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Cuando se ama es el corazón quien juzga
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Tiempo de lectura: 7 minutos

El despertador del móvil sonó a las siete. Sólo había dormido dos horas. Claudia lo apagó somnolienta y caminó desnuda, —como una autómata— hasta el baño, se sentó en la taza a orinar entre bostezo y bostezo, después se levantó, apoyó las manos en el lavabo frente al espejo y tuvo unas arcadas que le hicieron vomitar el escaso contenido de su estómago. Permaneció unos segundos inmóvil contemplándose en el espejo sin gustarle lo que veía, por lo que se lavó la cara, como si al hacerlo pudiese blanquear también la vileza de sus actos. A continuación se secó y volvió a mirarse en él, por si le devolvía algún cambio sustancial, pero no fue así. Salió del baño un poco más recompuesta, se vistió, se dio unos retoques al pelo y por último cogió su bolso, observó a su amante durmiendo y salió de la vivienda sin hacer ruido.

A las ocho llegaba a casa, habiendo disfrazado una vez más su aventura carnal con una guardia en el hospital. Iván ya había preparado el desayuno para los dos. Claudia colgó el abrigo en la percha, el bolso en la silla, le dio los buenos días acompañados de un beso y se sentó a desayunar con él, pese a su inapetencia. Sólo deseaba estar sola, darse un baño y recapitular.

—¿Qué tal la noche?

—Movidita, —respondió. Inmediatamente cayó en la cuenta de que no andaba lejos de la verdad.

—¿Algo destacable? —preguntó levantando la vista del periódico.

—Nada que merezca la pena reseñar, —mintió.

Apenas desayunó. Tomó un café, únicamente por interpretar el papel de buena esposa y camuflar su perfidia. Tampoco le apetecía comentar nada más. En esos momentos siempre albergaba la extraña sensación de que, de alguna manera, su infidelidad era diáfana, es decir, tenía el presentimiento de que si decía o hacía algo inapropiado se delataría, como también tenía la percepción de que en su cuerpo quedaba algún resquicio, alguna mancha, algún resto en el peinado o cualquier otro elemento singular o indicio sospechoso que la pudiese inculpar.

—Voy a darme un baño, —le indicó a fin de eliminar cualquier rastro que solamente existía en su cabeza, y no tener que seguir una conversación que no le apetecía en esos momentos, dada su vulnerabilidad.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó.

“Apenas he dormido. Ha sido una noche de sexo duro”.

Esa hubiera sido su sincera respuesta, no obstante, evocó las palabras de su psicoanalista afirmando que la fuerza más poderosa que mueve el mundo era la mentira. Todo el mundo miente: políticos que prometen lo que nunca cumplen; periodistas que omiten la verdad; hijos que dicen no haber tomado nunca drogas; vecinos que se saludan cordialmente, pero en realidad se detestan; padres que dicen entender a sus hijos; hijos que dicen obedecer a sus padres; cónyuges que aseguran no engañar a su pareja. Se dice que los niños nunca mienten, pero incluso, cuando lloran están mintiendo para reclamar la atención de la madre. Después de la convincente reflexión respaldó la verdad de su psicólogo y se reafirmó en que la mentira era más apropiada si no quería que se desatara el caos, aun cuando estuvo tentada de sincerarse, teniendo en cuenta que su dignidad estaba tocando fondo.

—No, sólo estoy cansada, necesito relajarme y dormir un rato, —dijo enmascarando una vez más la media verdad.

—Hoy estás especialmente guapa, —le declaró Iván con total sinceridad, como hacía siempre. Tal vez era la excepción que confirmaba la regla. Puede que también, la podredumbre en la cual se veía ella reflejaba por su vileza era lo opuesto a lo que percibía Iván, y quizás también por el amor que le profesaba.

Hundió la cabeza en la bañera unos segundos buscando despejar su mala conciencia y cuando supuso haberlo hecho emergió del agua echándose el pelo hacia atrás con las manos.

Un poco más serenada salió del agua y cogió la toalla. Iván entró para despedirse, se quedó un instante observándola obnubilado, como si ella fuese Afrodita, la diosa de la belleza, la sensualidad y el amor. A continuación, injustificadamente dichoso, le dio un beso y se marchó al hospital.

El teléfono sonó y Claudia confió en que no fuese una urgencia.

—Te has ido sin decirme nada, —le reprochó su amante.

—Estabas dormido. No quise despertarte.

—¿Cuándo nos volvemos a ver? —preguntó.

—Ya te llamaré, —sentenció para inmediatamente colgar.

Había pensado en dormir un rato, pero su cabeza era un hervidero de contradicciones y sabía que era inútil intentarlo a no ser que tomara un tranquilizante, y no le gustaba la idea porque luego andaba el resto del día adormecida, por consiguiente, decidió ir al hospital y mantener la cabeza ocupada para así desdeñar sus cavilaciones, si eso era posible.

El teléfono volvió a sonar. De nuevo era Cristian, y por un momento pensó en no contestar, pero lo hizo.

—No puedes llamarme cuando te venga en gana, —le reprochó

—Antes me has colgado.

—No estaba de humor.

—¿Te encuentras bien?

—Se me pasará.

—¿Te apetece que nos veamos y lo hablemos?

—No quiero volver a verte.

—¿Estás segura?

—No, no lo estoy, pero es lo que quiero. No puedo seguir así.

—Ven a casa y lo hablamos.

Claudia dudó un instante y pensó que era un buen momento para cortar con todo aquel despropósito.

—En una hora estoy ahí.

Cristian la saludó con su cautivadora sonrisa. Iba descalzo, y como única prenda vestía un vaquero rasgado en las rodillas, mostrando su fibroso torso. Claudia lo observo un momento y su cuerpo le mandó una señal inequívoca de que estaba preparada de nuevo.

El ambiente de la estancia estaba cargado y podía percibir todavía la mezcla de olores de la contienda de la noche anterior.

—Tenemos que poner fin a esto, —le dijo mientras se sentaba en el sofá.

—Si es lo que quieres… ¿pero crees que podrás?

—Al menos lo intentaré.

—Tú me gustas demasiado, Claudia. Eres la mujer que todo hombre desearía para él y por eso envidio a tu marido, pero sabes de sobra que si no soy yo, será otro con quien busques saciar tu sed.

—Por el momento, quiero intentarlo. No puedo vivir con este desasosiego constante. No puedo más.

—Creo que son tus prejuicios los que no te dejan avanzar.

—¿Crees que esto es avanzar? —se quejó. —Para ti es fácil decirlo. A ti no te ata nada ni nadie. ¿Crees que puedo continuar así y seguir mirando a mi marido a la cara por las mañanas?

—Pues déjalo y vente conmigo.

—A ti no te quiero.

—Pero sí que me buscas para follar. Todo no puede ser en la vida, Claudia. La pareja perfecta no existe y creer lo contrario te hará más daño que bien. Muchas veces caemos en la creencia de que el amor todo lo puede, o que todo es por amor y eso no es así. ¿Por qué no disfrutas de ese don que se te ha dado y dejas ya de lamentarte tanto?

—No me sermonees con tu psicología barata. Para ti es fácil. ¿Qué tienes que perder? Absolutamente nada. ¿Crees que mi ninfomanía es un don? Para mí desde luego no lo es.

—¿Qué quieres de mí Claudia? ¿Si tan mal te sientes por qué me buscas?

—He venido a despedirme.

—¿Seguro? Podrías haberlo hecho por teléfono, o mañana en el hospital, pero aquí estás.

Claudia intentó contradecir su argumento, pero no pudo.

—¿Qué sientes cuando te cruzas con Iván en el hospital?

—¿Qué quieres que te diga? Nada. Eres tú quien quiere mantener encubierta esta relación. Si quisieras, mañana hablaba con él, pero tienes que saber qué deseas, puesto que tienes un problema que ni tú misma sabes cómo resolver. Yo te doy lo que no te da él y él te da lo que no te doy yo, pero tampoco eso te satisface. Sigues aferrándote a la idea de que todo irá sobre ruedas si me dejas y sabes que no va a ser así.

Reconoció que tenía razón. Amaba a Iván, pero sus exigencias superaban con creces esa adoración. ¿Se podía ser feliz con la persona a la que se amaba, pero sustituyéndola en los momentos de pasión? Era evidente que no. Su situación comportaba un dilema importante difícil de resolver, no obstante, había dos maneras: seguir ocultando su doble vida, o dejar al amor de su vida. Tanto una decisión como la otra no conducía a la felicidad, dado que, en una y en otra continuaría existiendo una carencia de diferente naturaleza, y viendo su congoja, Cristian le hizo mirarle de frente virando su rostro con la mano.

—¡Quédate esta mañana! No tienes por qué tomar esa decisión ahora. Date tiempo.

Claudia lo miró, sintió su mano en la zona erógena del cuello y se dejó llevar de nuevo por las sensaciones, abandonándose al intercambio de saliva del pasional beso. Sus pezones respondieron al beso queriendo perforar la fina prenda y el contacto entre los labios se tornó más apasionado llevando a que el desenfreno tomase las riendas de las suaves caricias.

Claudia paseó su mano por la espalda desnuda de él con impaciencia. Ambos se deshicieron en pocos segundos del estorbo de la ropa con la acelerada ansiedad de dos primerizos, y ante la manifiesta torpeza, ella terminó de quitarse las bragas para inmediatamente abrir sus piernas a fin de recibirlo anhelante, y sin demorarse la penetró de un golpe llevándola a exhalar un gemido de placer cuando lo sintió, cual barra de hierro candente en sus entrañas. A ese gemido le siguieron otros muchos cuando empezó a bombear con vehemencia en su interior.

Le bastó tan sólo un minuto para que se corriera reclamándole que se lo diera todo en un orgasmo que se prolongó durante otro minuto entre jadeos y espasmos de placer. Cristian extrajo la polla erecta de su vagina y contempló unos instantes sus intimidades totalmente expuestas, a continuación se escupió repetidas veces el falo y se lo embadurnó, lo posó a la entrada del pequeño orificio y empujó con suavidad hasta que el miembro penetró hasta el fondo. Claudia contuvo sus lamentos con la verga percutiendo en sus esfínteres, y el morbo, la lujuria y el desenfreno se instaló en su ser, de manera que sus jadeos se solaparon con los gritos de placer. Su dedo buscó el pequeño nódulo en busca de un segundo orgasmo, al mismo tiempo, Cristian se agarró a sus pechos con ensañamiento sin dejar de percutir con contundentes golpes de cadera en la búsqueda de un clímax compartido que no se hizo de esperar. Claudia gritó, y Cristian no fue menos, mientras le atizaba con unos últimos golpes de riñón, entre espasmos y bramidos, al tiempo que alojaba en el estrecho canal los postreros restos de su simiente. Seguidamente se dejó caer encima de Claudia y ella acusó el peso muerto. Después se deshizo de él para ir al lavabo. Se sentó en el bidet y visualizó el mismo escenario de la noche anterior, pero esta vez no quiso verse reflejada en el espejo. A continuación siguió con el ritual, se vistió y se marchó sin despedirse. Cristian la miró antes de salir por la puerta y se compadeció de ella.

Deambuló por la calle durante todo el día como una autómata sin un rumbo fijo, como si quisiera encontrar la senda de la circunspección, de tal modo que el arrebol del atardecer la sorprendió al pie del Miguelete. Miró hacia arriba y admiró su majestuosidad. Tantos años viviendo allí y nunca había subido, y pensó que era un buen momento para hacerlo, por lo que pagó los dos euros de la entrada y subió los doscientos siete escalones hasta la terraza, situada a sesenta y tres metros de altura.

Se apoyó en la baranda presenciando la magia del crepúsculo con el sol arrojando sus últimos rayos de luz sobre el horizonte y tamizando el cielo en tonos violáceos, amarillos, naranjas y rojos, al igual que un pintor fauvista se ensañaba en el cromatismo de su paleta. Claudia observó fascinada como el astro rey desaparecía en el horizonte, dedicándole el hermoso espectáculo, y durante ese breve periodo de tiempo se embriagó de la belleza intrínseca de su exhibición.

El atardecer dio paso al ocaso y el centellear de las luces adornó la ciudad otorgándole a la noche un clima especial para soñar donde se percibía mejor el estruendo del corazón, el repiqueteo de la ansiedad, el murmullo de lo imposible y el silencio del mundo.

Miró hacia abajo y el vértigo golpeó su sien. No había nadie. Tan sólo estaba ella, sus razonamientos, su culpa y su propósito. Sus heridas eran tan profundas que no veía otra alternativa y pensó que esas heridas que no sangraban eran las que más costaban de curar y no estaba segura de que nunca lo hicieran.

El corazón parecía que iba reventarle en el pecho. Miró de nuevo hacia abajo, pero el vértigo le impedía dar el paso, por ello desvió la mirada hacia arriba. Contempló un cielo oscuro y con ello, una luz alumbró su angustia, pues, cuanto más oscura era la noche, más brillantes eran las estrellas y cuanto más profundo era el dolor, más cerca estaba Dios.

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