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Tiempo de lectura: 9 minutos

Es evidente que mi mujer disfruta a plenitud el sexo con hombres que se salgan de lo convencional, que la traten un tanto brusco, que la sometan, que no busquen agradar sino hacer lo suyo, que disfruten su vagina a entera disposición, pues con ello se siente atractiva, deseada y cree tener el control de la relación sexual, porque en cualquier momento puede querer parar y ahí, nada que hacer. La fiesta terminó.

Sin embargo, no es lo común. Fue el tamaño del pene de su primer corneador lo que la convenció de arriesgarse en la aventura, pero también la actitud decidida de aquel hombre, que, ante sus dudas, perseveró para hacer realidad su fantasía y poder fornicar a la señora casada en frente de su marido. En aquel momento su comportamiento me pudo parecer un tanto desconsiderado hacia mi mujer, pero ella, al contrario de lo que yo estaba pensando, lo disfrutaba al máximo. Tal vez el sexo en el matrimonio es predecible, de modo que todo lo que aquellos parejos eventuales hagan resulta atractivo.

Pasábamos el fin de semana visitando un pueblo pequeño, de clima frío, algo conservador y coloquial en cuanto a la oferta de entretenimiento para adultos, de modo que las actividades estaban centradas en la visita de museos, sitios de interés, monumentos, lugares turísticos y visita a restaurantes, principalmente. Después de dos días, prácticamente dedicados a recorrer el lugar y sus alrededores, decidimos explorar para ver qué nos ofrecía la noche.

En principio, nada raro. Pueden ir a la Fonda campestre, al restaurante del Hotel Internacional. Eso es como lo mejorcito por aquí. Pero hay también varios restaurantes, más pequeños, que quizá también les pudiera gustar. O la cervecería. Solo hay una. Bueno, preguntaba yo, curioso, al botones del hostal donde nos alojábamos. Y ¿a dónde nos recomendaría ir? Tal vez al Hotel Internacional. Es muy solicitado. ¿Y qué de la cervecería? Pregunté. Por lo general, allí solo van hombres y a veces el ambiente es pesado. Hay discusiones, peleas, riñas; cosas de borrachos. Tal vez no sea un lugar tranquilo para ustedes. Bien, dije, le agradezco la información.

Bueno, ya oíste, le dije a mi esposa, ¿a dónde vamos, entonces? Vamos a la tal cervecería, respondió ella. De pronto es pura fama lo que se dijo. Echemos un vistazo, y si no nos gusta el ambiente, pues nos vamos para otro lado, o volvemos al hostal. Okey, respondí. Entonces, arreglémonos y vamos.

Me llamó la atención que ella se vistiera de manera inusual, un tanto atrevida tratándose de un pueblo pequeño, donde los lugareños eran campesinos, comerciantes y uno que otro visitante. Solo atiné a comentar que el clima estaba frío y era mejor ir abrigados, así que optó por colocarse un abrigo encima de su indumentaria de carnaval. Y, aunque no me pareció lo adecuado, no pronuncié palabra al respecto.

Llegamos a la famosa cervecería, que no era otra cosa que un bar común y silvestre. ¡Claro! Pero su nombre era “La cervecería”. Llegamos a eso de las 8 pm y, al entrar, percibimos un ambiente cálido, en contraste con el frío que se experimentaba afuera. Entonces, una vez dentro, y acomodados en una pequeña mesa, en un rincón, frente a una ventana, mi esposa decidió despojarse de su abrigo y mostrarse en la indumentaria escogida, que dejaba ver sus hombros, su espalda y casi que sus pechos por el profundo escote de la blusa, además que la corta falda que vestía, dejaba ver sus piernas, que resaltaban por los zapatos de tacón que estaba utilizando.

En vez de cerveza, decidimos beber unos cocteles y ver qué pasaba en aquel lugar. El sito estaba concurrido, no totalmente lleno, y se oía el murmullo de las conversaciones, que se ahogaba con el sonido de la música ambiental. No había chance de hablar sin levantar la voz y, la verdad, a mí no me pareció agradable el lugar. Pero ella, mi esposa, parecía estar a gusto, quizá fascinada de ver tantos hombres reunidos allí. También había otras parejas, pero estas vestían conservadoramente, utilizando jeans, buzos de lana y botas para protegerse del clima.

La vestimenta de mi esposa, por el contrario, era una invitación inevitable a ser observada por la concurrencia. Todos tenían que ver con ella. La miraban de frente, o de reojo, pero la observaban. Y ciertamente, en aquel lugar, nos estábamos sintiendo observados. Así que, no habiendo otras alternativas, decidimos quedarnos a pasar el rato. Más tarde, arribaron al lugar unos motociclistas, exhibiendo sus vestimentas en cuero y haciendo alarde de ser especiales y de que todos en aquel lugar reparásemos en su presencia. Y, la verdad, llegaron para alegrar el ambiente en aquel lugar.

Un de ellos, guitarra en mano, amenizó la noche con su repertorio de canciones y nos estimuló a que lo acompañáramos cantando. Eran canciones conocidas por todos, así que el número de miembros de aquel improvisado coro aumentaba con cada canción. El ambiente del lugar se veía animado, así que lo que pareció aburrido en un principio fue mejorando con el pasar del tiempo. Los motociclistas se adueñaron del lugar, por decirlo de alguna manera, ya que disponían de lo que allí sucedía a sus anchas. Y, pasadas las horas, y con algunos tragos de más, el ambiente empezó a elevar su temperatura.

Aquellos, entre los cuales también había mujeres, quizá sus parejas, empezaron a proponer juegos y dinámicas para que todos participaran y se divirtieran. El que se bebiera media botella de aguardiente de un solo sorbo, preguntas para saber qué tanto se conocían hombre y mujer en la pareja, concurso de karaoke, y, un poco más subido de tono, las piernas más lindas, la mejor vestida, la más sexy. Para ello, organizaron que las mujeres que se apuntaran a la actividad se subieran a la barra y desfilaran allí, a la vista de la concurrencia, que, con aplausos, media el grado de aceptación de quienes participaran. Los premios eran botella de licor.

Mi mujer estuvo reacia a involucrarse. Uno de los hombres vino hasta nosotros y, de buena manera, insistió para que mi mujer aceptara participar, pero le agradeció el gesto y le dijo que así estaba bien, felicitándolo por tomar la iniciativa de alegrar el ambiente de aquel lugar. El tipo, un tanto decepcionado por no haber conseguido su propósito, prometió volver a hacernos compañía un rato, si no nos importaba. Le dijimos que no había problema y que con gusto compartiríamos con él.

Más tarde, como era de esperarse, el tipo volvió a aparecer en escena. Se le notaba decidido y un tanto envalentonado, tal vez animado por unas copas de más. Yo estaba alerta, pues no quería que, de pronto, su conducta fuera inapropiada y se generara algún tipo de situación, maltrato o agresión, que se nos saliera de las manos. Bueno, bueno, llegó diciendo, espero que me dediquen un poco de su tiempo. Y se sentó al lado de mi esposa, quedando frene a mí. ¿Está bien? Dijo. Si señor, contesté. No hay lío.

Y de una, sin mediar palabra, aquel puso una mano en los muslos de mi mujer, diciendo: Señora, luce usted muy atractiva y nos desilusionó que no hubiera querido acolitarnos para pasarla bien esta noche. Es que, dijo ella, no me sentía muy cómoda. Las otras mujeres eran muy jóvenes y me sentía un tanto fuera de tono. Eso fue todo. Entiendo, dijo él, sin dejar de sobar el muslo de mi mujer, de manera atrevida y descarada. sin dejar de mirarla a los ojos. Quise manifestarme e intervenir, pero mi esposa se mostraba impasible y para nada molesta, así que decidí observar solamente.

Y es que, una vez el tipo puso su mano sobre los muslos de ella, mi mujer, igual de atrevida, en respuesta, puso su mano sobre el miembro de aquel, por encima del pantalón. Tal vez eso lo dejó perplejo por un momento, pues no esperaba esa reacción de parte de la dama. Ciertamente su actitud de macho alfa y líder de la manada se estaba viendo comprometida, pero no se dejó acomplejar. Vaya, vaya, dijo, por lo que me doy cuenta, la dama, por lo visto, quiere otra cosa. ¿Sí? Cuestionó mi mujer. ¿Qué quiero?

Pues, con el permiso del señor, aquí presente, me parece que usted quiere tener sexo conmigo. ¿Qué le hace pensar eso? Preguntó mi esposa. Pues la manera en que me toca, contestó. Sí, respondió ella, pero usted empezó primero. ¿No será al revés? ¿Que usted vino hasta esta mesa porque tiene la intención de convencerme y acostarse conmigo? No puedo negarlo, dijo él, usted destaca en la concurrencia y creo que más de uno aquí ha pensado lo mismo que yo.

¿Y qué le hace pensar que yo estoy disponible? Cuestionó. Pues, dijo él, para empezar, la forma de vestir es inusual para este lugar y uno supone que usted quiere que se le tenga en cuenta, que quiere que se interesen en usted y procurase compañía. ¿Y por qué esa compañía tiene que involucrar sexo? Replicó mi mujer. Uno supone, contestó él, pero, es verdad, no tendría por qué ser así. Discúlpeme si la incomodé. Para nada, respondió, ella. Descuide. Pero es mejor que las cosas sean claras y no albergar malos entendidos.

Y sobre tener sexo con usted, sí, dijo mi mujer, debo confesarle que la idea pasa por mi cabeza. Pero no sé si usted esté de acuerdo en las condiciones que habría para que eso sucediera. ¿Y cuáles serían esas condiciones? Preguntó. Primero, mi marido estará presente. Yo no me involucro en este tipo de aventuras si no cuento con su apoyo. Segundo, el encuentro se daría en la habitación de nuestro hotel. Y, tercero, usted puede comportarse como habitualmente lo hace con sus conquistas, pero, si hay algo que no me gusta, dejamos las cosas así. Sin explicaciones. ¿Está de acuerdo? Sí, contestó.

Aunque quisiera poner algunas condiciones de mi parte. Me parece justo, comentó mi esposa. ¡Adelante! Primero, quisiera que usted y yo saliéramos de este lugar en mi motocicleta. Segundo. Me gusta tener el control de la situación y que mis parejas se sometan. Tercero, si algo no le gusta, antes que rechazarme, quisiera que me lo dijera abiertamente. ¿Está de acuerdo? Sí contestó ella. Bueno, qué opinas tú, me preguntó. Pues, contesté, ¿qué puedo opinar? Ya organizaste todo y no habría nada más que decir, así que vamos.

El macho alfa de aquella manada de motociclistas, Oscar era su nombre, nos pidió algunos momentos para despedirse de su tropa. Tómese su tiempo, dije yo. Nos avisa cuando esté listo. Así que se retiró de la mesa, conversó un rato con las personas que le acompañaban, quizá poniéndose de acuerdo dónde encontrarse más tarde, o al día siguiente, si las cosas duraban más de lo previsto. Al final, poniendo todas sus cosas en orden.

Al rato, Oscar volvió. Y, en el mismo tono mandón de antes, dirigiéndose a mi mujer, dijo, ¡vamos! Así que nos levantamos de la mesa y le seguimos. Vi como ella le acompañaba y se acomodaba en su moto mientras yo, que me había rezagado, pagaba la cuenta. El tipo, ciertamente, quería hacer su show frente a los amigos y alardear de su conquista. Y, mi mujer, cómplice del espectáculo, le colaboró, porque dejó el abrigo conmigo y así, vestida de fiesta, informal, como estaba, partió en la moto junto a él. No dudo que los demás sabían qué seguía a continuación.

Abordé mi vehículo y, también, haciendo el show, partí en dirección contraria a la que habían emprendido ellos. Sus amigos habrán pensado que yo no hacía parte del decorado y que todo se iba a desarrollar entre su amigo y mi mujer, su nueva conquista. Así que, una vez llegado al hostal, tan solo unos minutos después de ellos, llegué hasta nuestra habitación, pero no les encontré. La moto de aquel hombre estaba estacionada frente a la recepción, por lo cual descartaba que se hubieran ido para otro lugar. Supuse, entonces, que mi esposa había tomado otra habitación, así que llegué hasta la recepción para preguntar. ¿Alguien se ha registrado a esta hora? No, nadie, me contestó el recepcionista.

No me atreví a indagar más y decidí darme una vuelta por ahí. El sitio no estaba concurrido, más bien solo, de manera que hubieran podido ir a algún sitio poco convencional. Y, en efecto, al pasar frente al bar, cerrado y sin servicio a esa hora, escuche el sonido característico del meta y saque del miembro masculina en la vagina de la mujer. Con sigilo, y tratando de no distraer a quienes allí estuvieran, entreabrí la puerta y allí, al fondo, en medio de la penumbra, vi a mi esposa, parada, apoyada en la barra, de espaldas a aquel, quien desde atrás la penetraba y empujaba a su antojo.

El hombre tenía los pantalones abajo y la embestía duro, con furia, si se quiere. Y mi mujer, con la falda de su vestido levantada, exponía sus nalgas para el disfrute de aquel. ¿Te gusta mi verga? Repetía aquel hombre incesantemente, a lo cual mí mujer respondía con un agitado y entrecortado sí, te siento rico. ¡No pares…! Allí, en la penumbra, al parecer escondidos de las miradas, se podía ver las figuras de ambos en la cópula y escuchar los gemidos de mi esposa, como un murmullo. El macho no dejó de empujar contra sus nalgas, con más intensidad en la medida en que ella gemía y movía sus caderas en respuesta a sus embestidas.

El tiempo pasó y, tras continuar unidos por sus sexos, vino el desenlace. Aquel apretó su cuerpo contra sus nalgas, evidenciando que había llegado a su clímax. Ella, interpretando la situación, movía agitadamente sus caderas mientras gozaba de las sensaciones del momento. Y, unos segundos después, aquel se retiraba y mi esposa se giraba para dar por terminada la faena. Yo, sigilosamente me fui a esperarlos en la recepción, como si no supiera de nada.

Al rato llegaron hasta ahí. ¿Dónde andabas? Pregunté cuando les vi. Dándole una pruebita, me contestó ella con una sonrisita pícara. Entiendo, contesté. ¿Y? La tiene rica, continuó. Okey. Y, ¿ya se acabó? Pues, no sé, respondió ella. No sé si él caballero quiera más. Y el caballero, como era de esperarse, respondió que le gustaría compartir un poco más. Entonces, ¿pregunté? Entonces, respondió mí esposa, vamos a la habitación, si les parece. A mí me parece. ¿Y a usted? Pregunte mirando al incrédulo motociclista. Lo que ustedes digan, respondió.

Ya, en nuestra habitación, mi esposa dirigió el rumbo de laos acontecimientos. ¿Nos quitamos la ropa? Sí, dijo aquel, pero déjeme desnudarla. ¡Adelante! Dijo ella. El hombre, entonces, empezó a desnudarla, quitando prenda por prenda. No era difícil. Empezó por quitarle el abrigo, la prenda que permaneció puesta mientras penetraba su vagina minutos antes. Y estando así, pudo verla de nuevo como la conoció en “La Cervecería”, con su blusa escotada y su corta falda.

Continuó retirándole la blusa y decidió entretenerse unos instantes, acariciando, besando y amasando los pechos descubiertos de mi esposa, que, para ese instante, estaba aflojando el cinturón del pantalón de aquel. Y metiendo sus manos dentro de los pantaloncillos del hombre, llegaba a acariciar el pene que pocos momentos antes la había penetrado. La tiene rica, dijo ella, mientras aquel miembro crecía de nuevo al tacto de sus manos. El macho, entonces, continuó con su tarea y la despojó de su falda. No fue difícil. Tan solo con soltar la cremallera, la prenda cayó al suelo.

Ella, algo coqueta, se quitó los pantis y se montó en la cama, presta a recibirle. El hombre, muy ágilmente, de desprendió de la ropa y pronto estuvo listo para embestir de nuevo. Mi esposa, sin embargo, lo instruyó para que se acercara a ella, a un costado, de rodillas, y, tomando su miembro, se lo llevó a la boca y empezó a chuparlo con mucha dedicación. El miembro, rápidamente, se puso erecto. Pero, ella, excitándose ante la vista de esa imagen, continuó su labor, concentrando su atención en el glande de aquel hombre, que, disfrutaba de esas cálidas atenciones.

No pasó mucho tiempo para que el macho se decidiera intervenir y, de una manera un tanto brusca, la detuvo diciéndole, ahora me toca a mí. Se colocó frente a ella, con su pene erecto palpitando, abrió sus piernas y con un tino certero, llevó su pene dentro de la vagina de mi mujer, quien dispuesta lo recibió y, agarrándole por las nalgas, lo dirigió para que fuera profundo dentro de su cuerpo.

La cópula inició con embestidas fuertes por parte de él y contragolpe de ella a sus embestidas, con sus caderas. Mi esposa, por no decirlo de otra manera, se volvió loquita sintiendo la verga de aquel jugueteando dentro de su cuerpo. Su cara enrojecía con cada embate del macho y su cuerpo, retorciéndose debajo de él, mostraba las deliciosas sensaciones que el contacto con aquel le producía. Ella abría y elevaba sus piernas para sentir más profundo las embestidas del macho, quien no cesaba de moverse, adelante y atrás, concentrado como estaba, penetrando a mí mujer.

La faena continuó con la misma intensidad. Aquel hombre procuraba varias los ángulos de sus embestidas en cada movimiento y, al parecer, esto producía algún resultado porque ella gemía más y más con cada variación. Era seguro que aquel miembro en movimiento tocaba las partes más sensibles del sexo femenino y le sacaba chispas de placer a mí esposa con cada una de sus variaciones. Hasta que, después de empujar y empujar, por un lado, y gemir por el otro, aquel, nuevamente, presionó su cuerpo contra el de ella para irrigarla internamente con su semen. Ella pareció sentirlo, porque abrió sus ojos para ver cuál era el semblante del acucioso caballero.

Ambos, agitados, quedaron tendidos lado a lado, recuperándose del esfuerzo. Ella, estando en su cama, se relajó y pareció dormirse. El hombre, por otra parte, después de un rato, se incorporó, entró al baño para ducharse y vestirse, lo cual hizo bastante rápido. Y, sin tanto protocolo, se despidió. Gracias, señora, dijo despidiéndose de ella. Ojalá nos volvamos a encontrar. Ojalá, respondió mu mujer. Que regreses pronto. Hasta mañana.

Y así terminó la velada. Ella tenía ganas de experimentar y hacer el amor aquella noche, así que su disposición y búsqueda se vio recompensada. Y es que la que busca, encuentra. Y, en este caso, lo que halló le proporcionó mucho placer. Sus sentidos fueron satisfechos y una vez más pudo calmar sus apetitos con todo placer.

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