Nací en el seno de una familia que va a misa todos los domingos y comulga el primer viernes de cada mes, además de todos los días festivos que señala nuestra religión. En los familiares de uno y otro lado hay multitud de sacerdotes, incluso uno de los tíos llegó a obispo. Todos desplegamos el orgullo de vivir como lo mandan los cánones de nuestra iglesia. Pero tal como lo afirma el dicho “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, pues la descarga de pecados suele ser abundante ante el confesor.
Perdí mi virginidad con un primo diácono, un poco antes de que éste se ordenara de sacerdote. Me sedujo fácilmente, me besó y acarició todo el cuerpo dejándome en tal estado de excitación que cuando le pedí que continuara, simplemente sacó un condón para ponérselo antes de penetrarme. “Es pecado usar condón”, le reclamé. “Es más pecado tener un hijo fuera del matrimonio”, contestó mientras me rompía el himen. La verdad, me gustó, pero no me sentí bien porque usamos condón, que lo prohíbe la iglesia. ¿Saben ante quién confesé ese pecado? Sí, ante el mismo con quien lo había cometido. Así son las cosas en mi familia.
A los dos años de mi primera relación sexual, tuve la segunda; meses después tuve la tercera. En total, fueron con cinco hombres antes de casarme, todas las veces con condón, pero repetimos varias veces.
La mejor de ellas fue con un señor casado, a quien aquí llamaré José, con quien hacíamos una labor social de educación a los jóvenes. Yo, a mis 26 años lo admiraba mucho por sus obras y por todo lo que aprendía a su lado; no pocas veces soñé con él. Una vez que lo ayudaba a empacar libros y documentos que habríamos de llevar a otro lugar a donde cambiaríamos el mobiliario, la cercanía y el olor del sudor y las feromonas, además de la ceñida blusa que me puse para que resaltaran mis tetas, hizo realidad una parte de mi sueño: José me abrazó por detrás, besando mi cuello y amasando mi pecho que no resistí voltearme y besarlo mientras le sobaba el pene sobre la ropa. Desgraciadamente no hubo espacio para más esa ocasión. Con el tiempo hubo muchas oportunidades más, me besó las chiches y lamió mi vientre, bajando hasta hacerme venir sólo con la lengua. Siempre me opuse a que me penetrara, porque temí quedar encinta ya que él no quería usar condón. “No me vendré dentro de ti”, me decía. “¿Y crees que voy a permitir que te salgas de mí?”, le contestaba. Así, morreándonos y chupándonos, sin desvestirnos completamente, pasamos casi cinco años, hasta que me casé. Después, cuando mi única hija tenía un año, volvimos a los juegos de caricias cada vez que podíamos.
Con el tiempo me separé de mi esposo, aunque no me divorcié, porque es pecado. Tuve una hija que parece un clon mío, incluido lo caliente, pero José fue terminante con ella cuando intentó seducirlo. “La que me gusta es tu mamá, aunque ella no quiera que me la coja”, le dijo sin miramientos separándola de sí. Mi hija lo entendió y no pasó a más.
Ahora vivo en amasiato con un excompañero de la licenciatura quien coge muy rico, pero no le gusta el sexo oral. No lo da ni lo recibe, “porque es antihigiénico” y yo me quedo frustrada. Quise ser fiel y me resistí a volver a sentir la lengua deliciosa de José en mis labios, haciéndome venir a chorros, cada vez que lo hacía. “No, no quiero ponerle los cuernos a mi marido” le decía a José cuando empezaba a recorrer mi cuerpo con lascivia. Él se detenía, aunque yo, por dentro deseaba que siguiera. “Quizá después, cuando esté en la menopausia”, le decía sabiendo que a él no le gusta ponerse condón.
Así, cuando el doctor confirmó que ya no había manera de embarazarme, decidí ponerle el cuerno a mi esposo (así le digo, aunque no esté casada con él) y le pedí a José que me atendiera en su departamento. “Es peligroso…”, me dijo. “Me arriesgaré”, le contesté.
“¡Rico, rico, rico, riquísimo! ¡Gracias!, me trataste como nadie lo había hecho”, le dije llorando después de venirme intensamente con la lengua. Acabé muchas veces y también tuve los trenecitos de orgasmos y quiero contarlo.
Empezamos con las tetas, ¡claro! Me fue desvistiendo sin que su boca me soltara los pezones. Me tumbó, literalmente, en la cama y su boca lamió mi panza. Paseó la lengua por toda mi redondez mientras me masajeaba las chiches. "¡Qué ricas chichotas tienes!", me decía amasándolas cuando la lengua llegó a mis pelos. Abrí las piernas exigiendo mamadas en mis labios y clítoris. José lo hizo… ¡Qué sublime, mi primera venida de no sé cuántas! Cuando pedí descanso, se puso de pie para ver mi cuerpo y encuerarse.
¡Qué pito tan hermoso! Normal, 15 cm, muy hinchado, seguramente se había tomado un viagra para ayudar a sus 73 años. Mis 55 años soltaban ganas de quinceañera. ¡Cógeme!, exigí abriendo más las piernas. Me volteó bocabajo, me nalgueó un poco y, después de flexionar mis piernas para que mi grupa quedara en vilo, me penetró desde atrás, agarrado firmemente de mis tetas, besándome la espalda, lamiéndome el cuello como si yo fuera una yegua. Se movió divino y tuve dos orgasmos más, el grito que di en el segundo, seguramente lo escucharon muchos de sus vecinos. La cabecera de la cama golpeaba la pared siguiendo el ritmo de las embestidas. Quedé agotada, jalando aire por la boca, pero disfrutando su turgencia en mi interior.
Se salió de mí, me puso boca arriba y volvió a chuparme el pecho mientras que con su mano me hacía una paja. Me besó como nadie me ha besado, sin dejar de pajearme y metiendo la otra mano bajo mis nalgas para masajear mi ano. ¡Volví a venirme!
Lo besé como loca metiéndome la verga en la panocha. Lo monté y lo cabalgué como posesa hasta que caí rendida. Me di cuenta que José no se había venido y le pregunté qué pasaba. "Sólo lo hago para que veas cuántos años de felicidad te perdiste impidiéndome que te cogiera porque te embarazaría". "¡Perdóname, no creí que pudieras controlarte tanto!", le dije y volví a besarlo antes de dormir un poco.
Me desperté cuando mi marido habló a mi teléfono.
–¿Qué haces?
–Descanso un poco. ¿Ya vas a salir? –le pregunté, pues es director en una escuela en un municipio cercano a la ciudad.
–Aún no, te hablo para decirte que me esperaré una hora más acá porque tenemos junta con la inspectora.
–¿Ombilgatoria? –pregunté bromeando.
–Ya quisiera esa señora, pero no está tan rica como tú, a pesar de sus 40 años –contestó.
–Bueno, te espero con la comida hecha y mis ganas de amar –le contesté pensando en que no estaría mal que se resbalara en la lechita que aún no me daban.
Colgué y abrí las piernas para recibir lo que me faltaba antes de irme.
–Vente mucho, quiero sentir lo que me perdí por tantos años –dije y se meció suavemente sobre mi cuerpo, después de penetrarme. Al poco tiempo sentí el calor de tres oleadas de semen en mi interior. Me separé y le pedí que me dejara chuparle el pene. José se hincó poniendo las rodillas bajo mis axilas y puso su exangüe verga en mi boca. Extraje lo que pudiera quedarle en el tronco. Lamí y chupé como nunca antes lo había hecho y volví a dormitar.
Cuando me senté, lista para vestirme y retirarme a cumplir mis tareas conyugales, dejé mojada la sábana de tanto semen y flujo que me escurrió. No lo había dimensionado, José es un verdadero semental, a pesar de su edad.
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(Le agradezco a Tita la rasurada que le dio a este relato para que se pudiera publicar y quedara escrito lo esencial.)