María Isabel de los Montes se levantó de la silla, tomó en su mano enguantada un pequeño espejo y se miró el rostro.
Sonrió.
El recogido de su cabello era impecable, el maquillaje, rosa pálido, hacía juego con su vestido y sus delicados guantes; sus carnosos labios pintados de rojo transmitían el necesario toque de sensualidad que acompaña a quien está acostumbrado a tener todo lo que quiere.
Suspiró y miró a través del cristal de un gran ventanal.
Fuera, el primaveral y soleado día había dado paso a una tarde con nubes de tonos rojizos que anunciaban viento. La primavera había comenzado hacía solo unos días y todavía se notaba en el ambiente un frescor más propio del invierno.
Unos golpecitos en la puerta seguidos del familiar quejido de las jambas cuando se abrió, hicieron que Isabel apartase los ojos del paisaje.
Una joven sirvienta de piel pálida, constitución delgada y mirada risueña entró con una bandeja de plata.
-Su manzanilla. -dijo dejando una tacita sobre el mantel floreado de una mesa.
-Gracias Teresa. -respondió la mujer tomando asiento y llevándose la taza a los labios.
-¡Quema! -dijo cuando probó la infusión.
Teresa se puso nerviosa y balbuceó algunas palabras de disculpa.
-Llama a Sebastian. -ordenó Isabel.
Sebastian era un hombre maduro que desempeñaba la función de mayordomo y jefe de servicio. Además de a Teresa, tenía a su cargo a la cocinera, al encargado del jardín y al mozo de cuadras.
La doncella le contó brevemente lo que había ocurrido.
-Está bien. Vamos a ver a la señora. -dijo sin poder disfrazar un tono de disgusto.
Le gustaba el orden y las cosas bien hechas. En el fondo admiraba a su señora. Tenía claro su papel de empleado, siempre dispuesto a cumplir órdenes. Sabía que entre su mundo y el de doña Isabel había un abismo infranqueable, y que él, por muy bien que lo hiciese nunca estaría ahí. Su meta era simple, que la señora no tuviera quejas.
Camino a la estancia observó a Teresa. Estaba nerviosa y a su juicio, ese nerviosismo estaba más que justificado. Su señora no se andaba con chiquitas. Una vez, pilló al mozo con la cocinera en el establo practicando sexo. El acto en sí no estaba prohibido, siempre que tuviese lugar fuera del horario laboral. Recordaba como si fuera ayer la escena. El chico, desnudo de cintura para abajo pidiendo perdón, a su lado su compañera, con los mofletes colorados y las tetas al aire. No le sirvió de mucho. Doña Isabel mandó que desnudaran por completo al mozo y que fuese amarrado a un poste de madera. Luego, usando un manojo de ramas de abedul, le azotó en espalda y culo durante un buen rato.
La cocinera ocupó el mismo lugar poco después, en su caso los golpes se concentraron en las nalgas, y aunque el castigo fue más breve, no pudo evitar las lágrimas.
****************
Isabel recibió a mayordomo y doncella sujetando una vara entre sus manos.
-Ven aquí Teresa, apoya las manos en la pared e inclínate.
La joven obedeció.
Isabel, ante la atenta mirada del mayordomo, levantó la falda del uniforme de su empleada y de un tirón le bajo las bragas dejando a la vista un culito prieto, pálido y algo desinflado.
-Sebastian, ¿qué te parece el culo de Teresa? Bonito, ¿verdad?
-Sí señora, es un bonito culo.
Isabel se quitó un guante y tocó las nalgas de la muchacha. Eran tiernas y suaves.
Luego cogió la vara y la hizo silbar dos veces.
-Esto no es solo por lo de hoy.
Unos segundos después azotó el trasero.
Sebastian siguió el castigo con su habitual seriedad, tratando de controlar el tamaño de su pene. Su intento no resulto exitoso. No solo era la escena del culete contrayéndose y moviéndose en un intento fútil de escapar al correctivo, era también su señora, su mirada, sus pechos que a buen seguro estaban duros ante semejante espectáculo. De algún modo, esa mujer, bajo esa aparente estampa de control, transmitía sensualidad, dominación, poder. Por un instante el mayordomo deseo estar en lugar de la doncella. No se trataba de experimentar el escozor de la vara mordiendo la carne, no, se trataba de ser el foco de atención, el origen, la fuente de esa excitación que su señora no podía ocultar.
Terminado el castigo. Teresa cubrió su trasero, dio las gracias y se retiró.
Sebastian la siguió.
-Espera Sebastian. -dijo Isabel.
La criada se detuvo un instante para mirar al mayordomo y luego salió de la habitación.
-Sebastian esta es la enésima negligencia del servicio doméstico.
El aludido tragó saliva, fue a decir algo, pero optó por el silencio.
-Creo que va siendo hora de que aprendas algo… además, ¿te gusta verdad? No seas tan correcto… he visto como me miras los senos. Seguro que te gustaría chuparlos.
El hombre se puso tenso, el crecido bulto bajo los pantalones le delataba.
-Va a explotar. -dijo la señora señalándolo con la vara.
-Bájate los pantalones y los calzoncillos.
Sebastian, que no estaba seguro de que aquello fuese real, obedeció.
La mujer observó el erguido miembro.
-Eres un poco travieso. Ven aquí, de rodillas, camina a cuatro patas.
Isabel se sentó en una silla y se levantó el vestido. Luego se bajó las bragas hasta los tobillos dejando a la vista su coño peludo.
-Pensándolo mejor las tetas pueden esperar. Ven, mete tu carita en el bosque y comienza a lamerme con la lengua.
El contacto húmedo de la lengua del varón con sus partes le hizo soltar un gemido.
Cogió la vara con su mano derecha y descargó un latigazo en la nalga del mayordomo.
Escocía y, sin embargo, su miembro estaba cada vez más duro.
Los azotes siguieron llegando de modo irregular. Sebastian chupaba y lamía con ansia, azuzado por los grititos de placer de su señora.
El semen saltó tres minutos después, la corriente de placer le hizo jadear. Se levantó con una mezcla de torpeza y ansiedad, la mirada algo borrosa, el objetivo claro.
Sus manos se cerraron sobre los senos de su señora y sin pensar en las consecuencias, la besó en la boca.
Isabel le abofeteó para luego ser ella la que tomaba la iniciativa de un nuevo beso salvaje con lengua y mucha saliva.
FIN