Me llamo Sayo y trabajo para una empresa. Soy más bien bajita y algo regordeta. Una chica de esas que aun teniendo un rostro agradable, suelen pasar desapercibidas. Probablemente el hecho de no ser el centro de atención también vaya ligado a mi timidez y falta de atrevimiento. Otras, con menos virtudes que yo, pero más descaradas, obtienen mucha más relevancia social.
Aquella tarde Takada san, mi compañero de trabajo, mi mentor, mi senpai, estaba allí a mi lado, en pelotas. La cara roja de vergüenza, complexión delgada, culo caído y algo desinflado con una fina raja de la que salían aquí y alla algunos pelos negros. Por delante, el pene colgaba inclinándose ligeramente a la derecha, algo crecido a pesar de la situación.
Frente a nosotros Yamada san, nuestra jefa. Más alta que yo, constitución atlética, frente despejada y pelo recogido en una larga coleta que casi le llegaba hasta las nalgas. Estaba seria pero no enfadada. Miró de arriba a abajo a Takada e inconscientemente, en un movimiento que no duró más de dos segundos, humedeció sus labios con la punta de la lengua.
Luego me miró a mí.
– ¡Desnúdate! – me ordenó.
Desde el principio sabía que yo sería la siguiente, pero había albergado la esperanza de tener cierta privacidad.
Enrojecí.
Y a continuación, con un nudo en la garganta, hice una pregunta absurda.
– Me quito toda la ropa.
– Desde luego. ¿No ves a tu compañero? Pues tú igual.
Sin decir más palabras, mecanicamente, comencé a quitarme la ropa. Notaba la mirada de mi senpai y de mi jefa. Dudé un instante antes de desabrochar el sujetador y enseñar mis tetas. Después, sin pensarlo mucho, de un tirón, me bajé las bragas dejando al aire mi pálido trasero temblón que tenía algún que otro granito en la parte baja.
La directora caminó a nuestro alrededor examinando con su mirada nuestros cuerpos. La temperatura de la habitación era la adecuada.
– ¿Os habéis enrollado alguna vez?
La verdad es que la idea de tener algo con Takada se me había pasado por la cabeza alguna vez, pero claro, nunca se había dado la situación.
– Bésala… es una orden.
El varón no se decidía y yo tampoco hacía nada por animarle.
– O la besas en la boca o está despedida – amenazó la que mandaba
– Por favor, hazle caso. No quiero que me echen. – le supliqué al ver que todavía dudaba.
Esa mujer era capaz de todo y yo no iba a poner mi futuro en riesgo por una pequeñez.
Quizás por miedo o por deseo, ciertamente por obligación, el caso es que nos besamos en serio. Reconozco que me dejé llevar y le metí la lengua.
Nuestra jefa, satisfecha. Cogió una silla, la puso frente a su escritorio y se sentó.
– Quién es el primero? – dijo mientras hacia un gesto palmeando sus muslos.
Mi compañero se acercó y siguiendo las instrucciones se tumbó boca abajo sobre el regazo de la que iba a calentarle el culo. Por mi parte, siguiendo órdenes, abrí el cajón del escritorio, saqué un cepillo de madera y se lo entregué a la directora.
El castigo no fue suave. Aquella mujer pegaba con fuerza dejando marcas en el trasero de su empleado.
Había algo hechizante en el correctivo que me hacía mirar con una mezcla de temor a lo que me esperaba y excitación por la escena al desnudo.
Finalmente, Takada san se reincorporó y se pudo frotar las posaderas.
Mi jefa me miró y repitió el gesto palmeando sus muslos e invitándome a tumbarme sobre ellos. Me acerqué a ella indecisa y aguardé un instante de pie, tratando de contener los nervios. Luego, de repente, agarró mi muñeca y tiró de mí. Caí torpemente sobre sus rodillas, apoyando una mano en el suelo para no perder el equilibrio. Suspiré con alivio cuando quedé en posición, me relaje demasiado deprisa y se me escapó un pedete. El rubor tiñó de rojo mi rostro, no sabía dónde meterme. Esperé un comentario burlón, una reprimenda. En su lugar recibí un azote del cepillo sobre mi pandero. Y luego otro y otro. Pronto mis nalgas comenzaron a danzar mientras cambiaban de color. Por suerte, al igual que con mi compañero, el correctivo fue intenso pero breve. Dejé escapar alguna lágrima mientras me ponía de pie y masajeaba mis glúteos.
– Hoy os quedaréis un par de horas más acabando el trabajo.
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Por la tarde la oficina se hallaba casi en silencio y en semi-oscuridad. La única luz que delataba actividad provenía de la sala dónde trabajábamos. Faltaban 20 minutos y ya casi habíamos acabado.
– ¿Qué tal estás? – me preguntó mi senpai
– Me escuece el culo… pero supongo que a ti te ocurrirá lo mismo. – respondí con franqueza.
Un minuto después hablé de nuevo.
– ¿Te apetece hacer algo? – pregunté.
– Algo cómo qué… enrollarnos?
– Sí, por ejemplo eso. – dije acercándome a él y tocándole el brazo.
– ¡Desnúdate! – me dijo.
Obedecí.
El también se quitó la ropa.
La visión de su pene, erecto y grande, llenó de cosquillas mi bajo vientre.
Le di la espalda, apoyé mis manos contra la pared e inclinándome puse mi culo colorado en pompa.
La penetración me hizo gritar de placer.