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Tiempo de lectura: 8 minutos

Esto sucedió apenas a fines del año pasado, con mi novia Alina.  Durante nuestras vacaciones en la costa de Oaxaca, un día lo dedicamos a un paseo en una lancha deportiva que habíamos reservado con varias semanas de anticipación.

La cita fue a las 10 de la mañana en el muelle turístico de Santa Cruz, que estaba aglomerado, por la temporada alta de diciembre, así que tardamos casi media hora en finalmente poder salir. La lancha no era muy grande, pero para nosotros dos era más que suficiente; el capitán –Roberto- era un tipo serio, de unos cuarenta años y llevaba como auxiliar a un muchacho delgado y joven, de no más de veinte, llamado Sebastián.

Navegamos primero lentamente entre docenas de embarcaciones. Alina y yo nos fuimos instalando, extendimos dos grandes toallas en la colchoneta del asoleadero de proa y colocamos nuestra mochila y cámara en un lugar seco y a la sombra. El sol estaba intenso, sin una sola nube, pero la brisa conseguía un clima perfecto, una vez que pudimos tomar velocidad. De lo primero que hice fue aplicarle abundante bloqueador a mi novia, quien tiene la piel bastante delicada, aunque en los tres días previos había empezado a tomar un hermoso color. Para esta ocasión, Alina había elegido un traje de baño, digamos, conservador. Un calzón negro de corte brasileño con ataduras en los costados que le sentaba de maravilla y un top blanco muy elegante, que le hormaba perfectamente en sus deliciosas y firmes tetas 34C. Yo llevaba uno de mis “pouch bikinis” de Joe Snyder, breve, delgado y cómodo, también negro.

El primer tramo del paseo nos lo pasamos sentados en el asoleadero, disfrutando del paisaje, hasta que llegamos frente a un islote donde, nos dijeron era un lugar muy bueno para hacer snorkel. El agua estaba un poco fría, pero el paisaje subacuático valió la pena; al volver a la lancha nos dimos cuenta que abordar desde el agua no era una tarea fácil, ya que no había escalerilla para auxiliarnos, pero con la ayuda del capitán, lo logramos sin mayor problema.

Alina se tendió boca abajo sobre la colchoneta y yo la sequé para que recuperara el calor; luego le volví a poner bloqueador y le desaté las cintas del top. Anduvimos poco más de una hora navegando, realmente disfrutando de la hermosa costa de ese conjunto de bahías. Al llegar a la playa de San Agustín, nos preguntó el capitán si querríamos bajar allí, pero había demasiada gente y le dijimos que preferíamos un lugar solitario, así que dio media vuelta y tomó rumbo al este. Llegamos frente a la bahía de Cacaluta; a la izquierda había numerosas sombrillas y quizá un centenar de personas, sin embargo el extremo opuesto –a unos 500 metros- se veía completamente solo; le pedí que se acercara a esa orilla. Roberto ancló la lancha con la popa hacia la playa y Alina y yo saltamos al agua, nadando los 20 o 30 metros que nos separaban de la orilla, hasta llegar a la playa de arena dorada en la que el mar estrellaba olas de mediana intensidad. Subimos hacia la duna y vimos que bajo una enramada rústica estaba una pareja; nadie más a la vista.

Como es costumbre cuando estamos en una playa solitaria, Alina se despojó de su traje de baño; yo la imité en seguida y dejamos las prendas sobre una roca, disfrutando de la placentera sensación del sol y el viento sobre el cien por ciento de nuestras epidermis. Al cabo de un rato nos dimos cuenta de un inconveniente: no había un solo lugar con sombra y, de continuar así, la piel de mi novia pronto se empezaría a irritar. En ese momento, estaba anclando junto a nuestra lancha una embarcación similar, de donde bajaron tres mujeres y un hombre y se colocaron a unos cincuenta metros de nosotros.

-Tenemos dos posibilidades –le dije a Alina. –O nos regresamos a la lancha ahora mismo o voy a traer bloqueador.

-Yo quiero estar aquí más tiempo –me respondió. Así que caminé hasta quedar frente a la lancha y nadé hasta ella. Para esto debí pasar muy cerca del pequeño grupo, quienes notaron mi desnudez.

Ya a bordo busqué un par de bloqueadores y la pequeña toalla de microfibra que llevábamos, y las metí en una bolsa de polietileno que me facilitó el capitán. Regresé junto a Alina, a quien encontré sentada en la arena. Se levantó para secarse y recibir la protección solar tan requerida; luego hice yo lo mismo. Cuando la crema se absorbió, nos metimos a jugar en el agua, saltando entre las olas, como dos chiquillos.

A la lancha que llegó después de nosotros, se sumó otra, bastante más grande, con un segundo nivel en el que estaban dos hombres. Abajo venía un grupo heterogéneo de adultos y jóvenes, en total una docena de personas. Anclaron pero de momento nadie bajó. Salimos del agua y nos recostamos sobre la arena húmeda. La pareja que estaba bajo la enramada se acercó al mar; eran un hombre de alrededor de cincuenta años, de buen cuerpo, su pareja era una mujer algo más joven, con un cuerpo muy llamativo; mientras él iba desnudo, ella usaba un bikini negro muy pequeño, que la hacía ver sumamente sexy. Entraron al agua y se quedaron allí, flotando y saltando olas. Nos acabábamos de sentar cuando los vimos saliendo del mar, caminaron hacia donde estábamos nosotros y cuando estaban a corta distancia de nosotros, se detuvieron y nos saludaron amablemente; él mostraba una erección completa que le hacía lucir un pene grande y grueso, de medidas similares al mío; el bikini mojado y ajustado de ella, en color naranja, marcaba perfectamente sus labios mayores, en un atractivo “camel toe”; era difícil apartar la vista de ambos, sobre todo que sus genitales quedaban a la altura de nuestros ojos. Tuvimos una charla superficial de menos de un minuto, después de la cual ellos tomaron su camino hacia los riscos del final de la playa, a menos de cincuenta metros de nosotros. Él se recargó en una roca lisa y redonda y atrajo hacia sí a su pareja, besándola y magreándola apasionadamente, al tiempo que le desataba el top del bikini; Alina y yo no los perdíamos de vista, como tampoco lo hacían los dos tipos de la parte alta de la lancha grande, uno de ellos incluso con binoculares. Tanto mi novia como yo estábamos sumamente excitados y a mí se me notaba a ojos vistas, mi pito estaba firme y palpitaba con fuerza.

Nos pusimos de pie y caminamos en diagonal, de nuevo hacia el mar, pero intentando acercarnos a ellos sin que fuera muy evidente. Realmente queríamos estar cerca de la acción. Con el agua un poco debajo de la cintura, puse a Alina de espaldas a mí, de tal manera que ambos pudiéramos ver bien la escena, mientras mi pene se frotaba contra sus nalgas. Para ese momento, la mujer ya estaba desnuda y, arrodillada, le hacía una felación al marido. Después ella fue quien se recargó en la roca y el marido la penetró levantándole una pierna con su antebrazo, lo que hacía que ambos formaran una especie de escultura erótica en movimiento, un agasajo para la vista. De cuando en cuando ellos nos miraban y nosotros les sosteníamos la mirada; era evidente que disfrutaban al ser vistos.

Cuando terminaron de coger –¡Cómo lamentamos que el ruido del mar no nos permitiera escucharlos!- pensamos que entrarían al agua para refrescarse, pero para nuestra desilusión caminaron hacia la enramada donde estaban cuando desembarcamos y quedaron fuera de nuestra vista. La siguiente media hora no sucedió nada interesante. El grupo de tres mujeres y un hombre caminaron hacia los riscos del final y volvieron sobre sus pasos, mirándonos disimuladamente, en esa actitud tan poco natural que distingue a un mirón culposo de alguien abiertamente voyeur.

Consideramos que era momento de volver a la lancha; recogimos nuestras escasas pertenencias y, antes de que Alina pudiera decir una palabra, metí ambos trajes de baño en la bolsa de plástico, junto con la toalla y el bloqueador.

-¿En serio nos vamos a ir desnudos? –preguntó Alina.

-Yo lo hice hace rato y no pasó nada –le respondí.

-¿Y los chavos de la lancha, no dirán nada?

-¡Huy, seguro se van a incomodar! –le dije con sarcasmo.

Caminamos hasta situarnos en el punto más cercano a la lancha, que estaba justo frente al lugar donde seguían las tres mujeres y el hombre, quedando además a tiro de piedra de la lancha de dos niveles. Alina entró al mar y comenzó a nadar con ese estilo limpio que tiene para hacerlo. Yo la seguí, con cierta dificultad debido a la bolsa con nuestras cosas, pero pude sostener el ritmo por los cerca de cincuenta metros que nos separaban de nuestra lancha. El capitán ya esperaba en la borda, tendiéndole una mano a mi novia para auxiliarla a subir. Luego, sin tanta gentileza pero con la misma eficiencia, me ayudó a trepar.

-¿La pasaron bien? –nos preguntó atentamente.

-¡Excelente! –dijo Alina.

-¿A dónde quieren ir ahora?

-A ningún sitio en particular, capi –pedí. –Sigamos navegando despacio.

De inmediato nos acercó un par de cervezas frías, nos acomodamos en la colchoneta de proa y, luego de que el asistente recogiera el ancla, enfilamos mar adentro. Tomé mi cámara y empecé a disparar una foto tras otra, mientras Alina accedía a modelar para mí. Luego ella tomó el aparato e hizo lo propio, conmigo como modelo. Después nos concretamos a llenarnos de sol y viento.

Cerca de las cuatro de la tarde, faltando poco más de una hora para terminar el paseo, mi novia se tendió boca abajo y cerró los ojos. Tomé una abundante cantidad de aceite en mi mano y empecé a recorrer el delicioso cuerpo de Alina, en una suerte de masaje / caricias que, a juzgar por el ritmo de su respiración, estaba disfrutando. Me coloqué arrodillado entre sus piernas, recorriendo con mis manos desde la base de sus nalgas hasta su nuca, a veces por el centro de su espalda, a veces por los laterales de ésta, rozando sus tetas. A cada pasada disminuía la velocidad e incrementaba la cercanía, hasta que nuestros cuerpos se frotaban el uno con el otro. No tengo ni que explicar que mi pito estaba a mil y con discreción lo fui acomodando entre sus piernas hasta que la punta rozara su concha húmeda. Como única respuesta, ella levantó la pelvis y llevó su mano hasta alcanzar su clítoris que empezó a frotar rítmicamente. Sus dedos tocaban ocasionalmente mi glande. Me acerqué a su oído y le dije suavemente, en un tono entre afirmación y pregunta:

-¿Voy?

-¿A qué esperas? –me susurró ella.

Y con toda la calma del mundo, con estudiada lentitud, introduje mi tranca en las humedades de su vagina. Uno, dos, tres, cinco centímetros… hasta que desapareció por completo en el interior de su tibio centro, desplegada en sus 19 centímetros de longitud y 52 milímetros de diámetro. Un ahogado gemido marcó el momento en que inicié el recorrido hacia afuera, hasta dejar sólo la punta metida y esperar una casi imperceptible señal para volver hacia dentro. De nuevo, introducción lenta… larga pausa y hacia afuera. Alina colocó sus manos a los lados de su cabeza, crispadas contra la colchoneta; yo las sujeté con las mías y ya unidos fuimos poco a poco incrementando el ritmo de nuestros movimientos.

Sabíamos que estábamos siendo observados muy de cerca, pero ambos jugábamos un doble juego: por una parte nos movíamos como si estuviéramos en la intimidad; por la otra, el morbo de estar dando un show aceleraba nuestra calentura. Prueba de ello fue que Alina alcanzó el orgasmo en tiempo récord, sin darme oportunidad de alcanzarla; al darme cuenta que yo no llegaría, me esmeré por prolongar el suyo el mayor tiempo posible, lo que finalmente conseguí. Entonces por fin me dijo, con voz ahogada:

-¡Ya… ya, despacio… detente… no te salgas…!

Seguí sus instrucciones sin que mi erección cediera un solo centímetro, sintiendo cómo su vagina dejaba de pulsar. Salí con delicadeza de allí y me tendí boca arriba; sentía la urgencia de eyacular, por lo que puse mi mano en la tarea de lograrlo. Pero las dos manos de Alina desplazaron a la mía; con maestría me frotaba la verga y me estimulaba testículos y perineo. Ocasionalmente acercaba su boca, chupaba y lamía con fuerza, para luego seguir con las manos. No tardé en estallar, la eyaculación no fue abundante, pero sí muy potente. Alina se recostó sobre mí, dejando caer todo el peso de su cuerpo y besándome lenta y profundamente en la boca.

Durante algunos minutos más no fuimos conscientes de que habíamos dado un espectáculo a quienes esa mañana seguramente ni lo sospechaban. No es que fuera nuestra primera vez teniendo sexo en público, pero las anteriores –pocas, por cierto, menos de las que me habría gustado- siempre habían sido en entornos en donde este tipo de actividades se esperaban.

Nos levantamos y quedamos sentados uno frente a otro sobre la colchoneta, intentando actuar de la manera más natural posible. De la misma forma, como si nada especial hubiese sucedido, el capitán nos preguntó:

-¿Les gustaría darse un último chapuzón antes de llegar al muelle, para refrescarse?

-¡Me parece una excelente idea, Roberto! –respondí.

-Dejen entonces acercarme a la islita donde esnorquelearon esta mañana.

Alina se tiró un clavado con mucha gracia y yo la seguí de manera algo más torpe. ¡El agua estaba deliciosa! Refrescante, tal como el capitán lo había sugerido. Nadamos por 10 o 15 minutos y volvimos a bordo. Una vez más fuimos auxiliados por Roberto, quien, me dio la impresión, barrió con la mirada a mi novia, como grabando en su retina la imagen de esta mujer sin falsos pudores, de cuerpo exquisito y cuya piel había adquirido un tono espectacular.

La lancha tomó rumbo al muelle. Al poco, el capitán nos dijo que era el momento de vestirse.

-Algunas personas se escandalizan si ven gente desnuda cerca –se justificó sin que fuera necesario, lo entendíamos.

Alina se puso su vestido blanco de algodón, sin nada debajo. A contraluz era evidente que era la única prenda que llevaba. Yo me enfundé en mi aburrida bermuda. Poco antes de las cinco de la tarde estábamos desembarcando; le di una generosa propina al capitán.

-Espero que hayan disfrutado el paseo –me dijo, guiñándome un ojo. -Aquí los esperamos para cuando quieran volver.

Esa noche, en nuestro pequeño hotel, después de una rica cena, cogimos de nuevo, con la pasión que sólo puede tener una pareja que, aún después de muchos años, sigue encontrando nuevas chispas para mantener el fuego a todo lo alto.

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