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La criada. Una escena de azotes y voyeur
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Tiempo de lectura: 3 minutos

El señor Steven entró en su despacho y se quitó el sombrero de copa y la levita.

Se sentó en una butaca de cuero que descansaba tras una mesa de madera, encendió un cigarrillo y contempló el paisaje. A través del ventanal de la mansión podía ver los jardines. El cielo, lleno de nubes, amenazaba lluvia.

Dio una calada al cigarrillo, tomó una pluma y empezó a escribir. "Estimado señor Dylan, me complace comunicarle que…"

Dos discretos golpes en la puerta interrumpieron su labor.

– Adelante. – dijo con voz profunda.

La puerta se abrió y una doncella uniformada, de piel pálida, entró haciendo una pequeña reverencia.

– Disculpe que le moleste señor. La señora me envía.

El caballero observó que la sirvienta tenía las mejillas coloradas y estaba visiblemente nerviosa.

– ¿Qué os ha ocurrido en el rostro? – preguntó.

– Su mujer, la señora, me ha abofeteado. – confesó la muchacha.

En ese momento, una segunda criada, con el cabello corto y algo rellenita, llamó a la puerta y entró en la habitación. Portaba una bandeja de plata con café.

– Gracias, ya me ocupo yo. Puede retirarse. – dijo el varón con impaciencia.

La muchacha salió entornando la puerta sin cerrarla y se quedó con el oído puesto.

– ¿Y qué más? – preguntó el señor Steven reanudando la conversación.

– Me ha dicho que vos os encargaríais de azotarme con la vara. – confesó la aludida muerta de vergüenza.

Fuera, su compañera seguía el diálogo conteniendo el aliento. Aquello estaba excitándola.

– ¿Cómo te llamas muchacha? – dijo el varón tras hacer una pausa para saborear el café.

– Me llamo Mary señor.

– ¿Y cuántos azotes tengo que darte?

– Una do… docena señor.

El caballero guardó silencio. No le gustaba que le interrumpiesen en su trabajo y se preguntó si no habría más personas en esa casa que pudieran administrar disciplina. Sin embargo, la idea de azotar las nalgas de esa joven distaba mucho de ser un inconveniente. Su miembro había empezado a hacerse grande bajo sus pantalones y ese cosquilleo le gustaba.

Pensó en su mujer, la señora. Cierto es que sus pechos ya no eran tan firmes como antaño, pero seguía siendo atractiva, inteligente y con esa mirada que veinte años atrás le había enamorado.

La muchacha, entrelazó las manos mientras aguardaba. No hacía calor, pero sudaba. Las palabras de Steven, con un tono algo más severo, hicieron que se sobresaltase.

– Esta bien Mary. Abre el armario que tienes enfrente, saca una vara y dámela.

La víctima obedeció, se acercó al mueble, hizo girar la llave y extrajo la vara.

– Aquí tiene. – dijo entregando el instrumento de castigo a su señor.

Este agitó la vara en el aire haciéndola silbar.

La doncella contrajo las nalgas involuntariamente mientras notaba como se formaba, fruto de los nervios, una especie de nudo en su estómago.

– Levanta las faldas del vestido, baja las enaguas e inclínate sobre la mesa.

La compañera que aguardaba fuera, llena de curiosidad, se atrevió a asomarse y contempló como Mary descubría el culo.

Se llevó la mano al sexo.

– ¿Preparada? – intervino Steven colocando la vara en medio del trasero de la joven.

– Sí señor. – respondió la joven mientras tomaba aire y tensaba su retaguardia.

La doncella que miraba fue testigo del primer golpe. Contundente, limpio, impecable. Un azote que dejó una línea colorada y a buen seguro, un ramalazo de dolor.

A medida que los azotes caían la excitación de la "voyeur" aumentaba hasta el punto de llevarse una mano a la boca por miedo a gritar. Aun sin ser la receptora del azote, apretaba el esfínter cada vez que la vara mordía las nalgas de Mary, para luego, con placer culpable, tocarse sus partes íntimas.

Nadie era inmune a la atmósfera y a las sensaciones de una buena tunda en el trasero. Hasta la propia azotada, que se esforzaba por mantener la compostura y estarse quieta, vivía en un mar de sensaciones. Calor, vergüenza, escozor y, por raro que parezca, placer, placer que se concentraba en su entrepierna hasta formar un fino hilo, apenas visible, de líquido vaginal.

Después de unos minutos, que parecieron eternos. El azote número doce puso fin al castigo corporal.

Mary se incorporó y con permiso del señor Steven frotó con delicadeza sus posaderas.

El señor Steven, discretamente, se sentó tras el sillón, tratando de ocultar su erección. Las formas importaban y no era decente, por muy natural que fuese, mostrar temas de índole sexual en presencia del servicio doméstico.

En el pasillo, la chica del té se retiró a su habitación, cerró la puerta, se desnudó y con las imágenes de lo que acababa de contemplar y la inestimable ayuda de una almohada contra la que frotar las partes privadas de su cuerpo, se entregó al placer de la autoestimulación.

Fuera comenzó a llover.

Horas más tarde, la señora de la casa se reunió con su marido. No fueron necesarios los preliminares. El pene de su hombre se levantó y se puso duro en segundos, listo para hacerle el amor como a ella le gustaba.

Fin

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