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El rey y la joven Claudia
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Ricardo contaba con 20 años de edad y desde hace un mes, tras la muerte de su padre el rey, contaba con poder absoluto.

Ni se había casado, ni de momento, había encontrado mujer de la que enamorarse. Había yacido con varias desde hace años. Todas hermosas, sumisas, dispuestas a obedecer. Al principio, aquello había sido excitante, como toda primera vez. Pero pronto tanta facilidad comenzó a cansarle. Las muchachas venían a su encuentro, le buscaban haciéndose las encontradizas. Después de todo él tenía dinero y poder y esas mujerzuelas estaban usándolo.

La admiración se transformó en recelo.

"Soy el rey" se dijo, "mi palabra es ley y no tengo a nadie en este mundo a quién rendir cuentas".

Sonrió con autosatisfacción y escribió un edicto.

"Yo Ricardo, vuestro rey, anuncio que a partir de ahora toda mujer que se acerque a mi llevada por un interés diferente al amor, será castigada. Ningún hombre o mujer osarán atraer mi atención con ánimo de engañarme o aprovecharse de la situación."

Los consejeros y su madre le hablaron, con el debido respeto, del desatino de semejante escrito. Necesitaba una esposa que le diera herederos. Pero él les ignoró con amenazas.

A pesar del temor de las doncellas, algunos nobles no dudaron en seguir ofreciendo a sus hijas.

– ¿Me habéis mirado? – dijo el rey dirigiéndose a una chica de cabello largo de su misma edad.

– Señor, yo… – musitó con nerviosismo la joven

– ¿Cómo os llamáis?

– Claudia majestad.

– ¿Me queréis?

– Yo, mi señor, no era mi intención…

– Y además sois una cobarde… ¡Guardias prendedla y darle doce azotes!

– Majestad, ¿la llevamos a las mazmorras?

– No, atadla a la viga del techo y castigadla aquí mismo en mi presencia.

Uno de los guardias fue en busca de una cuerda y un látigo.

– Señor, por favor, perdonadme si os he ofendido.

El rey se acercó y la abofeteó.

El guardia que se había ido regresó y con ayuda de su compañero ató las muñecas de la mujer y pasando la cuerda por la viga, levantó los brazos de la víctima hasta que su cuerpo quedo casi suspendido. Luego, tirando del vestido, lo rasgó desnudando a la muchacha de cintura para arriba. Las tetas colgaban de manera sensual.

El rey se acercó y mientras le miraba a los ojos cogió un pezón y apretó.

– Majestad… – dijo la chica con lágrimas en los ojos por la súbita agresión.

– Empezad. – ordenó el monarca.

Uno de los guardias colocó el cabello de la joven sobre su hombro dejando el camino libre.

El guardia que sostenía el látigo se tomó unos segundos para calibrar la distancia y descargó el primer azote en la espalda de la mujer.

– Uno.

– Ayyy

– Dos – dijo golpeando de nuevo.

– Tres

Cada diez segundos el cuero mordía la espalda de la víctima indefensa haciéndola retorcerse de dolor.

– Nueve

– Por favor… parad. – rogó la chica sollozando.

El rey levantó la mano y el guardia se detuvo.

– ¿Crees que voy a parar? Soy el que manda y mi palabra es ley.

La muchacha, con la cara llena de lágrimas, absorbió los mocos y se disculpó.

– Desnudadla.

El guardia obedeció a su rey y le quitó el vestido dejándola en cueros.

Ricardo contempló el trasero de la joven. Aquello le estaba excitando.

– Claudia, tenéis un culo demasiado bonito. Seguro que habéis atraído a más de un indefenso varón con él.

– Señor… – gimoteo la joven humillada.

– Seguid, golpeadla en las nalgas.

La mujer intentó contraer su retaguardia para mitigar el escozor mientras recibía el impacto del látigo.

– Diez

Y sin tiempo a recuperarse un nuevo azote.

– Once

Claudia tembló y perdió el control del esfínter meándose encima.

– Sois guarra además de cobarde.

A las lágrimas por el dolor se unió la vergüenza.

– Doce

El látigo dejó una última marca roja en los glúteos.

El rey se acercó a la mujer.

– Miradme.

La muchacha le miró.

– Siento haberos ofendido Señor, no era mi intención.

Ricardo, por un momento, sintió algo. Quizás se había equivocado, pero era el rey y bajo ningún concepto lo iba a reconocer.

– Desatadla.

Los guardias obedecieron.

– Claudia, ¿verdad?… venid conmigo.

La mujer le observó con algo de temor, pero no tenía más remedio que obedecer.

La puerta de la alcoba, vigilada por dos soldados, se cerró tras ellos. Doncella y monarca, a solas, guardaron silencio.

Ricardo señaló la cama.

– Acostaos boca abajo.

La recién azotada obedeció y su cuerpo desnudo y con marcas quedó expuesto sobre la cama real.

El hombre fue en busca de un ungüento y con delicadeza lo aplicó sobre la espalda y las nalgas de la mujer.

– Sois valiente y educada. A pesar del castigo no habéis perdido vuestras formas, creo que he cometido un error juzgando vuestro…

– Majestad, vos no os equivoca…

– Dejadme acabar… soy el rey, es cierto, pero los reyes a veces no miden bien sus acciones… sin embargo no me arrepiento de haberos azotado… y quizás, en el futuro, no descarto que tengáis que recibir nalgadas si no os comportáis… sin embargo…

– Sí majestad… – intervino la joven tras unos segundos de silencio.

– Me gustáis… ¿os gusto?

La chica se sintió halagada por las palabras.

– por favor, responded con sinceridad… no temáis, no os voy a castigar digáis lo que digáis, solo quiero saber…

– Sois atractivo y dulce… a vuestra manera. Si me permitís la osadía, bueno, evidentemente no me ha gustado que mandarais castigarme pero… me alegro de estar con vos aquí y ahora… y si para eso tenéis que castigarme… hacedlo… yo

Ricardo besó a Claudia en los labios.

Aquella fue la primera de muchas veces que sus bocas se encontraron.

Claudia llegó a ser reina.

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