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Arte, seducción y lujuria
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Tiempo de lectura: 16 minutos

Voy invitada por una compañera de trabajo de la facultad a la inauguración de una exposición colectiva de diversas modalidades artísticas: fotografía, pintura, escultura y arte conceptual. Ella es profesora de historia del arte, apasionada por su trabajo, y por qué no decirlo, también una friki. Mi área es la del dibujo, y aunque las dos nos movemos en disciplinas semejantes, también tenemos nuestras discrepancias.

En el arte siempre he conservado una tendencia más bien purista, de ahí que la abstracción y el arte conceptual nunca me hayan cautivado. Este último, desprovisto de cualquier sentido estético y buscando fundamentalmente la novedad, me exaspera, como si el hecho de tomar un trozo de basura y colocarle un nombre pomposo se ganase ya un hueco en los museos, y lo que pienso es que lo que realmente impera es el arte de la ausencia de talento. Me reafirmo en mi hipótesis cuando mi vista colisiona con una cuerda dejada caer de forma azarosa en el suelo. Una línea supuestamente infranqueable en el piso nos advierte que está prohibido cruzarla y a mí me dan ganas de hacerlo con el fin de darle un puntapié a la cuerda. Estoy segura de que nadie se percataría de que se ha movido, e incluso visto lo visto, hasta podría plantearme exponer en ARCO como talento emergente.

Un amable camarero transita por la sala con la bandeja en alto ofreciendo vino blanco y algunas delicatesen a los invitados. Nos hacemos con una copa y reconozco que el vino supera con creces la calidad de la obra de la que el afamado autor está haciendo gala. Todo el mundo atiende embelesado y escucha las incoherentes y absurdas interpretaciones que el autor defiende, y un público admirado parece estar satisfecho con tales dislates verbales. Interactúo con varias personas, siempre evitando comentar lo que verdaderamente pienso de la obra del supuesto artista, de modo que obviándola, le doy un buen metido a la copa de vino.

Mi compañera se detiene y se une al grupo de incautos que escuchan la disertación, por lo que me adelanto hasta la siguiente sala.

El ambiente ha cambiado y una vaporosa luz envuelve la sala. Me percato de que la temática de la fotografía es enteramente erótica, algunas escenas incluso rayan en lo pornográfico, aunque no cabe duda de que tienen mucho estilo.

Me detengo en una imagen en blanco y negro en la que una mujer desnuda e incongruentemente bella se abraza a un símbolo fálico en actitud lasciva. La escena me provoca un cruce de sensaciones discordantes, y con ello, cierta inquietud. En la siguiente fotografía otra mujer tan bella como la anterior apoya las manos en la pared echando su cuerpo hacia atrás, de tal modo que su trasero queda oculto tras el marco de la puerta. Los pies de su amante asoman por debajo, por lo que se intuye a la perfección que la está poseyendo. Miro a mi alrededor en un acto reflejo, quizás para cerciorarme de que nadie advierte mi desazón, o quizás intentando adivinar quien es el autor de las obras, pero no consigo hallar de quien se trata. Recorro la estancia con la vista y observo a la gente comentando cada escena, pero nada me indica que el autor sea uno de ellos hasta que una voz a mi espalda me pregunta si todo es de mi agrado. Me doy la vuelta intrigada y de inmediato sé que se trata de él. Es mucho más joven de lo que imaginaba. Asiento con la cabeza porque en ese instante una parálisis me asalta. Es apuesto, con un sex appeal que resulta difícil evitar mirarlo y creo que él es consciente del efecto que causa. El color de su cabello es castaño, corto por los laterales y más largo en la zona superior, con raya a la izquierda y con un despeinado intencionado. Luce una barba de varios días que le confiere un aspecto más varonil, si eso es posible. Mi vista también le ha dado un fugaz repaso a su fisionomía, constatando que bien podría servir como capricho de cualquier mujer. Con todo ello, intento no ser indiscreta en mi exploración.

Parece interesarse por mi opinión. Por un momento pienso que quizás le atraiga, cosa harto improbable, dada nuestra diferencia de edad. Rondará los treinta y pocos, eso aleja la idea de que albergue cualquier interés físico en mí, por más que a mis cincuenta mis atributos sigan manteniéndose en su lugar. Aun así, diría que las maduras no son de las que se cuelan en sus preferencias y lo previsible es que quiera conocer el criterio de su público.

—Mis disculpas. No nos han presentado. Me llamo Javier. Un placer, —me dice con una seductora sonrisa mientras me extiende su mano.

Lo miro de arriba abajo discretamente, pero con cierta concupiscencia.

—Vicky, —balbuceo ofreciéndole la mía.

—¿Qué opinas de la obra Vicky? —me pregunta interesado.

La verdad es que no sé muy bien qué contestarle y opto por decirle media verdad y omito la otra media que me ha provocado cierto cosquilleo entre las piernas.

—Es atrevida y perturbadora, pero me gusta. Y más, después de ver lo que se cuece en la sala contigua.

—Eso no dice mucho en mi favor, —añade, y yo quiero tragarme mis palabras reconociendo lo desafortunadas que han sido.

—Lo siento. Tu obra es magnífica, —le digo intentando enmendar el entuerto.

—No te preocupes. Sé que te gusta. La reacción de la gente cuando se coloca ante ella habla por sí sola.

Ahora me da la impresión de que soy transparente para él, incluso hasta vulnerable.

—¿Sabes lo que piensa la gente de tus fotografías? —le pregunto.

—¿Ves aquellas personas de allí? —me señala con la cabeza a una pareja. —Están echando pestes, eso seguro. Lo más probable es que sean tan retrógrados como para ser dos amargados en la cama.

Sonrío.

—¿No te inquietan ese tipo de críticas?

—Para nada. Mucha gente juzga sin ninguna intención constructiva, pero a mí eso me da igual. Mi cometido es esa provocación intrínseca que suscita en cada uno. Al fin y al cabo la fotografía erótica es una manera de mirar la vida cotidiana por el objetivo de la cámara, pero con ese contrapunto picante que da el erotismo. Aquí lo que influye es la interpretación, y eso varía según los ojos que miran la foto. Normalmente quien más se queja es quien tiene la mente más calenturienta.

Sus palabras se me clavan como dagas y hacen que me sonroje. Me hace sentir como si se hubiese percatado de mi cosquilleo, es más, pienso que me ha incluido en éste último sector.

El camarero vuelve a pasar por nuestro lado ofreciéndonos más vino. Nos hacemos con una copa cada uno. Él golpea suavemente la suya con la mía, me mira directamente a los ojos como si quisiera adentrarse en lo más profundo de mis pensamientos. Por un instante desvía la mirada hasta mi escote y siento que me quema con ella. Seguidamente sorbe de su copa sin dejar de observarme con esos ojos claros en los que me sumerjo sin poder evitarlo. Yo lo imito con los nervios a flor de piel y mis partes íntimas rezuman de deseo. Diría que un aura química nos envuelve o que Cupido nos ha aguijoneado con una de sus flechas. Abro la boca intentando articular alguna palabra coherente y lo único que me viene a la cabeza es que quiero sentir su boca. Una voz pronuncia su nombre desde la posición de otra de sus obras y ese mágico instante en el que el mundo parece haberse detenido se quiebra devolviéndome a una realidad que posiciona de nuevo mis pies en el suelo.

—Debo atender a los demás invitados, —me dice, y entiendo que así tiene que ser, muy a mi pesar. ¿Acaso había albergado alguna posibilidad con él?

—En aquella mesita auxiliar hay tarjetas mías, —añade señalándola, y doy por hecho que es una invitación, en principio no sé muy bien para qué. El corazón da un brinco dentro de mi pecho mientras me sonríe, después se aleja a atender a sus invitados. Me aproximo, me hago con una de las tarjetas, miro a mi alrededor como si con ello estuviese cometiendo una ilegalidad y la guardo a buen recaudo en mi bolso antes de que alguien me vea. El camarero vuelve a ofrecerme una copa y la rechazo con diplomacia, habida cuenta de que parece que ya no pienso con claridad y en vista de que mis pensamientos deambulan por la cuerda floja y mi juicio parece haberse nublado.

Mi amiga se reúne de nuevo conmigo y me acribilla con reflexiones que no comparto. En cualquier caso, tengo la cabeza embotada y no estoy en disposición de llevarle la contraria. En estos momentos sólo me apetece llegar a casa y darme un baño.

Mi marido y mi hija han preparado la cena, y aunque mi apetito es de otra índole, me siento a la mesa considerando que no quiero despreciar el esmero que han puesto ambos, eso sí, después de la cena lleno la bañera de agua caliente, echo sales de baño aromáticas y me sumerjo en ella. Pronto mis músculos se relajan y la tensión de mi cuerpo se desvanece. Mi cerebro también agradece el efecto reconfortante del agua caliente y mi mente parece descansar en mullidas nubes de algodón, en consecuencia, la tensión desaparece y el sosiego invade mi ser.

Con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el borde de la bañera, me adentro en un duermevela que se ve interceptado por los acontecimientos anteriores y, pese al agua caliente, mis pezones se endurecen demandando atenciones. Paseo mis dedos por ellos y la piel se me eriza cual gallina desplumada. La sensación es agradable y de manera gradual se torna placentera hasta que los pellizco y los retuerzo buscando el placer. Mi mano resbala hasta mi sexo y éste aguarda con ansia. Lo aprieto un instante y cierro los ojos al tiempo que mi dedo patina por la raja recorriendo los pliegues hasta que lo hago acampar en el pequeño nódulo. Una vez allí lo froto y trazo movimientos en espiral. Mi respiración se agita, las pulsaciones se aceleran, los gemidos emanan de mi boca amortiguados, pues no deseo compartir este instante. Es mi momento y no quiero que haya interrupciones.

El placer va in crescendo, no obstante, me invade un vacío que dos de mis dedos colman, de tal manera que empiezo a follarme con ellos con insistencia mientras con el dedo índice de la otra mano fricciono mi clítoris con fervor. El orgasmo acude a mí, y como un tsunami, me arrastra en oleadas de placer en las que muevo la pelvis en convulsiones que consiguen desbordar el agua de la bañera.

Me quedo quieta un momento hasta que mis pulsaciones retornan a la normalidad. Después me seco, me pongo el pijama y me acuesto. Mi esposo ya duerme, apago la luz, me abrazo a él y la última imagen que deambula por mi cabeza es la de Javier.

Los días pasan y no consigo que se me vaya de la testa.

Mi vida es estable, lineal, ordenada y sin complicaciones importantes. En el terreno sentimental estoy en un buen momento y considero que la relación con mi marido es provechosa, quizás un poco rutinaria, como suele ser habitual tras veintitantos años de relación, pero asumo esa circunstancia como algo lógico, por tanto, nunca ha sido un hándicap como para que eso me haya llevado a buscar otro acicate que condimente ese letargo pasional.

Es sábado por la mañana. Son las nueve de la mañana. Mi marido ha salido a jugar su partida de pádel. Me dispongo a salir de compras. Mi hija me pide dinero para hacer las suyas. Saco la billetera del bolso y veo la tarjeta de Javier, con lo cual, mis pensamientos se dispersan y pierdo por un momento la noción del presente.

—Mamá, —me reprende mi hija.

—¿Qué? —contesto enajenada.

—¿El dinero? —me recuerda, y yo vuelvo al presente, le doy un billete de cincuenta, me da un beso y sale escopetada.

Me siento en la silla un momento y me quedo contemplando la tarjeta. No su diseño vanguardista, sino lo que representa, por qué me la ofreció, y lo más importante: por qué la cogí. Es una pregunta que no he dejado de hacerme estos días. En el fondo quiero dar ese paso sin saber a donde conduce esa senda que sugiere ser de lo más incierta. Sopeso la posibilidad de hacer esa llamada, pero el vértigo agarrota mi cuerpo.

Las dudas me persiguen como los ratones al “Flautista de Hamelin”. Tengo claro que quiero a mi esposo y también sé que no es compatible esa opción con lo que deseo, de modo que mi confusión es manifiesta y el dilema navega entre lo que es éticamente correcto y lo que se supone que es un capricho imprudente. La sensatez combate por enésima vez contra el deseo, pero en esa contienda, el sentido común siempre parece perder la batalla. Ahora tengo el teléfono en una mano y la tarjeta en la otra. Me armo de valor y marco el número. En esta decisión comprendo que corro el riesgo de echar mi vida por la borda, pero ya es tarde para arrepentirse. Escucho un “hola” al otro lado.

—Hola. Soy Vicky, —contesto.

—Vicky, Vicky, Vicky… —repite él, supongo que intentando descifrar quien será la tal Vicky.

—Nos conocimos en tu exposición. Me ofreciste tu tarjeta, ¿recuerdas? —le digo pensando que probablemente soy otra más de las muchas que suelen pasan por su lecho.

—Sí. Cierto. Te recuerdo… Tú dirás Vicky.

“¿En serio?”. Este es el momento en el que me quedo más cortada que un pollo sin cabeza. No sé qué pensar. No sé qué decir. Empiezo a creer que esto ha sido un error, quizás también un malentendido por mi parte y en mi afán de que todo transcurriera según se esbozaba en mi cabeza, no he sabido interpretar las señales que, aunque para mí eran evidentes, no eran las que él quería mandar.

No sé qué hacer. No sé qué decir. Debería colgar. No quiero parecer una idiota, y mucho menos una buscona. ¿Lo soy? Empiezo a planteármelo.

—Me preguntaba si te apetecería tomar un café, —acierto a decir.

—¿Un café? —pregunta sorprendido. La verdad es que no me lo está poniendo fácil y nunca me he sentido tan humillada como ahora. En realidad, no estoy segura de si quiere hacerme sentir así. Parece que sí.

—Pensaba que estábamos en la misma onda, disculpa, —le digo finalmente con la intención de colgar.

—¿No te apetece más que cenemos esta noche? —añade, de modo que vuelve a desconcertarme.

—Por la noche no puedo. Tengo compromisos familiares.

—¿Estás casada? —pregunta, y yo quiero que la tierra se me trague. Daba por hecho que lo sabía, pero ahora que lo pienso, no tenía por qué, y por tanto, evidencio una vez más mi condición de buscona. Vacilo un instante antes de responder sabiendo que el plan se ha malogrado.

—Sí. Pensaba que lo sabías.

—¿Cómo iba a saberlo? No me lo dijiste, aunque eso le añade más morbo al propósito.

—¿Qué propósito? —pregunto haciéndome la ingenua.

—Voy a preparar la cafetera. Te mando mi ubicación. Décimo piso, puerta veintiocho. No tardes, —me dice con determinación. Después cuelga sin esperar mi respuesta dando por hecho que acudiré sin vacilar como una madura encelada, en cambio, después de esa flagrante confianza en sí mismo y ese arranque de prepotencia quiero bajarle los humos, por el contrario, me acicalo, uso una de mis mejores fragancias y salgo de casa. Después subo al coche, abro el GPS e inserto la ubicación.

En quince minutos estoy aparcando en la dirección indicada. Llamo desde abajo al número veintiocho. Tengo el corazón en un puño mientras espero unos segundos antes de que se abra la puerta. Cojo el ascensor, presiono el pulsador del décimo y mientras asciende me cuestiono si he tomado la mejor decisión. Reconozco que no ha sido la más cabal, y si es acertada o no depende del prisma con el que se mire. Busco una justificación, un auto convencimiento que me haga sentir mejor, o que me diga que nunca he echado una cana al aire y que por una vez mi conciencia lo superará. Por añadidura, hay oportunidades que quizás se presenten sólo una vez en la vida y pienso que ésta es una de ellas.

Me recibe con una complaciente sonrisa. Va descalzo, con unos jeans rotos y el torso desnudo luciendo un cuerpo fibroso recién salido de un anuncio de perfume. No sé si estoy a su altura, aunque si me invitó fue porque algo vio en mí que le gustaba. Yo también llevo vaqueros ajustados que dan testimonio de mis curvas. Para la parte superior he elegido un suéter de punto fino ajustado con un cuello de pico que resalta mi canalillo.

—Estás deliciosa, —me dice sin apartar la vista de mi escote, y viniendo de él es todo un cumplido.

Rápidamente invade mi espacio vital, me coge de la cintura con una mano y me acerca a él, por lo que nuestros cuerpos se pegan. Con la otra mano agarra mi nalga derecha y la presiona. Me mira un instante muy de cerca y abro mi boca deseosa esperando la suya. Ahora sé que el deseo es compartido.

—¿Quieres el café?, —me pregunta. No le cabe duda de que no he ido a tomar café. Ignoro su pregunta y le como la boca enroscando mi lengua con la suya. Sus manos se aferran a mis nalgas acercándome más a él. Noto su hombría hinchándose en mi vientre en el momento en el que la costura de mis jeans empieza a molestarme. Siento sus caricias por mi cuerpo hasta llegar a los pechos. Me quita el suéter con mi ayuda. Por un momento se queda obnubilado contemplándome a través del sujetador trasparente, después me aprisiona las tetas y las amasa con rudeza al tiempo que se deshace de la prenda. Las vuelve a manosear, a continuación hunde su cabeza. Mis pezones son devorados con autentico fervor para mi deleite con una lengua que los abrasa. La raja se me abre como una flor en una mañana primaveral. De forma inesperada noto su mano aterrizando en mi sexo y unos dedos empiezan a hurgar en él a través de la tela del pantalón a la vez que mi mano busca su entrepierna exageradamente abultada.

Bruscamente me da la vuelta, me apoya las manos en el sofá, me baja los vaqueros de golpe y hace lo mismo con las bragas, dejando mi trasero a su merced.

—Menudo culo tienes, zorra, —me dice pareciendo haber mutado, pero estoy tan caliente que no me detengo a cuestionar esa nueva faceta ni sus modales, en contraste, muevo el trasero impaciente. Volteo la cabeza con curiosidad mientras se desabrocha el cinturón, baja el zip y extrae un palpitante y apetitoso miembro que me hace reconocer que el muchacho ha sido bendecido por los dioses.

—Ponte un condón, —le pido, pero hace caso omiso a mi petición.

Con los pantalones y las bragas bajadas siento una fuerte palmada en mi nalga derecha que hace que me queje. Una segunda aplicada con más contundencia me deja la marca y la zona toma un tono rojizo.

—¿Quieres que te folle, o prefieres ir a a comprar condones? —me pregunta con la certeza de que deseo fervientemente lo primero, por tanto, me olvido de los condones, sin embargo, mi refinada educación todavía me impide expresarme abiertamente.

—¿No es lo que deseabas desde que nos vimos, zorra? —me repite. Yo no respondo a sus groserías. Me empieza a molestar su lenguaje soez, pero sé que aunque no son las formas correctas de decirlo no anda lejos de la verdad, por eso quiero pasar a la acción y que deje de vilipendiarme.

—¿No has venido a eso? —insiste aproximándose a mi oído, al mismo tiempo que tira de mi pelo.

—¿O has venido a ver mi arte? —añade tirando con más fuerza, mientras le miro a los ojos sin saber si odiarle, mandarlo a la mierda o desearle.

—No me hables así, —le reprendo.

—No me vengas con remilgos, guapa, que se te notaba a la legua que tu coño hacía aguas.

—Pero serás cabrón, —le amonesto de nuevo.

—¿Me equivoco? —pregunta mientras dos dedos de su otra mano chapotean dentro de mi coño provocando sonoros chasquidos y haciendo que resbalen mis caldos entre las piernas. Muevo mi pelvis y mis gemidos se escapan involuntariamente de mi boca.

—Eso es. Mueve el culo, — me ordena al tiempo que las pequeñas extremidades se mueven más y más rápido. Quiero mandarlo a tomar viento, pero también gritar de gusto con sus dedos follándome. Intento reprimir esas ansias, pero finalmente cedo al orgasmo y libero reiterados gritos de placer, a la vez que me tiemblan las piernas y mis flujos se desparraman sin contención.

Sin tiempo para recuperarme noto el glande presionando a la entrada de mi raja, y con un firme empujón mi vagina engulle la polla del fotógrafo en el interior. Exhalo un suspiro al sentir su virilidad dentro de mí y el placer retorna con renovadas fuerzas en movimientos repetitivos que van ganando en velocidad y rudeza entrando y saliendo de mi cavidad mientras muevo el culo queriendo sentir todo el puntal.

—Menuda zorra caliente estás hecha. —Te morías de ganas por un buen rabo, ¿verdad cariño? —me dice cogiéndome de nuevo del pelo y tirando de mi melena hacia él mientras la rapidez con la que arremete me arranca gemido tras gemido en cada embate.

Con los pies me deshago de los pantalones y de las bragas, lo que me facilita abrir las piernas para sentirlo mejor.

—¡Qué culazo tienes cabrona! —exclama poseído por el deseo, sin embargo, lejos de molestarme, los improperios me ponen cada vez más cachonda y entro en un estado de excitación que no recuerdo haber experimentado nunca. Su polla entra y sale de mí socavando mis entrañas con contundentes golpes de cadera. Estoy en condiciones de alcanzar mi segundo orgasmo cuando me la saca por completo. Noto un gran vacío. Me da la vuelta, me pone de rodillas y me planta la verga delante de mi cara. La observo un instante, tan dura, tan recia y tan venosa. Admiro su envergadura avalando que las comparaciones son odiosas. Me dispongo a cogerla, pero me lo impide, en cambio lo hace él. Se la agarra con firmeza y empieza a propinarme pollazos en la cara. Intento atraparla con la boca, pero no me deja. Cuando él lo decide me la incrusta, le doy unos lametones y me la vuelve a retirar hasta que cansada del juego la cojo de la base y la atrapo para dedicarle la mejor de las mamadas.

Mi boca empieza a segregar saliva que va resbalando por el tronco. Con mis dedos índice y pulgar hago un anillo recorriendo el tallo al mismo tiempo que mi boca acapara todo lo que da de sí hasta atragantarme.

—Eres una experta mamadora. Si sigues así harás que me corra, —me advierte con cara desencajada, pero no le hago caso y sigo a lo mío, incluso con más ahínco. Me doy cuenta de que lleva razón cuando rápidamente se separa de mí. Se quita los pantalones por completo, me coge en brazos y me lleva a la habitación. Allí me suelta como si fuera una muñeca de trapo, me abre las piernas, y abreva en mi entrepierna. Me muerde primero la parte superior de los muslos y yo busco con mi pelvis la esquiva lengua. Se detiene un instante contemplando mi raja, pero en mi ansiedad aferro su cabeza y la empujo con la intención de que hunda su lengua en las profundidades. No se resiste. Huele mi aroma, separa mis pliegues con la lengua y la pasea por la raja saboreando mi sal. Un hilillo de líquido se desliza hacia el ano y él lo atrapa antes de que llegue a su destino para degustar el elixir. Su lengua repasa en vertical toda la zona, desde al ano hasta el clítoris repetidas veces, yo lo acompaño con movimientos sincronizados de mi pelvis, después hunde su dedo dentro de mí, en tanto la lengua aterriza en el nódulo del placer.

Mis gemidos se intensifican y Javier acelera el movimiento de su dedo. Añade otro al mete y saca, a la par que la lengua se centra en el pequeño botón.

Los dedos incursionan buscando el punto G y lo aprieta repetidas veces. Mi excitación y mis gemidos invaden la estancia. Cuando creo que voy a correrme se detiene como si lo adivinara y me quedo quieta respirando aceleradamente con gran frustración por mi parte, pero no por mucho tiempo. Seguidamente se incorpora, colocándose encima de mí y me ensarta como a un churrasco de Croto hasta que mi ano saluda a sus pelotas. Mis manos aferran sus duras nalgas y clavo mis uñas en ellas como indicativo del placer que me da. Aprieto con fuerza y grito con desesperación sintiendo como la polla me abre en canal y se me clava hasta el tuétano.

—¿Te gusta Vicky? —me pregunta ufano haciendo uso de mi nombre por primera vez. Le respondo con un eufórico “sí” que no ofrece lugar a dudas. Aunque con ciertas reservas, reconozco que es el mejor polvo de mi vida. Ni siquiera en mis años mozos recuerdo haber gozado tanto.

El garañón embiste con fiereza. Mis piernas se enganchan a su espalda. Su cuerpo fibroso empieza a brillar empapado de sudor. Un sudor que empieza a gotear sobre mí. Mis manos resbalan por cada relieve de su anatomía. Quiero tocarlo, quiero sentirlo, llenarme de él y que no deje de follarme nunca. Gimo y grito ya totalmente desinhibida pidiéndole que incremente la cadencia y no se hace de rogar. Empieza a hacerlo de forma salvaje y con cada pollazo mis gritos invaden la estancia. Él no es menos y se une a los míos en una sinfonía compuesta por un orgasmo que se extiende desde mi sexo a todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Mi coño convulsiona en espasmos succionando la verga de mi amante, mientras éste empieza a bufar como un toro en celo. A mis contracciones se unen las de él y fundimos nuestro clímax en un concierto de jadeos. Siento las descargas de su semen golpeando en las paredes de mi útero sin que el orgasmo me abandone. Grito con más fuerza y cuanto más grito, más placer parezco recibir. Su erección es como una jodida barra de hierro ardiendo en mi interior y en unos últimos estertores termina de soltar su carga y yo me quedo quieta, en tanto que mi vagina convulsiona una última vez cuando extrae su miembro. La leche brota de mi interior sin contención, mas yo estoy demasiado exhausta para moverme.

A continuación se levanta para ir al lavabo y yo admiro su cuerpo por detrás desde la cama. Su espalda bien formada y sus nalgas prietas son una delicia para mis ojos. Cuando regresa lo contemplo por delante. Su torso bien constituido dibujando su pectoral y la zona media. Su pene fláccido se balancea a ambos lados como un péndulo hipnotizante, y pese a estar en estado de flaccidez su tamaño supera al que estoy acostumbrada, incluso en completa erección y creo que mi cara refleja mis pensamientos.

Se aproxima hasta mí mostrando sus vergüenzas sin ningún pudor, plenamente consciente de su potencial, pero ahora yo también necesito lavarme y se lo hago saber.

Mientras me lavo hago balance de lo ocurrido. Me ha hecho sentir como la más vulgar de las rameras y lo paradójico es que lo he gozado como una de ellas, si bien, eso no me hace sentir mejor y me planteo irme a casa.

Cuando regreso la sábana sucia está tirada en el suelo y ha colocado otra nueva. Él yace en la cama mientras se acaricia la verga en movimientos lentos, mostrándome sus atributos en su plenitud. Su polla erecta apunta al techo y su mano se mueve arriba y abajo al tiempo que miro embelesada el pilón de carne. Mi debate interno es trascendente e incoherente a la vez. Me siento a su lado y le cojo la verga. Escupo sobre ella y empiezo a masturbarlo con movimientos lentos. Intercambiamos las miradas. La suya es lasciva, sabiendo que tiene el control y que me tiene a su merced. La mía no lo es menos. El deseo me invade. Me he corrido dos veces y sigo deseándolo. Nunca me ha ocurrido algo así.

La tiene tan dura que no importa lo mucho que la apriete. Es, como he dicho, una jodida barra de hierro que me meto en la boca basculando mi cabeza en un movimiento rítmico. Mi lengua recorre el tallo repasando cada capilar hasta llegar a sus pelotas. Lengüeteo una, después la otra. Introduzco una y la succiono, a continuación hago lo mismo con la otra. Seguidamente mis labios abrazan el tronco y me lo hundo hasta provocarme una arcada. La polla se llena de saliva y los chasquidos de la mamada junto a sus gemidos colman la estancia. Creo que lo estoy haciendo fenomenal porque se aparta bruscamente a fin de no eyacular, por lo que me coloca encima para que le cabalgue. Cojo el falo, me lo encaro y me dejo caer con parsimonia hasta que me llena por completo. La vista se me nubla. Cierro los ojos y empiezo a moverme arriba y abajo queriendo sentir cada centímetro de carne, como si estuviese cabalgando sobre Pegaso y me estuviese transportando a las puertas del Olimpo. De forma progresiva, mis caderas incorporan otros contorneos como si quisiera enroscarme el cipote. Los meneos se multiplican de tal modo que mi pelvis adquiere vida propia agitándose en todas direcciones. Entre tanto, noto como un dedo inicia un masaje a mi ano añadiendo un agradable efecto que se intensifica con una placentera sensación cuando me lo hunde.

No me reconozco cuando me veo reflejada en el espejo de la habitación saltando de forma desbocada sobre mi montura al tiempo que el manubrio percute en mis adentros a una velocidad vertiginosa, gestando con ello un clímax junto a unas ganas de orinar que se acentúan en cada embate. El orgasmo golpea mis bajos y grito de gusto sin ningún pudor, pero al mismo tiempo, deseo que termine pronto, puesto que la sensación se me hace insoportable y por ello retrocedo para zafarme del pollón que golpea dentro de mi útero haciéndome expulsar un potente chorro de pis que desparramo encima del fotógrafo.

Estoy extenuada y me dejo caer a un lado como si fuese un peso muerto. De inmediato se incorpora y posiciona su verga a la altura de mi cara para masturbarse. Miro la escena desde un contrapicado mientras su mano se mueve con celeridad. El sudor resbala por su cuerpo, sus músculos se tensan, sus piernas se doblan echado su cuerpo hacia atrás. Su boca libera un prolongado gemido y un latigazo de leche escapa de su polla estrellándose en mi cara, un segundo me deja ciega y un tercero se aventura en mi boca. Los siguientes de menor intensidad resbalan por mi cuello. Tras la descarga instala su verga en mi boca para que se la limpie. Lo hago con cierta reticencia, paladeando el amargo sabor de su esencia. El broche de oro son unos vergazos en mi cara como colofón. Voy de nuevo al baño a lavarme. Me observo en el espejo, pero ahora me veo distinta. Mi cara llena de esperma no ofrece mi mejor perfil. La lujuria se ha esfumado y el espejo me devuelve la imagen de la zorra adultera a la que se ha follado el arrogante niñato.

Cuando adecento mi aspecto salgo del lavabo y me visto con presteza queriendo desaparecer de allí. Él me acompaña jactancioso hasta la puerta y me da un beso que yo le devuelvo sin devoción. La despedida es corta, fría y sin apasionamiento, pero también sin dramatismos innecesarios.

—¿Volveré a verte? —me pregunta.

No respondo. Asiento con una forzada y distante sonrisa, pero sé lo que no haré.

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