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Sexo con mi vecina madura a cambio de un potaje gitano
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En mi relato “Descubriendo mi lado homosexual”, hablé de cómo compartía piso con un compañero con el que tuve mi primera sexual durante la pandemia. La siguiente historia está conectada con ese contexto.

Era una tarde del mes de abril del 2020, en pleno estado de alarma, cuando tendría mi primera experiencia con una mujer madura. A lo largo de mi vida había tenido sexo con chicas mayores que yo, pero nunca había estado con una mujer, en mayúsculas, como aquella que conocí en la localidad de Écija (Sevilla), donde entonces me encontraba por motivos laborales, aunque a raíz del estado de alarma sólo teletrabajaba. En los ratos en los que no trabajaba, hacía las labores de casa, iba al supermercado a hacer la compra y tenía experiencias sexuales con mi compañero de piso.

Cierto día, regresé de hacer la compra cuando mi compañero Daniel me esperaba en la cocina con una olla de habas. “Las trajo nuestra vecina Lola”, me dijo Daniel, “parece ser que hizo de más y como le has caído en gracia, nos trajo para que podamos comer”. Dios, que alegre me puso esa noticia, hacía más de un mes que sólo comía congelados y fritos, necesitaba unas buenas habas. Aquel día fue el primero en todo el estado de alarma en que comimos en caliente.

“¿Y por qué dices que le caí en gracia?”, le pregunté a Daniel. “Te ve desde su balcón cargado con las bolsas de la compra, sale siempre a la misma hora, creo que eres su tipo”, me contestó. “No te pongas celoso”, le dije a Daniel. “Podrías darle un poco de alegría a la mujer, así comeríamos más a menudo en caliente”, me sugirió Daniel.

Sinceramente, no me había fijado en ella hasta ese día, quizás nos habríamos cruzado alguna vez por la escalera y la habría saludado sin más. Pero en realidad no me suelo fijar en mujeres tan mayores, que me sacaban veinte años, quizás porque me recuerdan a mi madre y las veo diferentes a otras mujeres. La única excepción, quizás, eran algunas actrices, como Rebecca de Mornay o Susan Sarandon y quizás también la cantante Marta Sánchez. Cierto es que la mujer se mantenía en buena forma a sus cincuenta y tres años, algo gordita, pelo teñido de castaño claro que le llegaba hasta los hombros, alta… Tenía los ojos negros, piel blanca, con alguna arruga, pero se mantenía joven por dentro. No sabía si ese gesto de amabilidad fue por solidaridad en un momento de crisis en nuestro país, si fue un gesto maternal hacia dos chicos jóvenes o si realmente se sentía atraída hacia mí. Fuera como fuera, tras haber comido bien y pegado una buena siesta, fui a su casa para devolverle la olla y así darle las gracias.

Me abrió la puerta, cubierta con una bata blanca. “Quería agradecerle las habas que nos ha traído hoy”, le dije. “Niño, no me hables de usted, que soy tu vecina de al lado. Me alegra que os hayan gustado, es un placer para mí”. “Si en algo puedo ayudarte, no dudes en llamar a mi puerta”, le respondí. “Ay, no me digas eso, que soy muy pesada, pero te lo agradezco igualmente, guapo”. Me despedí sin más, con una sensación agradable por su simpatía y bondad hacia mí. No pensaba darle más vueltas al asunto, pero es que nos encantaron aquellas habas. Esto es lo que tiene que nuestros padres nos hayan creado como unos inútiles, que no sabemos cocinar y dependemos de nuestras madres para comer caliente, o en este caso, mi vecina madura.

Al día siguiente, Daniel me dijo que por qué no iba a hacerle compañía de vez en cuando para alegrarle la vista o algo más y así poder comer cosas del estilo. Nos moríamos y seríamos capaz de matar por comer un potaje gitano y unas lentejas con chorizo. No había estado nunca con una mujer de su edad, pero estaba dispuesto a todo con tal de comer. Mi compañero me recomendó ir a verla para ver si podía ayudarla comprando algo en el supermercado. Me puse unos pantalones vaqueros ajustados y una camiseta de color negro, me eché colonia y fui a verla.

“¿Necesitas que vaya a comprarte algo al supermercado, Lola?”, le pregunté. “Ay, niño, no, muchas gracias, yo compro a domicilio y me lo traen a casa, pero te lo agradezco igualmente, ¿no te apetece algo para ti y tu amigo?”, me preguntó. Claro que me apetecía, sólo Dios sabía lo que me apetecía comer en caliente y dejarme de frituras y congelados. Así que Lola me invitó a entrar a su casa y mientras puso a calentar un potaje gitano (Dios, qué ganas tenía de un potaje gitano), me mostró su casa. Me llamó la atención un pequeño altar dedicado a la Virgen del Valle Coronada, patrona de Écija, y algunas medallas relacionadas con premios de Danza, pues Lola se había dedicado profesionalmente al baile, en especial flamenco y danza oriental. Lola me enseñó una foto donde aparecía ella con otras dos chicas: las tres llevaban unas faldas largas que llegaban hasta los pies, pero abiertas por los lados, mostrando sus hermosas piernas. Por la parte de arriba, llevaban un sujetador con lentejuelas, mostrando unos pechos firmes y deliciosos. El vientre quedaba al aire, quedando bastante sexy.

“¡Qué guapa estaba aquí!, ¿verdad?”, me dijo. “Sí, la verdad es que tenías buen tipo. Aunque ahora también lo tienes, no significa que ahora no…”, dije torpemente. “Calla, mi niño, no seas zalamero”. “La verdad, Lola, te mantienes muy bien, justo lo estuve comentando con mi compañero de piso”. “Uy, niño, me vas a poner colorá”. Entre estos y otros comentarios estábamos cuando Lola me invitó a sentarme en el tresillo del salón y me puso una cervecita y unas patatas. El potaje gitano ya estaba listo, pero podía guardar tiempo. Hablamos de nuestras vidas, y me enteré de que Lola era divorciada y tenía un par de hijos un poco más jóvenes que yo. Según me dijo, se había divorciado al no poder soportar su marido que bailara semidesnuda ante tantos desconocidos, que se la comían con los ojos. Llevaba ya un par de cervezas cuando me sentí desinhibido y le dije, “pues Lola, espero que no te importe, pero menudo tonto debe ser ese hombre para dejarte con lo guapa que eres, y lo bien que cocinas. Si yo fuera ese marido no te hubiera dejado nunca escapar”. Lola rio y al rato, poniendo su mano en mi muslo, casi, casi al lado de la entrepierna, me dijo: “¿te apetece algo más que un potaje?” Y acto seguido la besé. Estuvimos besándonos en el sofá, acariciando su rostro, menos suave que el de una chica joven, pero igual de excitante, hasta que decidió levantarme la camiseta y poder acariciar mi torso peludo. “Cómo me gustan los hombres peludos”, dijo.

Le quité a ella una blusa de color púrpura que llevaba, dejando al aire sus pechos, únicamente ocultos por un sujetador negro. Le desabroché ese sujetador con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía su nuca mientras la besaba. Al caer el sujetador, vi sus enormes pechos (me enteré después que su talla era 110 C), los cuales quizás no tenían la firmeza de aquellas fotos donde la había visto bailando de joven, pero eran más grandes y guardaban el regalo de la experiencia: esos pechos habían desahogado el amor de varios hombres antes que yo. Mi pene estaba durísimo, y Lola estaba más caliente que muchas de las chicas de más o menos mi edad con las que había estado. Con un brillo en sus hermosos ojos negros me desabrochó la cremallera, me hizo ponerme de pie y quitármelo al mismo tiempo que ella se tumbaba sobre el tresillo y se bajaba la falda y las bragas. Me dio permiso para penetrarla sin condón, ya que a su edad no podía quedarse embarazada y tanto ella como yo estábamos libres de enfermedades venéreas. Comencé a penetrarla y la forma con que ella apretaba los músculos vaginales parecía que iba a hacerme explotar en cualquier momento, cosa que ocurrió.

Pensé que quizás la había decepcionado por haber durado tan poco, pero ella me hizo incorporar, se puso encima de mí y me dijo: “Cariño, esto le pasa a cualquiera, y además, ahora puedes rematar tu faena”. Me empezó a besar hasta que el pene volvió a estar erecto, y así, se lo acomodó en su interior y empezó a cabalgar sobre mí mientras sus enormes pechos chocaban contra mi cara. Tocaba a Lola con mis manos, recorriendo su trasero (muy firme), su torso (sus michelines saltando arriba y abajo eran hipnóticos, como una de aquellas “BBW” o “Big Beautiful Woman” de los videos pornográficos que veía a veces, si bien Lola sólo estaba algo rellenita) y finalmente sus enormes tetas, que me llevaba a la boca, lamiendo con placer sus pezones, lo que la hacía gemir. “Te gustan las tetas de mami, ¿verdad?”, me decía. Que hablara como si fuera mi madre me creaba una sensación extraña, mezcla de excitación y extrañeza (¿quizás culpabilidad?), pero consiguió endurecérmela más. Fue cuando empecé a respirar de forma profunda y a gemir, a lo que Lola me dijo “sí, cariño, córrete dentro de mí”, mientras encogía los músculos vaginales, lo que aumentó el placer. Empezó a gemir casi a coro conmigo hasta que me vine en su coño.

Lola me besó mientras acariciaba mi pelo, llamándome “mi niño” y diciendo “pobrecito, es que no comes nada y te quedas sin fuerzas, necesitas comer para estar en forma”. Se levantó, me lanzó el calzoncillo y el pantalón, se puso una bata blanca y me dijo que me sentara a la mesa. Me vestí mientras ella iba a la cocina y regresó con un plato de potaje gitano.

“Come conmigo, ya le llevarás a tu amigo su parte en un tupper”. Y he de decir que fue el mejor potaje gitano que había comido en mucho tiempo. Lola había logrado derrotarme en el sexo, pero logró mi amor a través del estómago. Al despedirme para volver a mi piso la besé en la boca: estaba seguro de que no sería la última vez que me acostaría con ella ni la última en que comería alguno de sus guisos. Daniel, mi amante homosexual, tendría que compartirme a partir de ahora con ella.

Moraleja de este relato: acostarse con mujeres maduras está bien, pero no exclusivamente por la experiencia que se les supone en lo sexual, sino porque al acabar te preparan unos potajes de puta madre.

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