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Azotes, sexo y masturbación en familia
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Me llamo Alberto y tengo 18 años. Me gusta el deporte y aunque no soy el empollón de la clase los estudios no se me dan mal. Sin embargo a veces soy terco y cuando se me mete algo en la cabeza no atiendo a razones.

Vivo con mi madre, mi padrastro Antonio y su hija Isabel, que es cuatro años mayor que yo. La verdad es que la chavala no está mal y a veces he soñado con ella, los dos en una habitación, sin ropa, haciéndolo en plan salvaje.

El marido de mi madre es un tipo fuerte de casi cincuenta tacos. A pesar de que le gusta beber cerveza y comer bien el condenado tiene una genética privilegiada y no saca tripa. No me cae muy bien, no es mi padre, pero reconozco que trata bien a mi madre y la hace disfrutar. Casi todas las noches tienen juerga privada, hay risas y sexo, mucho sexo. Los muelles de la cama chirrían sin descanso y los gemidos y jadeos atraviesan puertas.

El martes volvía de la universidad conduciendo el coche familiar. La verdad es que no había pedido permiso para cogerlo, hacía poco que tenía carnet y vine algo más deprisa de lo habitual.

No vi el coche que estaba aparcando y cuando quise reaccionar fue tarde y me lleve parte de la carrocería por delante. Por suerte ni la mujer que aparcaba el coche ni yo sufrimos daño alguno.

Ya en casa, me armé de valor y conté todo. Sorprendentemente Antonio no se cabreó demasiado y actuó de manera civilizada. Habló con la mujer afectada, llamó al seguro y pidió cita con el taller.

A la hora de la cena, mi madre, mi padrastro, mi hermanastra y yo nos sentamos a la mesa y comenzamos a comer en silencio. De pronto, casi al final, Antonio dio un puñetazo en la mesa.

– ¡Eres imbécil! – espetó pillando a todo el mundo por sorpresa.

Yo reaccioné cohibido, la voz me falló a media frase. Los nervios atenazaban mi estómago.

Mi padrastro se levantó, eructó y comenzó a hablar de manera vehemente.

– ¿Sabes a qué nombre está el coche? Al mío… ¿sabes quién paga el arreglo?

– tú, Antonio. – dije levantándome.

Mi padrastro me dio un tortazo en la mejilla derecha.

Mi madre fue a decir algo pero calló y mi hermanastra sonrió. La muy zorra estaba disfrutando de aquello.

De alguna manera, a pesar de la agresión, mantuve la cabeza firme. Podría haber montado un numerito y decir que me largaba de casa. Pero había dos razones que me impedían rebelarme. La primera era mi orgullo que a veces confundo con dignidad, a mis años no quería que me viesen como a un crío irresponsable. La segunda era práctica. Llamadlo cobardía o falta de iniciativa, pero el caso es que en ese momento no me venía nada bien eso de largarme de casa. Así que, con calma, aguardé en silencio, esperando que eso acabase ahí.

Nada más lejos de la realidad. Mi padrastro se había tragado todo y ahora, simplemente, había explotado sin control.

– No me jode el dinero, que le den por culo al dinero. ¿Sabes lo que me jode?

Me jode que te podías haber hecho daño, que podías haberte cargado a alguien y eso, esa irresponsabilidad te marca para siempre…

– Perdón. – dije, por decir algo.

– ¿Perdón? Tu que coños sabes de eso, no eres más que un mocoso irresponsable que no sabe ni pa’ dónde mea.

Durante unos instantes se hizo el silencio.

Espere que aquel hombre se hubiese desahogado a gusto y se fuese a la habitación a follar con su mujer.

Estaba equivocado.

En su cara se dibujó una sonrisa nerviosa que no pegaba para nada con su estado de excitación y enfado.

– Te voy a dar tu merecido hijo.

Y entonces, ante la incrédula mirada de los presentes, se quitó el cinturón doblándolo por la mitad.

Instintivamente di dos pasos hacia atrás, alejándome de aquel tipo.

– Bájate los pantalones y acércate.

Mi pulso se aceleró al tiempo que mi cara se ruborizaba ante aquella orden.

Di un paso más para atrás tropezando y haciendo caer una silla con gran estrépito.

El aprovechó el momento para agarrarme por el brazo.

– ¡Tú, ayúdame a sujetarlo! – dijo dirigiéndose a su hija.

– Ya voy papá. – contestó la aludida levantándose de un salto y sujetando mi brazo.

– ¿Le bajo los pantalones? – añadió

– Sí, por favor.

Mi hermanastra me desabrochó el botón, bajó la cremallera y tirando de la prenda me la bajo hasta los tobillos. Luego, sin perder el tiempo, hizo lo propio con mis calzoncillos dejándome con el culo y el pene al aire.

Note su sonrisa burlona mientras se deleitaba contemplando mi trasero y mi pito.

Todo sucedió rápido. Mi cuerpo inclinado sobre el sillón y el primer golpe de cinturón marcando mi piel.

Escocía.

Mi hermanastra me sujetó apoyando su pecho contra mi espalda, notando la tensión de mi cuerpo al recibir el segundo azote.

Después, en rápida sucesión, cayeron cinco latigazos más.

Grité e intenté huir hacia mi habitación, mi padrastro me persiguió y consiguió darme dos golpes más por el camino. Dentro del dormitorio intenté cerrar la puerta sin éxito.

Mi padrastro entró armado con el cinturón.

Un nuevo golpe en el muslo casi pilla mi pene.

– ¿Estás loco? – dije.

– ¿Túmbate en la cama boca abajo?

Temblando, con las lágrimas a punto de aparecer, temeroso de ser golpeado por error en otra zona, obedecí tapando con las manos el rostro y tratando de contraer las nalgas.

– ¿Puedo mirar? – se oyó la voz de Isabel por detrás.

Nadie la respondió.

Apreté el trasero sabiendo que el cuero estaba a punto de aterrizar sobre mis glúteos colorados.

Los azotes no tardaron en llegar, azotes que me hicieron aullar.

Cinco, seis, siete, ocho y entonces… la voz de mi madre, suave, tratando de calmar a aquel hombre.

– Es suficiente cariño… relájate y vamos a la habitación.

La puerta de mi dormitorio quedo entornada.

Pronto llegó el sonido familiar del coito. El toro estaba bravo y probablemente estaba penetrando a mi madre desde atrás, con embestidas vigorosas que la ponían cachonda.

– ¿Puedo pasar? – dijo mi hermanastra distrayéndome.

– Traigo cremita. – añadió cuando volví mi cabeza para mirarla.

Era atractiva.

Volví a tumbarme. Estaba en un punto donde la vergüenza ya no importaba.

La pomada sobre mi trasero provocó nuevas sensaciones.

Me dejé llevar.

– Si quieres puedes masturbarte. – susurró Isabel.

Me puse de lado y cogí mi pene mientras la miraba. Se estaba tocando el coño.

Más tarde se quitó la camiseta y el sujetador y me enseño las tetas.

Incluso me dejó tocárselas.

Eran suaves.

Los pezones estaban duros.

Mi miembro también.

Eyaculé mientras ella gemía.

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