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El bosque de limoneros
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Tiempo de lectura: 37 minutos

Nada hubiese ocurrido sin aquella acera, sin aquellos baldosines ardiendo, sin aquellos seiscientos metros de fuego que separan mi casa del centro del pueblo.  El mes de julio se acababa y se despedía con una ola de calor que llevaba los termómetros más allá de los cuarenta grados. Había tenido un día realmente malo. No es que me hubiese ocurrido algo, es que no me había ocurrido nada. Nada, la nada más absoluta era la definición de mi vida en ese momento.

Aquella acera fue la mejor medicina que podrían haberme recetado. Con un golpe seco cerré con llave la vieja y pesada puerta de madera de mi casa y puse mis pies sobre la acera. Noté como la goma de mis chanclas daba de sí y se reblandecía instantáneamente. En ese momento terminó la primera parte de mi vida, en ese momento nací de nuevo, al golpear esa puerta y girar la llave todo cambio para siempre.

Acababa de darme una ducha con agua tibia y me había puesto un vestido de una tela muy muy ligera, tan ligera que tenía la sensación de que el aire caliente que subía desde el suelo lo inflaba como un globo aerostático, lo hacía flotar y acababa de secar mis piernas. Mi coño depilado cuidadosamente, libre, sin bragas ni tanga, decidía tras solo unos pasos que no todo sería tan negativo. Nunca olvidaré aquella sensación, mi piel tan suave, acariciada por el vaivén de aquella tela, su roce sobre mis nalgas, sentirme pasear desnuda dentro de aquella prenda color naranja fuego que me llegaba hasta las rodillas.

Verme reflejada en los primeros escaparates de camino hacia la plaza del pueblo no hizo más que aumentar mi sensación de bienestar y mi coño, definitivamente, era la húmeda prueba de que todavía podía saborear algo parecido a lo que llaman felicidad aquel sábado. Me veía guapa, ¡que pena no poder salir sin sujetador también!, gasto demasiada talla para un pueblo tan pequeño.

No eran ni las seis de la tarde y la calle estaba desierta. El banco donde los jubilados se acomodan para pasarla al fresco todavía estaba vacío. Las pocas tiendas que sobreviven arremolinadas en torno al ayuntamiento y la plaza estaban todas cerradas. La mejor mercancía que vi en ellas fue mi cuerpo reflejado en sus lunas, mis muslos y mi culo jugoso y abundante moviéndose como un flan bajo un milímetro de tela. Mi melena, rubia aquel verano, acabando de secarse, mis tetas contenidas por mi sujetador favorito, uno amarillo como un polo de limón que la tela del vestido dejaba entrever.

Tengo que fijarme en los detalles, me decía, esta noche me haré una paja pensando en este momento. En realidad, me la hubiese hecho allí mismo, me hubiese levantado el vestido, sin quitármelo, porque lo necesitaba acariciándome, frente a cualquiera de los escaparates me hubiese masturbado, de pie, como tanto me gusta, e incluso intentar correrme y orinar al mismo tiempo, empapar mis muslos con una meada interminable, formar un charco bajo mis pies y ver mi coño rendido y sudoroso reflejarse en él. Aquel paseo es lo más extraño que me ha pasado en mi vida. He intentado repetirlo varias veces, lo he hecho con unas bolas chinas dentro de mi, lo he hecho habiendo mucha más gente en la calle, lo he hecho con una falda tan corta que casi me avergonzaba, pero nada.

Quizás para sentir la euforia que acabó invadiéndome al acabar de recorrer aquellos seiscientos metros hay que partir de muy abajo y aquel tórrido fin de semana mi vida estaba muy bajo cero. Recién cumplidos los cuarenta y dos, recién divorciada, sola, sin mi hijo, ya mayor de edad y empezando a hacer su propia vida y pasando unos días con su padre. Sin nada que hacer hasta el martes. Sin nada que ver en la tele, sin playa, sin piscina, sin coche, perdida en medio de la meseta.

Aquella acera ardiendo, aquel coño tan sedoso, tan pegadito a mi ojete que es mi capricho últimamente.

El silencio era absoluto.

Caminaba por el lado de la calle que estaba a la sombra y aun así el aire era irrespirable, mi vestido olía a suavizante, del que siempre abuso, y pensé que podría haber salido con él mojado de casa porque se habría secado ya.

No soy una mujer bipolar, nunca he tenido cambios de humor tan repentinos, pero lo cierto es que salí de casa al borde del llanto y sin saber muy bien ni para qué. Quizás porque necesitaba echarla de menos, irme para luego volver. Adoro mi casa, es como si fuese mi amante, apenas llevaba unos cinco días sola y todavía no me había paseado desnuda por ella, y eso que el calor invitaba a hacerlo. No, no quería caer en la rutina, no quería que mi casa se acostumbrase a mi cuerpo, si tomaba el sol desnuda seguía haciéndolo en el bosque de limoneros como toda mi vida, entre unas esterillas de caña para no incomodar a mi hijo, pero también para que ella no me viese.

Estaba decidido, soy una exagerada, hay gente que lo pasa realmente mal y se reiría de mis cuitas. Tengo salud, estoy en la mejor edad de cualquier mujer, tras dos meses de verano mi piel tiene ese tono de bronceado en que mi culo, que compite en tamaño con mis pechos, parece la parte del flan llena de caramelo y no me canso de admirar mi pubis que ya se ha tostado e igualado en color con el resto de mi piel.

¿Qué más podía pedir? Iba a comprar una botella de cava y algo para cenar y me entregaría al sexo, a mi coño ya se le hacía la boca agua. Tenía que beber mucho, necesitaba tener muchas ganas de mear.

Mi casa es bastante grande, dos plantas más una bodega bajo tierra, es una casa antigua pero muy bien conservada, una casa encalada en blanco con contraventanas azules, casi siempre cerradas en verano. Quería bajar a la bodega, que tiene el suelo de cemento, y mearme con mis muslos cerrados, bien apretados, empapar mis piernas y mis pies y que mi orina penetre en ella y mi esencia se quede allí para siempre.

¿De qué me podía quejar? si tras mi casa y rodeada de un muro exageradamente alto tenía mi bosque de los limoneros, un jardín de unos diez por veinte metros lleno de limoneros silvestres, un desastre desde el punto de vista botánico porque había tantos que unos no dejaban crecer a los otros, pero una maravilla para los sentidos, ese olor denso a azahar y limón que se metía en casa poseyéndola día y noche, sin descanso, en todos sus rincones. Muchos de los árboles son de una variedad que aguanta muy bien el frío invierno de la meseta, sus limones son muy alargados, pequeños, de formas caóticas, nada que ver con los de la frutería, algunos alargados como plátanos y su piel muy rugosa pero suave al mismo tiempo. Me encanta follar con ellos.

Por fin atravesé la plaza, un fogón con una fuente que hervía en medio, el termómetro de la farmacia marcaba cuarenta y dos. Mis chanclas comenzaban a amagar con quedarse pegadas al pavimento cuando entré en el pequeño supermercado del pueblo.

Por fin algo de oxígeno, dentro no habría menos de treinta grados, pero la primera sensación era como de entrar en una nevera. El chico del súper levantó la vista desde el fondo y bloqueó su teléfono rápidamente. Yo debía ser el primer ser humano que veía en toda la tarde. Allí no había nadie más. Me lanzó una sonrisa, como siempre que me veía, y me ofreció un granizado de café que yo no podía rechazar. Soy una persona muy agradecida y me entretuve un rato por los pasillos para que pudiese admirarme, luego se haría una paja pensando en mí. Abrí el frigorífico de los helados y me incliné lo suficiente para que el vestido se pegase bien a mi culo y él se entretuviese adivinando si llevaba tanga o iba sin nada debajo. Me gusta el olor de los frigoríficos del súper.

Compré cava, una botella de agua para beberme de vuelta a casa, unos langostinos para hacer a la plancha y pan. No necesitaba nada más. Pasé frente a un espejo en la sección de droguería y aproveché para soltarme el pelo. Me quité la cinta que lo recogía en una especie de coleta y cayó sobre mis hombros. Me levanté el vestido lo suficiente para secarme el sudor de la cara, me ayudo la abertura que tenía hasta la mitad del muslo en su lado derecho. Los dos disfrutamos de mis rodillas y mis muslos, cada vez tenía más ganas de masturbarme, el color naranja del vestido debería estar prohibido, encendía algo en mí que no sabría explicar. ¿Me ocurre a mi sola? Me tranquilizaría saber que no soy la única. Al fin y al cabo, estos vicios míos por los colores, los olores, los objetos, fueron la causa principal de mi divorcio.

Para mí un polvo de diez minutos rematado con una mamada es la antítesis del placer. No es que no me apetezca de vez en cuando pero no dos días entre semana y los sábados después del fútbol. Para empezar, yo necesito horas, tiempo y más tiempo, necesito inflar e inflar el globo hasta que llene toda la habitación hasta que me aplaste contra una pared y estalle, reviente todo y me deje rendida, exhausta. No puedo tener sexo de día a no ser que pueda dormirme al acabar.

Mi marido se moría de celos, celos de mi casa, celos de mi amor lésbico por ella. Tenía pánico a quedarse solo conmigo, sin el niño. Sabía que le pediría que me follase el culo mientras yo me abrazaba desnuda a la columna de madera que inicia la balaustrada de las escaleras que suben al piso de arriba o que en vez de hacerle una mamada, tendría que eyacular sobre el impoluto yeso de las paredes para que yo lamiese su semen. A veces me sorprendía besándome en alguno de los muchos espejos de casa, comiéndome mi propia boca, clavando mis ojos castaños en mis ojos castaños, muerta de deseo, pero no por él.

El trío, el sueño de todos los hombres, era su pesadilla, siempre éramos tres, ella, la casa con el bosque de limoneros, era demasiada competencia para él. Un día me pilló sentada en el bidé follando con el ergonómico grifo que llevaba años tentándome, moviendo mis caderas adelante y atrás, sintiendo el acero inoxidable calentito dentro de mi después de haber corrido el agua por él. Nuestras miradas se cruzaron a través del espeso vapor acumulado, pero yo no dudé un instante en seguir besando y lamiendo los suaves azulejos, húmedos y lascivos tras el bidé, con mis piernas abiertas, mis rodillas pegadas a la pared para que mi amante me penetrase lo más adentro posible. Me miró con asco y desprecio y me deseo una infección, lo del grifo y los azulejos fue demasiado para él. No lo culpo.

Durante años toleró mis vicios e incluso disfrutaba viéndome engañarle con las terminaciones en forma de piña del pie de cama. Le gustaba pajearse mientras veía desaparecer coño arriba los remates barnizados y salir de vuelta rebozados en mis jugos. Luego se me acercaba y descargaba en mi boca unas corridas fenomenales, le gustaba que no me lo tragase, yo hacía un alto y con los mofletes llenos de su leche embadurnaba la piña, la llenaba bien de semen y luego me lo iba comiendo poco a poco, lengüetazo a lengüetazo, deleitándome con él.

Con los años, él fue volviéndose más conservador y yo más viciosa. A medida que me desenamoraba de él me enamoraba más de todo lo inanimado que me rodeaba. Encontraba más calor, y me reconfortaba más, un rato de placer con el rodillo de amasar que una cena con él en un restaurante de la capital.

En fin, todo en el universo tiene un principio y un fin y lo mío con mi marido simplemente se extinguió.

Mi rato de compras en el súper también tenía que acabar porque aquel pobre chaval no podía más. Dejé que el telón de mi vestido cayese y puse fin a la función y saqué del bolso mis gafas de sol para poder ver sin ser vista la que había liado. Me acerqué a la caja y vi que ni siquiera la camiseta que cubría sus bermudas podía ocultar el fenomenal empalme. Me despedí y le agradecí de nuevo el regalo del granizado dejando caer una moneda al suelo y mostrándole el escote y mis tetas apretadas por el sujetador.

Sali de la tienda y entré en el horno de nuevo. Mientras cruzaba la plaza, el chico, que tiene diecinueve y siempre estuvo en la misma clase que mi hijo, me echaba el último vistazo y cerraba la puerta rápidamente. Juventud divino tesoro, al menos en los hombres.

Las mujeres somos distintas, ellos se deterioran enseguida, es mi experiencia, no tengo por qué estar en lo cierto. Nosotras mejoramos con los años, nuestro placer no depende de un simple musculo, vamos perdiendo romanticismo y tontería y volviéndonos más y más viciosas. ¿O soy solo yo?

Para cuando conseguí llegar al otro extremo de la plaza y seguir mi camino a la sombra ya me había olvidado del chaval. Me hacía gracia y me halagaba que estuviese sentado en el váter con la polla entre sus manos y pensando en mis muslos e imaginándose el culo que ocultaba bajo aquel vestido de mercadillo, pero, más allá de mi pasión por mi casa y todos los objetos que contiene, hace años que me considero lesbiana. Toda mi vida he fantaseado con otras mujeres, aunque no me disgusten nada los hombres, en eso sí que estoy segura de no ser la única, pero, quizás gracias al torpe de mi marido, hace tiempo que solo me fijo en ellas. Es evidente que en mis horas frente al espejo no hay solo narcisismo, en realidad siento que beso a otra mujer, que me excito viendo otro cuerpo, tengo la suerte de abstraerme y ser capaz de olvidarme que esos ojos que me miran fijamente mientras llego al orgasmo son los míos.

Nunca mentiría, no soy capaz, no puedo, eso me ha traído muchos problemas en la vida. Creo estar en lo cierto al decir que sintiéndome lesbiana nunca me he acostado con otra mujer, pero, mientras hacía un alto para beber agua, me prometí que al día siguiente llamaría a Bea. Sabía que iba a estar sola todo el día y en el fondo, deseaba que se autoinvitase a pasar algún día en agosto conmigo. Yo no me atrevía a proponérselo, ¡sí! con un bolígrafo de cuatro colores soy muy echada para adelante, me lo meto por el culo y puedo pasarme horas jugando con él mientras veo la tele, pero con otra persona, y sobre todo con Bea, era otra cosa.

Bea es mi prima, segunda o tercera, qué más da. Es profesora en un instituto y seguro que la persona que más quiero después de mi hijo. Ella me lleva dos años, durante mucho tiempo vivimos muy cerca pero ahora nos separan cientos de kilómetros. Ella sigue casada, aunque creo que empieza a tener muy amortizado a su marido. Tiene dos niñas ya mayores como el mío. Hace años que tengo la sensación de que acabaremos acostándonos, es solo cuestión de tiempo. El problema hasta ahora siempre ha sido que hemos vivido las dos rodeadas de las obligaciones y peajes de la vida familiar.

Lo cierto es que cada vez que nos quedamos un minuto a solas nos convertimos en personas distintas, es como si alguien apretase un interruptor, incluso cambiamos de conversación. El verano pasado estuvimos las dos familias juntas en el norte de España, un lugar precioso junto al mar. Alquilamos una casa para todos y apenas tuvimos un rato para nosotras, sin embargo, una larga tarde de playa en que nuestros maridos se fueron temprano nos quedamos las dos solas, con la playa ya medio desierta. Nuestra conversación giró al instante hacia el tema de la masturbación. No sabría decir cuál de los dos sacó el tema, supongo que fui yo. Tardamos tres minutos en empezar a fantasear con lo genial que sería hacerse una paja allí mismo sobre la toalla y la arena y otros tres en perder la vergüenza y echar a suertes cuál de las dos lo haría primero. Aun hoy no se ni como aquello ocurrió.

Bea se irguió para vigilar, yo me quité la parte de arriba del bikini y desaté el lazo derecho de la parte de abajo. Abrí las piernas y hundí mis pies en la arena, totalmente depilada y con el coño abierto no pude ocultar lo que toda una tarde de playa había ido acumulando en mi coño. Bea me agarró la mano derecha y con una botella de agua me quitó toda la arena de mis dedos y me animó a disfrutar. Rojas las dos como tomates metí mis dedos entre la gelatina, giré mi cabeza hacia la izquierda para poder ver las piernas de Bea, me di cuenta de lo mucho que se parece su piel a la arena de la playa, no podía ver más allá de sus rodillas, pero daba igual, no intenté extenderme, sucumbí enseguida a la excitación de toda una tarde con ella, a lo novedoso de hacerme una paja en la playa y por supuesto al hecho de que otra mujer me estuviese observando. Me corrí estrujando con mi mano izquierda uno de sus tobillos y retorciéndome de placer sobre la arena mientras fantaseaba ya con ver a Bea hacer lo que había hecho yo.

Bea ya estaba en topless desde que los demás se habían ido. No tiene los dos cántaros que gasto yo, ella se atreve a hacerlo a veces, yo no. Sus pechos son medianos, muy bonitos, su cuerpo es más bien delgado salvo sus muslos y su culo, me ha confesado muchas veces que le gustan, no tiene complejo alguno. Me había excitado muchísimo correrme a sus pies, pero verla a ella retirar el pareo, ya sin la parte de abajo del bikini me puso la piel de gallina. Se masturbó un buen rato, tuvo que hacer un alto y cubrirse mientras pasaba alguien, Bea solo estaba completamente depilada en el pubis y las ingles, el coño parecía no haber sido depilado en un par de semanas. Estaba blanquito.

No había más de metro y medio de arena entre las dos rocas que nos cobijaban, Bea seguía jugando con su coño y se acariciaba un pecho. Sólo abrió la boca para decir que podría seguir así horas y horas. La que tenía prisa era yo, llevaba toda la tarde sin mear y ya no podía más. Me puse a su lado en cuclillas, aparté el bikini con mi mano izquierda y el sonido de mi orina llamó su atención. Bea giró su cabeza y a cincuenta centímetros de sus ojos vio mi coño, brillante aún, con su entrada cegada de gelatina y un río de flujo escurriendo hacia mi ano. Respiró profundo, sorprendida, me excitaron tanto sus ojos saltando de mi coño a mis muslos, me pareció que se fijaba en mi ojete también y en lo bien depilada que tengo esa zona. Miraba al charco que se iba formando entre mis pies. Estiró su mano y, como había hecho yo, agarró mi tobillo y se corrió sin permitirme abandonar mi postura, comiéndose mi coño con sus ojos, siguiendo con ellos el curso de las últimas gotas de orina que se deslizaban suavemente como miel sobre la capa de gelatina que napaba mis labios.

Se quedó inmóvil, con sus piernas apretadas y temblorosas y su mano derecha atrapada entre ellas, toda su piel de gallina, sé que no era de frío, pero la tapé con una toalla. Ese día volvimos a casa en silencio, muertas de vergüenza. De vez en cuando nos reíamos como dos idiotas. Supongo que las dos nos preguntábamos como habíamos acabado la tarde así. Lo cierto es que todo fue muy fácil, tremendamente fácil, demasiado fácil.

El estruendo de una persiana abriéndose me trajo de vuelta a la realidad, poco a poco el sol iba cayendo y el pueblo volvía a la vida, era como un segundo amanecer. Hasta más allá de la media noche mis vecinos recuperarían lo que el fogón del verano les había robado desde el mediodía.

Yo ardía por dentro y por fuera, recordar a Bea había aumentado mi bienestar y a riesgo de morirme de calor afronté el último tramo de vuelta a mi casa, ya sin nada más que algún árbol dando algo de sombra. Me acerqué la caja congelada de langostinos a mis mofletes y terminé la botella de agua de litro y medio.

Apure el pasó todo lo que pude y por fin bañada en sudor, con el vestido pegado a mi cuerpo y aguantándome las ganas de todo entré en mi casa y eché todos los cerrojos tras de mí.

Di gracias, aunque no sabía a quién o a que, volvía de mi paseo con tantas cosas que hacer…

Me dio pena quitarme el vestido, pero se merecía un buen lavado y pasó a formar parte de mi museo de fetiches, en un viejo arcón está, junto a mi cama, bajó llave.

Lo que más me liberó fue quitarme el sujetador, ¡que tortura! Completamente desnuda y sin chanclas abrí la puerta que baja a la bodega, el placer que me producían los baldosines de gres fríos en la planta de mis pies era casi sexual, ligeramente encorvada para no golpearme en la cabeza fui bajando las escaleras, el suelo estaba más frío cuanto más abajo y al poner mis pies sobre el suelo de la bodega me encantó sentir el masaje del cemento, basto, poroso, recubierto siempre de una arenilla que nunca se acaba, eterna. Con las palmas de mis manos levanté mis pechos, me llevé uno a la boca y me excité recordando como me bebía su leche tras mi embarazo, junté mis piernas y dejé que el granizado y la botella de agua encontrasen su camino hacia el suelo, sentía la orina fría de lo calientes que estaban mis piernas, meaba y meaba sin parar, acabé chapoteando con mis pies en la orina, confirmé con mi dedo índice lo que hacía un rato que sentía, tenía el ojete lleno de jugo de mi coño. Me metí un poco el dedo y vi que era más que suficiente para lubricarme. Esperé un rato, senté mi culo desnudo sobre el último peldaño y me quedé a ver como el cemento hacía suya para siempre mi meada. Bea regresó a mi cerebro.

La pienso siempre vestida como en verano, en invierno tiene aspecto de lo que es, profesora de instituto, pero en vacaciones… ¿cómo lo diría? crea una tensión a su alrededor… un maravilloso estrés que sufro con agrado, al menos yo. Sus vestidos son todos bastante cortos, no mini, pero si a mitad de muslo, lo que tienen todos es mucho vuelo, deberían llevar algún peso en el dobladillo para evitar sustos, pero a Bea le da igual. Si acaso estamos en un lugar muy concurrido y hay algo de brisa estira sus brazos y se lo sujeta, pero lo habitual es que me pase el día pendiente de en qué momento la tela vuela y aparecen en escena sus glúteos mitad blancos mitad color miel. Bea está más bien delgada, es muy guapa, melena muy cortita, ojos un poco saltones pero muy bonitos, algo de pecas en la cara, naricita y boca pequeña, nunca se pone tan morena como yo, aunque tome el sol horas y horas. Lo que más me gusta de ella, aparte de su cara son sus caderas anchas… bueno, muy anchas, muy femenina, ella suele decir que mi culo es como un melocotón y el suyo como una calabaza. No es cierto, a mí me encanta, cierto que si el mío es grande el suyo es mayor todavía, pero yo siempre busco cualquier excusa para vérselo, a veces le pongo bronceador en la espalda y si no hay ropa tendida también en los muslos que van a juego con el culo. El sieso de mi marido siempre está murmurando que con los niños delante no debería ponerse esos vestidos, no se lo dice a ella, me lo dice a mí, pobre hombre, es incapaz de reconocer que en el fondo le encanta, reza a Eolo cada paseo que damos, cada playa a la que vamos, cada barbacoa que hacemos para que sople y sople y nuestra Marilyn nos regale el morbo de esas nalgas aparecer y desaparecer, fugaces, relajadas, enmarcadas con algún tanga de mercadillo, casi invisible, oculto, cuidando de su ojete.

Dejé la bodega y salí a mi jardín, a mi bosque, por fin el sol iba cayendo, mis árboles estaban ya todos a la sombra, me porté mal, no debe hacerse, pero lo necesitaba. Agarré la manguera y comencé a regar mi bosque, no sé ni si es bueno hacerlo a esa hora y me hubiese muerto de vergüenza si alguien me viese malgastar agua en algo así, pero disfruté realmente esos diez minutos. Con aquel calor sofocante, que inolvidable sentir caer las gotas de agua sobre mi piel, empaparme toda, empapar mis limoneros, pasearme desnuda por mi bosque, bajo aquella lluvia artificial. Me dejé caer en el césped, mientras me rodeaban y con dos de sus frutos escogidos comencé a masturbarme, no sé cuánto pude tardar, pero me dolía el brazo derecho cuando acabé.

Soñaba con que Bea me soñase esa noche mientras nos masturbábamos juntas allí mismo, imaginándome la polla del chico del súper reventando semen a dos metros de altura en mi honor, muerta de orgullo, enamorada de mi boca, de mis brazos, de todo mi cuerpo.

En vez de entrar en casa a ducharme lo hice allí mismo, con la manguera, mi piel se quedó muy muy suave, me sequé con una toalla y mientras el sol se ponía y mi bosque se quedaba en penumbra cerré con llave la puerta de atrás y me despedí hasta la mañana siguiente.

Tras tanto rato mojada sobre el césped no me molestaba lo calentita que estaba la casa. Me di un paseo, por toda ella, me paré delante de todos los espejos. Me maravilla cada vez más el tamaño de los labios de mi coño, como asoman y se retuercen, quizás sea porque juego mucho con ellos, me los pellizco, me los estiro como si fuesen los pétalos de una flor. Nunca me atrevería, pero para ir a una playa nudista tendría que dejarme crecer el vello varios meses porque una cosa es pasearse desnuda y otra muy distinta hacerlo como yo aquella noche, con mi coño todavía abierto, guardando la ausencia del limón y aquellas dos alas de mariposa listas para echar a volar.

Fue mientras preparaba la cena, mientras los langostinos chisporroteaban sobre la plancha cuando me di cuenta de que estaba enamorada. Así, de repente, me di cuenta de que había perdido cualquier tipo de ilusión sobre el futuro que no tuviese que ver con Bea. Los humanos funcionamos así, necesitamos objetivos, encontrar motivación para arrastrarnos por el día a día, sobrevivir a un domingo por la noche cada siete días. No era un enamoramiento pavisoso y adolescente, me excitaba con muchas mujeres, pero con Bea era distinto. Creo que podría vivir con ella sin acostarnos, sería una pena y un desperdicio, pero sería capaz.

Lo reconozco me puse romántica mientras cenaba, la loba que llevo dentro se tomó un par de horas libres, mi coño iba a su aire, puse perdida la silla y fue el notar como mis nalgas empezaban a resbalar sobre la madera lo que encendió la chispa de nuevo. Me puse de rodillas en el suelo y lamí mi asiento.

Me di un paseo por toda la casa, subí al segundo piso donde las ventanas estaban abiertas y empezaba a correr algo de brisa. Podía notar el calor que desprendían las paredes y el suelo. El silencio de la tarde iba dejando paso al estruendo de grillos y otros insectos que comenzaban a vivir tras la puesta de sol. La tarima del suelo empezaba, como cada noche, a crujir relajándose tras haberse dilatado durante todo el día.

Entré en mi habitación y saqué del cajón mi juguete preferido, un huevo de silicona. Lo puse en marcha sobre la mesita de noche para verlo un rato. Más que vibrar saltaba. Lo rodeé de libros para que no se cayese y me entretuve jugando un rato con mi culo o intentándolo al menos porque no me es fácil llegar a él.

Dudé si atreverme o no, pero al final cogí una botella de agua y salí desnuda a la azotea. La improbable posibilidad de que alguien pudiese verme si estaba de pie lo hacía más apetecible aún. A un lado de la azotea estaba la chimenea redonda de la antigua cocina y perpendicular a ella arrancaba un pequeño muro de ladrillo de un metro de altura que pasaba junto a un viejo depósito de agua. Su parte superior estaba rematada en cemento y hacía como un semicírculo. Metí el huevo en mi coño, lo encendí y limpié bien con agua el cemento sobre el que iba a subirme. El olor inconfundible del agua en contacto con los poros del cemento me excitó, me subí y sellé mi coño entreabierto contra él, estaba calentito a pesar del agua. Me abracé fuerte a la chimenea y respiré hondo, el huevo comenzó a matarme de placer, golpeaba las paredes de mi útero e incluso se acercaba a la entrada de mi coño y notaba como rebotaba contra el cemento. Mis piernas colgando no me dejaban disfrutar y acerqué una tumbona y un taburete para apoyarlas. Me sentía la reina del mundo, cabalgando la noche sobre la azotea de mi amada casa, completamente desnuda bajo un campo de estrellas, muriéndome de placer, abrazada a la chimenea, moviendo ligeramente mis caderas para frotar un casi nada mi coño abierto sobre los poros del húmedo cemento. Flotaba, solo sentía mis brazos asirse a la chimenea, el resto de mi cuerpo no pesaba, giraba alrededor de mi coño que destilaba néctar sin parar, confiado en que en esa postura podía disfrutar horas y horas sin correrse. Por mi mente pasaban todo tipo de cosas. Me imaginé paseándome desnuda por el súper mientras el chaval se hacía una paja sobre el mostrador, me imaginé rodeada de chicas, besando y lamiendo mis piernas, sobre todo mis muslos, poco a poco fui poniéndoles cara, una profesora de mi hijo muy guapa, pelirroja y muy delgadita, pero con una boca que siempre me excitaba cuando la veía, alguna compañera de trabajo y por supuesto, Bea, la sacerdotisa que llegado el momento las apartaba a todas y se colocaba entre mis piernas para que me orinase sobre su cara y empapase todo su cuerpo. La noche, aquel cemento entre mis piernas, los olores, el huevo vibrando dentro de mi coño, se me fue la cabeza. ¿Quién no ha hecho alguna burrada en un momento así?

Me avergüenza profundamente todo lo que hice ocurrir desde que desenredé mis brazos de la chimenea y me acomodé en la tumbona donde nadie podía verme. El incesto me parece algo horrible, algo que nunca debería suceder, pero aquel día, aquella noche, me sentía tan lejos de todo, tan lejos de todos, tan naufraga, que el censor que todos llevamos dentro se tomó el día libre.

Alguna vez mientras me masturbaba había fantaseado un poco con mi hijo Pablo y María, la hija de Bea. Bea y yo siempre bromeamos con lo que nos gustaría ser consuegras, su hija es una de esas chicas, como casi todas hoy, preocupada solo y por nada más que su imagen. Melena morena siempre alisada, se cambia de ropa veinte veces al día, a sus años, diecinueve, lleva el bolso lleno de cremas y por supuesto odia lo mejor que tiene, su cuerpo. Por suerte nunca se le ha dado por no comer, ella se ve gorda pero lo que tiene es un cuerpo de escándalo. Los genes de su madre han dibujado un culo y unas caderas que una viciosa como yo nunca podría pasar por alto. ¡Que tortura!, en verano intentar evitar no comerse con los ojos esas nalgas apretadas por el bikini tanga, esa espalda bronceada, color arena como su madre. Una vez Bea me pilló mirándole las tetas, que se parecen más a las mías que a las suyas, digo por el tamaño, yo reaccioné susurrando en su oído la pregunta de ¿de dónde habrá sacado la niña esos pechos?, pero mi tez completamente roja me delató. Bea no es tonta, sabe de las debilidades humanas, respondió cualquier bobada y me sonrió para intentar aliviar el mal rato que yo estaba pasando. ¡Qué vergüenza pasé! Otra en su lugar afearía mi comportamiento, pero mi Bea no.

De mi hijo solo puedo y quiero decir que es una polla pegada a un cuerpo, pero un gran chaval. Alguna vez lo he pillado masturbándose. ¡Por dios!, me da miedo abrir cualquier puerta cuando él está en casa, la vergüenza que paso. Por supuesto que llamo cien veces antes de entrar en su habitación, pero nunca cierra, y una vez lo pille en el baño en el momento de correrse y eso es imposible de olvidar y superar, nos llevó semanas conseguir tener una conversación normal. ¿Qué si es guapo? Pues sí, es guapo, es hijo mío, con lo bien dotado que está, eso es lo de menos, pero a esa edad los hombres son pollas a punto de explotar a todas horas.

A él le gusta mucho María y los dos acabaron apareciendo en mis pajas, fugazmente como digo, pero aquella noche en mi azotea, hiperventilada de deseo, hambrienta, abrazada a mis pechos, besándomelos, con aquel chisme dentro de mí me rendí y los puse a los dos frente a mí, mi Pablo completamente desnudo, con la polla en ristre, dura y larga como solo a su edad se puede tener, y María, con solo un tanga amarillo de rodillas delante de él, mostrándole su culo, contoneándolo, sacando la lengua, en celo como yo. Lo mejor de las fantasías es la lubricación, Pablo apartó con su mano el tanga para clavar su polla, para ir metiendo esos veinte centímetros de carne en el coño de María, me la imaginaba gimiendo, con sus melones colgando mientras mi hijo sacaba toda la polla fuera de su coño y se la metía de nuevo hasta el fondo, sin prisa, como a nosotras nos gusta, adentro hasta el fondo y afuera, y vuelta a empezar. Parecían tan reales como mi chocho acariciado por la huella dactilar de mi índice derecho, tan reales como aquella cosa que vibraba en mi útero, tan reales como mi vicio con la orina, uno de tantos. Había bebido tanta agua que cada cierto tiempo disfrutaba de una meada larga y excitante, me meaba encima, tumbada, con las piernas muy abiertas y sin dejar de acariciarme el chocho, bajo la tumbona se formaba un pequeño charco.

Creo que María hubiese disfrutado muchísimo en la vida real, que se hubiese sentido muy alagada por el manguerazo de semen en toda su cara que yo presencié. Pablo se corrió como yo sabía muy bien que podía hacer, a casi medio metro de su cara, embadurnándosela toda para que ella decidiese que hacer con toda esa leche. Yo me apiade de ella, le quiero como si fuese mi hija, en vez de hacer que se lo tragara todo, la acerque a mí y lamí el semen de Pablo de su cara para luego darle un morreo, un morreo sucio de semen, un morreo sucio de deseo insatisfecho, sucio de culpa. Sentí un escalofrío y se me puso la piel de gallina.

Estoy enamorada de su madre, pero a María, como digo, la quiero mucho, todo lo contrario que a Vanessa, su hermana, nada que ver con María. Vanessa es una tirana, no respeta a nada ni a nadie, es todo lo pija que se puede ser, a sus veintiún años hace y deshace a su antojo. El verano que pasamos las dos familias juntas estuvo todo el tiempo de mal humor, tratándonos a todos de paletos, incluidos sus padres. Un pequeño pueblo no le parecía acorde con lo que ella merece después de negarse a continuar estudiando y rechazar varios trabajos en un país donde la mitad de los jóvenes no consiguen uno.

Aparte de viciosa soy hipócrita, en el fondo se lo perdono todo, Vanessa es todavía más exhibicionista que su madre, ella va más allá de usar siempre minifaldas con las que es imposible sentarse sin ensenarlo todo, hace lo que ya casi ninguna chica joven hace hoy día, topless. Benditas tetas, son de esas que se caen hacia el cielo, que flotan y parecen rellenas de algodón de azúcar porque sin ser grandes, como las de su hermana, siempre están moviéndose. Nunca la he visto con sujetador, siempre van juguetonas bajo la ropa. La he visto salir de la ducha y tiene el coño casi depilado del todo y un culo perfecto, de modelo de pasarela. Normalmente no me gustan ese tipo de chicas, las prefiero como su hermana o su madre, pero hay algo en su…, no sé si llamarlo maldad, no es para tanto, digamos absurda superioridad de niñata mal criada que me pone y mucho.

Recordé que su propia madre a veces, cuando estamos las dos solas se refiere a ella medio en broma medio en serio como “la zorrita”. Me puse más cachonda todavía con esa tontería e hice aparecer a Bea a mi lado, apretadas las dos en mi tumbona besándonos mientras veíamos como mi Pablo y el chico del super se follaban de pie a la zorrita frente a nosotras. Vanessa, en brazos de Pablo, abrazada a su pecho, empalada por la verga de mi hijo que con su casi metro noventa la sujetaba sin ningún problema para que el chico del super se la metiera por el culo, dejé que gozara con aquellos dos quilos de polla entrando y saliendo de ella, su madre y yo la mirábamos con deseo y un poco de envidia, nos besábamos mientras María comenzaba a besarnos las rodillas a su madre y a mí. Mi cabeza volaba, Pablo y su amigo estrujando entre sus pechos a Vanesa y matándola de placer, haciéndola gemir y chillar, el sonido de sus pollas abriéndose paso hasta el fondo de su chocho y su culo retumbaba en mi cerebro, ese sonido inconfundible, acuático, carne contra carne, que se produce cuando estamos bien lubricadas.

María no se conformaba con besar nuestros muslos e iba a por jalea, yo no sabía que me producía más placer, sí que se comiese el mío o el de su madre y la zorrita no podía ya más y pedía socorro. Vane se había corrido ya varias veces y aquellas dos pollas incansables no acababan de descargar para que pudiese descansar. Bea habló y me cogió de la mano para que juntas fuésemos a socorrerla. ¿Como describiría la cara y el pelo de Vanessa? Pues muy parecida a estas chicas que hay ahora que parecen estandarizadas en las redes sociales, ya teñida de rubio a su edad y siempre con algo de maquillaje. Es guapa, eso sin duda, y siempre lleva unas gafitas redondas para darse cierto aire intelectual. Sobre esas gafitas y esa cara rocié yo una meada interminable, mientras Bea recogía su melena para que yo orinase a placer, la empapé toda, arrodillada debajo de mí, luego fue su propia madre la que se preparó para hacer lo mismo mientras Pablo y su amigo esperaban pacientemente. Volví a mi tumbona para recrearme en la escena y que María continuase comiéndose mi coño y yo ver cómo Bea, que llevaba uno de sus vestiditos, se lo levantaba de espaldas a mí y contoneaba el culo para bajarse el tanga y mostrarme aquellas dos enormes nalgas con la parte superior blanca como la leche que yo adoraba. La luz de la luna brillaba y hacia parecer oro líquido aquella meada interminable sobre su zorrita que disfrutaba arrodillada y ponía su boca para saborearla. Tras recorrer su pecho y su vientre caía al suelo precisamente desde su coño, como si fuese ella la que se estaba meando. Madre e hija se dieron un morreo, las veía felices, relajadas, sonrientes. No hice esperar más a las dos pollas, pobrecitos. Como el telón cae al final de una función una cortina de espesa leche cubrió su rostro. Vane se quitó las gafas cubiertas de semen para poder ver aquellas dos maravillas, vi en los músculos de su cuello que una buena cantidad pasaba a través de su garganta, pero Vanessa todavía se metió las dos a la vez en la boca y apretó los huevos de los dos machos para ver si salía algo más.

Mi alucinación, mi locura, me tenía tan entretenida que creo que apenas pase de acariciarme pechos, caderas y coño y darme algún golpecito en el clítoris. El huevo seguía vibrando dentro de mí, me ponía cachondísima, pero con él solo no me correría. Cuando sí que no pude más fue cuando María y Vanessa comenzaron a quitarle el vestido a su madre, se quedaron las tres desnudas bajo la luna, a Bea la apretaron entre las dos, la abrazaron una por delante y otra por detrás, las veía de pie, frente a mí, tan reales, Bea cerraba los ojos y se morreaba con María, Vanessa le besaba la nuca y abrazaba sus tetas por detrás. Era un morreo de garganta, sus lenguas entraban y salían, parecía una felación. Ponían boca de pez para que la lengua penetrase suavemente y se la comían la una a la otra como si fuese un glande. Bea y María se arrodillaron y comenzaron a besar las rodillas de su madre, luego los muslos y luego…

Se me cayó encima la Vía Láctea, me corrí como nunca antes en mi vida, nos corrimos las dos, Bea destrozada por aquellas dos bocas insaciables que se apoderaron de ella, yo extasiada porque acababa de descubrir que tenía un órgano sexual todavía mejor que mi culo, mi coño, mis rodillas, mi cara con gafas de sol, mis tetas, los pliegues que se forman en mi espalda…

Mientras mis tetas se van cayendo con los años mi cerebro está en su mejor momento, cuando la menopausia llegue, que llegará, estará en su plenitud para poner de su parte lo que vaya faltando en otros sitios.

Me muero de ganas por saber si soy solo yo la que es capaz de ver y sentir como si fuesen reales aquellas dos caras sumergiéndose entre las piernas de su madre, lamiendo su culo, besando con sus labios los labios del coño materno, abrazándose fuerte a sus muslos.

Bea es la única persona con la que me atrevería a compartir algo así, ¡y me gustaría tanto hablarlo con ella!, pero, ¿cómo le explico que me corrí imaginándome a María abriendo las nalgas de su madre para que Vanessa le metiese el dedo corazón por el culo y la follase por detrás hasta reventarla de placer?

Me arrastré escaleras abajo, con mis piernas temblando, reviviendo una y otra vez el hecho de que me había imaginado lamiendo el semen de mi hijo de la cara de María. Caí rendida sobre mi cama, no tuve fuerza ni para ducharme, conseguí abstraerme un poco de toda mi locura cuando saqué el huevo de mi coño. En mi vida he visto nada igual. Siempre he creído que lo de la eyaculación femenina es una chorrada, pero si todo lo que salió de mi chocho en ese momento hubiese salido cuando me corrí, se le podría haber llamado así. Por cansada que estaba no podía desaprovechar todo aquello. Primero me metí el huevo en la boca y luego como si de un bote de mermelada se tratase iba rebañando con mis dedos el viscoso jugo que fluía desde mi coño hacia mi ojete. Descubrí en mi boca y nariz sabores y aromas que ni siquiera conocía. Intenté dormir, pero no pude. Me puse las bragas de cuando tengo la regla porque tenía las ingles empapadas y estaba incomoda.

Pero Bea no iba a dejarme sola. Dejó la concurrida azotea y se bajó a dormir conmigo. No tardó nada en quitarme las bragas. Me sonreía como si ella supiese algo que yo no sabía. No dijo nada más que: ahora te toca a ti. Abrió la puerta para que Pablo entrase completamente desnudo en mi habitación. Su polla estaba como siempre, dura, larga y apuntándome amenazadora. Yo le decía a Bea que no podía más, que tenía el coño destrozado y que era mi hijo. Bea me miraba, sonreía y me recordaba que María y Vane también son sus hijas y le debía una.

Tenía toda la razón. Pablo me miraba y se acariciaba la polla con la mano, de vez en cuando se la meneaba unos segundos como si fuese el motor de un coche que hubiese que mantener caliente. Parecía impaciente, a veces creo que lo traje a este mundo solo para follar, no tiene otra cosa en la cabeza. ¿A quién habrá salido?

Estiré mi brazo y saqué de mi mesita un consolador de vidrio muy suave. Lo metí en mi boca y aterrorizada me imaginé que el cristal era carne. En mi fantasía Bea también tiene sus fantasías y comenzó a trabajarme el agujero del culo preparándolo para recibir mi merecido. Me tumbó boca abajo, me puso una almohada bajo el vientre para que mi trasero quedase perfectamente expuesto y sujetando una nalga con una mano comenzó a darme placer con la otra. Primero masajeándome por fuera, y luego metiéndome un dedo para relajar el esfínter. Lo hizo muy bien porque cuando Pablo recibió la orden y noté sus rodillas colocándose al lado de las mías yo no era ya de carne, era un ser de gelatina, noté su pecho pegarse a mi espalda, su aliento en mi oreja derecha, los olores de su colonia y desodorante que yo le compraba para que no oliese como su padre, noté también su glande y el roce de la mano de Bea que estaba juguetona y quería hacer de mamporrera, la muy zorrona continuaba el masaje de mi ojete pero esta vez sirviéndose del glande de Pablo. Yo me dejé llevar y al fin me apliqué aquello de que la única manera de librarse de una tentación es caer en ella. Mis suplicas fueron atendidas y el peso de mi hijo cayó sobre mí, sentí su polla entrando toda por mi culo y como yo desaparecía debajo de él, me envolvía toda con su cuerpo y tras unos segundos comenzaba a follarme sin piedad, nada que ver con cómo me follaba mi marido flácidamente por detrás. Si por delante una polla flácida también puede darte mucho placer, por detrás, cuanto más dura, más fácil y mejor.

Que fácil era todo, que fácil Bea introdujo sus dedos en mi vagina para sentir como la polla de Pablo entraba y salía de mi recto, ella aprovechaba el pequeño intervalo en que la polla estaba fuera y extendía sus dedos expandiendo mi útero para darme más placer. Follamos en todas las posturas, me senté sobre Pablo en una silla y me folló por delante, era como cabalgar un potro salvaje. Chupaba mis tetas como si quisiese sacar leche de ellas y me las meneaba como dos pelotas de baloncesto. Movía sus caderas como un animal sentado en una butaca al lado de mi cama, conmigo encima y me lanzaba lo justo hacia arriba para que su verga no se saliese y clavármela hasta el fondo al caer. Bea quiso que se la chupase para acabar. Tenía que ser de rodillas, entre sus piernas. Se la agarré con las dos manos y metí en mi boca todo el trozo que pude, notaba como sus huevos hervían y solo esperaban a que yo y mi paranoia estuviésemos listas para recibir los chorretazos de leche que subían por aquella polla. Bea susurraba guarradas en mi oído, arrodillada a mi lado y viendo en primer plano como mi hijo iba a llenarme la boca de leche. “Me lo tienes que prestar para que me taladre a mí también, es lo justo”. Mientras Bea me pedía prestado a mi hijo una corrida como la que yo había presenciado accidentalmente meses atrás llenaba mi boca de semen, tres chorros y otras tantas convulsiones de aquel pedazo de musculo que latía como el corazón de un purasangre.

Saqué el vidrio que tenía insertado en el culo y me erguí fría en mi cama, Pablo y Bea se desvanecieron. No llegué al orgasmo, la frase de Bea me heló la sangre. Su alusión a ser taladrada hizo clic en algún lugar de mi cerebro. Cogí el móvil de mi mesita y encendí la linterna, no me paré ni a encender las luces. Me tiré escaleras abajo lamentando mi vicio de mear en el jardín, era algo que me gustaba, lo había hecho toda mi vida. Está claro que mear para mi es algo muy especial lleno de connotaciones sexuales. Desde siempre, una o dos veces al día, sobre todo en primavera y verano, me apetece tanto. En vez de ir al baño, lo hago en uno de los laterales de la casa, una zona del jardín con rosales y césped donde nadie puede verme. Mientras consumaba mi incesto onírico recordé como hacía meses, cuando mi marido ya no vivía con nosotros, al volver de trabajar había visto a Pablo con un cable alargador y un taladro entrando del jardín. En ese momento no le di importancia alguna.

Abrí la puerta de atrás y doblé la esquina del jardín hacia esa zona. No tardé nada con la linterna en encontrar medio escondido detrás de uno de los rosales un pequeño soporte atornillado a la pared que parecía podría servir para una minicámara. No vi cables, pero no soy tonta y sé que hoy en día todo es inalámbrico. No sabía que hacer, me parecía muy raro que aquello estuviese justo allí. Entré en casa y me fui directa a la habitación de Pablo. Me senté en su butaca y encendí su ordenador de sobremesa, creía conocer su contraseña, mil veces me había llamado desde el instituto para que le enviase algún archivo que necesitaba, es un despistado. No la había cambiado, seguía siendo su fecha de nacimiento.

A primera vista no encontré nada, pero pasé unos diez minutos viendo un tutorial sobre como encontrar archivos. No sabía si deseaba encontrar algo o no, por un lado, me horrorizaba, por el otro me alagaba.

Al final todo pasa por algo y aquel soporte de metal en el jardín tenía su función. Encontré una carpeta de nombre “diosa” con más de cincuenta videos en ultra alta definición, creo que se dice así y otra con los mismos videos llamada “paraelmovil”.

Ni yo misma era consciente del espectáculo de mis meadas en el jardín. Empecé a ver los videos acomodada y abrumada en su butaca, tras dos o tres me di cuenta que había uno con el título, “mejores momentos”, ¡la madre que lo pario!, había montado un video que incluso incluía escenas a cámara lenta. Comenzaba conmigo de espaldas a la cámara bajándome lentamente unas mallas muy ajustadas que tengo y luego el tanga hasta quedarme con mi culazo al aire. Me hacía sufrir la calidad que pueden llegar a tener esas imágenes, mientras me agacho a cámara lenta se me ve el chocho y el ojete por detrás, se ve incluso si lo tenía bien depilado o no ese día. Seguro que en algunos de los videos Pablo estaba manejando la cámara desde su habitación porque hace zoom sobre mi chocho y se ve incluso como la orina empieza a salir de mi uretra. Ni yo misma pude resistirme a aquello, la de pajas que se hará mi hijo con mi coño en primer plano a toda pantalla. Eso ya no eran ensoñaciones mías, aquello era real, mi hijo coleccionaba videos de su madre meando en todas las posturas, en cuclillas, de pie levantándome el vestido, bajándome el tanga, con el tanga puesto porque me pone cachonda empaparlo de meo y luego quedarme así un rato con él húmedo por casa. Tenía otro a cámara lenta en que me llevo los dedos húmedos de meo y jugo a la boca y me los chupo unos segundos.

No estoy enamorada de mi hijo ni lo estaré nunca, nuestro amor solo puede ser madre hijo, pero aquello me gustaba, me alagaba y me excitaba, no podía evitarlo. Empecé a masturbarme otra vez, sabía que era casi imposible que no me hubiese pillado en algún video dándome alguna caricia y así fue. Me grabó también acariciándome la vagina, ¡qué vergüenza!, a veces antes de mear me hago como unas caricias en los labios hasta que llega la orina y me empapa los dedos.

No dormí nada aquella noche, encontré más carpetas y más videos. No sé cuántos orgasmos tuve, lo más preocupante no eran los videos más explícitos, lo que me ponía un nudo en la garganta es que también había grabaciones dentro de casa en las que no ocurría nada especial, yo visto quizás demasiado sexy, es mi casa, me gusta estar cómoda, pero se ve que algunas mallas, algunas minifaldas o vestiditos son demasiado para Pablo. ¡Juro que nunca se me ocurrió que el pudiera excitarse conmigo!

Dios mío, hay uno que dura casi una hora que en que debió esconder la cámara debajo de la tele. No hago nada, simplemente llevo una falda por encima de la rodilla y se me ve cruzar las piernas de vez en cuando sentada en el sofá. A partir del minuto veinte hace zoom sobre mi cara y así hasta el final.

Al día siguiente llamé a Bea, esa llamada daría para escribir otro relato, estuvimos hablando horas, ella también estaba sola. Tardé un rato, pero me moría de ganas de compartir con ella mi descubrimiento. Me costó bastante, pero fue ella misma la que me dijo que tenía la sensación de que quería contarle algo. Aquella conversación me liberó, me quité un peso de encima. Bea relativizó todo bastante, me dijo que nadie podía culparme. Yo le confesé que me había excitado con los videos y me había masturbado pensando en que mi hijo se tocaba viéndome. Le pregunté si le parecía preocupante lo del video de mi cara, si podía ser que fuese algún tipo de obsesión o algo… digamos enfermizo.

-Cariño, no te preocupes, no hay nada enfermo en eso, a tu hijo le pone tu cara, eres guapísima, se imagina eyaculando y llenándotela de semen, es un adolescente, crecen viendo esas cosas. Caray prima, como me has puesto, estoy sentada en la taza del váter mientras hablo contigo y no sé muy bien ni por qué. Si escuchas el chorrito caer no te extrañes.

El domingo por la noche me lo pasé muy bien, independientemente de quien grabó los videos me gustaba verme a toda pantalla en la tele del salón. Me pone a cien verme y no me cansa y más cuando el lunes me fui de compras. Nuestra tele era ya un poco vieja y aprovechando que el salón es grande elegí la más cara y grande de la tienda para sorprender a Pablo, además de una suscripción a los canales de deportes para que viese el futbol. Compré también una de esas piscinas portátiles para el bosque. El lunes por la tarde mi casa era un bullicio de gente instalándolo todo.

Mediaba un abismo entre la mujer que era el sábado y la que nada más quedarse sola esa tarde, corría a disfrutar de aquellos videos a sesenta pulgadas. El cansancio se apodero de mí tras varios orgasmos y dormí como un tronco toda la noche.

Al día siguiente me fui a trabajar llena de ilusión, me desperté con un mensaje de Bea que prometía visitarme una semana en septiembre. Por la tarde nada más llegar a casa saqué una foto de la tele nueva y se la envié a Pablo, me respondió con un gif de un acróbata dando una voltereta, mi hijo no es de mucho hablar, eso sí, me pidió una foto de la trasera del televisor para ver el modelo y consultar sus características en internet.

Mas tarde por fin me escribió algo cuando le llegó una foto de la pantalla con el canal de futbol puesto. Era algo que su padre siempre le había dicho que tendría cuando pudiese pagárselo de su bolsillo. Se lo merecía, tiene un gran corazón y estudia mucho, es un chaval que nunca nos ha dado ningún problema. Si acaso, lo que le gustan las mujeres, y sobre todo las de treinta. Quiero decir que aparte de su prima María, que es de su edad y sé que le gusta, sé que anduvo detrás de la hija del panadero cuando esta ya estaba a punto de casarse y él no era más que un mequetrefe. Ella le quita más de diez años y él no se dio por vencido hasta casi el día de la boda. Lo que sí está claro, viendo a la panadera, a María y… bueno, a mí y alguna otra más, es que no le gustan precisamente escuálidas. Cuando vamos a la ciudad y le pillo mirando a alguna siempre es de las nuestras, como la botella clásica de cocacola.

No viene al caso explicarlo ahora, pero siempre quisimos tener una pequeña piscina en el jardín y no pudo ser por culpa del capullo de mi ex. Dudé si esperar a sorprenderle en septiembre o enviarle una foto a Pablo. Tengo un bikini que compré hace un siglo para ponérmelo para mi exmarido. El pobre hombre lo bautizo como “el bikini de furcia”. No sin dificultades, con varios libros en el alfeizar de la ventana de la cocina, justo al lado de la piscina, pude colocar el móvil y quitarme una foto de pie dentro del agua. Nada más verla comprendí que no podía enviarle eso a mi hijo. No he hablado mucho de mis tetas porque estoy en una época muy anal. Ya he dicho que gasto mucha talla de sujetador. Las tengo grandes y anchas, de esas que vista de espaldas sobresalen por los lados. Hubo una época que me moría por ellas, me las cuidaba como si fuesen de oro, crema para arriba crema para abajo todo el día. Siguen poniéndome muy perra pero lo que más me gusta son los pliegues que me hacen en la espalda por su peso, tres preciosas olas a cada lado. Hasta verme inmortalizada por el director de cine que tengo en casa es la única parte de mi cuerpo que ya cuando llegaron las cámaras digitales me encantaba ver en fotos. Para el resto ya tengo mis espejos. No es que tenga mucho vicio con internet, pero cuando veo alguna chica con ellas grandes suelen tener los pezones muy pequeños. Los míos son grandes o al menos proporcionados con el tamaño de mis tetas, de hecho, cuando Pablo nació tuve muchos problemas para darle de mamar. Hace unos años me envicié en unos pequeños dedales de costurera que coleccionaba, son de cerámica y justo excitándome un poco los pezones y poniéndoles un poco de vaselina entraban tan justos en ellos que no se me caían. Se me derretía el chochito de gusto metiendo y sacando los pezones de ellos como si follasen el agujero del dedal. Con el roce y la vaselina se me ponían como gominolas.

El caso es que el “bikini de furcia” no cubría ni el veinte por cierto de mis melones, y, además, aunque el agua me llegaba al ombligo como no llevaba la parte de abajo, se intuía un poco o un mucho mi rajita color miel.

Hacía tanto calor otra vez y el agua estaba tan fresquita que me relaje e intente pensar en algo que no fuese sexo. Ya me había hecho una paja por la mañana, pero con solo salir al jardín y poner mis pies descalzos sobre el césped mi respiración se aceleraba, encima estaba aquella esquina del jardín a donde continuaba yendo a mear por el día…

Estuve un buen rato en el agua y salí de ella con otra loca idea que nunca habría llevado a cabo unos días antes, pero para la que me creía con todo el derecho en ese momento. Se me ocurrió ver el historial del navegador de mi hijo. Salvo que navegue en páginas privadas, cosa que dudo, no ve porno. Si encontré en cambio decenas de búsquedas relacionadas con el incesto entre madre e hijo. Preocupante,

Me tumbé en su cama medio mareada al temerme que toda esa hiperactividad masturbatoria se debía a mí, empecé a atar cabos, a recordar detalles, algún tanga que me había desaparecido, el cesto de la ropa sucia en el que yo por pura costumbre metía siempre hacia abajo mi ropa interior pero luego aparecía por encima, que Pablo casi se alegrase cuando me separé de su padre y, sobre todo, que salvo para jugar al futbol e ir al colegio no había manera de sacarlo de casa.

Desde que la dichosa alusión al verbo taladrar de Bea en mis fantasías hizo que conociese el lado oculto de mi hijo, cada nuevo descubrimiento seguía en mi el mismo proceso. Pánico y horror inicial, pero…, tras un rato, comenzaba a relativizarlo todo, a fantasear, a dejar que mi cerebro se regodease en la perspectiva de pasar el invierno en mi amada casa, en compañía de mi mejor y más especial admirador. ¿Cómo me vestiría?, ¿Cómo cruzaría mis piernas en el sofá cuando estuviésemos juntos? ¿Cómo sería pasar unos días con Bea y con él, los tres solos todo el día?

¡Maldita sea, si además a mis los hombres ya… ni me interesan!

Está claro que en mis querencias Pablo no es ni hombre ni mujer, es el único ejemplar de su especie en el mundo.

Ni siquiera cené, me fui de su habitación a la mía. ¡Como si con eso se arreglase algo! La imagen de su polla eyaculando el día que lo sorprendí accidentalmente se vino conmigo. Sin tocarme, estuve horas fantaseando con que le regalaba la mejor cámara del mundo para que yo fuese su musa, su diosa, la protagonista de sus videos. Me veía posando para él, paseando con solo un tanga amarillo por el salón, rodeada de focos, untada en aceite. Mi autocensura me hacía desear una de esas máquinas con una polla de silicona para que me follase por delante y por detrás frente a su cámara, pero en el fondo sabía que antes o después desearía fuesen sus veinte centímetros los que se acomodasen bien hasta el fondo de mis entrañas.

Serían ya casi las once y media de la noche cuando lancé la piedra y escondí la mano. Le envié a Pablo la dichosa fotito de la piscina. Allá iba su madre, viajando a la velocidad de la luz a estrellarse contra el móvil de su hijo, con su melena rubia y sus gafas de sol azul espejo, sus cantaros decorados por dos triángulos de tela azul cielo, con sus protuberancias en el centro, las enormes areolas asomando…

En menos de diez segundos tenía respuesta en mi móvil, ¡y nada de emoticonos!

-Genial, una piscina para ti y una novia modelo para mí.

El muy zalamero me arranco una sonrisa. El simple hecho de no escribir modo abreviatura ya me emocionó. Me quedé pensando como una tonta, ¿tenía que contestar o no?, de repente me pregunté si ya estaría en su habitación. ¿Y si había abierto la foto con su padre o sus abuelos delante? ¡Horror!

Intenté calmarme y no meter la pata. Bloqueé el móvil y me puse a mirarlo, pasmada, sin saber que hacer.

¡Que caray es mi hijo! Ahora no me iba a quedar con la duda. Le pregunto y listo.

-Cariño, estas solo ya en cama?

Su respuesta fue un alivio y días atrás me hubiese reído de su contestación y lo habría mandado a la porra, pero sabiendo lo que sabía…

-Estoy en cama pero solo no. Tengo aquí a la rubia conmigo.

Claro que estaba en cama y probablemente tan caliente como su madre. Me acordé que volvían esa tarde de tres días de pesca y acampada, él, su padre y su abuelo, y claro, tras tres días sin hacerse una paja por falta de intimidad estaría como un mandril en celo cuando le llegó mi foto. Además, le ponía en bandeja la parte de mi anatomía que aún no había disfrutado.

No contesté, no sabía que escribirle, además odio lo del whatsapp, lo encuentro superlento y absurdo.

Dejé el móvil y asumí que mi hijo se estaba haciendo una paja con la novedad de mis tetazas, me daba ya todo igual, es más, me gustaba, me las apreté y me las llevé a la boca. Me chupé los pezones violentamente, como si fuesen de látex, como seguro que en su imaginación me los estaba chupando él. ¿Cómo me imaginaria? Pagaría por saberlo. ¿Me follaría en sus pajas? ¿Por delante, por detrás? ¿Habría heredado de mí el vicio y se correría imaginando mearse sobre mi cara? ¿Se atrevería a llenarme la boca de leche?

Una notificación me dio un susto y al ver en miniatura lo que me había enviado maldecí cien veces a su madre.

No sé ni como se hace eso, pero me devolvió mi propia foto retocada, sin bikini y unos pezones al aire. Se había dado cuenta de que no llevaba la parte inferior del bikini y veía absurdo que me tapase los pezones con aquellos triangulitos. El pie de foto era una frase que yo le repito a él machaconamente desde que era niño:

-Cuando hagas algo hazlo bien.

Los pezones del Photoshop no se parecen en nada a los míos, eran minúsculos.

Tenía el coño como un tarro de miel, estaba tan cachonda que mis caderas se contoneaban fuera de mi control sobre el colchón de mi cama, estaba completamente desnuda y hacia calor. Abría y cerraba los ojos, respiraba lenta pero profundamente y con, no sé ni que músculos, también abría y cerraba la entrada de mi coño. Casi podía oírla sellarse en silicona y descorcharse en botella de cava caliente.

Con la cámara frontal del móvil le envié un primer plano de mi areola y mi pezón.

-Pues eso, que si retocas algo lo hagas bien.

Joder, hasta yo me sorprendí de lo enorme que parecía mi areola y no digamos el pezón en la foto. Encima tenía la piel de gallina y se notaba perfectamente.

¡Mierda! Lo repetí cien veces y me puse a susurrar sola. Con este calor, ¿por qué tiene una mujer piel de gallina. Se va a dar cuenta de que estoy como él.

Rogué que Pablo se corriese y se tranquilizase y la cosa no pasara de ahí, pero cuanto más lo repetía más falso me sonaba. Hasta que todo se salió de madre, nunca mejor dicho.

Vi la notificación con la foto de una polla. No la abrí, pero tarde un segundo, a pesar de ser una miniatura, en darme cuenta de que, evidentemente era su polla. Su mano derecha la sujetaba para que saliese bien centrada en la foto. Me moría de ganas por abrirla y verla a pantalla completa. Aquel glande me parecía como una fruta, carnoso como los melocotones de bote, tenía muy abierto el agujero de la uretra, ¡que delicioso me parecía! ¿Cuántos litros de leche habrán emanado ya por ahí y se habrán desperdiciado sin una destinataria? No me atreví a abrir la foto. ¡Dios mío! La que he liado por no mear en el baño como todo el mundo. Como no va a perderle el respeto un hijo a su madre tras haberla visto a toda pantalla como Pablo me ha visto a mí.

Me llegaron tres interrogaciones.

-???

Y enseguida

-Estas enfadada?

¡Mi niño! ¿No sabía que me dolía más? Si que se portase como un sinvergüenza o que sintiese su conducta afeada y rechazada por mí al ignorar su mensaje. Abrí la foto porque lo que sí que estaba segura era de no querer que mi pequeño se sintiese un anormal pervertido violentando a su madre con semejante guarrada.

Caray, ¡menuda polla! Y eso que había enfocado desde arriba. Desde luego en eso no se parece a su padre. Bueno… ni en eso, ni en casi nada. Sabía que era larga pero no el calibre que tenía.

¿Qué le contesto?, si pudiese hablar con Bea, pedirle consejo. Da igual, necesitaría horas para que de mi garganta salieran las palabras con que explicarle todo aquello. No me atrevo ni a leer en voz alta lo que escribo.

Desde que vio que yo entraba a ver la foto el muy impaciente me dio apenas dos minutos y ya estaba mandando más interrogaciones. Yo estaba completamente bloqueada. Me puse a ver los putos emoticonos para mandarle uno, pero son chino para mí. No es que no quisiese contestarle, es que no sabia que decir. Además, empezaba a rondarme por la cabeza la idea de que quizás no había sido tan accidental como yo creía el haberle pillado meneándosela.

-Perdon.

Mierda, ese perdón con una cara roja avergonzada me fastidio de verdad.

Me di la vuelta en la cama, me arreglé un poco el pelo, que yo soy muy coqueta, y me quité una foto reflejada en el espejo del armario. Eche un vistazo antes de enviarla, estaba bien enfocada, conmigo tumbada, de medio lado sonriendo al espejo y con todo a la vista, pero no resultaba demasiado… digamos que podría considerarse “artística”. Me sujeté un pecho para que no colgase sobre el otro, parecía que me lo estaba acariciando, me daba igual, no quería que Pablo sufriera un segundo más, le di a enviar.

Me fui directa a por mí clítoris, nada de tonterías. Si no estuviese tan resbaladizo me lo hubiese pellizcado. En décimas de segundo se empalmó y salió todo de su escondite. Creí que iba a correrme en cuestión de un momento, yo en mi pollita aguanto muy poco, pero no. Pablo estaba en línea, pero tras dos minutos o quizás dos horas, ¡quién sabe!, no decía nada. Yo estaba maravillada de todo lo que podía hacerle a mi clítoris y del placer que podía darme sin acabar de correrme. Fluía por todo mi cuerpo una electricidad muy parecida a la del orgasmo, pero no llegaba a serlo. Estaba fuera de mí, pero no como para coger la videollamada que mi hijo me estaba haciendo. La rechacé, pero salté de la cama a una butaca y con el móvil, desde la coqueta, me quité una foto recostada, con las piernas abiertas sobre los apoyabrazos, ensenando toda la mercancía y abrazándome los pechos. Salí con los ojos cerrados.

Nada más renviarla me llegó otra imagen de su polla. Esta vez veía también su pecho y la polla miraba al cielo sin sujetarla. Parecía la polla de un caballo. Joder, y me di cuenta que mi retoño iba completamente depilado. Ni me gusta ni me disgusta, pero es que así aun intimidaba más su falo.

Movía mis caderas como si su polla me estuviese follando. Rechacé otra video llamada, pero me envió un video de unos treinta segundos. Su polla toda ensalivada, y su mano derecha que cargaba y descargaba arriba y abajo. Mi cerebro extrapolaba del tamaño de su mano el tamaño de su polla. Una cosa era verla fugazmente y otra bien distinta tenerla en primer plano llenando la pantalla de mi móvil. Me recreé y lo vi un par de veces, pero el muy cabrón…

-?????? En esta vida nada es gratis.

Otra de mis frases-mantra. Ya me había visto en foto, estaba claro que el XXI es el siglo de la imagen en movimiento.

No quería hacer nada soez. Tengo un collar de perlas falsas, son casi como canicas, coloqué el móvil en una silla frente a la butaca y en vertical me grabé pasándomelas lentamente por mi coño abierto. Le envié el video y mientras él lo veía yo le eché un vistazo. Las falsas perlas recorrían mi tesoro abierto patinando, deslizándose desde mi ojete hasta doblar mi clítoris hacia un lado para que se empalmase de nuevo y mirase al frente hasta pasar la siguiente perla. En primer plano yo misma me ponía cachonda, mi clítoris parecía realmente una pequeña polla, con su glande y todo.

-La cara por favor.Please

¡Ostras! No podría haberme pedido nada más difícil. Hubiese sido más fácil que me hubiese pedido cualquier barbaridad antes que eso y encima…

-Sin gafas porfa.

¡La madre que lo pario!

-Chupa algo para mí.

-Y córrete. Please.

No sé mucho de física, pero Einstein demostró que vivimos en algo llamado espacio-tiempo, inseparables el uno del otro. En ese momento y allí en mi habitación mi hijo me hizo sentir la mujer más especial del mundo con algo que días atrás me hubiese espantado. Sobre mi mesita de noche hay siempre un pequeño frutero con algunos limones que son el mejor ambientador posible para mi hogar. Escogí el que tenía aspecto más fálico y penetro suavemente en mi boca. Me lo saqué y lo volví a meter, lamí su punta como si fuese el glande de Pablo, lo enredé y desenrede en mi lengua, me atreví varias veces a mirar directamente al amenazador visor de la cámara, me gustó ver como brillaba el limón con mi saliva, lo limpié con un kleenex, lo hice desaparecer de plano y volver a aparecer blanquecino, rebozado en los jugos de mi coño, toqué en primer plano alguno de los grumillos que se le veían con mi dedo y lo separé para que se viese el hilillo que se formaba, parecía queso fundente al trocear una pizza. Luego mi hijo vio como lo lamía todo, como un polo de limón, no necesitaba hacer ningún paripé como las actrices porno, estaba tan caliente que mi cara de deseo y placer me salía de modo natural.

Tras volar mi felación hacia el móvil de Pablo me tumbé en cama esperando lo que sabía por llegar. Dejé mi chocho reposar, oxigené mi cuerpo inspirando profundamente, mis pechos subían y bajaban sujetados por mis brazos a los lados para que descansaran sobre mi.

El video llegó finalmente. Pablo hizo algo para que se reprodujese en bucle. Veinte gloriosos segundos, la polla de mi hijo, dura, inmóvil en el centro de la pantalla, y su mano, pixelada, moviéndose a la velocidad del sonido, arriba y abajo, como un embolo, hasta sacar cinco chorros de leche, desapareciendo los cuatro primeros por la parte superior de la pantalla, perdiéndose, desperdiciándose, porque si hubiese estado a mi lado hubiesen sido mi cena aquella noche. Me regodee en el quinto. Ya sin la mano de Pablo delante subió hacia el cielo, pero la gravedad lo devolvió a su origen para adornar su glande y que escurriese hacia el lado de su polla que yo podía ver.

Agarré mi consolador de vidrio y lo agarré como si fuese a picar hielo con él, lo clavé hasta el fondo de mi coño, no era su polla, pero era lo que tenía a mano. Mi tesoro recibió una zurra como no había recibido nunca, cada vez que el cristal entraba y salía mis muslos y mis rodillas recibían una salpicadura de lo que quiera que saliese de mis adentros. Las sábanas se empapaban bajo mis nalgas, no había oxigeno suficiente en mi habitación para mantenerme viva mientras yo hacia el gesto de pasar mi lengua una y otra vez por la polla de mi pequeño, para limpiar aquel chorro de semen que escurría como yogur.

Aquel vidrio me partió en dos, junté mis piernas para no desintegrarme, dos cables cortocircuitando en las humedades de mis labios no hubiesen hecho saltar más chispas. Mis piernas, espantadas por la fuerza del orgasmo más prohibido, convulsionaron durante minutos y minutos, mi cerebro disfruto durante un buen rato la felicidad absoluta. Ojalá se pudiese envasar en un frasco esos momentos.

Cuando el martillo de la civilización comenzaba a golpear mi cerebro, mi amor me arranco una sonrisa.

-Como ya se que las chicas podéis repetir te envio esto.

Me envió otra corrida que tenía guardada, no era muy reciente porque estaba en su habitación de casa.

-Gracias, pero por hoy estoy servida.

– Pues para el desayuno.

-Sinvergüenza (más una sonrisa).

-Podrias ponerte mañana el vestido naranja y hacerte una foto con el empapado? Pegado al cuerpo. Sin suje. Please.

-A dormir que son las tantas.

FIN.

 

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