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Desde el asilo
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Tiempo de lectura: 4 minutos

No importa cual había sido mi falta: le mentí, la engañé.

Y allí estaba yo de rodillas, desnudo, besándole los pies, pidiendo perdón. Ella estaba sentada con piernas y brazos cruzados, mirándome y sonriendo. Callada, imperturbable, una diosa ajena a la miseria humana que era yo. Dejó que me arrastrara, que se me secaran las lágrimas y los besos. Hasta que por fin se inclinó y tomo la correa que tenía atada a mi collar y con un suave tirón, me acercó a centímetros de su boca. Con voz tranquila, como si estuviera hablando del tiempo, dijo:

– No sé si algún día te voy a perdonar. Puede que sí, puede que no. Tendrás que pasar por mucho, sufrirás lo que nunca imaginaste. Si hasta ahora eras mi esclavo con algunos beneficios, vas a ser menos que eso. Te voy a transformar en nada, en un ser que apenas escuche mis pasos va a empezar a temblar y a pedir clemencia. No volverás a ver la luz del sol por mucho tiempo… – me dio un suave beso en la boca y me soltó: También podés irte. Elegí.

Por supuesto que me tiré desesperado a sus pies y le agradecí de mil formas inimaginables. No fui consciente o no quise serlo, del significado de sus palabras. Solo quería que me perdonara. Esto sucedió hace… ¿quince? ¿Diez años? No lo sé. A partir de aquel día perdí todo: incluida la noción del tiempo.

II

Primero fue desocupar la habitación de servicio que contaba con un baño mínimo. Solo permitió que dejara un colchón en el piso, unas pocas mantas. Nada más. Cuando finalicé me encerró en aquel cuarto. Durante semanas o meses, no lo sé, me sacaba de allí tirando sin piedad de la correa y me llevaba hasta la cocina y allí me hacía comer en el piso, mientras ella permanecía mirándome callada. Luego me encerraba otra vez en la habitación.

Hasta que aquella monotonía se quebró. Y empezó otra rutina infernal, durante la cual supe del terror, del dolor, de agonías físicas y mentales que me quebraron para siempre. Nunca imaginé de lo que ella era capaz.

Aunque los recuerdos son difusos, los días empezaban con ejercicios físicos bajo su supervisión. Traía una silla y sentada me indicaba que debía hacer. Cuando cometía un error ya sea por torpeza o porque estaba exhausto, con voz sedada me indicaba que repitiera. Nada más.

Nunca, ni antes cuando ya era mi dueña y aún tenía ciertos derechos como satisfacerla oralmente o bañarla por ejemplo, ni en esta nueva etapa, ella se vestía de manera especial. Alguna que otra vez recuerdo haberla vestida con alguna prenda de cuero. Le bastaba con su desnudez para vencerme. Pero ahora no. Cada vez que me visitaba, lo hacía como Dios la trajo al mundo. ¿Cómo es físicamente? ¿Importa eso de un Ama?

Cuando concluía mi entrenamiento físico, Ella entraba en acción. Comenzaba a usar el látigo corto como solo Ella solo sabía hacerlo. Era lenta y metódica. No me hacía contar los latigazos porque creo que ni Ella sabía cuando detenerse. Podían ser diez como cincuenta o más. Jamás necesitó atarme. Solo indicaba en que posición debía soportar el tormento. Cuando me vencía el rigor, y quedaba hecho un ovillo, llorando, sangrando, esperaba paciente a que volviera a la posición que me había indicado. Y recomenzaba. Creo recordar que al principio, llegue a suplicar piedad, a intentar arrastrarme para besar sus pies, pero me dejaba solo llegar a centímetros de Ella para luego dar un paso atrás y descargar un nuevo golpe. Cuando lo decidía el suplicio terminaba y en ese momento Ella dejaba su marca, la dosis exacta de placer y dolor para que todo fuera más terrible: Suavemente me pasaba un dedo por mi pene que enloquecido buscaba más. Había veces que me dejaba así. Otras llegaba a correrme. No le importaba. Nunca le importó. Sabía que aún vaciado, una palabra, un gesto, bastaba para que volviera a estar sediento de Ella.

Cuando quedaba muy maltrecho, dejaba que transcurrieran los días para que me recuperara. Pero no por ello me libraba de sus torturas. Sentada en su silla, fumando, con mi cabeza bajo la planta de su pie, solía hablarme. No me preguntaba nada: solo informaba de mi estado, subrayaba en que me estaba convertido, en que era un ente sin futuro, que no tenía ni siquiera la voluntad de rebelarme. Hablaba como si estuviera conversando con Ella misma, como si yo no estuviera. O me obligaba a mirar videos de como estaba educando a un nuevo esclavo (el era un esclavo que podía tocarla; yo ni eso)

Después sobrevino una larga temporada de electroshock: yo arrodillado, con las manos en la nuca, sin bajar la mirada, debía soportar las descargas: no cesó en esa práctica hasta que pude soportar dos minutos el nivel máximo de intensidad. Más tarde las duchas frías, simulacros de ahogamiento: yo solo debía meter la cabeza en el balde del agua y solo ante una indicación de Ella podía volver a tomar aire. También el hambre y la sed. Conservo vagos recuerdos de haber deseado que de una vez por toda me quite la vida.

De pronto aquel torbellino se detuvo. Pasaron días, semanas, meses, donde Ella no apareció. Se limitaba a golpear la puerta cuando me acercaba comida y bebida. Comencé a extrañarla a niveles insospechados. Necesitaba sentir su poder como si fuera una droga y era en esos momentos cuando me ponía en posición fetal y lloraba. La única imagen que taladraba mi cerebro durante aquellos días interminables, era la de Ella, la de su cuerpo desnudo, sus piernas, su mirada impasible ante el sufrimiento que me provocaba. Se había cumplido su advertencia: “Vas a temblar cuando escuches mis pasos”

Hasta que un día irrumpió en la habitación y arrojó un par de prendas al suelo. “Podes irte” No comprendí. ¿Adonde iba ir si yo ya no era nadie? Me arrojé al piso y le abracé las piernas. De tanto estar en silencio, había perdido la capacidad de hablar. Igual Ella entendió. Me apartó de su cuerpo como si me tuviera asco y me pisó. “Te avisé que iba a pasar esto” Antes de marcharse, agregó: “La puerta queda sin llave”

Llegó la época del olvido definitivo. Me permitió volver a estar a su servicio en algunas cuestiones. Hacerle de comer, limpiar a veces, prepararle el baño. Eso si: nunca se olvidaba de rozarme el pene con su dedo índice sobre todo cuando se acostaba desnuda y me dejaba dormir a su lado en el suelo. Pero en líneas generales, me ignoraba. Una vez intenté besar sus pies. Me agarró del pelo y mirándome a los ojos, me dijo. “¿Crees que podes aspirar a ese privilegio? Sé que ya no podés pensar… pero ¿no te alcanza con lo que te doy?

Un día mi mente y mi físico empezaron a flaquear. Habían pasado los años y yo era un ente flaco, que me costaba caminar y que veía con dificultad. Ella se dio cuenta y sin decir nada, me arrastró hasta la pieza y me encerró allí. Cada tanto me hacía una visita, como si quisiera comprobar que mi deterioro era irreversible. No había compasión en su mirada. Solo frialdad como si un científico observara el resultado de su experimento. Me acariciaba el pene un rato y se iba.

Hasta que llegó el día que unos enfermeros vinieron por mi y me trajeron a este lugar: un asilo de ancianos. Le tengo fobia al sol, por lo que solo me levantan después del atardecer. Le pedí a una enfermera un cuaderno y lapicera para desgranar estos recuerdos.

Aunque cada noche antes de dormirme me entusiasmo, sé que Ella no vendrá nunca a visitarme.

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