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Su profesor particular (capítulo I): La proposición
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Elena era una joven atractiva. Estaba acostumbrada a sentir las miradas de los hombres sobre ella. Además de eso, era una estudiante brillante. Iba a empezar su último año de carrera en la universidad y esperaba poder seguir en la misma línea de excelentes calificaciones para poder optar a una beca de formación de post-grado fuera de España.

Le preocupaba especialmente una asignatura. El profesor responsable, Tomás A., era un hombre de un gran prestigio académico e investigador. Autor de numerosas publicaciones, era un cotizado conferenciante. También era enormemente duro y exigente con sus alumnos. No era raro que alumnos que llevaban una trayectoria inmaculada durante la carrera, tropezaran en su asignatura y no pudiesen acabar la carrera en junio. Como a Tomás le gustaba decir en su presentación de principio de curso, “tened claro que para aprobar esta asignatura vais a tener que trabajar duro. No importa lo hecho hasta ahora, aquí empezáis todos de cero”. Eran muy pocos los estudiantes que obtenían matrícula de honor.

El curso acababa de comenzar. Tomás había tenido que dejar el coche en el taller el día antes y aquella mañana usó el transporte público para ir al campus universitario. Subió y tomó asiento. Entonces se fijó en la preciosa chica que estaba sentada frente a él. Hacía calor y ella llevaba un vestido corto que dejaba ver unas piernas increíbles.

Tomás no pudo evitar sentir cierto cosquilleo en el estómago cuando ella sacó uno de sus pies de las manoletinas rojas que llevaba. Efectivamente, Tomás sentía debilidad por los pies femeninos. Cuando veía una mujer atractiva con pies bonitos, no podía evitar mirarlos y excitarse. Desde muy niño, había sentido esa irresistible atracción por los pies femeninos y, desde muy niño también, había tenido fantasías en las que servía y adoraba a atractivas mujeres y, sobre todo, sus preciosos pies.

Elena, que era la joven mujer que estaba sentada frente a él, le pareció tremendamente atractiva y, cuando empezó a meter y sacar sus pies de los zapatos y jugar con ellos, no pudo evitar mirarlos. A pesar de que llevaba un libro y fingía leer, no pudo pasar ni una sola página durante todo el trayecto, pues no podía apartar su mirada de Elena y de sus preciosos pies de deditos largos y bien formados. Se imaginaba pasando su lengua por cada rincón de aquellos maravillosos pies.

Tomás no conoció a Elena. Ni se imaginó que fuese alumna suya. Ese transporte lo usaban muchos universitarios de diferentes facultades que estaban en el campus. El curso acababa de empezar, sólo habían tenido un par de clases y, además, él no era nada bueno recordando caras.

Por supuesto, Elena sí que reconoció a su profesor al instante y estuvo pendiente de él durante el trayecto: de la ropa que llevaba, del libro que leía –o intentaba leer- y, por supuesto, de las miradas que le dirigía. Se dio cuenta de cómo miraba sus piernas, lo cual no le sorprendió, pues era una mujer muy atractiva y estaba acostumbrada a que los hombres se fijaran en ella. Lo que sí que le llamó más la atención fue notar que Tomás se fijaba en sus pies. Al principio, comenzó a sacar sus pies de los zapatos de forma inconsciente. Luego, cuando le pareció que él los miraba, aumentó el juego de sus pies con los zapatos.

Elena había tenido un novio fetichista de los pies y sabía la irresistible atracción que unos pies bonitos de mujer suponían para esas personas.

“Apostaría cualquier cosa a que mi querido y recto profesor se muere por lamer mis pies”, pensó Elena cuando estaban llegando. “Esto puede ser verdaderamente interesante para mí y para mi futuro académico”.

Aquel día se sentó en la primera fila en el aula, para asegurarse de que Tomás se fijara en ella. Buscó un sitio desde el que sus pies quedaran visibles para Tomás mientras éste impartía su clase. Por supuesto, se pasó todo el tiempo sacando sus pies de los zapatos y jugueteando con ellos. Tomás reconoció a Elena como la chica que había ido sentada frente a él esa mañana. Realmente, la reconoció más por sus pies y por sus zapatos que por su cara, pero no cabía duda de que era la joven que había viajado sentada frente a él aquella mañana. Durante su clase, Tomás no pudo evitar dirigir miradas de vez en cuando a los pies de Elena, ¡eran tan bonitos!

El resto de la semana, Elena estuvo pendiente por las mañanas cuando iba a la facultad, pero no vio más a Tomás, que ya había sacado su coche del taller y no volvió a usar el transporte público. Lo que si hizo Elena fue sentarse siempre de modo que sus pies pudiesen quedar a la vista de Tomás durante la clase. Además, intentó recopilar toda la información que pudo sobre la vida privada de Tomás. En realidad, no consiguió averiguar demasiado, pero sí se pudo enterar de que se había divorciado hacía un año más o menos y que se acababa de mudar a una urbanización de lujo de la ciudad, donde vivía solo. Su situación económica era desahogada, pues estaba continuamente viajando para dar conferencias y participar en cursos por los que obtenía buenos beneficios.

Elena ya había decidido ir a hablar con Tomás. Ella era una mujer decidida, pragmática y con las ideas claras. Iba a ofrecerle a Tomás un trato que podía ser beneficioso para los dos. Ella, en particular, esperaba poder conseguir con ese trato una magnífica calificación en la asignatura de Tomás además de mejorar su situación económica.

Elena sabía que los viernes por la tarde Tomás solía quedarse a trabajar en su despacho del Departamento y que, normalmente, estaba solo. Llamó a la puerta y esperó respuesta:

– ¡Pase!, respondió Tomás, un poco molesto, pues estaba concentrado en su trabajo y no esperaba ninguna visita.

– Buenas tardes, profesor, dijo Elena al entrar.

– ¿En qué la puedo ayudar, señorita?, respondió Tomás un poco agitado al ver que se trataba de la alumna de cuyos pies no había podido apartar los ojos durante toda la semana. Cuando la vio allí de pie, con esa falda corta y esas sandalias que dejaban ver los preciosos deditos de sus pies, se sintió algo incómodo. Intentó concentrar su mirada en la cara de Elena y no mirar a sus pies. La invitó a sentarse, para que sus pies quedaran fuera de su vista y no tener la tentación de mirarlos.

– No sé si me conocerá, mi nombre es Elena G. y soy alumna suya…

– Sí, dígame.

– He venido a hablar con usted porque, hasta ahora, modestia aparte, llevo un expediente brillante en la carrera y estoy muy interesada en que siga siendo así, pues al terminar este curso, optaré a una beca para cursar estudios de postgrado fuera de España. Sé lo exigente que es usted y lo difícil que puede resultar obtener buenas calificaciones en su asignatura…

– Señorita, no hay otro secreto ni otra opción que el trabajo duro, la interrumpió Tomás.

– Profesor, vengo a proponerle un acuerdo que puede resultar ventajoso para los dos.

– ¿Un acuerdo? ¿qué tipo de acuerdo?

– Pues verá, durante estos días, no he podido evitar fijarme en como miraba mis pies. Si no me equivoco, es usted fetichista de los pies femeninos. Por otra parte, según me han dicho, vive solo.

Lo que yo quería proponerle es que me dejara alojarme en su casa, con usted, durante este curso y se encargara de mi manutención. Por otra parte, y no menos importante, que me calificara su asignatura con matrícula de honor al final del curso.

De esta forma ganaríamos los dos: yo obtendría un beneficio económico, pues me podría ahorrar el dinero de mi alojamiento y alimentación, además de obtener una calificación excelente en una asignatura difícil y sin tener que esforzarme en trabajar en ella, con lo cual tendría más tiempo para dedicarme al resto de materias; por su parte usted, tendría mis pies a su disposición durante todo el curso y podría adorarlos a su antojo prácticamente a diario. ¿Qué le parece?

Tomás tenía ya más de cuarenta años pero siempre había mantenido en secreto su pasión por los pies femeninos. Con un par de mujeres que había salido había intentando llevarlo a la práctica, pero la reacción nada receptiva de ellas lo había disuadido. Desde entonces, saciaba sus ganas en soledad, con el material que encontraba en internet. En realidad, a menudo fantaseaba con hacer algo parecido a lo que decía Elena, es decir, ofrecer dinero o favores académicos a alguna de sus alumnas a cambio de dejarlo jugar con sus pies, pero no se atrevía por miedo a que se creara un escándalo que manchara su brillante carrera.

Por eso, cuando escuchó a Elena decirle con total claridad que pensaba que era un fetichista de los pies y que había visto como miraba los suyos. Tomás se había quedado azorado y no pudo evitar ponerse rojo. Eso convenció a Elena a seguir hablando e hizo que Tomás no fuese capaz de reaccionar e interrumpirla.

Cuando Elena terminó con la exposición de su plan, Tomás reunió las fuerzas suficientes como para sobreponerse y, pensando en su prestigio, respondió:

– ¡Señorita! No sé como se atreve a hablarme así. ¡Márchese de aquí inmediatamente!

Puede que esté usted loca, no lo sé. En cualquier caso, en lo sucesivo, le ruego que evite volver a hablar conmigo en privado. Fingiré que no he oído nada de lo que me ha contado.

Otra cosa, le aconsejo que trabaje mi asignatura tan duro como pueda si quiere, no ya conseguir una matrícula de honor, lo cual considero ciertamente improbable, sino aprobar. Su visita de hoy no va a ayudarla precisamente cuando me ponga a corregir sus exámenes y la recuerde.

Elena se levantó con mucha dignidad:

– Señor profesor, siento haberlo molestado. Pensé que mi proposición podría ser ventajosa para los dos y veo que me he equivocado. Le pido sinceramente disculpas y, por supuesto, trabajaré duro para intentar aprobar. Buenas tardes.

– Adiós. Buenas tardes.

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