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Siempre estaré para ti, Marian (cap. 3)
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Tiempo de lectura: 11 minutos

A partir de entonces, retomamos nuestras vidas con un poco de más complicidad entre los dos. Nos entendíamos perfectamente bien, pensé en ese momento. Ella estaba triste, pero respondía a mis atenciones con una bella sonrisa y eso me tranquilizaba. Varias veces repetimos lo de dormir juntos, pero tomando la previsión extrema de dejar la puerta de la casa bloqueada para que papá no pudiera entrar y vernos en tal situación. Se podía prestar a cualquier tipo de suposiciones, todas perjudiciales para ella.

El viernes siguiente, por fin mi señor padre se dignó visitarnos y nos sentamos a hablar. Mamá le exigió que se comportara civilizadamente o no habría más posibilidades de conversar. Y que ni se le ocurriera volver a golpearme. La cara de fiera que le puso fue notoria. Parecía una leona defendiendo a su cachorro.

– No vine aquí a pelear, pero exijo el respeto que me merezco. Así que vamos al grano, ¿cuál es esa contraoferta y por qué no se la pudieron dar a mi abogado?

– Lo primero, el respeto es algo que se tiene que ganar, con honorabilidad. Para seguir, tu abogado no pisará nunca más esta casa, tiene cara de vagabundo, pinta de sinvergüenza y me miraba con cara de hiena hambrienta, ni siquiera de coyote. No se lo permito. Para terminar, Juan te explicará en forma concisa cual es esa contraoferta.

– Bien, papá, este papel que ves aquí contiene todo lo que esperamos de ti. El PentHouse de aquí arriba, más este apartamento y el de la playa, un fideicomiso de 20.000,00 mensuales con incrementos del 20% interanual, por 20 años. Un Camaro SS del año para mamá y un Fiat 125 S también del año para mí y lo más importante, 10 MM de los verdes. Si no te parece bien, seguiremos adelante con la demanda de divorcio, donde el Dr. Sanoja te dejará más pelado que talón de la bandera. Como sé y estoy seguro que tienes muchísimo más de lo que te estamos pidiendo, me imagino que aceptarás para evitarte una pelea que muy posiblemente te salga mucho más costosa. Ahora la pelota está en tu cancha.

– Carajo, Marian, ¿este es mi hijo, este gánster? ¿educaste a éste muchacho para que se especializara en extorsión y chantaje? ¡Que bolas tienen ustedes dos! Me voy pal carajo y se entenderán con mi abogado.

– Perfecto, mañana tendrás una visita del Dr. Sanoja y otra muy especial de… bueno, mejor te sorprendes cuando la recibas… creo que serán muchas explicaciones las que tú y tus socios van a tener que dar. Hasta mañana, papi, te veremos en los noticiarios…

– ¿Qué te pasa, me estás amenazando?

– No, Dios me libre. Yo nunca amenazo, eso es una de las pocas cosas que aprendí de ti. Solo te digo, para que no te pienses después que fue por la espalda. Tienes muchos trapos sucios, demasiados diría yo y mis “amigos” me han dado bastante información. Tengo montones de papeles comprometedores. Yo sé que tú quieres jodernos a mamá y a mí, pero no te va a ser tan fácil. Yo soy hijo tuyo, de algún lado me vendrá el veneno, papi. Mamá me educó para ser un hombre de bien, decente, pero en mis genes llevo tu estigma, que se le va a hacer…

Papá se levantó con cara de pocos amigos y se fue. Vi odio en su mirada, hacia mí. Una hora después, regresó, creo que arrepentido, o asustado por lo que pudiera pasar. Lo malo que es tener la conciencia sucia.

– Dime una cosa, Juan, ¿qué garantías tengo de que no me vas a seguir jodiendo después de darles lo que piden?

– Mi palabra de honor. Solo eso. Para mí vale, mamá me enseñó que eso era algo importante en un hombre. Yo valgo lo que valga mi palabra. Pero no sé si tú sabes de eso…

– ¿Por qué me odias tanto, hijo?

– Te equivocas, no te odio. Simplemente me avergüenzo de ser tu hijo. Porque eres un hombre ruin, sin moral, sin principios. Jodes a cualquiera para tu propio beneficio. No te importa si es tu hermano, tu socio, tu esposa o tu hijo. Me preguntas por la garantía, porque cada ladrón juzga por su condición. Pero no te preocupes, no te faltaré a la palabra empeñada.

– Está bien, aceptaré tus condiciones, pero Dios te libre que me traiciones, pues entonces conocerás el animal que llevo dentro.

– Que espero no me lo hayas transmitido genéticamente. Por cierto, ¿sabes una cosa? Muchas veces, pensando en lo puta que fue mi madre biológica, según tus propias palabras, he deseado que yo hubiera sido producto de un cacho que ella te montó. Y a lo mejor fue así, porque de ti no tengo nada reconocible, ni física ni psíquicamente.

El señor hizo una mueca de desagrado, más parecida al odio que otra cosa. Se levantó y dijo:

– De acuerdo, acepto sus condiciones. Mañana mi abogado se pondrá en contacto con ustedes para comenzar las gestiones.

– Creo que no escuchaste a mamá. Con ese tipo no vamos a hablar. No lo envíes porque no lo dejaremos entrar. Manda a alguien decente, en señal de respeto.

El hombre salió por la puerta y se marchó rápidamente, tirando un portazo. Mamá se volteó a verme y se desvaneció en mis brazos, afortunadamente. Se le fueron los tiempos.

La cargué y la llevé al sofá, donde la recosté cómodamente. Luego fui a buscar un frasco de alcohol para que oliera y le volviera el alma al cuerpo. Pronto se recuperó y me quería decir algo, quizás muchas cosas, pero no le salían las palabras. Por fin pudo articular palabras, hilar oraciones y me dijo que estaba asustada del rumbo que había tomado la conversación con papá, que más pareció una disputa de territorios de la mafia. Le aseguré que el derrotero que tomó la conversación, lo estableció él con su actitud, en todo momento. Yo solo le mostré que no soy estúpido ni le tengo miedo. Pero que tomara en cuenta que ese hombre con el que ella se había casado 16 años atrás, no era lo que ella creyó entonces. Era un miserable, ruin y perverso hombre de negocios, que pensaba que el fin justificaba cualquier medio.

Esa noche atrancamos la puerta para evitar que él pudiera entrar y nos fuimos a la cama, a dormir juntos y abrazados. Ella estaba asustada.

Y volvió a suceder, después de la medianoche, me desperté y comencé a acariciar su cuerpo, lentamente, suavemente, para no despertarla, aunque sabía que no era insensible. Esa noche disfruté de las delicias de su piel, por casi todos lados, aquellos a los que podía acceder sin violentar posiciones. Sus orejas, su cuello y hombros, sus brazos y manos, sus piernas y pies, sus muslos, cadera y panza. Por supuesto, sus maravillosas nalgas y sus fantásticos senos. Y me atreví a abrirle el camisón con que se había acostado y le dejé libres las tetas. No las veía bien, pero podía sentir sus areolas, grandes y suaves y los pezones, pequeños pero hinchados, erguidos. Y me los metí en la boca. Los chupé cual bebé que mama de su madre. Nunca había sentido unas tetas, unos pezones como esos. Eran gloriosos. Ella gemía suavemente y suspiraba. En un momento dado, ya con el cuello cansado de la posición en que estaba, me retiré para acostarme recto boca arriba y descansar. Entonces ella reclamó mi atención, sutilmente. Tuve que hacer de tripas corazón, mi hermosa madrecita me necesitaba y yo no le iba a fallar.

Al despertarnos por la mañana, sábado, ella estaba acurrucada contra mi pecho, de medio lado frente a mí. Estaba casi desnuda, su camisón apartado hacia atrás y su tanga minúsculo casi ni se veía. ¡Que sexy era la señora! Hasta en el más mínimo detalle. Me miraba, inquieta, sonrojada, esperando una palabra mía, algo que la hiciera sentir menos culpable, esa era mi impresión.

– Buenos días, mi bella dama, la bendición, ¿dormiste bien?

– Si mi amor, claro que sí. Dormí contigo, eso es más que suficiente. Eres muy dulce conmigo, realmente me gustaría que durmiéramos así todas las noches. Me haces muy feliz. – me quedé perplejo. No esperaba tanta efusividad de parte de ella. Me miraba con amor, con esos ojazos castaños que me venían enamorando desde siempre. De pronto sentí temor y me fui al baño, a lavarme y ducharme.

Cuando regresé a su habitación, ella aún estaba en el baño, duchándose. Al poco salió con una toalla que inútilmente pretendía tapar toda su humanidad. Se la quitó delante de mí, de espaldas y se agachó para sacar una tanguita muy coqueta y ponérsela. Dios mío, que culazo, se le notaba toda su vulva, grande, suculenta. Luego se volteó con una sonrisa preciosa en los labios y cogió una franelita y se la puso, sin sostén. Luego un short, sus medias bajas y zapatos deportivos. Y me iluminaba cada tanto con su hermosa sonrisa y sus ojos de mujer bonita. La notaba feliz, aunque me daba la impresión que se sentía un poco culpable.

– Mamá, quiero preguntarte algo y necesito que seas sincera conmigo, es importante para mí. ¿Te sientes incómoda con lo que estamos viviendo?

– ¿A qué te refieres, al asunto tan desagradable con tu papá o a lo que hacemos de noche en la cama?

– A todo, a una cosa y a la otra.

– Bueno, la verdad que con lo de tu padre, muy incómoda, pero no por culpa tuya. Creo como tú que él nos ha llevado a esto. Es el responsable. Tú solo has tenido que responderle para no dejarte apabullar. En lo que se refiere a lo que tú y yo hacemos de noche, mientras dormimos, no sé, me siento maravillosamente bien, pero, no estoy cómoda. Estamos pisando terrenos muy peligrosos. La raya entre lo permitido y lo prohibido está un poco difusa para mí, no sé si para ti.

– Para mí, esa raya está clara, sé que lo que hacemos no sería bien visto por nadie, pero siento que nosotros dos nos sentimos bien, que no dañamos a nadie y que sabemos lo que hacemos y que todo tiene consecuencias. Pero no tengo miedo. Simplemente… te amo.

– Tal vez yo, por haber vivido más que tú, no lo vea tan claro. Sé bien que todo lo que hagamos tendrá consecuencias, pero, no sé, me siento tan bien contigo. Hijo, tengo miedo, mucho miedo. Temo estar haciendo algo que nos pueda superar. También te amo, no te imaginas cuánto. En estos últimos días me has demostrado que te importo de verdad, que me amas, te has enfrentado a tu propio padre por mí y eso es algo muy grande. Yo lo valoro. Pero no quiero que salgas herido de todo esto. No me lo podría perdonar, porque ante todo, eres mi hijo y te amo demasiado.

– No pasará nada que tengamos que lamentar, te lo aseguro. Entre tú y yo existe un vínculo muy grande, muy poderoso y nada ni nadie podrá superarnos. Nos amamos, eso es lo que verdaderamente importa. Que seas o no mi madre biológica no tiene nada que ver, eres mi madre y esa es una verdad irrebatible. El amor todo lo puede, todo lo vence. Siempre estaré contigo y para ti.

El resto del día lo pasamos en casa, descansando y mirándonos cual enamorados. A cada rato notaba que ella se perdía en mis ojos y cada tanto yo me perdía en los suyos. La veía más linda que de costumbre, la sentía hermosa, su voz me sonaba más musical, más grata. Su olor me embriagaba. Esa noche, después de cenar y ver tv, ella me pidió que le diera un masaje en sus pies. Le dolían un poco, tal vez por el estrés al que se encontraba sometida. Fue a su habitación y trajo un pote de un gel o algo parecido, para dar masajes. Se sentó en el sofá y puso sus lindos y pequeños piececitos en mi regazo. Tomé un poco de la sustancia y empecé un singular masaje. Ella ronroneaba y se retorcía porque le daba cosquillas. Le acariciaba, con cierta fuerza, cada centímetro de cada pie, sus deditos, la planta, lo que más cosquillas le daba, luego el talón y el empeine. Y ella disfrutaba como niña. Una vez que terminé con ambos pies, le dije que si quería, podía subir por sus piernas, también.

– Ay mi cielito, me encantaría, tienes unas manos maravillosas, me he sentido increíble. No sé, tal vez hasta me arriesgaría a un masaje total, todo el cuerpo. ¿Te atreves?

– Caramba, Marian, eso es algo ya de otro nivel. Pudiera no haber vuelta atrás, si me comprendes…

– ¿Porqué, mi amor?

– Porque tendría que ser sin ropa, evidentemente y no sé si yo pueda soportarlo sin ponerme bestia.

– ¿Tú, ponerte bestia? No lo creo, tú me has demostrado tener mucho autocontrol.

– Se llama respeto, mamá. Solo porque te respeto. No creas que no me has provocado, pero hay líneas que no me atrevo a pasar sin tu permiso. Respeto.

– Mi amor, yo estoy dispuesta a correr el riesgo. No sé si es que estoy perdiendo la chaveta, pero estoy cansada de ser sumisa, de no permitirme algunas cosas que le dan sabor a la vida. Si tú estás conmigo, puedo sobreponerme a mis miedos, vencer a mis demonios, pero solo si tú me apoyas. Lo que hemos vivido estos últimos días, sin ti, no me lo hubiera imaginado. Y me refiero a todo, con tu papá y entre nosotros… en fin, te espero en mi cama, si te atreves… – y se levantó y se fue a su habitación. Había llegado el momento de cruzar una línea muy importante. ¿Nos atreveríamos, ambos?

Cuando llegué a su habitación unos cuantos minutos después, ella estaba desnuda, acostada boca abajo sobre una toalla grande al pie de la cama, esperando por mí. Cuando me vio entrar, me regaló una sonrisa y me dijo:

– Adelante, quien dijo miedo…

Yo entonces procedí a tomar el pote de gel y se lo regué por la espalda para empezar el masaje por allí, su cuello, sus hombros, los brazos, su espalda. Estaba realmente congestionada, llena de nudos producidos por el estrés. Poco a poco fui haciendo que se relajara y escuchaba sus gemidos, muy sensuales por demás.

Luego bajé a sus piernas, desde justo debajo de sus nalgas, hasta los tobillos. Primero una pierna, luego la otra. Entonces llegó la hora de la verdad, la primera: sus nalgas. Aquellas masas de carne firme, magra, voluminosas, deliciosas, apetecibles. Allí comenzaron mis problemas. Empecé a temblar, a no poder controlar mis movimientos. Estaba realmente excitado y mi miembro luchaba por salir de su prisión de algodón. Ella se percató de mi excitación y me dijo:

– Mi amor, no te asustes, que yo estoy temblando. Adelante y que sea lo que Dios quiera…

Por supuesto, continué. Una vez que terminé con sus maravillosas posaderas, le pedí que se volteara boca arriba y entonces allí estaban sus dos maravillosas lolas, hermosas como ninguna otra y lo mejor, su tesoro. La vulva más preciosa que mis ojos hubieran visto alguna vez. Labios gruesos, clítoris asomado, tamaño regular, pero prominente, vellos muy bien cuidados y recortados por todos lados, una magnifica sonrisa vertical. Me quedé paralizado, hasta que ella me hizo volver en mí, con un leve pellizquito. Me sonreí con un poco de vergüenza y comencé a darle su merecido masaje, un verdadero masaje erótico, con todas las de la ley. Sus brazos y cuello, luego su abdomen, sus prominentes caderas, sus muslos y piernas, regreso a las tetas, donde me recreé durante un buen rato con sus pezones enhiestos y al final, su ingle. Allí si di lo mejor de mí, me gradué como masajista, de acuerdo a lo que había visto en una película porno donde la acción central era un masaje de ese tipo. Le dediqué toda mi atención y mis mejores cuidados a toda la zona de su vulva. Dios, que placer. Y para finalizar, aupado por sus ya incontenibles gemidos y jadeos, la masturbé en forma, pasando mis dedos por sus labios, de abajo hasta arriba y de nuevo y de nuevo, su clítoris, mis dos dedos dentro de la vagina en busca de su punto G, los jugosos labios otra vez, hasta que explotó su orgasmo. Fue maravilloso. Un verdadero volcán de dimensiones colosales. Estertores largos, repetidos, sensuales.

Ella me miraba con una carita de “yo no fui”, deliciosa. Me enamoré.

Me senté en la orilla de la cama, a su lado, a punto de desmayarme de la tensión nerviosa que había soportado durante más de media hora. Ella me acariciaba con sus uñas por la espalda. Yo solo trataba de respirar. Al poco rato, le pedí que se levantara para bañarla, como corolario de nuestra gesta. Feliz, se levantó presurosa y se dirigió a la ducha, tomándome de la mano. Entramos a su baño, me desvestí aceleradamente y en eso ella se quedó viendo hacia mi pene, que estaba totalmente erecto. Su cara mostraba asombro:

– Mi amor, eso es enorme, Dios mío, más grande que el de tu padre, que ya es bastante decir. Estoy asombrada, hacía mucho que no te lo veía.

– Bueno, será lo único que habré heredado de ese señor y no te creas, mi vida no ha sido fácil con esto. Algunas cosas no resultan cómodas con un pene de este tamaño.

Ella se metió a la ducha con agua caliente, para terminar el efecto de relajación y además distraer la atención sobre mi herramienta. Dejé que el agua caliente cayera sobre su espalda, mucha agua, luego tomé el jabón y una esponja y empecé a acariciar todo su cuerpo con ella. En sus partes más sensibles me recreé bastante, tanto que al rato se presentó su siguiente orgasmo. Más suave que el primero, que había sido arrollador, pero orgasmo al fin y al cabo. Luego, ella tomó el control para enjabonarme a mí. Todo mi cuerpo, con mucha ternura, con gracia. Y cuando llegó a mi pene, vaya, se soltó el moño. Me hizo una paja fenomenal, con cubana y demás, ambos agachados en la placa. Y culminó la faena con su linda boquita, no sin cierta dificultad por el tamaño. Me dio una mamada que me hizo eyacular como un fenómeno, por la cantidad de semen que recibió en su dulce boca. Marian sabía hacer gozar a un hombre, no había dudas al respecto. Yo era muy jojoto, sexualmente hablando, poca experiencia, pero ella volaba por altas cotas. Me dejó exhausto.

Al final, nos secamos y fuimos a la cama, desnudos y hambrientos… de sexo.

No pasaron ni 10 minutos, cuando mi miembro ya estaba reclamando su pastel. Ella se acostó boca arriba, abrió sus piernas todo lo que pudo y me pidió que la penetrara, profundamente, hasta que ya no pudiera más. En esa posición del misionero, la más común pero no mi preferida, entré en su vagina con mucho cuidado, para evitar lastimarla. Ella me decía que despacio, con cuidado, pero que no parara. Una vez dentro toda mi herramienta la estuve bombeando, primero de forma suave, lenta, pero paulatinamente aumentaba la cadencia, hasta que sentía el Plaf, Plaf, Plaf que sonaba por el choque de nuestras pelvis. Ella me pedía más y más, duro, rápido, fuerte. Y yo se lo daba. Cuando llegó a su punto, se desmadejó en un hermoso orgasmo, casi poético. Se le voltearon los ojos y quedó mirando al techo, como perdida. Entonces me salí de ella y la volteé para ponerme yo abajo y a ella a cabalgarme. Cuando se montó sobre mi falo y se lo enterró hasta la base, soltó un gemido largo y muy sensual. Me enamoró. Luego, recuperada de la penetración, empezó su cabalgata infernal. Le llegó un segundo orgasmo, bestial, por lo exigido del proceso y la dejé para que se lo gozara y se recuperara. Entonces la puse en cuatro y la penetré desde atrás, deliciosamente. Otra vez empecé a bombearla, suavemente, lentamente, hasta que cogimos el ritmo y empezamos una verdadera faena. Al final, acabamos casi que simultáneamente, ella primero y a los pocos segundos yo y caímos abatidos y sudorosos, ella debajo de mí. Cuando recuperé la respiración normal, se lo saqué, ya medio flojo y me acosté a su lado. Ella me miraba y de su mejilla corría una gota de sudor o una lágrima, no supe distinguir, pero igual la sorbí. Deliciosa, como todo en ella.

Ya habíamos cruzado la línea, ya no habría vuelta atrás, pero me sentía como un Gengis Kan, conquistador de medio mundo. Marian era una hembra de altos quilates, sin duda. Y pensé en el tonto de mi padre. ¿Por qué ese hombre dejaba a una mujer tan especial? ¿Cuál sería el secreto? ¿Estaba realmente loco, desquiciado? Porque para dejar a semejante mujer, debía estarlo. Pequeña, pero toda una fiera. Cómo me hizo gozar y además, no tuvo ningún inconveniente en calzarse toda mi pieza, que era de bastante grosor y largura. Según ella me confesó, muy parecida a la de mi padre, un poco más grande y gruesa con semejante o mayor resistencia y poder de recuperación. Todo un halago para mí, supongo.

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