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Descubriendo el sexo con mi entrenadora
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Pasaron años desde mi última relación, cuando decidí apuntarme a un gimnasio para ganar cierta fortaleza física. Mi etapa en la universidad, aunque fructífera sexualmente, me había retenido durante mucho tiempo encerrado en casa o en la biblioteca de la facultad por los estudios, por lo que, si bien antes de ser universitario era flaco, ahora me sobraban algunos kilos, aunque al ser alto (medía 1,82 metros) podía disimular en cierta medida el peso. Pero notaba que los michelines comenzaban a ser vistosos, lo que me hizo pensar que era uno de los factores por los que hacía tiempo que no estaba en una relación (seria o esporádica) con una mujer, algo que a mis veintitrés años me resultaba desesperante. Para ganar confianza en mí mismo y parecer más atractivo, sentí que necesitaba ganar musculatura. Aunque quizás estuviera equivocado.

Aquella mañana acudí al gimnasio y al ser mi primera vez en uno de ellos, me sentía desorientado. Me paseé por la sala y opté por utilizar la elíptica como calentamiento. Tras media hora dejé aquel ejercicio y me decidí a utilizar la máquina de pesas. Y he de reconocer que no era capaz de levantar un palmo la pesa más pesada. Y en ese momento, alguien me dijo: “¿Eres nuevo por aquí?” Miré a quien preguntaba y vi ante mis ojos a una de las entrenadoras con el uniforme del gimnasio, una auténtica reina amazona: era una mujer de 28 años con cara angelical, con rasgos finos, ojos negros y una larga melena rubia recogida en una coleta por una cinta amarilla. Aquel uniforme, que constaba de un pantalón corto y una camiseta azul, marcaban un hermoso cuerpo, con grandes pechos. Lo único que diferenciaba a esta mujer de una super-modelo estándar era su desarrollada musculatura en sus brazos y piernas, la cual, no sé por qué, se me antojaba acariciar.

“Sí, es mi primer día”, dije un poco tímido. “Debes usar estas máquinas con moderación, no puedes empezar con el peso máximo si es tu primer día y nunca has practicado esto antes, yo puedo hacerlo, pero porque llevo desde los dieciséis años practicando halterofilia”. No me sorprendía que aquella mujer pudiera levantar tanto peso viendo su musculatura. “Verás, levántate, te haré una demostración”, me dijo. Y sin apenas esfuerzo (o eso me pareció) logró levantar en dos ocasiones cien kilos. El caso es que verla sentada y ver cómo los músculos de sus brazos se contraían me excitó.

“Esto que acabo de hacer no se te ocurra hacerlo ahora”, me dijo, “podría causarte una lesión muscular. Prueba con menos peso por el momento”. Me volví a sentar y seguí su consejo. “Trabajo aquí y puedes pedirme ayuda, también entreno aquí”. Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Lidia, como la campeona olímpica, pero no tenían ningún parentesco entre sí. Me dijo los días que trabajaba allí y que deseaba ver mis progresos, esto último con un guiño. Le di las gracias y se despidió. Me quedé viendo cómo se alejaba mientras movía esos glúteos, los cuales se notaba que había trabajado en el gimnasio. No creo que hubiera un solo músculo de su cuerpo que no estuviera ejercitado.

Acabé aquel día los ejercicios y me fui a darme una ducha. Aunque se supone que era una parte de relax, cierta parte de mi cuerpo estaba en tensión por la buena impresión que me había dado aquella entrenadora culturista. En aquel momento, imaginaba que estaba dentro de la ducha conmigo, me rodeaba con sus musculosos brazos y me levantaba mientras me besaba y acariciaba su mojada melena rubia. Traté de relajarme para no llamar la atención de los demás que estaban en el vestuario, terminé la ducha y me envolví con la toalla para ir a vestirme.

Pensaba que Lidia, la reina amazona, había sido puesta en mi camino para recuperar la ilusión por la vida que me había arrebatado la ruptura con mi ex novia. Iba cada día al gimnasio y la buscaba con cualquier excusa para que me ayudara y me diera su consejo, solo para poder verla y escucharla. A veces, mientras me animaba, me pegaba una pequeña palmada o me cogía del hombro como masajeándolo, lo cual aumentaba mi excitación. Un día, incluso me invitó a ver cómo levantaba unas pesas desde el suelo. En esta ocasión no iba con su clásico uniforme, sino el que utilizaba en las competiciones deportivas de halterofilia. Una camiseta de tirantes que dejaban al aire sus deltoides, bíceps, tríceps y demás músculos que me era imposible de recordar, así como unos leggings de comprensión que realzaban sus cuádriceps y sus glúteos. Antes de tomar aquella pesa pegó un pequeño grito para aliviar tensiones, la agarró y se puso de cuclillas para después enderezarse y levantarla por encima de su cabeza. El grito empezó a endurecérmela, pero ver cómo se puso en cuclillas y aumentar el tamaño de sus glúteos me hicieron buscar algo con lo que ocultar mi erección, subiéndome la temperatura del cuerpo.

Traté de relajarme, pensando que no estaba bien sexualizar a una mujer que practicaba deporte o hacía su trabajo en aquel gimnasio. Tampoco sabía mucho de ella, quizás estaba casada, y es algo que mi conciencia cristiana reprobaba, ya que el evangelio dice que “todo el que mire a una mujer para codiciarla ya cometió adulterio con ella en su corazón”. Me fui a dar una ducha para tratar de olvidarme de todo. Tras vestirme, salí del vestuario y me disponía a irme a mi casa, cuando Lidia dio conmigo y me dijo: “¿Por qué te fuiste? No me has visto levantar todavía las más pesadas”. “Necesitaba salir a tomar un poco el aire”, le mentí, pero no me esperaba que me respondiera lo siguiente: “En ese caso, ¿aceptarías que te invitara a una infusión en la cafetería del gimnasio?” No salía de mi asombro, pero acepté. Lidia y yo fuimos a aquella cafetería. Pensé que quizás me hablaría de mis progresos o me daría nuevas pautas para continuar. Estaba equivocado.

Lidia comenzó a preguntarme qué hacía, le dije que estudiaba las oposiciones para ser profesor de Lengua y Literatura. Pareció que aquello le agradó, pues me dijo “además de guapo eres inteligente”, dijo mordiéndose un labio mientras sonreía. Esa situación era nueva, ya que siempre era yo quien tenía que entrar a las mujeres, pero me daba la impresión de que Lidia no buscaba lanzar una simple broma de coqueteo. La conversación cambió momentáneamente cuando le pregunté por sus competiciones, pero Lidia no tenía muchas ganas de hablar sobre deporte. “¿Tu novia también es profesora como tú?”, me preguntó con claras intenciones de saber si tenía pareja. “No, lo cierto es que no salgo con nadie desde hace algunos años”, le confesé. “Oh, no importa, seguro que alguien como tú consigue a la chica que deseé”, me dijo, colocando su mano sobre mi muslo. Ese gesto me empezó a excitar, pero trataba de pensar en otras cosas. Pero Lidia no se rendiría tan fácilmente. “Me gustas mucho”, me confesó, “y he notado cómo me miras en el gimnasio, tonto, hay espejos y puedo ver lo que hay en mis espaldas. No te haces una idea de cómo te deseo”. “Sí, también me gustas”, le dije.

Al escuchar aquello, Lidia se puso tontorrona, y puso sobre la mesa sus intenciones: “Me gustas mucho, y en algunas temporadas, entre competición y competición, necesito descansar y aliviar tensiones, de lo contrario, mis músculos se atrofian”, yo no me creía lo que estaba sucediendo, que aquella diosa, aquella guerrera amazona, me estuviera pidiendo sexo. “¿Y cómo que no tienes con quién tener relaciones?”, le pregunté, “si eres preciosa, me cuesta creer que no tengas a alguien”, dije, con intención de indagar si estaba casada. “La verdad, no, y los pretendientes que me salen no son de mi agrado, me gustan los morenazos altos como tú”, me respondió. Aquello sirvió para subir mi autoestima, perdida desde hacía años. Estaba claro que acabaría teniendo sexo con ella, dejando atrás los años de sequía (abstinencia forzada) que había sufrido desde que corté con mi ex.

Sin más dilación, me dijo que la esperara en la puerta mientras se duchaba, tras lo cual, iríamos a su casa a “aliviarle de tensiones”. Salió del vestuario oliendo bastante bien. Creo que hasta ese momento nunca me había preocupado por cómo olía. “Estas genial”, le dije, “tú sí que estás bien”, me contestó. Al llegar a su casa, me estampó con delicadeza contra la pared y comenzó a besarme. “No puedo esperar más, vamos a la cama”, me dijo. No podía creer lo que me estaba pasando. Y me gustaba. “Espérame en la cama, enseguida estoy contigo”, me dijo mientras se metía en el baño. Me senté sobre la cama mientras me quitaba aquella ropa deportiva y la dejaba a un lado. Mi corazón palpitaba y mi respiración se aceleraba con aquella excitación. Cada segundo que esperé se me hacía eterno, hasta que finalmente Lidia salió del baño con un culotte y un sujetador deportivo, además de tener los ojos maquillados y los ojos pintados, como una modelo. “Puf, cómo me pones…”, le dije, “veamos si estas semanas en el gimnasio te han servido de algo”, me contestó y acto seguido saltó encima mía besándome mientras yo acariciaba los músculos de sus brazos. “Te gustan, ¿eh?”, decía entre jadeos mientras me besaba apasionadamente. Habrá quien dirá que aquella relación no era la clásica de hetero-normativa, ya que los roles sociales estaban invertidos, ella era la fuerte y la que tomaba la iniciativa, mientras que yo era delicado y más pasivo. Pero tocar esos bíceps me la ponían durísima, sentirme vulnerable entre ellos aumentaba a nivel psicológico el goce sexual.

Lidia agarró una de mis manos y la colocó sobre su duro trasero. “Disfrútalo, es para ti”, me dijo y viendo que mi polla estaba a punto de explotar, me la agarró con el pulgar y el índice de su mano derecha, a modo de anillo, mientras que con el meñique me daba un masaje en el escroto. “Menuda polla tienes, este músculo no tienes que trabajarlo, ¿verdad?”, dijo picarona, y a continuación me corrí, apuntando el chorro sobre sus fornidos muslos. Habíamos terminado la primera fase del sexo. Pero ahora le tocaba disfrutar a ella. Mientras me recuperaba de la primera corrida, me ofreció una botella de agua y algunos frutos secos al mismo tiempo que trataba de calentarme con sus caricias. “Necesitas reponer fuerzas tras el primer asalto, además, estos frutos son afrodisíacos”, me decía. Y cuando al fin las repuse, le bajé aquel culotte y me dispuse a hacerle un cunnilingus mientras sujetaba con mis manos sus muslos, acariciando aquellos cuádriceps. Oía a Lidia gemir mientras sujetaba mi cabeza para que continuara. Hasta que llegó un momento en que dijo “ahora prueba de resistencia, ponte ese preservativo y fóllame”. Lidia se quitó aquel sujetador deportivo mostrándome aquellos enormes pechos al desnudo. “Dios mío, pero qué belleza”, pensé.

Me coloqué ese preservativo y me dispuse a complacer a aquella diosa del Olimpo. Y para mi sorpresa, fue mil veces mejor que con mis anteriores parejas sexuales, ya que sabía cómo contraer los músculos vaginales, lo que multiplicaba el placer durante la penetración. De haber estado tantos años sin mantener relaciones a tener sexo con mi entrenadora fue parecido a hacer ejercicio en nivel difícil al gimnasio, sólo que aquello me mataba de placer en lugar de hacerme daño. Le acariciaba sus pechos, firmes y duros, al mismo tiempo que con los dedos jugueteaba con sus pezones. Lidia gemía de placer mientras yo jadeaba, faltándome el aliento con las embestidas mientras ella apretaba mi pene. Finalmente, su contracción fue más fuerte de lo normal y me corrí al mismo tiempo que ella, cayendo en redondo en la cama. Lidia me besó en los labios y volvió a darme agua, algo que necesitaba.

Me dormí abrazado a ella, apoyando mi cabeza en sus firmes pechos. A la mañana siguiente, me desperté sin Lidia en la cama. Me había dejado una nota que decía “He tenido que irme a trabajar, pero estabas tan mono dormido que decidí dejarte dormir en mi cama. Tienes pan y aceite para desayunar en la cocina. ¡Ven a verme después al gimnasio para seguir los <<entrenamientos>>!”

Mientras me vestía, noté ciertas agujetas por el cuerpo, fruto de lo que hicimos en la noche. No sabía cuánto duraría aquello, pero seguro que me divertiría mientras tanto.

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