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Estrené a una Testigo de Jehová (I)
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Siempre he tenido una fuerte fe religiosa en la doctrina predicada por la Iglesia Católica,  e incluso me llegué a replantear en formarme como teólogo, aunque finalmente me decanté por ser profesor de Humanidades. Sacerdote estaba totalmente descartado, ya que era muy lujurioso (mi pecado capital) y me gustaban mucho las mujeres, por lo que, siguiendo con las enseñanzas del apóstol San Pablo en 1º de Corintios 7:9: “Pero si carecen de dominio propio, cásense; que mejor es casarse que quemarse”. Al llegar a la mayoría de edad mi prioridad fue buscar esposa, pero casi siempre la chica con la que estaba me acababa decepcionando, por lo que iba de flor en flor como abejorro, al igual que San Agustín de Hipona antes de convertirse al cristianismo, lo que en cierta forma me atormentaba en la conciencia.

Si bien mi vida era pecaminosa en ese sentido, todos me tomaban como un buen católico practicante, ya que siempre encontraba tiempo para ir a misa prácticamente a diario, trataba de seguir los ritos del catolicismo, leía la Biblia y a los santos de la Iglesia y me confesaba antes de comulgar, lo cual traía loco al sacerdote de mi parroquia, pues mis pecados eran siempre relacionados con lujuria: fornicación, masturbación, etc.

Puse a prueba mi fe cuando me crucé con Alicia, una chica con la que había ido al colegio y que nunca iba a clase de religión porque era testigo de Jehová. Yo por entonces carecía de conocimiento acerca de este grupo religioso, y pensaba que Alicia era un bicho raro por seguir una doctrina contraria a la de la Iglesia. Tras dejar el colegio perdí todo contacto con Alicia, pero años más tarde me la encontré en la calle junto a un señor mayor con bigote y sombrero que luego identifiqué como su padre. Alicia y su padre repartían propaganda sobre su fe para tratar de captar adeptos: ejemplares de “¡Despertad!”, un librito amarillo titulado “¿Qué enseña realmente la Biblia?” y otros panfletos religiosos del estilo. Aunque no suelo acercarme a este tipo de gente, esta vez lo hice porque reconocí a Alicia y porque estaba realmente sexy.

Alicia por entonces tenía 22 años, era de estatura media, delgada, tenía una larga y lisa melena rubia, ojos azules… No podía adivinar sus formas corporales por la vestimenta que llevaba: una camisa blanca cuyas mangas le llegaban hasta los codos, y una larga falsa negra que le llegaba casi al suelo. Pero aquella forma tan recatada de vestir me excitaba, al igual que me ocurría cuando veía a alguna monja joven visitar mi parroquia. Aquella castidad, aquel recato y aquella posible virginidad me excitaban en una joven preciosa como ella. Me acerqué, y con una sonrisa me saludó, dándome dos besos. Recordé cómo se reían de ella en la escuela por tener unas creencias diferentes a nosotros, pese a que muchos de ellos no practicaban como Dios manda el catolicismo. Sólo yo la respetaba, aunque por dentro lamentaba que siguiera creencias que, desde mi perspectiva, eran erróneas.

“Alicia, ¿qué tal te va?”, le dije, “Bien, estoy trabajando en la tienda de mis padres”, me contestó, “a ratos estudio magisterio y también doy clases de La Palabra”. “¿La Palabra?”, pregunté, “¿te refieres a la Biblia?” “Sí”, me dijo, “¿te interesa? Es un curso totalmente gratuito y no te compromete a nada”. Sinceramente, yo ya conocía bastante de la Biblia y sabía que las traducciones de los Testigos de Jehová eran malas, pero por algún motivo sentí el deseo de decirle que sí, aunque en realidad, en lo más profundo de mi alma, sólo quería meter mi cabeza en aquella falda para ver cómo tenía las piernas y bajarle las braguitas para hacerle un cunnilingus que hiciera derretir de placer a esa princesita de la Watchtower. O arrancarle esa camisa para ver qué tipo de ropa interior usaba y ver cómo eran sus pechos, acariciárselos para hacerla gozar físicamente (y quizás, espiritualmente). “Bueno, si te interesa, puedes venir un día al Salón del Reino, allí tenemos nuestras reuniones, cantamos a Dios y comentamos La Atalaya”. Le di mi móvil, y más tarde, aquel mismo día, me pasó la dirección del lugar donde se localizaba el Salón del Reino al que iba ella, que es como la parroquia de los Testigos.

Debía acudir a aquel Salón del Reino el sábado a las 7 de la tarde. Para ello, tendría que faltar a la misa de mi parroquia, algo que seguramente el padre Antonio no vería con buenos ojos. Pero por otro lado, ¿acaso el Papa Juan Pablo II no visitó una sinagoga en Roma, una mezquita en Damasco, así como una iglesia luterana y un templo budista? ¿No debía seguir su ejemplo como ecumenista? Pero seamos sinceros, el ecumenismo es lo que menos me interesaba en ese momento, sólo quería ir para ver a Alicia. ¿Pero qué si lo único que me motivaba a ir a ese lugar era Alicia? Ella tenía todo lo que esperaba en mi futura esposa, belleza física y fidelidad a Dios (aunque fuera una visión corrompida del Dios al que yo adoraba), algo que entre las católicas, salvo algunas monjas que mencioné anteriormente, escaseaba. La Iglesia Católica debía afrontar que algunos de sus preceptos habían quedado antiguos (como otros en el pasado habían quedado obsoletos) y la corrupción que había en cierta parte de la jerarquía habían alejado a los jóvenes de la Iglesia, de manera que cuando iba sólo había algunas ancianas y sólo en ocasiones especiales, como bodas, bautizos o comuniones iban chicas jóvenes, aunque tan solo fuera por compromiso familiar. Estaba claro que dentro de la Iglesia Católica estaba difícil encontrar a la princesa de mis sueños, por lo que debía probar en otros sitios. ¿Y quién sabe si lograría salvar su alma de la herejía?

Llegó el sábado y a las 7 de la tarde me personé en aquel Salón del Reino. Supongo que llamaría un poco la atención, ya que aparte de ser alto y con barba (normalmente los hombres que son Testigos van afeitados) iba vestido de manera informal. A raíz de ello, se me acercaron algunos a darme la bienvenida, hasta que Alicia apareció por fin para saludarme. Si en la calle estaba preciosa aquí estaba espectacular, con una blusa con botones y una falda algo más fina, además de tener el pelo recogido sobre una felpa de tela. “¡Qué contenta estoy de que hayas venido!”, me dijo, “yo también estoy feliz de verte”, dije con una sonrisa, “y esta experiencia es nueva para mí, podré ver de primera mano cómo son las reuniones de los Testigos”. Por dentro deseaba agarrarla y estamparla contra la pared de aquel lugar mientras desabrochaba su blusa y le bajaba la cremallera de la falda para hacerle el amor una vez tras otra. Pero debía calmarme, pues no era el momento ni el lugar. Todo llegaría.

La reunión la verdad es que estuvo algo aburrida. Un par de canciones, una exposición acerca de la Creación de Dios (negando completamente la teoría de la evolución que ya la Iglesia Católica había aceptado en 1996-algo tarde, lo sé-) y finalmente, el comentario de “La Atalaya” sobre el Año del Jubileo. Básicamente se ponían a repetir o directamente leer lo que aquella revista decía. Cierto es que en las misas nos dedicamos a repetir otras fórmulas, pero había cierta espiritualidad en las mismas que no encontraba en estas reuniones. Sólo pensaba en meter la mano por debajo de la falda de Alicia, la cual estaba sentada a mi lado y podía oler su perfume, lo que me excitaba. Al acabar, le dije a Alicia, “¿me enseñarás la Biblia? Seguro que son interesantes tus explicaciones”. “Sí, si quieres podemos quedar un día en el sitio que digas”. “¿Qué tal mi casa?”, ofrecí. Mi casa por entonces estaba vacía, pues mi hermana mayor se había casado con su pareja y ya no vivía allí, y mis padres en determinados días trabajaban fuera, por lo que era fácil convertir mi casa en un picadero, como había hecho ya con otras. Pero esta era diferente, había que ir con delicadeza.

Llegó aquel día acordado con Alicia. Vino sola, acompañada de su Biblia y algunos panfletos que pensaba que eran de mi interés. Estuvimos conversando sobre la Biblia. Alicia me contó que podía contrastar lo que me decía con mi edición católica. No me perdía una palabra de lo que decía, aunque a veces era complicado porque me perdía nadando en el azul de sus ojos. Cuando acabó la clase, me dijo que siempre había tenido un buen recuerdo de mí, porque al contrario de los demás, no me burlaba de ella por sus creencias. Yo dije que me alegraba de que Dios la hubiera puesto en mi camino. Y lo decía en serio, pues en aquel momento pensaba que Alicia se convertiría en mi esposa y en la madre de mis hijos, aunque ella no lo supiera.

No se me ocurría qué decir para seducir a una chica de este tipo, así que le ofrecí un baño en mi piscina. Ella dijo que no había traído bañador, así que le dije que podía entrar en el cuarto de mi hermana y usar algo que le estuviera bien. Contra todo pronóstico, ella aceptó y yo sin creérmelo: “Eres un católico escuálido”, me dije, “si al menos fueras uno de esos católicos fuertes que llevan pasos en Semana Santa… pero no sirves ni para monaguillo”. Pensamientos de este tipo tenía mientras me cambiaba y me metía en la piscina, cuando Alicia apareció por la puerta con un bikini azul, como sus ojos. “Sólo por esta imagen ha merecido la pena haber traicionado parcialmente mis convicciones”, pensé.

Alicia tenía unos pechos medianos, pero se veían hermosos ante la blancura de su piel. Las piernas eran largas y bonitas, y su culo rellenaba aquella braguita que se metía entre descuidos entre sus nalgas. Si ya me excitaba verla vestida tan recatada, verla medio desnuda podría provocarme una corrida. Pero quería aprovecharla. “Eres preciosa, Alicia”, le dije mientras bajaba por la escalerilla hacia el agua. “Gracias”, dijo algo tímida, “tú también eres muy guapo”. Seguíamos hablando mientras observaba cómo su larga melena rubia se extendía por la superficie del agua. Debía rematar aquello: “Prendiste mi corazón, hermana, esposa mía; has apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla de tu cuello. ¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía! ¡Cuánto mejores que el vino tus amores, y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas!”, le dije, recitándole tal pasaje de El Cantar de los Cantares.

Viendo que sonreía mientras se ruborizaba, me lancé hacia ella besándola y apreté su cuerpo contra una de las paredes de la piscina. Ella se encontraba muy excitada, quizás nadie le haya recitado la Biblia para seducirla, y me correspondía en aquellos besos. “Ahora soy tu novio”, le dije, “repítelo”. “Eres mi novio”, dijo mientras continuaba con los besos. Empecé a acariciarle los pechos, hasta que le arranqué la parte superior del bikini. “Oye”, me dijo mientras jadeaba, “soy virgen”. “Y a mí me gusta que así sea, que te hayas reservado para este día”, le contesté, cada vez más excitado. Con fuerza, le arranqué la braguita y le enseñé mi miembro viril. “Espera, espera, esto está yendo muy deprisa”, me dijo Alicia mientras se apartaba. “¿No te apetece hacerlo?”, le dije. “Sí, me apetece, pero creo que antes de rebelarme contra mi fe y mi comunidad, deberíamos esperar a que la ocasión fuera más bonita, no en tu piscina. Una ocasión más íntima”, me respondió.

“Demasiado bueno para ser verdad”, pensé. “Bueno, Alicia, si es lo que quieres te respetaré. Sé también que el sexo prematrimonial es pecado, pero creo que Dios nos perdonará si esto no es fruto de una mera lujuria, sino del amor”, le dije. Ella pareció contentarse con esa respuesta y se abrazó a mí. Tener a aquella hermosa chica virgen pegada a mi cuerpo aumentaba mi excitación. Debía hacer algo con aquello. “Déjame tu mano”, le dije mientras me sentaba en las escalerillas de la piscina y se la agarraba y la colocaba sobre mi pene. “Esto es como tener sexo, pero sin perder la virginidad”, le dije, “nadie, salvo tú y yo sabrá lo que ha pasado aquí”. La mano de Alicia era inexperta, pero esa inocencia me parecía excitante. Así mismo, la suavidad de aquellas manos lograba endurecerme la polla más y más. “¿Cómo puede tener ese cuerpazo y ser virgen?”, me preguntaba, “seguro que si hubiese sido católica ya se la habrían follado más de una vez”. Finalmente logré correrme, saltando aquel semen sobre el agua. Alicia se colocó el bikini y se abrazó a mí.

“Me encanta que seas tan cariñosa”, le dije, “y esto que hemos hecho nos ha unido más que nunca”. “¿Nos veremos la semana que viene?”, me preguntó. Ya lo creo que nos volveríamos a ver.

Continuará…

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