María era separada. No divorciada, “separada”. Recién por aquellos años Argentina legisló el divorcio vincular. Solo se podía estar separado, que era lo máximo que la Iglesia Católica toleraba cuando una pareja no podía continuar junta. Y esto implicaba dedicarse a los hijos, si los había, y no volver a convivir con alguien. Ni hablar de nuevos hijos producto de nuevas uniones. María había seguido el mandato al pie de la letra, por eso el comentario de mi madre. No así Daniel, el padre de Camila. Pero eso era otra historia.
El único tren del sábado a Capital traqueteaba en las vías gastadas. Sería un recuerdo en pocos años, pero todavía cubría el trayecto hasta retiro en por lo menos el doble de tiempo que tomaba el viaje en automóvil. No me importaba. Pero ya en la ciudad y antes de llegar a su casa, pasé por una farmacia, puse cara seria y compré un paquete de preservativos. Nunca se sabe, y no iba a estar desprevenido. Llegué a casa de Camila a las tres de la tarde, acalorado y hambriento. María me improvisó un sándwich, y nos fuimos a la habitación de Cami. Me mostró sus álbumes de fotos, en particular los de sus viajes de esquí, deporte que tanto nos gustaba a ambos. Jugamos un par de partidos de ajedrez, y luego sacó algunas prendas para ver cuales me gustaba que se pusiera. Escuchábamos a su madre hablar por teléfono así que se probó un par con él con el agregado picante de que lo hizo delante mío. Llevaba una tanga blanca y un corpiño de encaje del mismo color. En un momento, mientras buscaba cosas en el placard, me puse de pie con sigilo y la abracé desde atrás. Mi mano fue rápido a su entrepierna y suspiró. “¿Va a haber pase de habitación hoy?” susurré a su oído. “Algo tengo planeado. Después te cuento”. Se quedó con un jean de tiro alto, como se usaban en los 80, y una camisita blanca de mangas cortas, que resaltaba sus lolas preciosas.
Elegimos ver “Juegos de Guerra”, quizás porque los protagonistas eran una parejita de nuestra edad, y nos sentamos a cenar pizza acompañada de algunas cervezas.
– ¿Y qué tenés planeado hoy? – me animo finalmente a preguntar cuando ya caminábamos de vuelta.
– Y hoy… quiero que lo hagamos. – me quedé sin aliento. Solo me detuve y la besé.
– ¿Duerme profundo tu vieja?
– Para nada, pero iba a cenar a lo de su hermana en San Isidro, y se quedaba a dormir ahí. – atiné a decir algo, pero no supe que. – Mamá tiene una visión más moderna de algunas cosas, mi amor. – Nos volvimos a besar, más bien ya a comernos a besos mientras nuestras manos no se quedaban quietas. Pero era avenida Santa Fe y Callao a las 11 pm un día de febrero 1984. No daba para descontrolarse mucho. Nos subimos a un colectivo y nos fuimos para su casa. Con algo de suerte subimos en el ascensor con toda nuestra ropa, pero apenas pasar la puerta y la camisa de Cami y mi remera ya estaban afuera. Fuimos con premura hasta su habitación.
– Esperarme un segundo. Voy a buscar algo a la mochila. – estaba en el cuarto de huéspedes.
– No hace falta.
– ¿Qué?
– No necesitamos nada. Mamá me hizo recetar la píldora hace meses.
Tiempo más tarde eso tuvo su explicación. Supe que María se había casado “de apuro” embarazada de Camila, con un hombre que finalmente no era para ella. Volví sobre Cami, le saqué el corpiño y me hice un festín con sus tetas divinas. Volví a mirarla a sus ojos y a besarla, y en el abrazo la sentí temblar un poquito. No era placer, eran nervios. Aparté el cubrecama, y la hice recostar, le afloje y saque el pantalón, sus zapatillas y su tanga. Como esa vez, volví a recorrer su cuerpo con mi lengua, aunque esta vez me demoré más en la cara interna de sus muslos, recorriendo con lentitud el camino hacia su entrepierna. Cuando mi boca llegó, Cami lanzó un gemido, fresco, libre a sabiendas de que nadie escuchaba. Me había propuesto que acabara primero de esa manera. Quizás eso, pensaba, la ayudaría a relajarse. Calentura sobraba, y Cami se retorcía y gemía al ritmo de mis cariños. Pronto mi cabeza estaba atrapada en la presión de sus muslos, y su pelvis subía y bajaba mientras me esforzaba por mantener mi lengua en su punto mágico. No fue mucho. Los temblores, ahora del orgasmo llegaron prestos e intensos, acompañados de sus gemidos liberados. Me incorporé sobre ella.
– Ni te sacaste el pantalón – me dice con una sonrisa – veo que me toca a mí.
Me hizo acostarme en su lugar, me desvistió y no olvidó que me gustaban los besos en mis pezones y mi vientre, y menos había olvidado como me había gustado más que me la chuparan. Igual no la dejé seguir mucho. Mas bien casi nada.
– Es ahora Cami. ¿Cómo querés? ¿Vos arriba como la vez pasada?
– Si.
Se puso arriba mío, y al igual que entonces empezó a frotarse la ranura con mi verga, hasta ubicarla en la entrada. Sentí de pronto su estrechez húmeda y cálida, que acogía cada vez más y mi glande, hasta llegar al punto más cerrado. Cami me miró, respiró hondo, y con un quejido tenue me llevó al paraíso. Se quedó inmóvil un instante, mientras el dolor cedía, y yo flotaba inerte en la tierna humedad de sus entrañas. Se recostó sobre mí y nos besamos.
– ¿Bien?
– Ahora va mejorando. – más sonreía mientras me miraba.
Comenzó a moverse, y yo a tratar de acompañar, aunque con la torpeza natural a nuestra inexperiencia. Nos llevó un rato encontrar la vuelta para que pudiera bombear un poquito. Mas solo un poquito, porque pronto mi orgasmo se negó a atender razones para demorarse y me vacié dentro de ella. Me miró con ternura.
– ¿Puedo seguir o te duele? – pregunté
– Ya casi nada. ¿Querés venir arriba?
– Sí.
Se desmontó, le hice lugar en la cama, y me ubiqué para volver a penetrarla. Mi pene seguía rígido como nunca, y estaba bañado en semen, flujos vaginales y un poco de sangre. No era la visión más bonita, pero que importaba. Entré de nuevo en ella, de vuelta en ese abrazo cálido y maravilloso. Ensayé mis movimientos de nuevo torpes al principio, hasta encontrar el ritmo. Cami ya se había aflojado y su cuerpo hablaba otra vez de su excitación. De improviso, más allá de que parecía estar lejos, dio un grito, me apretó con sus piernas y brazos y se estremeció en un intenso orgasmo.
– ¡Pará, pará! – Me detuvo cuando quise seguir bombeando. Me salí, y todavía siguió temblando un poco más. Era todo, al menos por la noche, pensé. Me recosté a su lado, y cuando recuperó el aliento empezó a tocar mi verga incólume.
– Vení, vamos al baño a lavarnos.
Nos limpiamos, y me terminó de atender con su boca ahí mismo, de pié, ella sentada en la tapa del inodoro. Desnudos sacamos la sabana manchada, la pusimos en el lavarropas, colocamos unas limpias, y nos acostamos juntitos en la estrecha cama. Nos dormimos jurándonos amor eterno, como solo lo juran los jóvenes.