Rafaela era un sol. Una pelirroja sonriente y enérgica, cuya belleza estallaba por sus curvas generosas y su inteligencia rara, rápida y aguda. Hablaba fuerte y bien, defendía sus opiniones en debates apasionados y fuimos amigas desde el primer semestre en la universidad de biología. Diez años y un doctorado después, seguíamos compartiendo cafés, conferencias, borracheras alegres y, últimamente, los preparativos de su boda. Se iba a casar con Lionel en agosto. Siempre la había conocido saliendo con él y, por lo que sabía, nunca se habían separado ni engañado. Él era como un contrapunto oscuro de Rafaela. Moreno, flaco, callado y cínico. Sus sonrisas eran escasas, a menudo las forzaban un trago de más, pero era un amigo fiel y paciente. Al inicio me había caído mal. Por su tono de burla ácida, me incomodaba y hasta le tenía miedo. A medida que pasaron los años, aprendí a conocerlo y a apreciarlo. Ya podíamos conversar horas juntos sin que yo temiera sus comentarios ásperos. Había entendido que no los hacia para dañar, solo era así, directo. Con mi novio, salíamos a menudo con Rafaela y Lionel, era la pareja de amigos con quienes mejor nos llevábamos.
Confesaré que, en realidad, Lionel siempre me atrajo, más bien por la dificultad para relacionarme con él que por un tema de deseo físico. Hasta hace un par de años, cuando tuve un sueño erótico con Rafaela y con él. Un orgasmo espontáneo me había despertado en plena escena morbosa creada por el lado más perverso de mi mente. Estaba en cuatro, mamando las tetas de mi amiga, arrodillada frente a mí, mientras su novio me cachaba divinamente bien con su verga ancha, haciendo movimientos lentos y profundos. Desde entonces y sin que lo pueda detener, se desarrollaron mis fantasías con él. Cuando demoraba en venirme mientras estaba con mi novio o que me masturbaba habiendo agotado la reserva de videos y fotos que me mandaba mi ex, Matías, y mi selección en línea, pensaba en Lionel. Me excitaba la idea del doble engaño, de la traición amorosa y amistosa para ambos. Sentía que, si compartiéramos un deseo capaz de hacernos franquear los límites la buena moral, el sexo con él sería un descontrol total. Así me vine varias veces, vergonzosamente perdida en mis fantasías, en particular cuando estaba en cuatro con mi novio. En esta posición no me costaba mucho imaginar que era Lionel que me agarraba las nalgas con fuerza y me cachaba, abriéndome el culo concienzudamente con sus dedos antes de metérmela por ahí. Pensando en eso, me agarraba la concha a plena mano y me venía con un grito ronco para la más grande satisfacción de mi novio.
El control de mis fantasías se volvió más complicado este verano, unas semanas antes de la boda. Estaba de vacaciones y los apoyaba para la organización de la fiesta. Me había emocionado y honrado que mi amiga me pidiera ser su testigo de boda, y fuera de los preparativos generales, le reservaba un par de sorpresas lindas que esperaba que le iban a gustar. Pasábamos tardes enteras juntas conversando y arreglando adornos para las mesas o bromeando acerca de las peores disposiciones de asientos que se podían imaginar. Un día que estábamos hablando del tema de la fidelidad, me comentó que era la cosa que más valoraba en una relación. No entendía a la gente que tenía relaciones abiertas y despreciaba a las personas infieles.
—No somos animales, Sandra, no entiendo cómo la gente no consigue reprimir sus pulsiones. Si amas realmente a tu pareja, ni siquiera se te ocurre mirar a los demás. Los infieles son personas básicas, sin voluntad e incapaces de tener una relación sana y adulta.
—Claro —le contesté sin mirarla, concentrándome en contar las peladillas que disponía en una cajita de cartón blanco y dorado.
Rafaela no tenía la menor idea de mi intimidad fuera de lo que le contaba con pudor en cuanto a mi novio. Estaba bien lejos de imaginarse mi vida, como todos, y más lejos aún cuánto amaba el sexo hasta convertirme en animal en celo con mis amantes más morbosos, venerando una importante cantidad de vergas hermosas y vigorosas que había tenido el honor de conocer, un panteón personal que crecía años tras año a pesar del compromiso que tenía con mi novio.
—No somos animales… —repetí maquinalmente.
—Conocí pocos hombres, pero ya vi lo suficiente para saber que quiero pasar mi vida con Lionel y que siempre tendremos una vida íntima placentera.
—¿Y él? —le pregunté al toque.
—¿Lionel? —me miró sorprendida y un poco ofendida, —Lionel es el hombre más serio y fiel del planeta. He sido su primera vez y dice que seré la única. Lo creo, somos las almas gemelas que tuvieron la suerte de conocerse en esta vida.
Nos sonreímos y la abracé, diciéndole alguna estupidez de circunstancia tipo “estoy tan feliz por ti, te quiero tanto, amiga…”. En mi cabeza se acababa de prender la fogata. Entonces Lionel, fuera de atraerme, entraba en mi santificada categoría de los hombres “que solo habían conocido a una mujer”, cuyos especímenes de mi generación se habían vuelto más y más escasos a medida que pasaban los años. Esta noticia me ponía literalmente en ebullición. Siempre había tenido la fantasía de hacer descubrir cosas a un hombre que careciera de experiencia o que, por lo menos, había conocido el sexo con una sola persona. Ya me imaginaba llevar a Lionel en los confines de la lujuria, despertar su lado sucio, convertirlo en animal. En fin, pervertirlo.
Vivían en una casa con piscina en una zona rural de colinas verdes con curvas suaves y yo iba a su casa casi todos los días para ayudarlos. Como quedaba a una buena hora en carro de donde vivía con mi novio, Rafaela me propuso quedarme a dormir para los últimos días antes de la boda. Su entusiasmo inquebrantable estaba sometido diariamente a prueba. Quería que todo quedara perfecto y se estresaba, me pidió que me quedara con ella. Había aceptado en seguida, la veía muy preocupada. Pasaba los días corriendo entre la sala donde se iba a hacer la recepción, la florería y la empresa de catering, cuidando los detalles, peleando por teléfono con su madre que por cuestiones de peluquera y probando su vestido de novia cada noche para averiguar que le seguía quedando bien. Más se agitaba, más Lionel se quedaba impasible. Obedecía con calma a la tormenta pelirroja que cruzaba la casa cada cuarto de hora, y trataba de tranquilizarla con paciencia y filosofía.
La boda era el sábado y mi novio me llevó a su casa el miércoles en la noche. Le propusieron quedarse a cenar antes de regresar a Zúrich donde tenía que trabajar aquella semana. Nos instalamos en la mesita que tenían en su terraza con un par de bancos cortos y pocos confortables. Me senté al lado de Lionel y frente a mi novio. El sol ya se había escondido detrás de la colina más cercana y, mientras terminábamos de cenar, estábamos a oscuras. Rafaela había puesto una vela en la mesa, pero la luz débil apenas aclaraba nuestras caras.
Durante toda la cena, me había concentrado en las conversaciones y en los chistes, pero, lamentablemente, no me había podido sacar de la cabeza la idea de que estaba a unos centímetros de un contacto discreto con Lionel y todo lo que mi mente de morbosa era capaz de crear como escenarios al tener su verga a unas decenas de centímetros de mi mano. Me veía agarrarle la entrepierna y descubrir un bulto duro y contundente que hubiera sacado de su pantalón y para lamerlo. Me avergonzaba. Con lo que me había comentado mi amiga, mi delirio lúbrico era muy probablemente algo que no franqueaba los límites de mi cráneo. Estaba empezando a entrar en razón cuando Lionel trajo una canastita de ciruelas a modo de postre. Volviéndose a sentar a mi costado, su muslo se pegó al mío. Y se quedó así. El apretón de excitación y de febrilidad que siempre siento en el pecho en este tipo de situación fue tan fuerte que me dolió. Obviamente, era imposible para mi novio, tanto como para Rafaela, adivinar el contacto físico que tenía con Lionel. No pasó nada más, era suficiente. Después de un rato, miré a mi costado discretamente. Escondida por la mesa, distinguía la entrepierna de Lionel. Una forma alargada característica había tenso la tela de su short. No cabía duda, estaba aguantando una erección completa.
Tú también sí o sí…—pensé —Hace rato que sabía que eras como yo. Novio fiel y ejemplar, tsss… no me la hagas por favor, ¡mira cómo la tienes parada!
Unos veinte minutos después, cuando nos levantamos para irnos a dormir y que me despedí de mi novio, la situación se había convertido en una tortura para mí. Felizmente, llevaba un short de jean negro y nadie se dio cuenta de que mi jugo me empapaba hasta el culo. Mi clítoris estaba tan hinchado que se había vuelto doloroso, era urgente que me masturbara.
Deseé a los novios una buena noche y entré al cuarto de invitados donde iba a dormir. Apenas cerré la puerta que metí mi mano en mi calzón. Me amasé el clítoris con alivio, Lionel ocupaba la totalidad de mi mente. Con la otra mano, me pellizcaba el pezón derecho rabiosamente hasta que el dolor vivo que me infligiera se mezclara con el calor del placer difuso que irradiaba entre mis piernas. La idea de que era posible que compartiéramos las mismas ganas, me había mandado a volar. Me vine menos de un minuto después, parada con la espalda apoyada contra la puerta del cuarto, apretando mi concha jugosa a plena mano.
Rafaela me había pedido acompañarla una vez más en la florería en la mañana y había puesto mi despertador temprano, para estar segura de tener tiempo para tocarme antes de volver a ver a Lionel y, así, estar un poco mas cómoda que la víspera. Escuché los pasitos siempre apurados de mi amiga por el pasillo, la puerta de la casa y su carro que se iba. Había salido a comprar pan para el desayuno como cada mañana. Significaba que todavía no me esperaba y que yo disponía de un ratito antes de ir a desayunar con ella. Me había despertado con un vacío insoportable entre las piernas y unas ganas terribles de sentirme penetrada. Lamentaba haber dejado mi consolador en el cajón de la mesa de noche de mi casa. Empecé a acariciarme, mirando al techo. Hacía calor y había dormido desnuda. Tenía las piernas abiertas y dejaba mis dedos deslizarse entre mis labios húmedos, pensando en la erección de Lionel. Cuánto hubiera dado para disfrutarla en aquel momento…
La maletita que llevaba estaba abierta al lado de la cama y, al ver el cepillo para el cabello que tenía allí, con su mango de madera liso, les dejo imaginar que no demoré mucho antes de encontrarle un nuevo uso. Lo agarré y empecé a pasarlo sobre mis pezones endurecidos, sin dejar de tocarme. Me había metido un dedo que era obviamente insuficiente para calmarme, pero sabiendo que tenía un nuevo juguete que me iba a satisfacer pronto, me divertía frustrándome a mí misma para que mi goce estuviera aún más fuerte. Cerré los ojos y empecé a lamer tímidamente el mango. Me avergonzaba estar así y, a la vez, no me costaba para nada imaginar que la forma oblonga que estaba empezando a chupar era la verga de Lionel. Me asombraba ver en qué me convertían mis ganas: una perra lúbrica que llenaba su concha hambrienta con sus propios dedos, chupando el mango de un cepillo como si fuera la última verga que se le diera de conocer en su vida. Mi morbo sobrepasó rápidamente el sentimiento de vergüenza. Me metí en cuatro en la cama, dando la espalda a la puerta y con las piernas tan abiertas que mi concha rozaba las sábanas, dejando marcas mojadas y brillantes. Me agaché hacia adelante, hasta poner la cabeza en la almohada, y levanté un poco mi culo. Agarré el cepillo y puse en mango en la entrada de mi concha. Me sobé unos instantes en ello, imaginando que era la punta de la verga de Lionel y lo hice entrar lentamente en mi vagina chorreante conteniendo un gemido. El mango de madera era lo suficiente ancho y largo para darme la rica sensación de estar llenada por una verga. En esta posición, tenía la otra mano libre y, siguiendo con las fantasías que me inspiraba el novio de mi amiga, recogí un poco de mi jugo con un dedo y lo hice entrar lentamente en mi ano. Con el mango, hacía movimientos circulares, amplios y lentos, sentí la ola del goce subir. Me imaginaba pedirle que me abriera más el culo para que me viniera con la sensación de estar doblemente penetrada. Me metí un segundo dedo y me sumergió un orgasmo intenso que me costó mantener silencioso.
Mientras todavía tenía el mango en la concha, babeando en la almohada, escuché la puerta del cuarto cerrarse. Un escalofrió de terror me sacó en seguida de la nube de goce en la cual me había subido. Era obvio que alguien me había visto en esta posición obscena. Escuché el carro que se estacionaba frente a la casa y, uno segundos después, lo taquitos de Rafaela. Estaba regresando de la panadería. No me cupo duda acerca que quien había asistido a mi entretenimiento de la mañana. El escalofrío de terror se convirtió en el apretón de siempre en el pecho. Me avergonzaba y, pese a que me costara reconocerlo, me excitaba que Lionel me hubiera visto. Me apuré para tomar una ducha y vestirme.
Cuando entré en el comedor, mis amigos estaban tomando desayuno y me saludaron entre dos mordiscos de tostadas con mermelada. Al ver que Lionel me saludaba como si no pasara nada, pensé que de repente era una corriente de aire que había cerrado la puerta del cuarto y que me había asustado para nada. Me senté frente a él y me serví una gran taza de café, contestando a las preocupaciones de Rafaela acerca de la calidad del colchón del cuarto de invitados. Sí, había dormido rico. Mientras me preparaba una tostada, levanté los ojos y se cruzaron con la mirada de Lionel. Fueron un par de segundos, pero puedo recordar exactamente el relámpago que vi en sus ojos. Un morbo tan violento e intenso que parecía rabia. En su mirada, me lamía la concha, me cachaba, me escupía en la boca, me mamaba con gula y me llenaba el culo de leche.
Continuará…