—Sandra, soy yo.
Me quedé con el interfono en la mano, incapaz de pronunciar la menor palabra. Una ola de calor me envolvió brutalmente, subiendo de mis piernas hacia mis hombros.
Cuando Matías había dicho que me visitaría en Zúrich, no le había creído ni un segundo. Sin embargo, le había dejado mi dirección en un post-it cuando nos habíamos vuelto a encontrar en Santiago. Era más bien para no ofenderlo al insinuar que nunca iba a viajar Suiza que por pensar que un día lo iba a encontrar, bajo su eterna gorra negra, en la entrada del edificio donde yo vivía.
—¿Me abres?
Matías era mi ex. Lo había conocido la primera semana de intercambio universitario en Chile de mi máster. Habíamos compartido una mesa de laboratorio, unas cervezas, una cama, y finalmente un pequeño estudio. Había regresado a Suiza al final del año universitario y habíamos tenido la lucidez de abandonar el proyecto de dejar de querernos. Años después, y a pesar de habernos casado cada uno por su lado, nos seguíamos deseando con furia. En secreto, nos mandábamos fotos y videos excitantes y no perdíamos una ocasión de masturbarnos juntos a distancia, calentándonos con mensajes y audios. Solíamos acompañarnos hacia el orgasmo con una videollamada, disfrutando de vernos venir bajo todos los ángulos. Cada vez que compraba ropa interior nueva, regresaba apurada a casa para sacarme fotos y mandárselas. Nunca demoraba mucho antes de contestarme con una foto de la erección que le había provocado la vista de mi culo, que las pequeñas piezas de encaje que elegía no ocultaban para nada. Yo la recibía con mucha satisfacción y a menudo empezaba a tocarme llevando mis nuevos atuendos. Lo que más me gustaba era cuando sacaba una foto al bulto que tenía en su entrepierna mientras estaba en su escritorio, en la oficina donde trabajaba. Me excitaba mucho saber que tenía que aguantar sus ganas y esperar que sus colegas salieran a almorzar para ir al baño y pajearse frenéticamente como un adolescente frustrado. A veces me mandaba videos de cuando se venía. Guardaba las preciosas imágenes del semen choreando a lo largo de su verga, siempre acompañadas por su delicioso suspiro de alivio, y las miraba en el preciso momento de venirme cuando me masturbaba. Matías era mi inspiración infalible y mi detonante favorito.
Hacía unos meses, había tenido que viajar a Santiago para coordinar un proyecto de investigación internacional en biología. Menos de dos horas después del aterrizaje de mi avión, estábamos tirando en el piso de la habitación de mi hotel, sin tomar el tiempo de llegar a la cama ni de quitarnos toda la ropa. Había sido un reencuentro rico y animal, reanudando con las costumbres de nuestro pasado de novios, mirándonos a los ojos y sonriendo mientras nos agarrábamos el cabello y nos arañábamos la espalda. Siempre habíamos sido excelentes en el sexo y nos habíamos extrañado mucho. Era la primera vez que engañábamos a nuestras parejas respectivas y la culpabilidad había sido totalmente anihilada por el goce y la arrechura que compartíamos. Me había quedado allí una pequeña semana durante la cual nos las habíamos ingeniado para vernos todos los días y disfrutar el uno del otro sin límites. Cuando vivíamos juntos, a pesar de tener una intimidad entusiasta e impetuosa, nunca habíamos conseguido superar algunos complejos o miedos, temiendo que ciertos deseos, aficiones o gustitos inconfesables pudieran incomodar al otro. Entonces, libres de cualquier forma de presión con respecto a la perennidad de una relación de pareja y franqueando las antiguas barreras, habíamos descubierto nuevos placeres. En nuestro nuevo pódium del sexo habían tomado posición varias innovaciones nuestras, como por ejemplo sentarme en su cara para que me lamiera o también que me escupiera en la boca mientras me cachaba. La versión descontrolada de nosotros había sido una maravilla, un desfogo total y necesario.
Las imágenes de este reencuentro invadieron mi mente al escuchar su voz.
—¿Matías?
—Sandra, hace un frío tremendo, ¡abre!
Abrí la ventana para agacharme y mirar la entrada del edificio. Era él.
—No puede ser… —dije para mí misma —¡Te abro, sube! Está en el quinto piso.
Por suerte para él, aquel día había regresado temprano de la universidad donde era profesora. Mi esposo se había ido de viaje para el fin de semana con un par de amigos y yo había decidido aprovechar estos días libres para hacer algunas cosas que no tenían espacio en la vida marital. Así, cuando había sonado el interfono, estaba cumpliendo con un total cliché de treintañera soltera: me acababa de meter en una bañera llena de espuma de jabón, con una copa de vino en una mano y un cigarro en la otra. Había puesto mi laptop en un banquito justo al lado y empezaba unos de mis videos porno favoritos. Era de dos chicas que probaban juguetes una con otra y, definitivamente, el ejercicio les procuraba un placer intenso. Sudaban, se besaban, se lamían, se penetraban y se venían varias veces, con caras exaltadas y lúbricas. Estaba a punto de dedicarme a 40 minutos de masturbación, inspirada por estas dos morbosas y la variedad de consoladores que empeñaban en chupar y meterse mutuamente en la concha o en el culo. Sabía que tenía el tiempo de fumar un cigarro antes de que se viniera la más carnosa. Después de verla gemir en cuatro, con sus tetas pesadas que balanceaban, arqueándose para sentir mejor las idas y venidas del juguete con lo cual la cachaba su amiguita, me era complicado resistir a las ganas de tocarme. Siempre me fascinó la expresión que tiene la gente en el momento de venirse, es más, creo que es la cosa que más me fascina en el mundo. Se puede mandar robots en Marte, descubrir nuevas medicinas, tesoros arqueológicos o medios revolucionarios de protección medioambiental, construir edificios inmensos o crear música sinfónica: ningún logro del ser humano llega a conmoverme más que su cara deformada por la intensidad de un orgasmo. Por eso había esperado que sonara el interfono por segunda vez antes de tomarme la pena de salir de mi bañera. Pensado que era un vecino a quién se le había olvidado las llaves, no había tomado la pena de vestirme y había atravesado el departamento calata y sin secarme, dejando agua por todo el piso.
Al invitarlo a subir, me había precipitado para agarrar una bata, cerrándola con un nudo torpe y blando, y le había abierto la puerta así, con el moño desordenado que solía hacer para bañarme, mi copa de vino todavía en la mano y, lo confieso, algo de incomodidad. Sonrió al descubrirme así y me abrazó como se abraza a los amigos. Me explicó que había llegado el día de antes a Suiza, invitado por una universidad para participar a un coloquio internacional. Matías también era biólogo, bastante reconocido en Chile, pero por primera vez viajaba a Europa para presentar el resultado de sus investigaciones.
—¿Por qué no me avisaste que viajabas?
—Para hacerte la sorpresa, pero no te quiero molestar. Estás esperando a tu esposo ¿no? —me contestó mirando mi copa de vino.
—No, salió con sus amigos para el fin de semana. Estaba a punto de bañarme. ¿Quieres una copa?
Sonrió, travieso.
—Por supuesto.
Empezamos a conversar, dándonos las ultimas noticias de nuestras vidas mientras lo servía. Como siempre teníamos muchas cosas que contarnos, la conversación fluía, alegre y entusiasta. Cuando me vio ajustar el cinturón de mi bata se cortó en medio de una frase.
—No te quería interrumpir, anda a bañarte, conversamos luego, te espero.
Regresé al baño rápidamente. Las dos chicas seguían divirtiéndose en la pantalla de mi laptop. Me apuré en cerrarla, algo avergonzada por el entretenimiento que tenía planeado para noche. Mis fantasías lesbianas y en particular mi deseo intenso de lamer y chupar tetas formaban parte de las cosas que no compartía con nadie.
Dejé caer mi bata en el piso, entré en la bañera y apenas cerré la cortina que escuché a mi espalda:
—¿Se puede fumar en tu baño?
Entreabrí un poco la cortina para sacar la cabeza. Matías me había seguido y ya lo tenía tranquilamente apoyado al lavadero con su copa de vino, a punto de prender el cigarro que tenía entre los labios.
—Me acordé que te gustaba conversar cuando te bañabas, —siguió, bajando la tapa del inodoro para sentarse en él, —¿quieres?
—Ahora es un poco raro, pero claro, me gusta tener compañía hasta bajo la ducha, —le contesté antes de volver a cerrar la cortina. —Y, sí, puedes fumar. Fumo donde me da la gana cuando no está mi esposo.
Seguimos conversando mientras me lavaba el cabello y me jaboneaba todo el cuerpo. Era imposible negar que la situación me excitaba. Al darme la vuelta para enjuagarme, la cortina fina se pegó contra mis nalgas. Matías tuvo el gusto de ver sus formas dibujarse nítidamente en la tela que el contacto con mi piel mojada volvía transparente. Escuché un “Uhm, interesante…”, ligeramente burlón, antes de que continuara lo que me contaba. Me gustaba saber que me había visto, ya le tenía ganas y era claro que él también. Éramos incapaces de resistir a la atracción sexual que compartíamos, pero parecía que teníamos ganas de jugar un poco a los desinteresados.
—¿Estabas mirando una película en tu bañera cuando llegué? —me preguntó al ver mi laptop en el banquito.
—Sí, estaba en eso, tranquilita con una copa de vino y un cigarro.
No lo veía, pero había agarrado la máquina y la había abierta, descubriendo la naturaleza de mi selección audiovisual. Terminé mi ducha y corté el agua, extendí el brazo afuera para agarrar una toalla y me sequé rápidamente antes de envolverme en ella. Cuando abrí la cortina, Matías tenía la laptop sobre sus rodillas y me miraba con una expresión de gula febril.
—Le puse “play”, para ver qué era…
—¿Y qué te pareció?
Calentada por la situación y la tensión sexual que empezaba a ser evidente entre nosotros, le había contestado sonriendo, mirándolo a los ojos mientras salía de la bañera. A modo de respuesta, agarró mi muñeca para llevar mi mano a su entrepierna. Sentí su verga dura a través de su pantalón.
—Veo que en este género también compartimos los mismos gustos cinematográficos —le dije, sin retirar mi mano, al contrario.
Hubo un silencio en lo cual se escuchaba la respiración de Matías que se aceleraba. Me senté en el borde de la bañera, sin dejar de acariciarlo ni de sostener su mirada. Sentía que mi clítoris se estaba hinchando, con una ola de calor y un ligero picazón que pronto iba a volverse casi doloroso si no me tocara. En el movimiento de sentarme, mis labios se deslizaron uno contra otro. Sin darme cuenta, me había empezado a mojar. Desde la noche en la cual nos habíamos conocido, nunca había dejado de desearlo. Le bastaba una mirada para prenderme. A pesar de haber recorrido su cuerpo tantas veces, su piel, sus labios, sus manos y obviamente su sexo me seguían atrayendo como imanes.
Puso su mano en mi muslo y empezó a subir lentamente debajo de la toalla. Acercó su cara para besarme y se detuvo a unos centímetros de mis labios, para prolongar un poquito la espera del beso que nos iba a reunir. Le agarré la nuca para acercarlo y mis labios entreabiertos encontraron los suyos. Su lengua empezó a acariciar la mía, mientras sus dedos llegaron a mi sexo. Abrí ligeramente las piernas a modo de invitación, él sabía exactamente cómo tocarme. Era, sin ninguna duda, el único hombre capaz de hacerme venir más rápidamente que yo masturbándome. Comenzó como siempre por tomar mi concha en la mano, con la delicadeza con la cual se toma una fruta madura y jugosa, y amasarla suavemente. Los primeros escalofríos de placer me recorrieron la espalda. Me seguía mirando a los ojos, con los labios todavía entreabiertos por nuestro beso. Sus dedos empezaron a jugar con mis labios, deslizándose entre ellos de arriba hasta abajo, lentamente. Gemí y abrí las piernas más aún, avanzando mis caderas hacia él. Había dejado su entrepierna para apoyarme con las dos manos al borde de la tina. Me entregaba a sus dedos expertos que no tardaron mucho antes de penetrarme. Las idas y venidas de dos de sus dedos me electrizaban y gemía más fuerte. Matías conocía los gestos que me gustaban y le encantaba hacerme venir. Más aún le encantaba desnudarme y quedarse vestido para meterme dedos hasta que me retorciera placer. A menudo no se tocaba antes de que me viniera, como para disfrutar completamente de la posición de voyerista que tenía. Yo, impúdica y arrecha, le regalaba con gusto e insolencia el espectáculo de la subida de mi goce. Así, cuando la toalla en la cual me había envuelto terminó por abrirse y caer, desvelando mis senos y mi concha, no pudo detener un suspiro de satisfacción. Su mirada había sido absorta por la visión de sus dedos brillantes que entraban y salían de mi sexo.
—¿Te gusta verme así? —le pregunté.
—Uy sí, qué hermosa eres…
Abrí las piernas al máximo y entendió que quería más. Con la palma hacia arriba y presionando mi clítoris con su pulgar, me penetró con tres dedos y se quedó unos segundos así, sin mover, para dejarme disfrutar de la sensación de tener la concha llena. Era una delicia. Aprovechando de este momento de calma, agarró uno de mis pezones y empezó a pellizcarlo. Gemí más fuerte, este ligero dolor me excitaba terriblemente. Sin mover los dedos que ocupaban mi concha ni soltar mi pezón, volvió a mirarme a los ojos, con la expresión seria y tensa que tenía cuando luchaba para no voltearme y metérmela de una vez y con fuerza.
—¿Quieres que te haga venir?
—Con tus dedos… Cáchame con tus dedos…
No me contestó porque había empezado a lamer mi otro pezón con lenguazos hambrientos mientras sus dedos volvieron a moverse, con idas y venidas lentas y profundas. Mis gemidos se aceleraron, se deslizaba dentro de mí sin ninguna pena, hacía tiempo que no había sido tan excitada y que no me mojaba tanto. Le gustaba tenerme toda empapada, más aún cuando llevaba ropa interior de color claro y que me era imposible disimular la mancha que se marcaba en mi calzón, evidencia implacable de mi excitación. También le gustaba mamar y aspirar mis pezones hasta adolorarlos un poco, lo que siempre me mandaba bien lejos. Cuando vio que estaba al borde del orgasmo, separó ligeramente sus dedos, que hasta el momento había mantenido apretados unos contra otros. Era riquísimo cuando me abría la concha así. Sentí un cuarto dedo juntarse a los demás y los avanzó al máximo para metérmelos lo más profundo que fuera y se detuvo de nuevo. Presa de mi orgasmo suspendido, gemía y movía las caderas como un animal en celo. Dejó de mamarme y volvió a mirarme a los ojos para disfrutar de su momento favorito. Sin mover sus dedos, presionó fuertemente mi clítoris con su pulgar, como si tratara de juntarlo con los dedos que me tenía metidos. Mi gemido largo y ronco resonó en el baño mientras mi concha se contraía sobre su mano.
Cerré los ojos unos segundos para recuperar. Matías me besó con ternura, feliz de haberme dado un placer tan intenso, pero más arrecho que nunca.
—Qué rico, Sandra, me encanta cuando te vienes —me dijo mientras se arrodillaba entre mis piernas y se acercaba de mi sexo. —Te quiero lamer todita.
Hundió su cara entre mis piernas y empezó a lamerme con aplicación. Al mismo tiempo, abrió el cierre de su pantalón para liberar su verga, dura y tensa, y masturbarse lentamente. Matías podía quedarse así durante largos minutos, saboreándome como si fuera una golosina deliciosa. Acerqué mi pie de su sexo para acariciarlo. Gimió y soltó su verga, le excitaba mucho que le tocara el sexo con los pies. Suavemente, paseaba a lo largo de su verga con indolencia, de abajo hacia arriba, presionando un poco, para que se quede con una sensación de masturbación frustrada. Me lamía más rápidamente y sentí que podía venirme de nuevo bajo su lengua. Mis suspiros se aceleraron cuando concentró sus amplios lenguazos sobre mi clítoris. Le agarré la cabeza para pegarlo a mi sexo y presioné su verga más fuerte con mi pie. Su gemido ahogado fue la chispa que volvió a hacerme perder el control. Me penetró con su lengua y me vine sobándome en su cara con espasmos incontrolables.
Esta vez, no me dejó mucho tiempo para recuperarme, se paró en seguida y se quitó la ropa con apuros. No aguantaba más las ganas de metérmela. Me dio la mano para que me levantara y se puso detrás de mí, besándome la nuca vorazmente. Me apoyé en el lavatorio, arqueándome para presentarle mi culo. Nuestras miradas se encontraron en el gran espejo que estaba de frente a nosotros y me penetró de una vez, deslizándose en mi concha sin ninguna pena. Me miraba con morbo, le encantaba verme así cuando me la metía, con mis piernas largas, mis muslos firmes y redonditos, abiertos y tensos, mi concha llenada por su verga, mis tetas que saltaban al ritmo de sus movimientos de caderas, mi boca abierta y mis ojos clavados en los suyos. Me agarraba una teta con fuerza mientras su otra mano había bajado hasta mi sexo para agregar las caricias a la delicia de su penetración. Su verga dura, cuyas fotos y videos me habían acompañado para tantos orgasmos solitarios, por fin iba y venía dentro de mí y, como siempre, me llenaba totalmente. Soltó mi concha y acercó de mi boca los dedos que le había empapado. Sin dejar de mirarlo, me puse a lamerlos y chuparlos. Sus movimientos se aceleraron, lo escuchaba gemir en mi espalda, al verme así de zorra, sacando mi lengua para lamer sus dedos llenos de mi propio jugo, le costaba contener la ola de goce que le invadía.
—Quiero venirme en tu cara —me dijo jadeando.
—Con mucho gusto…
Me di la vuelta y me arrodillé con las piernas abiertas para masturbarme. Lo que me acababa de pedir me volvía loca, me quería venir mientras me llenaba la cara de leche. Empezó a pajearse rápidamente a la altura de mi cara, lo miraba con febrilidad, boca abierta y sacando la lengua, hipnotizada por su verga brillante que parecía estar a punto de explotar. Gimió más fuerte, cerré los ojos para disfrutar plenamente de la sensación de su leche cálida y espesa que brotó en abundancia en mis mejillas, en mis parpados y que sentí caer en mi lengua. Me vine al instante, apretando mi concha con fuerza.
Matías se sentó en el piso y agarró la toalla que había dejado caer para limpiarme la cara. Nos besamos, sonriendo.
—Tomaremos otra copita de vino ¿no? —le pregunté.
El fin de semana se anunciaba bajo con los mejores auspicios. —Sandra, soy yo.
Me quedé con el interfono en la mano, incapaz de pronunciar la menor palabra. Una ola de calor me envolvió brutalmente, subiendo de mis piernas hacia mis hombros.
Cuando Matías había dicho que me visitaría en Zúrich, no le había creído ni un segundo. Sin embargo, le había dejado mi dirección en un post-it cuando nos habíamos vuelto a encontrar en Santiago. Era más bien para no ofenderlo al insinuar que nunca iba a viajar Suiza que por pensar que un día lo iba a encontrar, bajo su eterna gorra negra, en la entrada del edificio donde yo vivía.
—¿Me abres?
Matías era mi ex. Lo había conocido la primera semana de intercambio universitario en Chile de mi máster. Habíamos compartido una mesa de laboratorio, unas cervezas, una cama, y finalmente un pequeño estudio. Había regresado a Suiza al final del año universitario y habíamos tenido la lucidez de abandonar el proyecto de dejar de querernos. Años después, y a pesar de habernos casado cada uno por su lado, nos seguíamos deseando con furia. En secreto, nos mandábamos fotos y videos excitantes y no perdíamos una ocasión de masturbarnos juntos a distancia, calentándonos con mensajes y audios. Solíamos acompañarnos hacia el orgasmo con una videollamada, disfrutando de vernos venir bajo todos los ángulos. Cada vez que compraba ropa interior nueva, regresaba apurada a casa para sacarme fotos y mandárselas. Nunca demoraba mucho antes de contestarme con una foto de la erección que le había provocado la vista de mi culo, que las pequeñas piezas de encaje que elegía no ocultaban para nada. Yo la recibía con mucha satisfacción y a menudo empezaba a tocarme llevando mis nuevos atuendos. Lo que más me gustaba era cuando sacaba una foto al bulto que tenía en su entrepierna mientras estaba en su escritorio, en la oficina donde trabajaba. Me excitaba mucho saber que tenía que aguantar sus ganas y esperar que sus colegas salieran a almorzar para ir al baño y pajearse frenéticamente como un adolescente frustrado. A veces me mandaba videos de cuando se venía. Guardaba las preciosas imágenes del semen choreando a lo largo de su verga, siempre acompañadas por su delicioso suspiro de alivio, y las miraba en el preciso momento de venirme cuando me masturbaba. Matías era mi inspiración infalible y mi detonante favorito.
Hacía unos meses, había tenido que viajar a Santiago para coordinar un proyecto de investigación internacional en biología. Menos de dos horas después del aterrizaje de mi avión, estábamos tirando en el piso de la habitación de mi hotel, sin tomar el tiempo de llegar a la cama ni de quitarnos toda la ropa. Había sido un reencuentro rico y animal, reanudando con las costumbres de nuestro pasado de novios, mirándonos a los ojos y sonriendo mientras nos agarrábamos el cabello y nos arañábamos la espalda. Siempre habíamos sido excelentes en el sexo y nos habíamos extrañado mucho. Era la primera vez que engañábamos a nuestras parejas respectivas y la culpabilidad había sido totalmente anihilada por el goce y la arrechura que compartíamos. Me había quedado allí una pequeña semana durante la cual nos las habíamos ingeniado para vernos todos los días y disfrutar el uno del otro sin límites. Cuando vivíamos juntos, a pesar de tener una intimidad entusiasta e impetuosa, nunca habíamos conseguido superar algunos complejos o miedos, temiendo que ciertos deseos, aficiones o gustitos inconfesables pudieran incomodar al otro. Entonces, libres de cualquier forma de presión con respecto a la perennidad de una relación de pareja y franqueando las antiguas barreras, habíamos descubierto nuevos placeres. En nuestro nuevo pódium del sexo habían tomado posición varias innovaciones nuestras, como por ejemplo sentarme en su cara para que me lamiera o también que me escupiera en la boca mientras me cachaba. La versión descontrolada de nosotros había sido una maravilla, un desfogo total y necesario.
Las imágenes de este reencuentro invadieron mi mente al escuchar su voz.
—¿Matías?
—Sandra, hace un frío tremendo, ¡abre!
Abrí la ventana para agacharme y mirar la entrada del edificio. Era él.
—No puede ser… —dije para mí misma —¡Te abro, sube! Está en el quinto piso.
Por suerte para él, aquel día había regresado temprano de la universidad donde era profesora. Mi esposo se había ido de viaje para el fin de semana con un par de amigos y yo había decidido aprovechar estos días libres para hacer algunas cosas que no tenían espacio en la vida marital. Así, cuando había sonado el interfono, estaba cumpliendo con un total cliché de treintañera soltera: me acababa de meter en una bañera llena de espuma de jabón, con una copa de vino en una mano y un cigarro en la otra. Había puesto mi laptop en un banquito justo al lado y empezaba unos de mis videos porno favoritos. Era de dos chicas que probaban juguetes una con otra y, definitivamente, el ejercicio les procuraba un placer intenso. Sudaban, se besaban, se lamían, se penetraban y se venían varias veces, con caras exaltadas y lúbricas. Estaba a punto de dedicarme a 40 minutos de masturbación, inspirada por estas dos morbosas y la variedad de consoladores que empeñaban en chupar y meterse mutuamente en la concha o en el culo. Sabía que tenía el tiempo de fumar un cigarro antes de que se viniera la más carnosa. Después de verla gemir en cuatro, con sus tetas pesadas que balanceaban, arqueándose para sentir mejor las idas y venidas del juguete con lo cual la cachaba su amiguita, me era complicado resistir a las ganas de tocarme. Siempre me fascinó la expresión que tiene la gente en el momento de venirse, es más, creo que es la cosa que más me fascina en el mundo. Se puede mandar robots en Marte, descubrir nuevas medicinas, tesoros arqueológicos o medios revolucionarios de protección medioambiental, construir edificios inmensos o crear música sinfónica: ningún logro del ser humano llega a conmoverme más que su cara deformada por la intensidad de un orgasmo. Por eso había esperado que sonara el interfono por segunda vez antes de tomarme la pena de salir de mi bañera. Pensado que era un vecino a quién se le había olvidado las llaves, no había tomado la pena de vestirme y había atravesado el departamento calata y sin secarme, dejando agua por todo el piso.
Al invitarlo a subir, me había precipitado para agarrar una bata, cerrándola con un nudo torpe y blando, y le había abierto la puerta así, con el moño desordenado que solía hacer para bañarme, mi copa de vino todavía en la mano y, lo confieso, algo de incomodidad. Sonrió al descubrirme así y me abrazó como se abraza a los amigos. Me explicó que había llegado el día de antes a Suiza, invitado por una universidad para participar a un coloquio internacional. Matías también era biólogo, bastante reconocido en Chile, pero por primera vez viajaba a Europa para presentar el resultado de sus investigaciones.
—¿Por qué no me avisaste que viajabas?
—Para hacerte la sorpresa, pero no te quiero molestar. Estás esperando a tu esposo ¿no? —me contestó mirando mi copa de vino.
—No, salió con sus amigos para el fin de semana. Estaba a punto de bañarme. ¿Quieres una copa?
Sonrió, travieso.
—Por supuesto.
Empezamos a conversar, dándonos las ultimas noticias de nuestras vidas mientras lo servía. Como siempre teníamos muchas cosas que contarnos, la conversación fluía, alegre y entusiasta. Cuando me vio ajustar el cinturón de mi bata se cortó en medio de una frase.
—No te quería interrumpir, anda a bañarte, conversamos luego, te espero.
Regresé al baño rápidamente. Las dos chicas seguían divirtiéndose en la pantalla de mi laptop. Me apuré en cerrarla, algo avergonzada por el entretenimiento que tenía planeado para noche. Mis fantasías lesbianas y en particular mi deseo intenso de lamer y chupar tetas formaban parte de las cosas que no compartía con nadie.
Dejé caer mi bata en el piso, entré en la bañera y apenas cerré la cortina que escuché a mi espalda:
—¿Se puede fumar en tu baño?
Entreabrí un poco la cortina para sacar la cabeza. Matías me había seguido y ya lo tenía tranquilamente apoyado al lavadero con su copa de vino, a punto de prender el cigarro que tenía entre los labios.
—Me acordé que te gustaba conversar cuando te bañabas, —siguió, bajando la tapa del inodoro para sentarse en él, —¿quieres?
—Ahora es un poco raro, pero claro, me gusta tener compañía hasta bajo la ducha, —le contesté antes de volver a cerrar la cortina. —Y, sí, puedes fumar. Fumo donde me da la gana cuando no está mi esposo.
Seguimos conversando mientras me lavaba el cabello y me jaboneaba todo el cuerpo. Era imposible negar que la situación me excitaba. Al darme la vuelta para enjuagarme, la cortina fina se pegó contra mis nalgas. Matías tuvo el gusto de ver sus formas dibujarse nítidamente en la tela que el contacto con mi piel mojada volvía transparente. Escuché un “Uhm, interesante…”, ligeramente burlón, antes de que continuara lo que me contaba. Me gustaba saber que me había visto, ya le tenía ganas y era claro que él también. Éramos incapaces de resistir a la atracción sexual que compartíamos, pero parecía que teníamos ganas de jugar un poco a los desinteresados.
—¿Estabas mirando una película en tu bañera cuando llegué? —me preguntó al ver mi laptop en el banquito.
—Sí, estaba en eso, tranquilita con una copa de vino y un cigarro.
No lo veía, pero había agarrado la máquina y la había abierta, descubriendo la naturaleza de mi selección audiovisual. Terminé mi ducha y corté el agua, extendí el brazo afuera para agarrar una toalla y me sequé rápidamente antes de envolverme en ella. Cuando abrí la cortina, Matías tenía la laptop sobre sus rodillas y me miraba con una expresión de gula febril.
—Le puse “play”, para ver qué era…
—¿Y qué te pareció?
Calentada por la situación y la tensión sexual que empezaba a ser evidente entre nosotros, le había contestado sonriendo, mirándolo a los ojos mientras salía de la bañera. A modo de respuesta, agarró mi muñeca para llevar mi mano a su entrepierna. Sentí su verga dura a través de su pantalón.
—Veo que en este género también compartimos los mismos gustos cinematográficos —le dije, sin retirar mi mano, al contrario.
Hubo un silencio en lo cual se escuchaba la respiración de Matías que se aceleraba. Me senté en el borde de la bañera, sin dejar de acariciarlo ni de sostener su mirada. Sentía que mi clítoris se estaba hinchando, con una ola de calor y un ligero picazón que pronto iba a volverse casi doloroso si no me tocara. En el movimiento de sentarme, mis labios se deslizaron uno contra otro. Sin darme cuenta, me había empezado a mojar. Desde la noche en la cual nos habíamos conocido, nunca había dejado de desearlo. Le bastaba una mirada para prenderme. A pesar de haber recorrido su cuerpo tantas veces, su piel, sus labios, sus manos y obviamente su sexo me seguían atrayendo como imanes.
Puso su mano en mi muslo y empezó a subir lentamente debajo de la toalla. Acercó su cara para besarme y se detuvo a unos centímetros de mis labios, para prolongar un poquito la espera del beso que nos iba a reunir. Le agarré la nuca para acercarlo y mis labios entreabiertos encontraron los suyos. Su lengua empezó a acariciar la mía, mientras sus dedos llegaron a mi sexo. Abrí ligeramente las piernas a modo de invitación, él sabía exactamente cómo tocarme. Era, sin ninguna duda, el único hombre capaz de hacerme venir más rápidamente que yo masturbándome. Comenzó como siempre por tomar mi concha en la mano, con la delicadeza con la cual se toma una fruta madura y jugosa, y amasarla suavemente. Los primeros escalofríos de placer me recorrieron la espalda. Me seguía mirando a los ojos, con los labios todavía entreabiertos por nuestro beso. Sus dedos empezaron a jugar con mis labios, deslizándose entre ellos de arriba hasta abajo, lentamente. Gemí y abrí las piernas más aún, avanzando mis caderas hacia él. Había dejado su entrepierna para apoyarme con las dos manos al borde de la tina. Me entregaba a sus dedos expertos que no tardaron mucho antes de penetrarme. Las idas y venidas de dos de sus dedos me electrizaban y gemía más fuerte. Matías conocía los gestos que me gustaban y le encantaba hacerme venir. Más aún le encantaba desnudarme y quedarse vestido para meterme dedos hasta que me retorciera placer. A menudo no se tocaba antes de que me viniera, como para disfrutar completamente de la posición de voyerista que tenía. Yo, impúdica y arrecha, le regalaba con gusto e insolencia el espectáculo de la subida de mi goce. Así, cuando la toalla en la cual me había envuelto terminó por abrirse y caer, desvelando mis senos y mi concha, no pudo detener un suspiro de satisfacción. Su mirada había sido absorta por la visión de sus dedos brillantes que entraban y salían de mi sexo.
—¿Te gusta verme así? —le pregunté.
—Uy sí, qué hermosa eres…
Abrí las piernas al máximo y entendió que quería más. Con la palma hacia arriba y presionando mi clítoris con su pulgar, me penetró con tres dedos y se quedó unos segundos así, sin mover, para dejarme disfrutar de la sensación de tener la concha llena. Era una delicia. Aprovechando de este momento de calma, agarró uno de mis pezones y empezó a pellizcarlo. Gemí más fuerte, este ligero dolor me excitaba terriblemente. Sin mover los dedos que ocupaban mi concha ni soltar mi pezón, volvió a mirarme a los ojos, con la expresión seria y tensa que tenía cuando luchaba para no voltearme y metérmela de una vez y con fuerza.
—¿Quieres que te haga venir?
—Con tus dedos… Cáchame con tus dedos…
No me contestó porque había empezado a lamer mi otro pezón con lenguazos hambrientos mientras sus dedos volvieron a moverse, con idas y venidas lentas y profundas. Mis gemidos se aceleraron, se deslizaba dentro de mí sin ninguna pena, hacía tiempo que no había sido tan excitada y que no me mojaba tanto. Le gustaba tenerme toda empapada, más aún cuando llevaba ropa interior de color claro y que me era imposible disimular la mancha que se marcaba en mi calzón, evidencia implacable de mi excitación. También le gustaba mamar y aspirar mis pezones hasta adolorarlos un poco, lo que siempre me mandaba bien lejos. Cuando vio que estaba al borde del orgasmo, separó ligeramente sus dedos, que hasta el momento había mantenido apretados unos contra otros. Era riquísimo cuando me abría la concha así. Sentí un cuarto dedo juntarse a los demás y los avanzó al máximo para metérmelos lo más profundo que fuera y se detuvo de nuevo. Presa de mi orgasmo suspendido, gemía y movía las caderas como un animal en celo. Dejó de mamarme y volvió a mirarme a los ojos para disfrutar de su momento favorito. Sin mover sus dedos, presionó fuertemente mi clítoris con su pulgar, como si tratara de juntarlo con los dedos que me tenía metidos. Mi gemido largo y ronco resonó en el baño mientras mi concha se contraía sobre su mano.
Cerré los ojos unos segundos para recuperar. Matías me besó con ternura, feliz de haberme dado un placer tan intenso, pero más arrecho que nunca.
—Qué rico, Sandra, me encanta cuando te vienes —me dijo mientras se arrodillaba entre mis piernas y se acercaba de mi sexo. —Te quiero lamer todita.
Hundió su cara entre mis piernas y empezó a lamerme con aplicación. Al mismo tiempo, abrió el cierre de su pantalón para liberar su verga, dura y tensa, y masturbarse lentamente. Matías podía quedarse así durante largos minutos, saboreándome como si fuera una golosina deliciosa. Acerqué mi pie de su sexo para acariciarlo. Gimió y soltó su verga, le excitaba mucho que le tocara el sexo con los pies. Suavemente, paseaba a lo largo de su verga con indolencia, de abajo hacia arriba, presionando un poco, para que se quede con una sensación de masturbación frustrada. Me lamía más rápidamente y sentí que podía venirme de nuevo bajo su lengua. Mis suspiros se aceleraron cuando concentró sus amplios lenguazos sobre mi clítoris. Le agarré la cabeza para pegarlo a mi sexo y presioné su verga más fuerte con mi pie. Su gemido ahogado fue la chispa que volvió a hacerme perder el control. Me penetró con su lengua y me vine sobándome en su cara con espasmos incontrolables.
Esta vez, no me dejó mucho tiempo para recuperarme, se paró en seguida y se quitó la ropa con apuros. No aguantaba más las ganas de metérmela. Me dio la mano para que me levantara y se puso detrás de mí, besándome la nuca vorazmente. Me apoyé en el lavatorio, arqueándome para presentarle mi culo. Nuestras miradas se encontraron en el gran espejo que estaba de frente a nosotros y me penetró de una vez, deslizándose en mi concha sin ninguna pena. Me miraba con morbo, le encantaba verme así cuando me la metía, con mis piernas largas, mis muslos firmes y redonditos, abiertos y tensos, mi concha llenada por su verga, mis tetas que saltaban al ritmo de sus movimientos de caderas, mi boca abierta y mis ojos clavados en los suyos. Me agarraba una teta con fuerza mientras su otra mano había bajado hasta mi sexo para agregar las caricias a la delicia de su penetración. Su verga dura, cuyas fotos y videos me habían acompañado para tantos orgasmos solitarios, por fin iba y venía dentro de mí y, como siempre, me llenaba totalmente. Soltó mi concha y acercó de mi boca los dedos que le había empapado. Sin dejar de mirarlo, me puse a lamerlos y chuparlos. Sus movimientos se aceleraron, lo escuchaba gemir en mi espalda, al verme así de zorra, sacando mi lengua para lamer sus dedos llenos de mi propio jugo, le costaba contener la ola de goce que le invadía.
—Quiero venirme en tu cara —me dijo jadeando.
—Con mucho gusto…
Me di la vuelta y me arrodillé con las piernas abiertas para masturbarme. Lo que me acababa de pedir me volvía loca, me quería venir mientras me llenaba la cara de leche. Empezó a pajearse rápidamente a la altura de mi cara, lo miraba con febrilidad, boca abierta y sacando la lengua, hipnotizada por su verga brillante que parecía estar a punto de explotar. Gimió más fuerte, cerré los ojos para disfrutar plenamente de la sensación de su leche cálida y espesa que brotó en abundancia en mis mejillas, en mis parpados y que sentí caer en mi lengua. Me vine al instante, apretando mi concha con fuerza.
Matías se sentó en el piso y agarró la toalla que había dejado caer para limpiarme la cara. Nos besamos, sonriendo.
—Tomaremos otra copita de vino ¿no? —le pregunté.
El fin de semana se anunciaba bajo con los mejores auspicios.