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Sara viaja sin billete
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El asiento de madera vibraba bajo las posaderas de Sara, una mujer madura, atractiva, de pelo largo, que viajaba sola en un compartimento pensado para cuatro. El viejo tren, con gran esfuerzo, bufaba, jadeaba y dejaba escapar ventosidades mientras ascendía por la ladera de la montaña. El paisaje, iluminado por un sol de atardecer, era hermoso y misterioso a un tiempo.

Sara se levantó de su asiento y metió la mano bajo sus pantalones de lino blancos, aquel masaje irregular era adictivo y no le molestaba que la tela de las bragas se colase por la raja de su culo. De hecho, deseaba sacarlas de allí para experimentar de nuevo esa invasión gradual.

En cierto modo todo aquello era triste. Estaba cansada de la soledad, de la falta de calor. Sí, aquello era muy bonito, la naturaleza, el encontrarse con una misma, el tener tiempo y recursos para hacer lo que una quisiese, el ser libre. Sin embargo, la masturbación, a veces egoísta, no era la panacea. El recuerdo venía una y otra vez. La vida en pareja no había sido idílica, le había quitado parte de esa libertad. Había habido reproches y se había quedado a medias muchas veces y sin embargo, sin embargo añoraba todo aquello. Añoraba el perfume de su piel, el tacto de sus manos ásperas; echaba de menos los brazos que rodeaban su cuerpo y los besos que la dejaban sin aliento.

El tiempo, siempre caminando hacia adelante, pasó a su implacable ritmo, ajeno a las inquietudes humanas. Fuera del tren, la noche había oscurecido todo, dejando que la luz y el foco del relato se centrasen en iluminar lo que ocurría dentro de ese habitáculo.

– El revisor. – anunció una voz profunda.

Sara, que se había quedado entrevelada, recuperó sus sentidos y mecánicamente buscó en su bolso el billete.

No estaba.

"¿Dónde lo habré puesto?" pensó mientras los nervios se agarraban a su bajo vientre.

Un hombre algo mayor que nuestra protagonista, uniformado de azul oscuro, con barba y visera, abrió la puerta corredera y preguntó con educación.

– Su billete, por favor.

La viajera levantó la vista y con la cara iluminada por la vergüenza de aquellos que no están habituados a saltarse las reglas confesó.

– No lo encuentro. He debido perderlo.

El revisor la miró a los ojos durante unos instantes mientras Sara, en un intento fútil, removió con manos temblorosas el contenido del bolso una vez más.

Allí no había nada.

– Tengo que sancionarla. – dijo finalmente el hombre.

Sara se levantó y se acercó a aquel tipo. Olía bien y no estaba mal.

– Sabe… – comenzó a decir la mujer.

– ¿Qué tengo que saber? – respondió el aludido sonriendo de un modo particular.

En ese momento, sin saber muy bien de dónde venía aquel impulso, Sara besó en la boca al revisor.

El revisor no la rechazó y devolvió el beso con pasión.

Cuando se separaron, Sara le miró a los ojos durante un par de segundos y volvió a la carga. Esta vez el hombre tomó el rostro de la mujer en sus manos deteniendo el contacto.

– La sanción, ¿recuerdas?

El corazón de Sara comenzó a latir con fuerza.

– Contra la ventana.

La mujer obedeció apoyando las palmas de sus manos contra el grueso cristal.

No ocurrió nada de inmediato.

Aquel tipo sabía jugar con los tiempos y crear tensión.

El caso es que estaba funcionando y la tensa espera no hacía más que aumentar la excitación de la mujer que, fuera de su zona de confort, no tenía certeza alguna de lo siguiente que iba a pasar.

De repente, el revisor apartó el cabello de la viajera acariciando y dejando a la vista su cuello para después, sin avisar, darle un chupetón que la hizo estremecer.

De nuevo, el cuerpo de Sara se preparó para más de aquello y de nuevo el varón la sorprendió con algo inesperado.

Un contundente azote en las nalgas.

Y poco después otro.

La mujer contrajo las nalgas preparándose para un tercero pero este no llegó. En su lugar, las manos de aquel tipo sujetaron con suavidad pero con firmeza su cabeza y en su oído notó la húmeda presencia de una lengua que se movía con rapidez generando cosquillas e impulsos eléctricos que recorrían su cuerpo.

Sara gimió incapaz de contenerse.

– Mereces más azotes. – susurró el revisor en su oído sin darle tregua.

– Bájate los pantalones.

La viajera sin billete obedeció desabrochándose y bajándose los pantalones. De nuevo las braguitas, traviesas, se habían metido por la rajita del culete.

El hombre contempló el espectáculo durante unos segundos y luego con su mano derecha, en dos intentos, bajó las bragas de la mujer dejándola, ahora sí, con el culo al aire.

Luego llegaron cuatro azotes, alternando nalga derecha e izquierda.

Para entonces Sara estaba muy caliente y tomando la iniciativa de nuevo se giró y besó al revisor.

Este le agarró las nalgas apretando su cuerpo contra el de ella.

Luego se desabrochó la camisa, desnudando el torso.

Sara hizo lo mismo, dejando sus pechos al aire.

El revisor pellizcó los pezones, los chupó y pasando la lengua dibujó círculos a su alrededor.

Sara gimió, observó por el rabillo del ojo el bulto bajo los pantalones del revisor, se llevó la mano a la entrepierna y empezó a frotarse.

Pronto llegó el orgasmo.

El tiempo, caminando siempre hacia delante, pasó.

El anuncio despertó a Sara. El tren había llegado a la estación.

La mujer notó las bragas húmedas. Por fortuna los pantalones estaban secos.

Se levantó y cogió el bolso y el resto del equipaje.

Las bragas se habían vuelto a meter en la raja.

Pero esta vez no hizo nada por sacarlas.

Fuera del tren, en el andén de la estación, abrió el bolso y buscó el billete.

No lo encontró.

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