Cuando empezaba el quinto ciclo en la universidad, llegó a la universidad un nuevo capellán. Español, de Navarra. Desde que lo vi por primera vez, me humedecí. Era joven, de 32 años (luego supe su edad), alto, fornido, bronceado al sol, cabellos castaños. Más parecía un sexy futbolista que un sacerdote.
Todas mis amigas empezaron a confesarse, los martes o los jueves. En una pequeña salita privada, que el padre usaba de oficina y confesionario. Pensé que ser confesada por el Padre sería muy excitante. En mis sueños húmedos me imaginaba siendo cogida por él en esa pequeña salita. Finalmente decidí hacer lo mismo que mis amigas y un martes hice mi cola, como una devota más y, finalmente, entré al recinto donde todas mis amigas fantaseaban con el Padre español, tan churro y sexy, mientras las confesaba.
Aunque tuviera sotana, el Padre era un hombre precioso. Me habló muy formalmente desde que llegué. Seguimos el protocolo de confesión y llegó el momento de la confesión de mis pecados. Había planeado decirle unos pecados hot, a ver si lo perturbaba. Tenía el morbo secreto de contarle aventurillas ficticias, para ver como reaccionaba.
-Cuéntame hija, ¿Qué pecados tienes?
-Padre he tenido pecados de carne
-¿Explícame hija? ¿Estás segura de lo que dices? ¿Sabes lo que son los pecados de carne?
-Si Padre, lo sé. He hecho cosas impropias con mi novio.
-¿Qué cosas impropias hija?
-Padre, me da mucha vergüenza contarle.
-Hija mía, este es un momento de confesión. Tienes que ser sincera para lograr el perdón del Señor nuestro Dios. Él espera sinceridad y arrepentimiento.
-Padre lo sé, pero me da vergüenza decirlo.
-Hija mía, se valiente, nuestro Señor es testigo de tu confesión y Él sabe todo. Sólo espera que seas sincera en este salón.
No tenía ninguna vergüenza. Simplemente quería soltarme y coger confianza. Empecé a narrarle la situación. Empecé con mi narración, previamente escrita y ensayada.
-Padre. Mi novio me pidió que le diera una prueba de amor. Le dije que no. Que eso era pecado. Que como podía pedirme eso. Ha insistido mucho y finalmente acepté. Pero como siempre he soñado con llegar virgen al altar, sólo lo hicimos por mis nalgas. Sólo eso le di. Yo pensé que eso no era pecado pues sigo siendo virgen y llegaré pura al altar, pero le conté a una amiga y me dijo que eso se llama sodomía y es pecado de carne. Padre, no quiero irme al infierno por pecadora de carne.
El padre se quedó callado un instante y me dijo. Hija mía. El señor perdona tus pecados. Reza 4 padrenuestros y ve en paz.
Me retiré y casi rezo los padrenuestros ordenados. A los dos días, me encontré con el padre en un pasillo. Me saludó amablemente y me dijo “hija, el martes nos confesamos de nuevo”. El “nos confesamos” me sonó raro. Decidí desarrollar mi narración más.
Llegado el martes, tras el preámbulo formal, empecé una nueva confesión.
-Padre. Lo he vuelto a hacer. Volví a tener pecados de carne.
-¿Cuéntame hija, que has hecho?
-Padre. Me sentía inquieta y tenía ganas de que mi novio me toque allí atrás. Lo fui a ver ayer a su cuarto y felizmente estaba solo. Le dije que me sentía rara y que tenía muchas ganas de sentirlo allí atrás. No sabía porque, pero eso quería. Me acostó en su cama. Me puso boca abajo. Me bajó el short y mi calzón y me lamió atrás. Sentí mucho placer. Sentía muy rico. Luego se puso encima y me metió su pene entre mis nalgas. Sentí muy rico Padre y tuve unas contracciones que me hicieron sentir muy bien y relajada.
-Hija, eres una pecadora.
Miré su entrepierna y tenía una erección que su sotana no podía ocultar. Se veía un delicioso bulto que, bajo la sotana me ponía loca. Espere él de un paso más, pero no lo dio. Yo tampoco me animé. Me ordenó rezar cinco padrenuestros y me ordenó salir del confesionario.
Seguí confesándome cada martes. Con nuevas aventuras y más detalles. La verga del Padre se erectaba cuando empezaba a narrarle lo que hacía con “mi novio”, que, por cierto, no tenía. Pronto él mismo me pedía más detalles. De donde lo hacíamos, de cómo era la cama, de que ropa interior utilizaba. Pero ni él iba más allá ni yo me arriesgaba a ir delante.
Tras poco más de un mes de juegos de confesión. Yo moría de ganas de ser suya. Todo el día pensaba en ello. No había instante que no imaginara al Padre desnudándome en su confesionario y poseyéndome. Decidí que no podía pasar más tiempo sin ser suya.
La universidad tenía un código de vestimenta muy estricto. Vestidos como mínimo hasta la rodilla. El martes de la confesión me puse un vestido lo más corto posible. Sin arriesgarme a que no me dejen ingresar al campus. Debajo del mismo una tanga muy pequeña. Había ensayado en casa la forma de sentarme de forma que el vestido se recogiera lo más posible y mostrará la mayor parte de mis muslos.
Llegué al confesionario. Me di cuenta como el Padre me miró. Nunca había ido con vestido, siempre de jean y polo. Sentí que me desnudaba con su mirada. Me senté en la silla frente a él. Tuve mucha suerte, pues al sentarme el vestido se recogió aún más que en mi mejor ensayo. Podía ver todos mis muslos y más aún. Desde donde él estaba, frente a mí, con certeza podía ver mi tanga.
Empezó la parte protocolar de la confesión. Pero lo sentí turbado, su voz era entrecortada. Miré como el enorme bulto resaltaba sobre su Sotana. Yo aún no había hablado.
Ni bien empecé a contarle mis “pecados”, se paró. Su bulto me ponía loca. De pie estaba, su verga estaba es la altura de mis manos. Me arriesgué. Las puse sobre su verga erecta. Se alejó, pero un instante después, sin hablar, volvió aún más cerca. Le volví a coger la verga. La sentía en mis manos erecta, dura, durísima, y grande.
Se la solté y con ambas manos le subí la sotana. Debajo de ella llevaba sólo un bóxer que reventaba. Le volví a coger la verga sobre el bóxer y él sólo gemía. Se la saqué y sin esperar a que diga nada se la empecé a chupar. Era grande, de las mayores que había probado hasta esos años. Gruesa y muy recta, perfectamente recta.
Me encantó sentirla en la boca y más aún escucharlo decir “hay Dios Mío. Hay Dios Mío”. Lo repetía sincrónicamente. Me puse de pie, me levanté, y le dije “Padre quiero entregarme a Usted”. El sólo seguía diciendo “Mi Dios, mi Dios”. me puse delante de él y “en retroceso” le entregué mi coño que chorreaba.
El no atinaba a mucho, Era yo quien me movía y me seguía moviendo. Era yo quien dictaba el ritmo. El casi inmóvil sólo aportaba su verga gruesa y dura. En unos minutos llegué y mi placer lo hizo llegar. Dentro de mí.
Luego de llegar comenzó a repetir “Dios, que he hecho”. Cómo las anteriores frases, la repetía como una letanía. Me acomodé la tanga y el vestido. Aun chorreando salí del confesionario. Él ya se había acomodado la sotana. No me miraba. Al cerrar la puerta le dije “Padre el siguiente martes vuelvo a confesarme”.