No volví a ver a Morena en la calle. El último encuentro había terminado con un beso candente y su teléfono anotado en un papel. Eran tiempos previos a Whatsapp, cuando todavía la gente hablaba por teléfono. Dejé pasar unos días para marcarle, mal disimulando mi interés. Una noche marqué su número y me contestó como si fuera yo un cliente más hasta que le aclaré que era su “vecino”. Su tono cambió de inmediato, pero me pidió que le llamara al día siguiente, más temprano, pues estaba trabajando. Que si pudiera lo hiciera antes de las 6 pm.
No me lo tomé a mal y, siendo mi día de descanso, no tuve problema con marcarle después de la comida. Platicamos un poco y me propuso vernos. No quise verme, de nuevo, desesperado, y solo agregué que sí, que también me gustaría y que nos viéramos un día de estos. La conversación fue por otros temas, aunque siempre orbitando lo sexual. En algún momento salió el tema de los fetiches y le comenté que me encantaban los uniformes escolares. Me respondió que era una fantasía muy común, la colegiala. Pero mi fantasía tenía un elemento, quizás, un poco perverso. No me gustaban los trajes de bailarina exótica de faldas cortísimas, blusas transparentes, medias y tacones. Mi fetiche era más realista: me gustaba la apariencia genuina de estudiante, el uniforme de una institución específica, las calcetas largas, los lentes, el cabello recogido. Me dijo que era un perverso y que no tenía ese uniforme, pero, si yo lo llevaba, con gusto se lo pondría para mí.
Ni siquiera tuve que pensarlo. La erección que tuve al pensarla vestida así y a mi merced eran la única confirmación que necesitaba. Quedamos en mi siguiente día de descanso a las 2 de la tarde.
Por fortuna, el ciclo escolar estaba por comenzar, así que había muchísimas tiendas vendiendo uniformes. Vi una donde la dependiente tenía un cuerpo similar a Morena. Le mentí diciendo que el uniforme era para una prima y que si le quedaba a ella, seguro le quedaría también a mi prima. Compré todo lo necesario y le confirmé que iba para allá.
***
Me recibió vestida en jeans y con una camiseta de holgada, el cabello envuelto en una toalla y el rostro totalmente desmaquillado.
Morena vivía en una zona residencial. Sin entrar en mucho detalle, un familiar le rentaba la casa a precio módico. Cuesta un poco de trabajo imaginarlo, pero hace 15 años una mujer, transexual o no, podía ejercer la prostitución con relativa seguridad en su casa, siendo independiente. Ese era su caso y le estaba yendo bien, me dijo. Pasamos una salita sencilla y alcancé a ver un cuarto. Tenía luces rojizas, un espejo en la pared paralelo a la cama matrimonial y una televisión apagada.
Me gustó el gesto. No me invitó a ese cuarto. Sentí ternura cuando me llevó de la mano a su dormitorio: una cama individual, un sofá de dos plazas, una televisión más grande que en la otra habitación y un librero con una cantidad modesta de libros y adornos.
—¿Trajiste el uniforme? —me dijo, secándose el cabello todavía. Le extendí la bolsa y me dijo que le diera unos 15 minutos, que podía ver la televisión si quería. Me entretuve todo el rato curioseando en los títulos de sus libros.
***
Decir lo siguiente es un lugar común, pero fue exacto: verla me cortó el aliento. Llevaba el uniforme completo, con sus calcetas altas, su falda, unos zapatos negros, sus lentes, el cabello recogido en una coleta. Agradecí que la dependiente de la tienda fuera tan poco sincera: la blusa polo con el logo de la escuela le quedaba un tanto ajustada. Los pechos de Morena estaban perfectamente delineados. Sus anchas caderas destacaban también con la falda de tonos rojizos. Sus muslos morenos contrastaban con la blancura de las calcetas.
—¿Me va a ayudar con la calificación, profe? — dijo, jugando con su cabello.
Nos sentamos en el sofá, muslo con muslo, siguiendo el juego. Ella fingía, con un libro, mostrarme algo. Hacía que mi brazo rosara sus pechos por encima de la blusa, palmeaba mi pierna demasiado cerca de mi ya evidente erección. Decía que hacía calor, abría su blusa un poco, dejando ver su escote, y se abanicaba con la falda. Puse ver su ropa interior, unos cacheteros que nada ocultaban su propia erección. Cerró de golpe el libro y tomó mi mano.
—Profe, ayúdeme, si repruebo me corren. Mire, estoy asustada. —Y ponía mi mano en su seno izquierdo. —¿Ve cómo me late el corazón?
Comencé a masajear su pecho y pellizcar suavemente su pezón, mirándola a los ojos a través de sus lentes. Repetía “Profe” en varios tonos. De recriminación, de enojo fingido, hasta decirlo gimiendo. Y comenzamos a besarnos.
Su lengua era algo vivo. Toda su pasión la comunicaba a través de ella, empujando, rozando, latigueando y penetrando mi boca, mis labios. Jugaba con mi propia lengua. Y me llevaba a donde quería. Solo dejaba de besarme para atraerme a su cuello, a explorar el escote de su blusa. La abría lo suficiente para que asomara la carne tibia de sus pechos.
Levantó su blusa haciendo el ademán de quitársela pero se lo impedí. Me sonrió traviesa y se limitó a subirla y sacar sus senos del sostén. Se recostó sobre el sofá y me dejó lamerlos a placer. Me di a la tarea inclinado sobre ella. Sus pezones estaban durísimos.
—Profe, tengo un secreto — tomó mi cabello y me empujó con suavidad. — Aquí está.
Morena abrió sus piernas. El cachetero que usaba estaba ajustado, revelando el bulto de su pene. Le seguí el juego, fingiendo desconocimiento. Comencé a rozarlo por encima de su ropa y ella se estremecía. Sin liberarlo, comencé a lamer la tela de su ropa interior, humedeciéndola y viendo cómo aumentaba su erección. La punta se liberó sola. Asomó por una de las mangas de la prenda y no era mi saliva de lo que ya estaba mojada. Pude, ya sin la presión ni la sorpresa de la última vez, saborear la excitación de Morena.
Muchas veces quienes sentimos curiosidad por las mujeres transexuales bromeamos al respecto: al final, el clítoris es un pequeño pene, así que no hay diferencia. Pero hay algo que me resulta excitante de estar con este tipo de mujeres: siento una seguridad de mi capacidad para complacerlas porque su cuerpo me es más comprensible.
Morena confirmaba mis pensamientos con sus gemidos y la urgencia con la que empujaba mi cabeza entre sus piernas. Liberé su pene por completo, apartando su cachetero. Recorrí con curiosidad y placer cada elemento de sus genitales: la base, sus testículos recién depilados, todo desde la punta húmeda y dura hasta el perineo.
—Profe, ¿cuánto me pone por una mamada?
—Depende, bromee. ¿Va a ser una mamada de seis o de diez?
Morena sonrió e intercambiamos posiciones. Yo estaba ahora sentado con las piernas abiertas en el sofá y ella, de rodillas, me miraba entre las piernas. Se dejó de sutilezas. Me quitó los zapatos, bajó mis pantalones junto con la ropa interior y, de una, engulló mi pene completamente. Me miraba retadora a través de los lentes. Sus ojos lagrimeaban un poco, pero ella no se apartaba. A pesar de escuchar un leve sonido de arcadas, su lengua repasaba mi pene con habilidad. Al final se apartó e hilos de saliva unían mi pene con sus labios. Los rompió con su mano y, lubricada con ellos, comenzó a masturbarme. Uno por mis testículos fueron entrando por turnos a su boca. Sentía una succión casi dolorosa, pero infinitamente más placentera. Alternó por un par de minutos su mano, su boca y su garganta.
Justo en el momento que presintió mi eyaculación, se llevó la punta de mi pene a sus pechos y dejó que mi semen escurriera entre ellos.
—Ay, no, profe… Me va a dejar con ganas… — dijo, acariciando mi pene que comenzaba a ponerse un poco flácido. Fingiendo contrariedad se levantó, se cruzó de brazos y se arrojó boca arriba sobre la cama.
Siguiéndole el juego a su berrinche, me acerqué despacio y comencé a acariciar sus pantorrillas a través de la tela de sus calcetas. Las besé también, ascendiendo por sus muslos y apartando la falda. Fui bajando poco a poco sus cacheteros para dejar al descubierto sus nalgas. Me apliqué sobre su ano. Ella inclinaba juguetonamente sus caderas, rozando su pene contra las sábanas. Cuando quedó inclinado bajo su cuerpo lo aprisioné y dejé que sus movimientos lo sacaran y metieran de mi mano, sin dejar de pasar y repasar mi lengua sobre su ano.
—Me gusta mucho, profe — No supe si se refería a lo que le hacía o a mí mismo, pero ambas posibilidades me iban devolviendo la erección. Hice una rápida comprobación y confirmé que ya estaba listo mi pene para continuar.
—No te vas a quedar con las ganas, Morena. —Le dije, al tiempo que acariciaba la entrada de su ano con la punta de mi pene.
—Ponte condón primero.
La obedecí, pues lo había dicho en otro tono, como si de golpe se hubiera salido de la fantasía. Siempre es un momento incómodo, cuando hay que pausar el placer y la entrega por algo que parece lo contrario: la precaución.
Una vez enfundado en el anticonceptivo volví a explorar la entrada de su ano. Morena gimió, devolviéndome con ese sonido la erección que podría hacer perdido en la pausa.
—Despacio, profe. Es la primera vez. ¿No me va a doler? —Sentí mi pene latir de deseo… Entré despacio, al ritmo de sus gemidos. Tengo el glande un poco grande, hay que decirlo. Sentí cómo batallaba para entrar. Sentía la carne caliente de su ano envolver la punta y, casi como si me hubiera succionado, el resto de mi pene entró dentro de ella con un gemido ahogado.
A horcajas sobre ella, usando sus nalgas como asidero, comencé a penetrarla con buen ritmo. La única ventaja de ser un tanto precoz es que mi segunda vez dura por las dos. Durante varios minutos la hice gozar, penetrándola con suavidad o dureza, rápida o lentamente, según me lo indicara.
Ninguno de los dos terminaba, pero me había cansado un poco de la posición y me salí de su ano. Ella, liberada de mi peso y de mi pene, se recostó boca arriba.
—Qué cabrón, profe. Me lo dejó todo rojo —dijo riéndose.
Yo me puse a acariciar su ano y sus testículos. Me subí sobre ella, quedando con los cuerpos invertidos, en un 69 involuntario. Me fui inclinando para besarle lentamente su ano…
—Profe, me gusta mucho que me consienta así. Le voy a devolver el favor…
Dicho eso, sentí su lengua enseñándome una caricia que me era del todo desconocida. Confieso que me perdí en la novedad de ese placer. Y ella se dio cuenta pues fue cambiando su posición de tal modo que me tenía a merced de su boca y de sus manos. Comenzó a ordeñarme al tiempo que aplicaba su lengua. A veces suavemente dibujaba círculos. A veces endurecía su lengua como si quisiera penetrarme.
Yo tenía su pene entre mis manos y comencé a masturbarla.
Sentía cómo su saliva inundaba mi escroto al bajar por el perineo. Y luego, sin dejar de lamer y besar, deslizó su dedo pulgar y lo introdujo, totalmente lubricado. No sé si fue el placer por sí mismo, o solo coincidió, pero en ese momento eyaculé. Su dedo siguió ahí y, primero por su gemido y luego por lo que sentí en mis manos, me di cuenta que ella también había terminado.
—Profe, voy a tener que cambiar las sábanas… — dijo, acomodándose las gafas.
***
Diez minutos después estábamos en la regadera. Nos besamos bajo el chorro, enjabonándonos mutuamente. A pesar del cansancio y el placer saciado, seguíamos buscando nuestros cuerpos, besando y acariciando. Era evidente, por ambas erecciones que rozábamos la una con la otra, que la tarde de sexo estaba lejos de terminar. El pene de ella se deslizaba debajo del mío, empujando mis testículos. Y, de pronto, con cierta brusquedad se arrodilló e hizo que me girara. Continuó con su lengua sobre mi ano. Yo, de pie, tomé las llaves de la regadera y me incliné, abriendo ligeramente las piernas. Disfrutaba de su lengua y del agua tibia sobre mi rostro.
Tras una pausa que apenas noté y sin previo aviso, sentí la punta de su pene acariciando mi ano en lugar de su lengua.
—Sí, sí, ya sé que nunca lo has hecho. Voy a ser cariñosa — me dijo, lamiendo mi oreja.
Sentí su pene, por suerte delgado, entrar dentro de mí. Honestamente, disfruté más de su placer que del mío. Es decir, no es una sensación desagradable, pero prefería su lengua a su penetración. Y desde luego prefería penetrarla yo a ella. Sin embargo, es como el sexo oral a una mujer: no es que lo disfrutemos por nosotros, sino por el placer que le proporciona a nuestra pareja. Además, mientras me penetraba, me masturbaba, gimiendo. No estaba nada mal.
Estuvo un par de minutos así. Salió de mí y me tomó de la mano. Nos secamos apresuradamente con las toallas y nos sentamos en el sofá. Para mi tranquilidad, vi que se había puesto un condón antes de penetrarme. Y sacó otro para ponérmelo.
Es un poco complicado describir la posición. Yo me recosté contra el apoyabrazos del sofá con mis piernas sobre el otro apoyabrazos. Ella se montó en mí de tal manera que, apoyada en sus piernas y recostada sobre las mías, se ensartó con fuerza. Me encantó esa otra faceta de Morena, ya desnuda, sin juegos, entregada a su propio placer. Se masturbaba al tiempo que subía y bajaba. El mismo movimiento y ritmo iba acercando nuestros cuerpos… De pronto, sin dejar de penetrarla, había quedado frente a su pene. No perdí oportunidad. Comencé a besar y lamer la punta de su pene, a engullirla. Con su mano izquierda tomó mi cabeza, empujándome hacia a ella. Y eyaculó muchísimo. Con suavidad pero con firmeza mantuvo su pene dentro de mi boca mientras terminaba.
Antes de que pudiera escupir o tragar, ella se levantó y se subió sobre mí. Me besó de lengua, como queriendo robarme cada mililitro de su semen. Pero una vez dentro de su boca volvía a derramarlo en la mía con un beso. Sentí sus hábiles manos haciéndome eyacular.
—Ahora sí, profe. ¿Le gustó mi leche? Ya la probó como se debe…
Parpadeé como si estuviera despertando de un sueño y sentí cómo me derramaba entre sus dedos. Creo que esa fue suficiente respuesta.
***
No volví a ver a Morena, a pesar de mi insistencia y de la amistad telefónica que mantuvimos meses después. Lo último que supe fue que se iría a Monterrey a hacerse más operaciones y bailar en un sitio. Espero que donde quiera que esté, le esté yendo muy bien.