probar».

Quedamos un sábado por la noche en nuestra casa. Le hicimos pasar al salón y, para romper el hielo, nos sentamos los tres ante unas copas de una ginebra aromática, con poca graduación, que compré a propósito para esta velada. Hablamos durante un rato de cuestiones triviales y, al final de la conversación, de nuestras preferencias sexuales, nuestras fantasías y también de nuestros hábitos en los locales swinger, como en el que nos conocimos.

Tras acabar las copas, Claudia se levanta y dice:

―Voy a cambiarme. Estoy enseguida.

El ambiente adquiere súbitamente un nuevo tono. La excitación comienza su carrera de ascensión tras este pistoletazo de salida.

―Marcelo, tú como si estuvieras en tu casa. No sé si habías pensado algo, cambiarte… en fin, haz lo que te haga sentir más cómodo.

―Gracias, estoy bien. Si te parece, prefiero quedarme así ―me dice quitándose el reloj de la muñeca y dejándolo sobre la mesa, junto a las llaves del coche y la cartera. Está visiblemente nervioso.

―Por supuesto, como gustes ―le digo, y me levanto para poner algo de música―. ¿Te gusta Metallica? ―le pregunto, inclinado sobre la pila de CDs.

Me mira perplejo, con la mandíbula batiente, sin decidirse a hablar. Metallica es un grupo de heavy metal. No se puede creer que vaya a ponerla como música ambiental.

―Pues… no lo escucho demasiado, la verdad ―me responde.

―¡Es una broma, hombre! ―le digo riendo―. ¿Te imaginas tener una sesión de sexo escuchando Battery? ―continúo diciendo, soltando una carcajada―. Tengo aquí un CD de LoreenaMcKennitt. A ver si te gusta.

Regreso al tresillo y continuamos intercambiando algunas trivialidades. Al cabo de unos minutos, se oye el sonido de unos tacones por el pasillo, y mi pulso se acelera. Soy consciente de que está a punto de comenzar un ritual que he programado con ella antes de la llegada de Marcelo. Aun así, no estoy del todo preparado para lo que me voy a encontrar.

Claudia, para mi sorpresa, aparece en el salón en ropa interior de encaje de color morado, tirando a violeta. Sus pezones morenos se perciben a través de los entresijos de la tela, así como la entrada de su vulva. Lleva unos zapatos negros de charol, cerrados, de tacón vertiginoso, y unas medias muy finas y oscuras, sujetas por un liguero espectacular, de color negro, que adorna su vientre, sus caderas y sus nalgas. La melena ondulada le cuelga sobre los hombros. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Me quedo de piedra. Claudia está ruborizada; lo sabe, pero no le importa.

Observo el rostro de Marcelo. Está impactado, y no es para menos. En un primer momento, ha intentado mantener la discreción de su mirada, pero dada la situación ha comprendido que es poco menos que absurdo. De modo que tras unos segundos de indecisión, observa abiertamente a mi mujer mientras camina por el salón, devorándola con los ojos, hasta que finalmente se sienta a mi lado y cruza las piernas. Su perfume, aunque sutil, invade la estancia.

Nos miramos unos segundos a los ojos y pongo mi mano sobre su muslo, deslizándolo sobre el tejido de la media.

―¿Qué te parece esta chica, Marcelo? ―le digo, tratando una vez más de presumir con el cuerpo de mi mujer.

Ella se atusa el pelo, coqueteando. Él levanta las palmas de las manos hacia arriba, que tenía apoyadas sobre sus muslos, y dice:

―Sencillamente preciosa, no tengo palabras.

Está visiblemente abrumado, con los ojos abiertos de par en par. Yo me levanto del sillón, tomo a Claudia de la mano y me dirijo con ella despacio hasta donde se encuentra Marcelo, el cual también se levanta para recibirnos. Una vez a su altura, le doy un último beso a ella en la mejilla, y se la ofrezco a él, tendiéndole su mano, que él toma en la suya:

―Aquí te entrego a mi mujer. Disfrútala ―le digo. Mis propias palabras me provocan un fogonazo de excitación, y hacen que Claudia se muerda el labio y baje la mirada, ruborizada y excitada a la vez.

Les dejo en el salón y me dirijo al dormitorio, donde he colocado un sillón con orejeras, en una esquina, lo más apartado posible. Enciendo una pequeña lámpara de luz anaranjada que hay en el otro extremo de la habitación, junto a la cabecera de la cama, y atenúo su intensidad con el regulador del que está provista, hasta que queda de mi agrado. Me dirijo al sillón, me siento y permanezco en silencio, parcialmente oculto por una ligera penumbra, percibiendo con nitidez cómo mis pulsaciones aumentan el ritmo.

Les veo aparecer por el umbral de la puerta, despacio. Él la lleva de la mano, como cuando en una película de época el caballero ayuda a una dama a bajar por unas escaleras. Avanzan por el cuarto y se quedan de pie, frente a frente, en la parte opuesta al cabecero de la cama. Observo la diferencia de estatura, la corpulencia de él y la fragilidad de ella. Me vuelven a atacar los celos y la excitación, a partes iguales. Ambos han reparado en mi presencia con una fugaz mirada.

Permanecen indecisos unos segundos. Él, finalmente, toma la iniciativa y empieza a rozar con dos dedos el vientre de ella, que permanece inmóvil. Le pone una mano en la curva pronunciada de la cintura y la atrae hacia sí. Comienza a besarla en el cuello, retirando su melena y dejando la carne al descubierto. Ella se lo ofrece y, justo en ese preciso momento, me busca con los ojos durante un fugacísimo segundo. Noto una punzada de excitación. Cierra los ojos y se deja llevar.

Empieza a acariciar sus brazos musculados sobre la camisa blanca. Ella gira la cabeza y busca su boca. Se besan, primero con los labios y luego usando sus lenguas, que observo salir la una a por la otra, como pequeñas culebras que se enredan en el aire. Mi entrepierna aumenta de tamaño y comienzo a acariciarme sobre la ropa. Busco la de Marcelo con la mirada y veo cómo se ha deformado la tela. Esta vez ha sustituido los vaqueros por unos pantalones de pinza gris oscuro, de tela de gamuza, lo que deja en evidencia con mayor claridad las evoluciones de su miembro.

Noto que a medida que se excitan se van olvidando de mi presencia, lo cual me disgusta. Él le agarra la nuca con una mano y le come la boca con fuerza, mientras le aprieta las nalgas con la otra. Sus largos brazos le permiten abarcarla con facilidad. Ella responde a las caricias contoneándose, acercando intermitentemente la pelvis a su entrepierna, que ahora ya manifiesta una clara erección y deforma sus pantalones. «Está buscando su polla con su pelvis», pienso para mí, y me pongo como loco. Me arden las mejillas.

Él lleva su mano hacia abajo y le busca la vulva. Comienza a masajearla sobre la tela y observo cómo el cuerpo de Claudia responde de inmediato, retorciéndose. Siento otra descarga de excitación y de celos. Ella lleva las manos a su pecho, dubitativa, y acaricia la tela de su camisa, muy despacio, como tratando de evitar herirme con gestos de evidente iniciativa y deseo, pero no hace más que empeorar las cosas y excitarme doblemente.

Comienza a desabotonarle. Yo pienso para mí: «no trates de engañarme, deseas acariciar su pecho, sus músculos», y esta idea me subleva y me provoca. Retira su camisa y la lanza al suelo, cerca del ropero. Observo el cuerpo fibroso de Marcelo y me quema la envidia. Ella lo estudia con sus dedos: «te gusta, ¿verdad?», pienso, y ardo de deseo. Fantaseo con la idea de que sólo ha sido un gesto natural, sin ninguna intención, pero acto seguido la veo sacar su lengua y empezar a lamerle los pezones. Se me eriza el pelo. «Zorra…», me digo. Él echa su cabeza hacia atrás y disfruta con el roce del apéndice carnoso. Yo me toco con desesperación los pantalones. Mi polla necesita más espacio, y pienso dárselo de un momento a otro.

Él le agarra la melena y la aprieta contra sí, para que siga lamiéndole. Al cabo de unos segundos, le sujeta la cara con las dos manos y le come la boca con fuerza. Ella se deja hacer, inerme, anclada con las manos a sus hombros tensos. Comienza a bajar con su boca por el cuello hasta alcanzar las montañas de carne blanda custodiadas por el sujetador de encaje. Veo cómo resplandece su piel blanca por allí por donde ha pasado su boca, dejando un rastro de saliva.

La rodea con los brazos y busca el cierre del sujetador. Lo abre, desliza las tiras sobre sus hombros y las hace pasar por sus brazos, lanzándolo lejos, a un lado de la habitación. Sus pechos blandos, adornados con las dos fresas puntiagudas, quedan bamboleantes frente a él, que se aleja unos centímetros para admirarlos, salivando, sabedor del banquete que le espera. Ella se deja observar y aprovecha ese instante para mirarme fijamente a los ojos durante unos segundos, mostrándome sus pechos trémulos indefensos, brutalmente excitada, como diciéndome: «mira lo que va a ocurrir».

Se acerca, la sujeta con una mano por la cintura y con la otra la obliga a echarse hacia atrás, empujándola por el hombro. Sus pechos quedan expuestos y él se inclina para mamarlos, pasando de uno a otro. Oigo las chupadas intensas en el silencio de la habitación y observo el brillo de sus pezones tiesos, embadurnados de saliva. Ella se cuelga de su cuello con una mano, acaricia su pelo con la otra, me mira a los ojos girando su cabeza, y le atrae hacia sí con fuerza para que siga mamándola. «Pedazo de puta», grito por dentro. Llevo mi mano a mi cinturón. Sin dejar de mirarla, me lo desabrocho, descorro la cremallera y me saco la polla. Ella, cruel, se olvida de mí y cierra los ojos echando su cabeza hacia atrás, su espesa melena colgando suelta. Me pone como loco. «Estás disfrutando, ¿eh, zorra?», resuena mi voz en mi cabeza.

Veo a Marcelo acuclillarse ligeramente y llevar sus manos a las pinzas del liguero. Las suelta una a una y las tiras quedan bailando sobre la carne redonda de sus caderas y sus nalgas. Comienza a bajarle las bragas. Éstas se deslizan sobre las medias y caen al suelo. Ella saca una pierna y con la otra empuja las bragas en mi dirección, aterrizando junto a mis pies. Yo me inclino a recogerlas, me repantigo de nuevo en el sofá, me agarro la polla con una mano y con la otra huelo sus bragas sin dejar de mirarla a los ojos. Me muero de deseo. «¿Ya estás así de húmeda, so puta?», me digo. Sigo aspirando su olor con fuerza. «Estas empapada, perra. Estás deseando que te la clave, ¿verdad?», continúo diciéndome, martirizándome con mis propios pensamientos, cada vez más excitado.

La mano de él le busca la vulva. Veo cómo sus dedos hurgan en su raja y se introducen. Ella se cuelga de su cuello y se deja manipular el coño. Mi polla se hincha y se estremece. Tengo que contenerme constantemente para no correrme. No quiero correrme. No debo correrme.

Veo su pelvis moverse rítmicamente con sus caricias obscenas. Luego, él la empuja hacia atrás unos pasos y la hace sentarse en el borde de la cama. Se arrodilla ante ella y la descalza. Lleva las manos a uno de sus muslos y tira del ribete de la media, descubriendo lentamente su carne blanca hasta la punta de su pie, que ella estira combando el empeine. Él lo sujeta con sus manos y comienza a besar sus dedos, a metérselos en la boca, a lamer el arco de la planta y la curva pronunciada del empeine, surcado por finas venas. Vuelve a hacer lo mismo con la otra pierna. Y entonces, para mi propia sorpresa y humillación, ella se desliza hacia el dentro de la cama, abre sus piernas, flexionándolas, y ofrece su sexo con impudicia, colocando sus pies desnudos en el borde del colchón y esperando receptiva su boca, mientras me mira de nuevo a los ojos. «Maldita zorra, cómo te deseo», me digo, «así, ábrete para él, so puta».

Marcelo comienza a lamerla. Ella se echa sobre la cama, su melena revuelta como un abanico. Cierra los ojos y deja que tome su jugo. Lleva una mano a su pelo y lo acaricia, empujándolo hacia sí para sentirlo más intensamente. Noto cómo su pelvis se retuerce instintivamente, como deseando una polla, y me muero de celos, de rabia, de excitación. Él le introduce dos dedos mientras hace vibrar su lengua sobre el clítoris, que descubre con la otra mano. Oigo el chapoteo que producen sus dedos al penetrar su vagina empapada, que sigue subiendo y bajando; oigo sus jadeos, su respiración agitada. Me pone como loco. Marcelo sube con su boca por el vientre agitado, dejando un rastro de saliva, y empieza a comerle los pezones, pasando de uno a otro, succionando con fuerza, empapándolos, pellizcándolos con suaves mordidas, mientras le sigue atravesando el coño con sus dedos. Claudia contorsiona su cuerpo como una serpiente, aprieta los ojos, casi en un gesto de dolor, y se corre bajo el cuerpo de Marcelo, que se detiene para darle un momento de respiro, sacando despacio los dedos de su vulva congestionada.

Tras unos segundos, él se incorpora, separa su cabeza de sus pechos y le invita a ponerse de pie. Vuelve a sentarse en el borde de la cama, sofocada. Sus mejillas son del color de la grana. Le acaricia las perneras del pantalón y luego levanta la barbilla hacia arriba, buscando sus ojos. Él le acaricia la melena, impaciente. Ella baja la mirada y gira su cara buscándome a mí, desterrado al rincón del dormitorio, humillado, limitándome a masturbar mi pene erecto como único consuelo.

Su cara está casi rozando el bulto de su entrepierna. Yo estoy a punto de pronunciar: «no lo hagas, Claudia». Y ella, como si me estuviera oyendo, lanza su mano a su paquete y empieza a acariciarle el miembro inflamado bajo los pantalones. Siento un latigazo de excitación: «Pedazo de zorra», me digo. Tras masajearlo unos segundos, le desabrocha el cinturón y le baja la cremallera. Los pantalones caen al suelo, a sus pies, y su pene rebelde amenaza con atravesar los calzoncillos. Ella le quita los zapatos y los calcetines y se vuelve a incorporar. Coloca sus manos en sus muslos fibrosos, acariciándolos, y se muerde el labio sintiendo la proximidad del miembro palpitante. Me lanza una nueva mirada y echa sus manos a la cinta de sus calzoncillos. «No lo hagas», repito en silencio, cada vez más excitado. Tira hacia abajo y un miembro rígido, venoso y enorme sale disparado hacia delante, golpeándole en la barbilla con la punta tumefacta. Ella suelta un leve quejido y entreabre su mandíbula, expresando con un gesto de asombro su desconcierto por las proporciones de Marcelo. Me hiere en lo más profundo. Desearía saltar de mi sillón, abalanzarme sobre ella y follármela con rabia. Estoy que exploto de deseo. «Y lo peor está por venir», me digo.

Como si su única misión fuera torturarme, Claudia sujeta el miembro con su mano y empieza a masajearlo despacio. El capullo cárdeno se esconde y vuelve a salir bajo la piel que se retrae y se estira. Sin la más mínima consideración hacia mí, ella se lame los dedos, escupe en la palma de su mano y vuelve a frotarlo. Segundos después, lanza la punta de su lengua hacia fuera en busca del glande y comienza a lamerlo, haciéndola vibrar sobre la ranura. Un hilo de líquido seminal queda colgando. Ella lo recoge y se lo traga. Mete el capullo en su boca y comienza a succionar con fruición, cerrando los ojos, deleitándose. «Cómo disfrutas, zorra, lo estabas deseando», me digo, abrasándome con mis propios pensamientos.

Él le acaricia la melena y la ayuda a chupar. Comienza a soltar ligeros jadeos de placer. La cabeza de ella va y viene en un idéntico movimiento contrapuesto al de su pelvis, como los extremos de un resorte que se expande y se contrae. Yo debo dejar de tocarme si no quiero correrme en ese mismo instante. La imagen me golpea como un látigo y necesito desviar la mirada. Él se inclina hacia abajo y le masajea los pechos, mientras ella se traga su mástil. Las succiones retumban en la habitación, para mi propio sufrimiento, pues en cuanto huyo de las imágenes, soy hostigado por sonidos perturbadores.

Agotada de mamar, él la toma por las axilas como si fuera una muñeca y la pone de pie. La sube sobre la cama, boca arriba, hacia el centro, y le abre las piernas con obscenidad, exponiendo su sexo rosado y húmedo. Se acerca de rodillas hacia ella, empapa sus dedos con su saliva y embadurna la entrada de su vagina. Se agarra el miembro con la mano, se sitúa en medio de sus piernas y lo introduce despacio, empujando con su pelvis, hasta que se pierde dentro por completo. Yo, obstinado en procurarme la mayor humillación, busco la cara de ella para registrar cada uno de sus gestos. En el momento de penetrarla, observo cómo abre de nuevo su mandíbula, en un gesto de asombro, y deja por un segundo sus ojos en blanco, recibiendo con su sexo la embestida de Marcelo. Me muero de celos, quisiera follármela, clavársela hasta el fondo mientras le grito: «toma, viciosa. Te encantaba su pedazo de rabo, ¿verdad?»

Él le sujeta las piernas sobre sus brazos crispados, perlados de sudor y surcados por gruesas arterias. Su culo va y viene mientras le perfora el coño a mi mujer, que se le ofrece abierta con impudicia. Marcelo suelta sus piernas, se inclina hacia delante y comienza a taladrarla con los brazos apoyados a sus costados, con sus músculos en tensión. Un hilo de sudor le surca la espalda hasta donde nacen sus nalgas. Sus testículos cuelgan en la bolsa de su escroto y golpean el coño de Claudia al ritmo de sus embestidas. Ella alza las piernas y las enreda sobre su cintura, atrayéndole hacia sí. «Así, métetela toda, puta, no dejes que se te escape», me digo.

Marcelo se retira hacia atrás, sacando de dentro de ella su miembro brillante y entumecido, le sujeta una pierna y la hace voltear, pasándola por encima de su cuerpo: la quiere a cuatro patas. Claudia, con su cuerpo perlado también de sudor, se coloca delante de él, arquea su espalda y le ofrece la vulva abierta en una postura obscena, como si fuese una perra, con su impresionante culo en pompa, mientras me clava los ojos una vez más, martirizándome. La imagen me destroza, me humilla, me vuelve loco de excitación. Con su brazo retira hacia un lado su melena revuelta, y, sin dejar de mirarme, me ofrece los gestos que se escribirán en su cara cuando reciba la nueva embestida de Marcelo. Éste se acerca por detrás con su miembro en una mano, posa la otra en una nalga y se la clava hasta el fondo. Ella abre su boca, suelta un «ah» quejumbroso y vuelve a poner los ojos en blanco, sintiéndose atravesada por dentro. Yo me siento atravesado por esta imagen. «Zorra, perra viciosa», oigo retumbar en mi mente.

Él vuelve a penetrarla aumentando el ritmo poco a poco. Oigo los chasquidos de su pelvis contra su culo, que queda vibrando con cada embestida. Sus pechos cuelgan y se bambolean libremente. Ella empuja hacia atrás su cuerpo para tragarse con su cavidad lubricada el falo enhiesto del macho. Ambos respiran con agitación y jadean por turnos. La escena me conmociona. No puedo aguantar más. Me masturbo como un poseso, cerrando los ojos y volviendo a abrirlos para torturarme una vez más con la inquietante imagen. Llevo de nuevo a mi rostro las bragas húmedas de mi mujer y las huelo mientras doy las últimas sacudidas a mi polla. Después de tantos minutos conteniendo el orgasmo, me corro abundantemente sobre las bragas. No logro recoger todo el semen con la pequeña prenda y me mancho la ropa. Respiro agitadamente, jadeo, tomo aliento. A medida que me recupero, voy tomando conciencia de la escena que está teniendo lugar sobre mi cama de matrimonio.

Marcelo jadea agitadamente y penetra a Claudia con fuerza, dejando marcas rosadas en la carne de sus nalgas, allí donde sus manos la tienen asida. Ella gime con sus embestidas, cerrando los ojos y acompasando su cuerpo al de él, empujando hacia atrás para recibir cada punzada de su miembro. Ante la llegada del orgasmo, Marcelo levanta su barbilla hacia el techo, aprieta los párpados y gruñe como un oso, descargándose dentro de ella. Me imagino esos chorros cremosos regando el interior de mi esposa y un fogonazo de excitación me abrasa por dentro. Veo a ambos aflojarse, caer relajados sobre la cama, uno al lado del otro, el miembro de él saliendo de dentro de ella, debilitado, húmedo. Recuperan el aliento.

Una vez que Marcelo se hubo ido, Claudia y yo regresamos al salón, ya acicalados y perfumados, y nos echamos en el sofá central, ante el televisor, ambos en ropa interior. Ella está recostada sobre mí y me hace dibujos con un dedo en el pecho y en el brazo. Yo hago lo mismo sobre su espalda. Las imágenes de hace unas horas nos golpean sin parar, aturdiéndonos. Seguimos conmocionados. Miramos la televisión pero realmente no la vemos ni la oímos. Estamos absortos, cada uno en su película morbosa e impactante. Siento que mi cuerpo se activa por momentos, que se estremece con este tren de imágenes perturbadoras. Ella debe estar experimentando lo mismo.

―¿Te ha gustado? ―le digo por fin, susurrando.

―Sí… ―responde, contenida―. ¿Y a ti?

―Mucho… ―contesto―. Muchísimo.

Silencio. Nuestros dedos juguetean de nuevo con la piel de nuestros cuerpos, temblorosos, inquietos, haciendo dibujos imaginarios.

―Vi cómo… se la chupabas… cómo hacías vibrar tu lengua en la punta ―le digo, hirviéndome de nuevo la excitación.

―Sí, lo sé… ―me dice. Medita unos instantes―: ¿Te gustó ver cómo me la metí en la boca?

Una descarga eléctrica me recorre el cuerpo.

―Me pusiste como una moto ―le contesto contenido―. Tenía ganas de saltar sobre ti y de follarte bien duro ―continúo yo―. Y tus bragas… estabas empapada. Las olí…

La veo removerse sobre mí, temblorosa, con su cabeza apoyada aún sobre mi pecho. Debe estar notando cómo mi corazón vuelve a acelerarse.

―Me puso como loca verte mirar cómo me la metía ―me dice sin volver la cara.

―Lo sé… ―le digo―. Vi cómo te ofreciste a cuatro patas para que te penetrara. Quise matarte y follarte a la vez.

Ella levanta el rostro y me besa en la boca, usando su lengua. Yo le sujeto la cabeza con las dos manos, empuñando su melena con rabia contenida, celoso, y la miro fijamente a los ojos. Paso mis dedos por sus labios carnosos, extendiendo los restos de saliva. Siento que la deseo. Me bajo del sofá, la tomo de la mano, con determinación, y me la llevo al dormitorio, a la cama, donde volvía a haber sábanas limpias.

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