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Disonancia cognitiva
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Tiempo de lectura: 2 minutos

Es sólo verlo y mi cuerpo arde. Me invitó a salir. Acepté, conversamos rico y el paseo sencillamente genial. Él y yo estamos destinados a la amistad o al olvido, pero mi cerebro aún no se lo explica a mi cuerpo.

Hablamos de sus temas y la nueva moralidad en los jóvenes. Estuve atenta, pero no logré evitar concentrarme en esos labios delgados y en esa manía de mover las manos como si estuviera acariciando algo. Hacía frío y quería acercarme, pero no lo hice, hasta que un gato se puso a mi lado y corrí; una vez más, cual vieja morbosa, miré su entrepierna.

¡Mi mente y sus evocaciones! Con tan solo verlo y escuchar esa voz se desencadenó un latido profundo e íntimo que no me abandonó hasta proporcionarme una dulce ducha tibia. A veces quiero creer que busca provocar y elevar la temperatura de mis más oscuros deseos.

Continuó hablando, pero mi mente divagó ¿Cómo sería ser los únicos sobrevivientes del planeta? Es un hombre de 52 años, deliciosamente vigoroso, con una presencia dominante que siempre me ha resultado agradable, tanto por seguridad como por fortaleza.

Debería ser algo como: saludarnos, llorar, establecer una jornada de trabajo para la consecución de víveres y la construcción de una vivienda, prometernos lealtad, compañía y sexo, sexo puro, enérgico y sin permisos previos -ayudar a nuestro cerebro con todos sus neurotransmisores y liberación química.– para subsistir.

Cualquiera de los días o cualquiera de las noches, como premio a cumplir las tareas planeadas, caminaría hacía él desnuda, en silencio, convertida en una hembra en celo; emanando feromonas por doquier dispuesta a entregarme sin reservas, pudor ni tabúes.

Él acudiría presto, con un beso dulce y profundo, bajaría a mi pecho y mordería mis pezones con fuerza. Me vería arder, con sus rodillas separaría mis piernas y me penetraría suave, retardando su placer y el mío con tal de verme más tiempo delirante. Susurraría en mi oído porque soy suya y me sumiría en una danza sincrónica de cuerpos húmedos. Con su magia dentro, inunda de energía cada célula disponible, veo todas las constelaciones y recito de memoria aquella tabla química que jamás aprendí. Embestidas traseras y delanteras perfectamente diestras, elevarían su presión y con una fuerza arrolladora por la emisión de sus entrañas me subiría al cielo para caer en picada a su voluntad y permitirle todo y más.

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