–Che. Quiero probar algo.
Diego, por toda respuesta, se sonrió socarronamente sin dejar de pasarse una mano por los huevos mientras la otra subía y bajaba por su pija.
–Lo leí en internet –siguió Pato. –El punto “P”.
–Punto “G”, boludo.
–No. Eso es en las minas, forro. Yo digo el punto “P”. "P" de próstata.
Diego dejó de pajearse. Había que prestar atención.
–Es un punto de mucho placer en los hombres y está en el culo –concluyó Pato.
–¿En el hoyo? Una vez una piba me chupó el orto y estuvo bueno.
–Sí, pero no en el hoyo, precisamente. Adentro. Hay que meter dedo.
Diego se levantó del sillón y se puso el bóxer: la erección se le había ido al carajo. Era mucho para recibirlo así de golpe.
–Chau boludo, te fuiste de tema.
–Pero Diego, dale ¿Qué te pasa? ¿No quedamos en que…?
–No, boludo, eso es cualquiera.
–Te digo que no. Yo probé.
Diego se detuvo en seco. No sabía qué decir, hasta que por fin preguntó:
–¿Y para qué dijiste “quiero probar algo” si ya lo habías hecho?
–Bueno, chabón, qué literal… Nada, era para proponerte algo. Pero bueno, olvídate.
– ¿Y cómo es eso?
Pato sonrió por dentro. Había despertado la curiosidad de su compinche.
–Es fácil, al toque de la entrada del culo hay como una bolita, es la que produce la leche. Parece que tiene así como terminales nerviosas…
–Terminaciones, burro –lo corrigió Diego.
–Bueno, eso: terminaciones. Y si se estimula provoca mucho placer.
Diego permaneció un momento en silencio, sopesando la situación pero al mismo tiempo pensando en Pato metiéndose un dedo en el orto mientras se pajeaba. Ya se le empezaba a poner gomosa de nuevo.
–Yo, bueno, lo hice y nada; cuando acabé fue un montón.
–¿Más todavía? ¡Hijo de puta, tenés una fábrica de leche!
La ocurrencia los hizo reír y a la vez aflojar cierta tensión que se había instalado.
Era tiempo de probar algo nuevo.
***
Uno frente al otro, con las piernas al aire y recostados en sendos sillones, ambos amigos se mostraban el culo descaradamente. Pato se acariciaba las nalgas, los huevos y se detenía en el hoyo por momentos, marcando un círculo con el dedo ensalivado. Diego miraba excitado y repetía los movimientos de su amigo. De pronto, Pato enterró la primera falange con un gemido de placer y a Diego se le puso dura del todo. Poco a poco el dedo iba jugando en un lento vaivén hasta una nueva ensalivada y otra vez adentro; esta vez un poco más, en tanto el torso se arqueaba ante aquel delicioso intruso.
De pronto, Diego dejó de tocarse para ver cómo Pato se retorcía de placer. Cada entrada era seguida de un suspiro, un estremecimiento. Era fascinante ver a un hombre entregado al placer, despojado de pudores, como si estuviera solo en su habitación, pero claramente exhibiéndose con descaro, con las piernas abiertas ante la mirada deseante del otro.
Ya el dedo había entrado entero, cuando de pronto, Pato se paralizó durante dos, tres segundos, hasta estallar en un grito seguido de un poderoso orgasmo, coronado por un lechazo abundante que le dio de lleno en la boca y aún más, salpicando el respaldo del sillón.
Luego de un instante de silencio, Diego se acercó, puso una mano en la frente sudorosa de Pato y atinó a preguntar:
–¿Estás bien, boludo?
Con los ojos entornados, Pato desplegó una sonrisa que lo decía todo, para agregar luego:
–De diez… ahora te toca a vos.
Sin decir palabra, como cumpliendo una orden y apretándose la pija, Diego volvió a su sillón para comenzar con su parte. Recorría la puerta del hoyo, volvía a escupirse los dedos, pero no pasaba de allí. Vencer sus propios prejuicios era más difícil de lo que imaginaba; él, tan zarpadito, tan guarrito, tan cogedor… meterse un dedo en el ojete era dar paso al puto que no quería ser, y en esas ideas inconexas estaba cuando la voz de Pato, en un susurro le propuso.
–Por mí no hay drama. ¿Te ayudo?
Tomado de sorpresa, atinó a asentir con la mirada. Había comenzado a transpirar. Las hormonas, la adrenalina hacían su trabajo acelerando el pulso y despertando al olfato un olor a macho inconfundible segregado por el sudor. Entregado a su deseo, sintió cómo el dedo índice de Pato empujaba el agujero tibio que se resistía involuntariamente a ser penetrado. El miedo era un abismo que se abría ante sus ojos, pero la calentura podía más; quería saber qué era eso, experimentar ese gozo y de golpe, un nuevo placer desbloqueado. Apenas unos centímetros fueron suficientes para dejarlo mudo, para obligarlo a retener la respiración, para experimentar un leve dolor que merecía ser paladeado. Involuntariamente cerró los puños, luego tomó un almohadón cercano y se lo llevó a la boca. Pato jugaba con ese agujero con un morbo que resultaba imparable, mientras que con la otra mano pajeaba a su amigo, que ya se había entregado sin resistencia alguna y, con un envión que resultó más natural de lo que ambos esperaban, el dedo entero hizo su magia.
“¡Hijo de puta!” gritó Diego al tiempo que un chorro de semen caía sobre su pecho peludo que temblaba en cada convulsión de placer. Pato miraba a su amigo con embeleso, disfrutando de observar los gestos gozosos que se le dibujaban en la cara mientras su pulso se iba recuperando y su respiración volvía a la normalidad.
Al cabo de unos instantes, Diego abrió los ojos y musitó un “gracias” desde lo más profundo de su ser.