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La peluquería canina
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Por varios años tuve de mascota a Nieves, una perrita mestiza con pelos algo largos de color blanco, con lo cual cada tanto debía llevarla a una peluquería canina para mantener su limpieza. Con una de mis tantas mudanzas en pocos años, pasé a estar lejos del peluquero de confianza y tuve que buscar una nueva alternativa más cercana a la nueva zona de residencia.

Por recomendaciones de amigos en común llegué hasta el local de Viviana, previo a acordar una cita telefónica. Al llegar me recibió una hermosa mujer madura muy simpática y amable. De estatura media, cabellera blonda ondulada y un cuerpo muy armónico, que dejaba en evidencia afición al fitness. Tetas pequeñas, pero acorde a su cuerpo y caderas anchas que remataban en un portentoso culo. Luego de las conversaciones de rigor y mis pocas disimuladas miradas a su escote, recibió a mi mascota y dijo que me llamaría cuando esté lista. Al cabo de un par de horas, el largo y color de pelo de la perrita había vuelto a su mejor condición, quedando satisfecho con el resultado y el trato, pasando a ser clientes asiduos.

A medida que nos íbamos con Viviana viendo empezamos a tomar confianza y charlar de otros temas además de mascotas. De a poco fui avanzando en mis comentarios sobre sus atributos físicos y atuendos de trabajo, los cuales eran bien recibidos y de alguna manera alentaban a dar un paso más en cada nueva visita a la pelu.

Hasta que llegó una ocasión donde fuimos recibidos por un beso a cada uno por Vivi recién salida de la ducha, cabellos húmedos, olor a jabón y perfume, enfundada en una chaquetilla blanca corta, con calzas largas negras que dejaban en evidencia sus prominentes caderas y ese culo grande y firme, además de sugerir un bronceado impecable en la zona del escote. Tal inesperado escenario hizo que una incómoda erección fuera poco disimulada por mi pantalón corto y slip. No estaba preparado para la situación, pero no hice mucho esfuerzo por ocultarla. Ella se percató al relojear mi paquete, sonrió y me invitó a retirarme, para volver a la señal de aviso.

Me fui a un parque cercano a caminar para hacer tiempo. En todo momento, podía sentir su perfume y pensar en su orto. Iba elucubrando alguna estrategia ocurrente para poder dar un paso firme y contundente cuando volviera a verla. Las horas pasaron, la espera se hizo larga y mis ganas se fueron diluyendo por la incertidumbre y las ganas de no meter la pata.

Cuando recibí su llamado para pasar a buscar a la perra, caminé lentamente las cuadras que separaban el parque de la peluquería, intentando borrar mis pensamientos libidinosos. Pero deseaba ese culo intensamente.

Toqué el timbre al llegar y con una sonrisa me invito a pasar mientras buscaba a Nieves. Cuando se agachó a alzarla en brazos dejo expuesta su cola al levantarse la chaquetilla e instantáneamente mis bajos instintos se activaron: “qué buen orto tenés Vivi”, dije con firmeza. Ella, lejos de sorprenderse con el piropo, soltó lascivamente: “¿te gusta?”. De inmediato la tomé por sus caderas, le apoyé mi dotación y dije “sí, mucho”. En ese momento se tornó todo borroso y enérgico: besos, lenguas, mis qué manos recorrían desesperadamente sus curvas apretando sus caderas y pegándola a mi cuerpo. Ella se arrodilló y bajó mi pantalón corto junto al calzoncillo dejando mi pene apuntando al techo con una generosa gota saliendo por su ojo, que saboreó al sacarla con la punta de la lengua. Su arte oral era fantástico, recorriendo el largo de la pija con su lengua, dando chupadas a los huevos hasta hacerlos desaparecer dentro de su boca. En su tercer intento de garganta profunda deglutió mi verga mientras chocaba su nariz en mi vientre y mis bolas en su barbilla. Con tono perverso me dijo “cogeme la boca” y empecé a bufar como un toro mientras le taladraba la garganta e hilos de baba salían de su boca. La tomé del pelo con la idea de hacer que se sofoque a lo que accedió poniendo su mano en la mía y ejerciendo presión sobre su cabeza.

En esa posición podía apreciar la redondez de su cola y sin filtros espeté “quiero romperte el culo”. La hice parar, la giré violentamente y de un tirón bajé su calza. No llevaba ropa interior, quedando su culo gordo todo expuesto. Abrí con ambas manos sus nalgas y apunté mi pija baboseada sin piedad a la escarapela, ensartándola de un solo movimiento rápido y preciso. Ella soltó un grito ahogado de dolor, casi un llanto, para luego de unos minutos convertirse en un jadeo de placer y lujuria. En esa posición de parados perforé su agujero hasta que mis ganas de correrme entraban en su punto de no retorno. “Voy a acabar”, dije. “Acabá en mi boca”, retrucó. Rápidamente quedó nuevamente de rodillas y succionó mi pene hasta sacarle la última gota de semen, saboreando con su lengua por sobre sus labios el primer lechazo, que había quedado como una suerte de bigote lácteo.

Luego me condujo con su mano jalando de mi pija hasta el baño, lavándola con agua tibia y jabón junto a los huevos. Como seguía semi parada la chupó por un buen rato hasta que se percató que debía comenzar con el baño de un pequeño Schauzer que, junto a mi perrita, habían sido testigos de toda la escena.

Debí retirarme, pero ya iba pensando en el próximo turno a la peluquería canina…

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